La luz queda del atardecer se refleja en las ventanas que
dejo tras de mí —delante
de mí, una franja ambarina sobre la línea de montes y la silueta de la ciudad—. Me repito un mantra al
salir de casa, buen camino, como al
inicio de cada etapa a Santiago hace años. Cierro la puerta de casa y salgo al
exterior, aún extrañado por el silencio y la soledad del atardecer, mi
vulnerabilidad en un segundo plano, hoy, cuando, ayer, me habitaba por entero.
El tiempo era el camino frente a nosotros en aquellos días
de peregrino. Llegaba a una pequeña elevación, miraba el paisaje circundante, y
un camino de tierra y polvo entre campos de trigo verde —el rojo de una amapola entre las espigas—, o un sendero entre
bosques y una subida a los molinos eólicos en la cumbre de una sierra. Aquello
que abarcaba con la mirada era tiempo. No me preguntaba por el mundo de más
allá del horizonte, sólo existía aquel que estaba ante mí. En aquel camino éramos
una gran serpiente, los peregrinos, éramos el ruido de nuestras botas sobre la
tierra, el vaho en las mañanas heladas, sombras negras estiradas a través del
paisaje que desaparecían al otro lado de una loma y que yo seguía, unidos por
una cuerda invisible. Atravesábamos aldeas de piedra y zarzas, entrábamos en
las ermitas para captar sus diferentes silencios, descansábamos junto a una
fuente o en la orilla acogedora de un río, nos sentíamos fuera de lugar en las
ciudades donde semáforos multitudes señales luminosas. Al final de la etapa, el
cansancio y la pureza y un silencio sacro donde resonaba el camino recorrido.
Me digo buen camino,
y entro en el pabellón, mi mano sobre la puerta de metal.
***
Es la reconstrucción de los meses en un campo de
concentración de una mujer de la Resistencia francesa. Es recordar, volver a pasar
por el corazón, el horror, el hambre, el silencio, el dolor, la violencia, la
destrucción del alma humana. Es un lenguaje poético —donde poético no es belleza sino alumbramiento de
una verdad— para un
tiempo de crueldad. Es la memoria de una mujer que rescata la voz de las
muertas y los muertos, de tantas mujeres silenciadas, la voz de quien cuenta la
realidad pocas veces escrita de los barracones femeninos en los campos de
concentración. Es un libro duro, Ninguno
de nosotros volverá, que recoge las dos primeras partes de la trilogía Auschwitz y después de Charlotte Delbo,
un alumbrar las tinieblas que no conocimos, ponernos frente a la oscuridad de
lo humano. Es hablar de un dolor y encierro extremos —esto sí encierro, en barracones, tras alambradas y vallas
fortificadas y el corazón despojado de humanidad—. Es el frío, el desamparo, la anulación, la mirada
muda hacia el bloque 25, el bloque de las judías, de las moribundas, de las
ancianas, y saber qué es el humo en las chimeneas. Es el tiempo sobre la
recuerdo, revivir en el presente el horror pasado, afrontarle el ayer en el hoy
y volver a sentir las marcas de la aniquilamiento del ser. Es una de las
lecturas de este año, las memorias de Delbo.
Detrás, más allá de las alambradas, la llanura, la nieve, la
llanura.
Allí estábamos todas, varios miles, de pie en la nieve desde
la mañana (así es como hay que llamar a la noche, puesto que la mañana eran las
tres de la madrugada). El alba había iluminado la nieve que hasta ese momento
iluminaba la noche, y el frío se había acentuado.
Inmóviles desde la plena noche, nos volvíamos tan pesadas
para nuestras piernas que nos hundíamos en la tierra, en el hielo, sin poder
hacer nada contra el entumecimiento. El frío contusionaba las sienes, los
maxilares, creíamos que los huesos se dislocaban, que el cráneo reventaba.
Habíamos renunciado a saltar sobre uno y otro pie, a entrechocar los talones, a
frotarnos las palmas de las manos. Era una gimnasia agotadora.
Permanecíamos inmóviles. La voluntad de luchar y de resistir,
la vida, se habían refugiado en una porción empequeñecida del cuerpo, apenas la
periferia inmediata del corazón.
Allí estábamos, inmóviles, varios millones de mujeres de
todas las lenguas, apretadas unas contra otras, agachando la cabeza bajo el azote
de las ráfagas de nieve.
Allí estábamos, inmóviles, reducidas al único latir de
nuestros corazones.
¿Dónde va esa, por qué se sale de la fila? Camina como una
lisiada o como una ciega, una ciega que ve. Se dirige hacia el foso con paso de
madera. Está en el borde, se agacha para bajar. Cae. Su pie ha resbalado en la
nieve que se desmorona. ¿Por qué quiere bajar al foso? Ha abandonado la fila
sin vacilar, sin esconderse de la SS erguida con su capa negra, erguida sobre
sus botas negras, que nos vigila. Se ha acercado como si estuviera en otra
parte, en una calle donde pudiera cambiar de acera, o en un jardín. Aludir aquí
a un jardín puede suscitar risas. Tal vez como una de esas viejas locas que en
las plazas dan miedo a los niños. Es una mujer joven, casi una muchacha.
Hombros muy frágiles.
Ahí está, en el hueco del foso, arañando con las manos,
buscando con los pies, levantando con esfuerzo la pesada cabeza. Su rostro está
ahora vuelto hacia nosotras. Tiene los pómulos violetas, pronunciados, la boca
hinchada, violeta negra, las órbitas con sombras en el fondo. Su rostro es el
de la desesperación desnuda.
Largo rato lucha contra la indocilidad de sus miembros para
recobrar el aplomo. Se debate como un ahogado. Entonces, alarga las manos para
izarse hacia la otra orilla. Sus manos buscan un apoyo, sus uñas arañan la
nieve, todo su cuerpo se tensa en un sobresalto. Y se hunde, agotada.
Ya no la miro. No quiero mirarla más. Quisiera cambiar de
sitio, no ver. No ver más esos agujeros en el fondo de las órbitas, esos
agujeros que miran fijamente. ¿Qué quiere hacer? ¿Quiere llegar a las
alambradas electrificadas? ¿Por qué nos mira fijamente? ¿Es a mí a quien
señala? ¿Es a mí a quien implora? Vuelvo la cabeza. Mirar hacia otro lado.
Hacia otro lado.
Charlotte Delbo.
Ninguno de nosotros volverá. Traducción Regina López Muñoz. Libros del
Asteroide.
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