Me resguardo de la lluvia en unos soportales, la compra a
mis pies. Un gesto de antes de. Las gotas rebotan sobre el asfalto, se quedan
entre las hojas de los árboles, crean ondas en los charcos y en los riachuelos
contra la acera. Y yo, ahí fuera, me dejo estar, el olor a lluvia alrededor.
Pasa un padre con su hijo junto a mí, la mirada del niño
concentrada en pedalear, el ánimo del padre mientras espera a dos pasos de
distancia. Su pedaleo es el eco de una vida que vuelve poco a poco, incompleta
y con matices.
Apenas me deja atrás el niño, una abuela y su nieta de
cuatro años, también en bici. La niña me sonríe con una pureza que me desarma y
sé que mi sonrisa —el
gesto que le devuelvo—,
no puede corresponder la suya como merece. La abuela capta mi sonrisa y, en
apenas medio minuto, me cuenta que ya vuelven a casa, que su nieta es casera y
apenas han estado fuera, que quién le iba a decir hace meses que eso iba a ser
bueno.
Fue el mundo de los pájaros.
Ahora es el de los niños.
Cuando retomemos nuestro lugar, los adultos, llenaremos este
mundo, de nuevo, de gestos ruidosos y rápidos, ocuparemos los moldes vacíos que
dejamos hace casi dos meses, antes de.
***
Escribí monumental
a lápiz en las primeras páginas de Los
sonámbulos, una sola palabra como intento de definir qué significó su
lectura para mí. Leí la trilogía de Broch en invierno, poco antes del
confinamiento. La escritura de Broch densa, perfeccionista, abarcadora,
reflexiva, se adentra en la mente de unos personajes arrastrados por sueños de gloria o búsqueda de oportunidades
y de ruptura con el propio ser en las tierras del nuevo mundo o una
maquiavélica distorsión de la realidad, en una degradación de los valores, personajes torturados y ambiciosos y
amorales en una época que acaba en la Gran Guerra y de la que surgirá un
conflicto mayor. Sólo una palabra, monumental, para Los sonámbulos, para una obra que va de lo estético a lo filosófico
y lo arquitectónico, para una lectura a la que volver.
El predominio del estilo arquitectónico sobre las
características de una época es una de las cosas más extrañas. ¡Qué
privilegiada situación han conservado sobre todo las artes plásticas en el seno
de la historia! Comparadas con la magnitud de las actividades humanas que
puebla una época, apenas constituyen un ínfimo detalle, detalle que, por
supuesto, ni siquiera es demasiado intelectual, pero que, no obstante, supera
con fuerza de caracterización a todos los demás ámbitos intelectuales, supera a
la poesía, supera incluso a la ciencia, supera incluso también a la religión.
Lo que a través de los milenios perdura es el arte plástico constructivo, ése
es el exponente de una época y de su estilo. Semejante hecho puede depender de
la perdurabilidad de los materiales empleados: de los siglos pasados se
conservan montañas de documentos escritos y, sin embargo, cada una de las
estatuas góticas es «más medieval» que toda la literatura de la Edad Media.
Bueno, ésta sería una explicación muy mediocre; si existe una posible
explicación, hay que buscarla en la esencia del concepto «estilo».
Pues no cabe duda de que el estilo no sólo atañe a la
arquitectura o a las artes plásticas, el estilo es algo que atraviesa de igual
modo todas las manifestaciones de la vida de una época. Sería absurdo hablar
del artista como de un hombre fuera de lo común, como de alguien que, dentro de
un estilo que produce, lleva una existencia especial, mientras los demás
permanecen excluidos.
No, el estilo, si existe, atraviesa todas las
manifestaciones vitales, de modo que el estilo de un período aparece tanto en
el pensamiento como en cualquier otro acto que realicen los hombres de dicho
período. Y sólo partiendo de este hecho —que tiene que ser así porque no puede
ser de otro modo— es posible buscar una explicación al sorprendente hecho de
que hayan sido precisamente aquellas acciones que se manifiestan en el espacio
las que han adquirido un significado tan ostensible y extraordinario en el
auténtico sentido de la expresión.
Reflexionar acerca de ello sería tal vez ocioso, si no
existiera detrás el único problema que legitima todo este filosofar: el miedo a
la nada, el miedo al tiempo que conduce a la muerte. Y quizá toda la inquietud
que surge de la mala arquitectura, y que me impulsa a agazaparme en mi casa, no
sea otra cosa que este mismo miedo. Pues todo cuanto el hombre realiza, lo
realiza para destruir el tiempo, para abolirlo, y a esta aniquilación se llama
espacio. Incluso la música, que existe en el tiempo y que lo colma, transforma
el tiempo en espacio. El pensamiento todo se desarrolla en lo espacial, y el
proceso del pensamiento presenta un confusionismo de espacios indeciblemente
enmarañados y pluridimensionales: ésta es la teoría que posee más visos de
probabilidad. Pero, si ello es así, debería estar naturalmente muy claro que
todas aquellas manifestaciones que de un modo directo afectan al espacio
reciben una significación y una evidencia como las que nunca jamás ha recibido
ninguna otra actividad humana. Y también en esto se trasluce la sintomática
significación de lo ornamental. Porque lo ornamental, libre de toda forma
intencional —aunque haya surgido de ella—, se convierte en expresión abstracta,
en «fórmula» de todo el pensamiento espacial; llega a ser la fórmula misma del
estilo y, con ello, la fórmula de toda una época y de su forma de vida.
Y ahí me parece que radica aquella significación, casi me
atrevería a decir mágica, que convierte en muy singular el hecho de que una
época, prisionera por completo de la muerte y del infierno, tenga que vivir
dentro de un estilo que es incapaz de continuar produciendo lo ornamental.
Hermann Broch.
Trilogía de Los sonámbulos. Traducción María Ángeles Grau. Debolsillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario