Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 25 de junio de 2020

+29. Broch

Me resguardo de la lluvia en unos soportales, la compra a mis pies. Un gesto de antes de. Las gotas rebotan sobre el asfalto, se quedan entre las hojas de los árboles, crean ondas en los charcos y en los riachuelos contra la acera. Y yo, ahí fuera, me dejo estar, el olor a lluvia alrededor.
Pasa un padre con su hijo junto a mí, la mirada del niño concentrada en pedalear, el ánimo del padre mientras espera a dos pasos de distancia. Su pedaleo es el eco de una vida que vuelve poco a poco, incompleta y con matices.
Apenas me deja atrás el niño, una abuela y su nieta de cuatro años, también en bici. La niña me sonríe con una pureza que me desarma y sé que mi sonrisa el gesto que le devuelvo, no puede corresponder la suya como merece. La abuela capta mi sonrisa y, en apenas medio minuto, me cuenta que ya vuelven a casa, que su nieta es casera y apenas han estado fuera, que quién le iba a decir hace meses que eso iba a ser bueno.
Fue el mundo de los pájaros.
Ahora es el de los niños.
Cuando retomemos nuestro lugar, los adultos, llenaremos este mundo, de nuevo, de gestos ruidosos y rápidos, ocuparemos los moldes vacíos que dejamos hace casi dos meses, antes de.


***

Escribí monumental a lápiz en las primeras páginas de Los sonámbulos, una sola palabra como intento de definir qué significó su lectura para mí. Leí la trilogía de Broch en invierno, poco antes del confinamiento. La escritura de Broch densa, perfeccionista, abarcadora, reflexiva, se adentra en la mente de unos personajes arrastrados por  sueños de gloria o búsqueda de oportunidades y de ruptura con el propio ser en las tierras del nuevo mundo o una maquiavélica distorsión de la realidad, en una degradación de los valores, personajes torturados y ambiciosos y amorales en una época que acaba en la Gran Guerra y de la que surgirá un conflicto mayor. Sólo una palabra, monumental, para Los sonámbulos, para una obra que va de lo estético a lo filosófico y lo arquitectónico, para una lectura a la que volver.


El predominio del estilo arquitectónico sobre las características de una época es una de las cosas más extrañas. ¡Qué privilegiada situación han conservado sobre todo las artes plásticas en el seno de la historia! Comparadas con la magnitud de las actividades humanas que puebla una época, apenas constituyen un ínfimo detalle, detalle que, por supuesto, ni siquiera es demasiado intelectual, pero que, no obstante, supera con fuerza de caracterización a todos los demás ámbitos intelectuales, supera a la poesía, supera incluso a la ciencia, supera incluso también a la religión. Lo que a través de los milenios perdura es el arte plástico constructivo, ése es el exponente de una época y de su estilo. Semejante hecho puede depender de la perdurabilidad de los materiales empleados: de los siglos pasados se conservan montañas de documentos escritos y, sin embargo, cada una de las estatuas góticas es «más medieval» que toda la literatura de la Edad Media. Bueno, ésta sería una explicación muy mediocre; si existe una posible explicación, hay que buscarla en la esencia del concepto «estilo».
Pues no cabe duda de que el estilo no sólo atañe a la arquitectura o a las artes plásticas, el estilo es algo que atraviesa de igual modo todas las manifestaciones de la vida de una época. Sería absurdo hablar del artista como de un hombre fuera de lo común, como de alguien que, dentro de un estilo que produce, lleva una existencia especial, mientras los demás permanecen excluidos.
No, el estilo, si existe, atraviesa todas las manifestaciones vitales, de modo que el estilo de un período aparece tanto en el pensamiento como en cualquier otro acto que realicen los hombres de dicho período. Y sólo partiendo de este hecho —que tiene que ser así porque no puede ser de otro modo— es posible buscar una explicación al sorprendente hecho de que hayan sido precisamente aquellas acciones que se manifiestan en el espacio las que han adquirido un significado tan ostensible y extraordinario en el auténtico sentido de la expresión.
Reflexionar acerca de ello sería tal vez ocioso, si no existiera detrás el único problema que legitima todo este filosofar: el miedo a la nada, el miedo al tiempo que conduce a la muerte. Y quizá toda la inquietud que surge de la mala arquitectura, y que me impulsa a agazaparme en mi casa, no sea otra cosa que este mismo miedo. Pues todo cuanto el hombre realiza, lo realiza para destruir el tiempo, para abolirlo, y a esta aniquilación se llama espacio. Incluso la música, que existe en el tiempo y que lo colma, transforma el tiempo en espacio. El pensamiento todo se desarrolla en lo espacial, y el proceso del pensamiento presenta un confusionismo de espacios indeciblemente enmarañados y pluridimensionales: ésta es la teoría que posee más visos de probabilidad. Pero, si ello es así, debería estar naturalmente muy claro que todas aquellas manifestaciones que de un modo directo afectan al espacio reciben una significación y una evidencia como las que nunca jamás ha recibido ninguna otra actividad humana. Y también en esto se trasluce la sintomática significación de lo ornamental. Porque lo ornamental, libre de toda forma intencional —aunque haya surgido de ella—, se convierte en expresión abstracta, en «fórmula» de todo el pensamiento espacial; llega a ser la fórmula misma del estilo y, con ello, la fórmula de toda una época y de su forma de vida.
Y ahí me parece que radica aquella significación, casi me atrevería a decir mágica, que convierte en muy singular el hecho de que una época, prisionera por completo de la muerte y del infierno, tenga que vivir dentro de un estilo que es incapaz de continuar produciendo lo ornamental.
Hermann Broch. Trilogía de Los sonámbulos. Traducción María Ángeles Grau. Debolsillo.

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