Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 16 de noviembre de 2020

dieciséis de noviembre

Enciendo una vela, antes del amanecer. Hay niebla, ahí fuera, y el viento eleva las hojas secas de los arces hacia el cielo gris —parecen una bandada de golondrinas, las hojas—. La luz ilumina su retrato en esta oscuridad final de la noche. Observo su expresión rígida y taciturna, los ojos claros, la boca, levemente entreabierta, una línea recta, el pelo corto. La llama tiembla con mi respiración. Y mi respiración sombrea su rostro. Voy de la luz a su cara y vuelvo a la luz. Y en ese tránsito, el recuerdo de un gesto suyo, único: su mano izquierda sobre la comisura de la boca —su forma de no responder a una impertinencia—. 

Hay partes en la llama que dejan ver a través de ella, la base transparente, el aura de la cumbre. Hay partes en su rostro que permanecen oscuras. Vivía en una casa pequeña y sencilla, de paredes blancas y una ventana a un patio interior donde el cielo ausente. Apenas estaba decorada con las fotos en blanco y negro de sus hermanos, de su madre. No parecía un hogar —tampoco aquella casa de piedra donde nació y creció ella, y mi madre, entre sombras y orfandad, y que una vez atravesé corriendo de niño por miedo a la negrura de su vacío y abandono. De aquella primera casa en una aldea a la última en la ciudad. De la soledad primera, cuando bebé de barriga hinchada en el regazo de su madre, a la soledad última—. Se levantaba de madrugada y cosía antes del trabajo. O veía un programa sobre crímenes sin resolver. Tenía unos pocos libros, algún disco de zarzuela y ópera, películas en vhs y cassettes con ensayos de mi hermana. Una casa austera, humilde, como imagino ahora su vida mientras estudio su cara y reconozco mis facciones en ella. 

Soplo sobre la llama, y la llama baila y hace que su cara se mueva. De niño, era la risa estridente y los juegos de cartas y las historias familiares donde ahogados éxodos ruadas a medianoche. De adulto, era la pregunta sobre la amargura de los últimos años y su soledad. De niño, las tardes en los pastos, los pies en el riachuelo, las manzanas verdes, su miedo a las tormentas de relámpagos —cuando se iba la luz y encendíamos media docena de velas en la cocina y ella escondía la cara entre los brazos, bajo el crucifijo de madera, y le oía murmurar un rezo—. Busco sus viejas fotografías en mi teléfono. La veo joven, más joven de lo que yo soy hoy, acompañada de amigas, intentando conducir un tractor, apoyada en el hombro de su padre. Sonríe en alguna de esas fotos, y en otras hace burla a la cámara. Comprimo años de su vida en apenas un par de minutos y descubro algo inefable en su expresión —un camino fronterizo—. Contengo la respiración sobre la vela y la quietud de nuevo en su cara. Todo lo que no sé cabe en mi mirada sobre su rostro. 

La vela se consume poco a poco, la llama una pequeña hoguera en la que un dios crearía un universo. Le digo que la quiero y que la extraño. Algo que nunca le dije en vida. 

Se hace de día.