Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 18 de junio de 2020

+22. Delbo

La luz queda del atardecer se refleja en las ventanas que dejo tras de mí delante de mí, una franja ambarina sobre la línea de montes y la silueta de la ciudad. Me repito un mantra al salir de casa, buen camino, como al inicio de cada etapa a Santiago hace años. Cierro la puerta de casa y salgo al exterior, aún extrañado por el silencio y la soledad del atardecer, mi vulnerabilidad en un segundo plano, hoy, cuando, ayer, me habitaba por entero.
                                             
El tiempo era el camino frente a nosotros en aquellos días de peregrino. Llegaba a una pequeña elevación, miraba el paisaje circundante, y un camino de tierra y polvo entre campos de trigo verde el rojo de una amapola entre las espigas, o un sendero entre bosques y una subida a los molinos eólicos en la cumbre de una sierra. Aquello que abarcaba con la mirada era tiempo. No me preguntaba por el mundo de más allá del horizonte, sólo existía aquel que estaba ante mí. En aquel camino éramos una gran serpiente, los peregrinos, éramos el ruido de nuestras botas sobre la tierra, el vaho en las mañanas heladas, sombras negras estiradas a través del paisaje que desaparecían al otro lado de una loma y que yo seguía, unidos por una cuerda invisible. Atravesábamos aldeas de piedra y zarzas, entrábamos en las ermitas para captar sus diferentes silencios, descansábamos junto a una fuente o en la orilla acogedora de un río, nos sentíamos fuera de lugar en las ciudades donde semáforos multitudes señales luminosas. Al final de la etapa, el cansancio y la pureza y un silencio sacro donde resonaba el camino recorrido.

Me digo buen camino, y entro en el pabellón, mi mano sobre la puerta de metal. 


***

Es la reconstrucción de los meses en un campo de concentración de una mujer de la Resistencia francesa. Es recordar, volver a pasar por el corazón, el horror, el hambre, el silencio, el dolor, la violencia, la destrucción del alma humana. Es un lenguaje poético donde poético no es belleza sino alumbramiento de una verdad para un tiempo de crueldad. Es la memoria de una mujer que rescata la voz de las muertas y los muertos, de tantas mujeres silenciadas, la voz de quien cuenta la realidad pocas veces escrita de los barracones femeninos en los campos de concentración. Es un libro duro, Ninguno de nosotros volverá, que recoge las dos primeras partes de la trilogía Auschwitz y después de Charlotte Delbo, un alumbrar las tinieblas que no conocimos, ponernos frente a la oscuridad de lo humano. Es hablar de un dolor y encierro extremosesto sí encierro, en barracones, tras alambradas y vallas fortificadas y el corazón despojado de humanidad. Es el frío, el desamparo, la anulación, la mirada muda hacia el bloque 25, el bloque de las judías, de las moribundas, de las ancianas, y saber qué es el humo en las chimeneas. Es el tiempo sobre la recuerdo, revivir en el presente el horror pasado, afrontarle el ayer en el hoy y volver a sentir las marcas de la aniquilamiento del ser. Es una de las lecturas de este año, las memorias de Delbo.


Detrás, más allá de las alambradas, la llanura, la nieve, la llanura.
Allí estábamos todas, varios miles, de pie en la nieve desde la mañana (así es como hay que llamar a la noche, puesto que la mañana eran las tres de la madrugada). El alba había iluminado la nieve que hasta ese momento iluminaba la noche, y el frío se había acentuado.
Inmóviles desde la plena noche, nos volvíamos tan pesadas para nuestras piernas que nos hundíamos en la tierra, en el hielo, sin poder hacer nada contra el entumecimiento. El frío contusionaba las sienes, los maxilares, creíamos que los huesos se dislocaban, que el cráneo reventaba. Habíamos renunciado a saltar sobre uno y otro pie, a entrechocar los talones, a frotarnos las palmas de las manos. Era una gimnasia agotadora.
Permanecíamos inmóviles. La voluntad de luchar y de resistir, la vida, se habían refugiado en una porción empequeñecida del cuerpo, apenas la periferia inmediata del corazón.
Allí estábamos, inmóviles, varios millones de mujeres de todas las lenguas, apretadas unas contra otras, agachando la cabeza bajo el azote de las ráfagas de nieve.
Allí estábamos, inmóviles, reducidas al único latir de nuestros corazones.
¿Dónde va esa, por qué se sale de la fila? Camina como una lisiada o como una ciega, una ciega que ve. Se dirige hacia el foso con paso de madera. Está en el borde, se agacha para bajar. Cae. Su pie ha resbalado en la nieve que se desmorona. ¿Por qué quiere bajar al foso? Ha abandonado la fila sin vacilar, sin esconderse de la SS erguida con su capa negra, erguida sobre sus botas negras, que nos vigila. Se ha acercado como si estuviera en otra parte, en una calle donde pudiera cambiar de acera, o en un jardín. Aludir aquí a un jardín puede suscitar risas. Tal vez como una de esas viejas locas que en las plazas dan miedo a los niños. Es una mujer joven, casi una muchacha. Hombros muy frágiles.
Ahí está, en el hueco del foso, arañando con las manos, buscando con los pies, levantando con esfuerzo la pesada cabeza. Su rostro está ahora vuelto hacia nosotras. Tiene los pómulos violetas, pronunciados, la boca hinchada, violeta negra, las órbitas con sombras en el fondo. Su rostro es el de la desesperación desnuda.
Largo rato lucha contra la indocilidad de sus miembros para recobrar el aplomo. Se debate como un ahogado. Entonces, alarga las manos para izarse hacia la otra orilla. Sus manos buscan un apoyo, sus uñas arañan la nieve, todo su cuerpo se tensa en un sobresalto. Y se hunde, agotada.
Ya no la miro. No quiero mirarla más. Quisiera cambiar de sitio, no ver. No ver más esos agujeros en el fondo de las órbitas, esos agujeros que miran fijamente. ¿Qué quiere hacer? ¿Quiere llegar a las alambradas electrificadas? ¿Por qué nos mira fijamente? ¿Es a mí a quien señala? ¿Es a mí a quien implora? Vuelvo la cabeza. Mirar hacia otro lado. Hacia otro lado.
Charlotte Delbo. Ninguno de nosotros volverá. Traducción Regina López Muñoz. Libros del Asteroide.

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