Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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martes, 19 de mayo de 2020

-08. Paley

Hay horas de silencio y hastío donde nada arraiga. Sentado en mi butaca roja, con un libro en el regazo, la mirada perdida en la pared en penumbra, sólo llega la confusión  de esta semana de confinamiento. El tiempo se ha roto y el espacio achicado en una masa uniforme y estática que no sé cómo atravesar. Acaban de anunciarnos quince días más de aislamiento, algo que presuponíamos por las cifras de hospitalizados y muertos. Los rostros de la tele, petrificados y secos, usan un  lenguaje bélico. Estamos en guerra, dicen. Nosotros, los ciudadanos, tenemos una misión: quedarnos en casa, dicen. Somos soldados en esta batalla contra lo invisible, dicen. Venceremos, dicen, imitando a Churchill, porque no hay palabras propias, porque ya todas las palabras han sido pronunciadas, porque cada casa una trinchera, pienso. Mi abuelo me sentaba en la cocina para recordar su guerra. Aquellas cocinas gallegas que ejercían de hoguera en la noche, un punto de reunión donde comer y evocar las capas de tiempo que llevamos dentro. Aquella guerra que sigue entre nosotros, una frontera que nos divide y opone. Mi abuelo hablaba de una emboscada y una herida y un hospital de campaña, no recuerdo si su voz era orgullo o tristeza, si nostalgia o pasión. Desenredaba sus historias poco a poco, con una voz que ya no recuerdo, que ya no me alcanza, y en sus palabras las explosiones de granadas sé, hoy, que recordar es vivir en el mito, es vivir en la inexactitud. De niño captaba otras palabras y otros recuerdos en las conversaciones entre los adultos, las muertes de niños por la miseria y el hambre de la posguerra, el trabajo duro cavando en el monte o las horas en las cocinas y cuartos de costura desde la niñez, también la ilusión por los días navideños, unas zocas de regalo y unas galletas de postre: la luz entre la sombra. Somos soldados, dicen los rostros de la tele. Y en las memorias de los soldados, siempre, cómo gestionar el miedo.
Recuerdo el libro en mi regazo. Intento avanzar por sus páginas donde insectos y universos y dioses en el firmamento. Me doy por vencido. Pero me quedo junto a la ventana abierta. Porque es escuchar las esporádicas risas de los niños, las campanadas de la iglesia y el trino de los pájaros que ahora están siempre en primer plano, porque hay chicas que cantan con micrófono al otro lado del río y vecinos que charlan indolentes en los balcones, por el rumor del viento y el aleteo de las hojas de los árboles, por los nuevos ruidos: alguien hace cuerda en el edificio y me lleva a las películas de boxeadores de mi infancia. Es la vida hacia fuera. Dejamos registrado cada gesto, cada imagen, cada palabra, desde hace unos años, las generaciones futuras no necesitarán indagar en el pasado de sus ancestros, un simple archivo será el acceso a toda una vida desde su nacimiento hasta su extinción. Entonces, siento una cierta tristeza. Porque en el futuro no existirán los vacíos que nosotros nunca desentrañamos de nuestros abuelos, ni el silencio, el espacio en blanco, entre las palabras.

Leo.


***

Recomiendo los cuentos de Paley. Por su inteligencia y ternura, por su intimidad e ironía. Por su escritura cristalina, certera y poética. Cuentos donde se cruza lo personal con lo político.


Ahora escúchame, dijo. Y comenzamos entonces a hablarnos el uno al otro calmada y cortésmente, como suele hacer la gente cuando la seriedad es un escollo para la franqueza; en esos casos se necesita recurrir a un ceremonioso baile. Escucha. Escucha, dijo. Nuestros hijos mayores ya son prácticamente adultos. ¿Acaso no hemos dicho y concluido repetidas veces que la vida es breve y penosa? ¿No hemos repetido palabras como «muerto» y «dónde»? ¿Acaso no hemos recurrido en los últimos años a la palabra «terrible», y no estábamos a punto de hablar de «terror»? Todo el mundo sabe eso sobre la vida. Pese a lo cual, algunos idiotas no paran de cantar sus alabanzas.
Pero es que tienen razón, dije a mi vez. Sí, porque hace falta alentar a los jóvenes que nosotros mismos, al fin y al cabo, hemos traído al mundo: no podemos abandonarlos. Estamos obligados, dije, a seguir mostrando panoramas sencillos y provechosos, tales como los de las colinas campestres cubiertas del verdor primaveral o de la blancura del invierno, o los de ese cielo siempre conmovedor bien sea por su inveterado azul o por la configuración de sus nubes, por el modo como el viento bate sus partes más blandas haciéndolas cambiar de forma, dirección y densidad. Por no hablar de esta amada ciudad nuestra atestada de trabajadores diurnos y nocturnos, de compradores y caminantes, de líneas de metro terminadas por tantas personas, pero donde se forman elegantísimas colas de caras sonrosadas, morenas, bronceadas o amarillentas. Es muy importante que resaltemos aquello que es bueno y bello a fin de evitar que nuestra expresión le parezca pesimista a un muchachote que haya comenzado a sospechar.
Grace Paley. Cuentos completos. Trad. José Manuel Álvarez, Susana Contreras, Enrique Hegewicz, César Palma, Ángela Pérez. Anagrama.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Despachos de guerra. Michael Herr

Hay una escena de Despachos de guerra que me gusta especialmente. Los soldados sentados en la posta de un aeropuerto, bajo la lluvia, la espera y el agotamiento, los gestos alucinados o hastiados y los silencios entre hombres casi fantasmales, figuras borrosas que parecen acabadas, miradas que se pierden en un punto indefinido, más allá de cualquier horizonte, supervivientes temporales de un caos y un infierno desconocidos. Herr escribe sobre estos hombres para hablar de la guerra de Vietnam, detalla conversaciones, hábitos y rezos, describe, con una violencia seca, los combates, se detiene en vuelos en helicóptero sobre la selva, el enemigo invisible en las colinas, las aldeas arrasadas tras las batallas, los corresponsales que creen cubrir una guerra y, como escribe Herr, la guerra los cubrió a ellos, ser conscientes que también participaron en la locura.



Quizás aceptásemos las mutuas historias de por qué estábamos allí sin preguntarnos más: los soldados que «tenían» que estar allí, los «fantasmas» y civiles cuya fe corporativa les había llevado allí, los corresponsales a quienes arrastraban la curiosidad o la ambición. Pero había un punto en que se entrecruzaban todas las vías míticas, desde el más ínfimo sueño húmedo John Wayne a la más grave fantasía soldado-poeta y allí, en aquel punto, creo que todos sabían todo sobre los demás, todos verdaderos voluntarios. No es que no oyeras algún que otro rollo trasnochado sobre el asunto: Corazones y Mentes, Pueblos de la República, fichas de dominó que caen en cadena, mantener el equilibrio mediante la contención del eterno adversario; podías oír también lo otro, algún joven soldado que, con la mayor inocencia, decía: «Todo eso son cuentos, amigo, vinimos aquí a matar amarillos. Nada más». Lo cual en mi caso no era cierto en absoluto. Yo estaba allí para observar.
Charla acerca de encarnar una identidad, de recluirse en un papel, de la ironía: yo fui a cubrir informativamente la guerra y la guerra me cubrió a mí; una vieja historia, a menos, claro está, que nunca la oyeras. Yo fui allí con la ingenua pero honrada creencia de que uno debe ser capaz de mirar cualquier cosa, honrada porque la asumí y pasé por ella, ingenua porque no sabía, tenía que enseñármelo la guerra, que eras tan responsable por todo lo que vieses como por todo lo que hicieras. Lo malo era que no siempre sabías lo que estabas viendo hasta después, quizás años después. Que gran parte de ello nunca conseguía pasar en absoluto, que sólo quedaba almacenado allí en tus ojos. Tiempo e información, rock-and-roll, la vida misma, la información no está congelada, lo estás tú.
A veces, no sabía si una acción duraba un segundo o una hora o si la soñaba o qué. En la guerra más que en otro tipo de vida, no sabías realmente lo que estabas haciendo casi nunca, sólo actuabas, y puedes montarte luego el rollo que quieras al respecto, decir que te sentías bien o mal, que te gustaba o te repugnaba, que hiciste esto o aquello, lo bueno o lo malo; aun así, lo que pasó, pasó.


Si el Mando habla de la Misión y de porcentajes, Herr prefiere visibilizar a los soldados, que no se conviertan en un número sin rostro en los partes de bajas, habla de adolescentes que han visto demasiadas películas de guerra antes de plantarse en una tierra extraña, de soldados que se reenganchan porque la guerra los ha ganado, de las pequeñas manías que se convierten en creencias durante los combates, de la espera delante de una selva, de los cuerpos mutilados, de defensas inútiles en Je Sanj, marines dejados en mitad de la guerra como símbolo de resistencia época, y ofensivas furiosas, de helicópteros que surcan el aire, el único lugar donde domina el ejército americano, de las formas insólitas que adoptan los cuerpos de los muertos (soldados, civiles). El Mando como lo realmente invisible y desquiciado (una guerra que está ganada cada día, hasta la derrota final), los soldados como supervivientes.



Y por la periferia de aquel tema global de Vietnam, cuyos informes diarios hacían demasiado pesado, insoportable, el periódico de la mañana, perdida en los contextos surreales de la televisión, había una historia que seguía siendo tan simple como siempre: hombres cazando hombres, una guerra espantosa, toda clase de víctimas. Y había también un Mando que no lo creía así, que nos metía en trampas desastrosas basándose en cálculos ficticios de bajas y una Administración que creía en aquel Mando, una fertilización mutua de ignorancia, y una prensa que por tradición y objetividad e imparcialidad (por no mencionar los propios intereses) procuraba que todo ello ocupase su espacio. Era inevitable que una vez que los medios de difusión se tomasen las maniobras de distracción lo bastante en serio para informar de ellas, las legitimasen también. Los portavoces hablaban en términos que carecían ya de valor como palabras, frases sin la menor esperanza de significar algo en un mundo sensato, y si bien la prensa ponía en entredicho gran parte de aquello, todo se mencionaba. La prensa reseñaba (más o menos) todos los hechos, reseñaba demasiados hechos. Pero nunca hallaba medio de informar de veras de la muerte, que, por supuesto, era, en realidad, la base de todo. Las pretensiones más repugnantes y descaradas de santidad en medio de la escabechina, recibían tratamiento serio en los periódicos y en los demás medios de difusión. La jerga utilizada restallaba en el cráneo como una andanada interminable, y cuando conseguías abrirte paso entre los cuentos de Washington y los cuentos de Saigón, todas las historias de la Otra Guerra y las de la corrupción y las de los súbitos y nuevos avances del ARVN, el sufrimiento te dejaba, en cierto modo, indiferente. Y después de suficientes años así, tantos que parecía que aquello había existido siempre, llegaba un momento en que podías sentarte allí al anochecer y oír a aquel hombre decir que las víctimas norteamericanas de la semana habían sido las más bajas de las últimas seis, que sólo habían muerto en combate ochenta marines, y tener la sensación de que acababas de hacer un buen negocio.


Saigón y los corresponsales forman parte importante de la novela. Las habitaciones de hotel, los encuentros entre corresponsales, las explosiones lejanas que se acercan poco a poco, Saigón como punto de regreso de la batalla antes de volver a ella. Herr retrata a reporteros como Dana Stone y Sean Flynn (hijo de Errol Flynn), que desaparecieron en la guerra, reporteros que tienen la misma mirada abismada de los soldados, que sacan fotos o escriben reportajes con urgencia, uno tras otro, la idea de llegar al otro lado del mundo con la realidad de los combates.

Herr colaboró con Coppola y Kubrick en sus películas sobre Vietnam. Es en Despachos de guerra donde aparece el lema Nacido para matar en el casco de un soldado y el símbolo de la paz, donde los helicópteros atacan aldeas y trasladan heridos (que son tumbas flotantes, helicópteros que transportan tantos muertos que no hay bolsas que cubran a todos), donde los soldados escuchan rock y fuman hierba como evasión de la locura, donde junto a corresponsales decididos hay otros suicidas o incluso llegan al nivel de simple turistas, la guerra de Vietnam como la primera con un despliegue periodístico brutal. Herr no sólo asiste a la guerra, participa en ella. Y es eso, su participación voluntaria, que esté de manera libre en los combates, lo que extraña a los soldados, lo que hace que lo busquen para que cuente la realidad, sin florituras ni mentiras. Despachos de guerra puede ser tomado tanto como relato periodístico como diario de un hombre en Vietnam.



Todos los demás que iban en el camión, tenían aquella expresión desquiciada y angustiada camino-del-Oeste que decía que era perfectamente correcto estar allí, donde la lucha sería más dura, donde no tendrías ni la mitad de lo que necesitabas, donde hacía más frío del que jamás hubiera hecho en Vietnam. En los cascos y en los chalecos antibalas habían escrito los nombres de viejas operaciones, de novias, sus nombres de guerra (MÁS ALLÁ DEL VALOR, VENGADOR y, MECANISMO POCO SEGURO), sus fantasías (NACÍ PARA PERDER, NACÍ PARA ARMAR LA DE DIOS, NACÍ PARA MATAR, NACÍ PARA MORIR), su información presente (SORBOS DE INFIERNO, EL TIEMPO ESTÁ DE MI PARTE, SOLO TÚ Y YO, DIOS, ¿VALE?). Me llamó un chaval, «¡Eh amigo! ¿Quieres que te cuente una historia? Escucha, escribe esto: Yo estuve allá en la 881, esto era en mayo, andaba por allí por aquella loma igual que un artista de cine, y aquel zip va y salta y se me echa encima y me coloca su maldita AK-47, sólo que se quedó tan asombrado ante mi temple que le metí todo el cargador en la barriga antes de que supiese como agradecérmelo. Me lo cargué, sí». Después de veinte kilómetros de esto, pese al lúgubre y turbio cielo que se extendía delante, pudimos ver humo que venía del otro lado del río, de la Ciudadela de Hue.


Despachos de guerra es miedo y muerte y psicosis, y junto a Las cosas que llevaban de Tim O´Brien, lo mejor que he leído sobre Vietnam.








Una vez que fui de Cam Lo a Dong Ja en un Chinook, me senté junto a un marine que sacó una Biblia de la mochila y empezó a leer, antes incluso de que despegáramos. Llevaba una pequeña cruz dibujada a bolígrafo en el chaleco antibalas y otra, menos notoria aún, en el forro del casco. Tenía una pinta rara para ser un marine que estuviese combatiendo en Vietnam. Por una parte, no estaba bronceado en absoluto, por muchos meses que hubiese pasado al sol, sólo estaba rojo y lleno de ronchas, pese a tener el pelo oscuro. Estaba también bastante gordo, debían sobrarle ocho kilos lo menos, aunque por las botas y por el uniforme se notaba que había pateado lo suyo. No era ayudante de capellán ni nada parecido, sólo un soldado gordo, pálido y religioso. (No encontrabas muchos que fuesen profundamente religiosos, aunque te pareciese lógico en principio que hubiera, con tantos chavales del sur y del medio oeste, de granjas y pueblecitos). En cuanto nos instalamos, empezó a leer, enfrascándose en la lectura, y yo me volví hacia la puerta, a contemplar la interminable sucesión de gigantescos hoyos que salpicaban el terreno, las enormes cicatrices que había donde el napalm o las sustancias químicas habían roído la capa vegetal. (Había un equipo especial de las Fuerzas Aéreas que realizaba misiones de defoliación. Les llamaban los Peones del Rancho, y su consigna era: «Sólo nosotros podemos evitar que haya bosques»). Cuando saqué cigarrillos y le ofrecí uno, alzó la vista de la Biblia y lo rechazó con un gesto, soltando aquella risa brusca y sin objeto que indicaba claramente que aquel marine había visto mucha acción. Quizás hubiese estado incluso en Je Sanj, o en la 861 con la Novena. No creo que se notase que yo no era marine, porque llevaba puesto un chaleco antibalas de la Infantería de Marina que me tapaba las placas de identificación que llevaba cosidas al uniforme, pero consideró mi oferta de tabaco una cortesía y quiso corresponder. Me pasó la Biblia abierta, riendo casi entre dientes ya, indicándome un pasaje de los Salmos, 91:5, que decía:

No habrás de temer al miedo de la noche; ni la saeta que vuela de día.
Ni la pestilencia que vaya en las tinieblas; ni la mortandad que asola al mediodía.
Caerán mil a tu lado, diez mil a tu derecha; no caerás tú.

Vale, pensé, es bueno saberlo. Y escribí «¡Magnífico!» en un trozo de papel y se lo pasé, y él alzó el pulgar, estaba de acuerdo. Volvió al libro y yo volví a la puerta, pero tuve todo el viaje hasta Dong Ja el impulso maligno de recorrer los Salmos y encontrar un pasaje que ofrecerle, uno que hablase de los mancillados por sus propias obras, los reducidos a necia idolatría por sus propios inventos.
Michael Herr. Despachos de guerra. Traducción de J. M. Álvarez Florez y Ángela Pérez. Anagrama.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

leyendo Despachos de guerra. Michael Herr

—Vaya opciones de mierda que te ofrecen, amigo —me dijo una vez un marine, y no pude menos que pensar que lo que quería decir en realidad era que no te ofrecían nada en absoluto. Él hablaba concretamente de un par de latas ración C, «cena», pero, considerando la juventud que llevaba, no podías reprocharle que creyese poder estar seguro al menos de que no había nadie en ningún sitio a quien le preocupase lo que pudiera querer él. No deseaba dar las gracias a nadie por su comida, pero agradecía el seguir aún vivo y poder comerla, que aquel hijoputa no le hubiese liquidado a él primero. No había hecho más que cansarse y pasar miedo en aquellos seis meses y había perdido mucho, gente sobre todo, y visto demasiado; pero respiraba, inspiraba, espiraba, y eso, por sí solo era una especie de opción.
El tipo tenía una de aquellas caras, una cara especial, vi esa cara por lo menos un millar de veces en cientos de bases y de campamentos, ojos a los que habían chupado la juventud, piel descolorida, labios blancos y fríos, y sabías que aquel tipo no podía albergar esperanzas de recuperar nada de aquello. La vida le había envejecido. Ya siempre sería viejo. Todas aquellas caras, a veces era como mirar los rostros de la gente en un concierto de rock, gente encerrada, atrapada por el acontecimiento; o como estudiantes muy progresistas, más serios de lo que dirías por sus años si no supieses de qué estaban compuestos los minutos y horas de aquellos años. No era como todos aquellos otros que veías que parecía que no podrían arrastrar el culo por un día más de aquello. (¿Cómo te sientes cuando un chaval de diecinueve te dice desde el fondo del alma que está ya demasiado viejo para ese tipo de mierda?). Ni tampoco como las caras de los muertos o de los heridos, que podían parecer más aliviados que sorprendidos. Eran caras de muchachos cuya vida completa parecía alzarse allí tras ellos, que podían estar a un metro de ti pero tenían que mirarte a una distancia que tú sabías que nunca ibas a cruzar realmente. Hablábamos, a veces volábamos juntos, los que salían para R & R, los que escoltaban cadáveres, tipos que oscilaban entre extremos de paz y de violencia. En una ocasión, volé con un chaval que volvía a casa; miró una vez abajo, al territorio donde había pasado aquel año, y se le derramó todo el cargamento de lágrimas. A veces, volabas incluso con los muertos.
Una vez salté a un helicóptero que estaba lleno de muertos. El chaval de la caseta de operaciones había dicho que habría un cadáver a bordo, pero le habían dado mal la información.
—¿Qué ganas tienes de llegar a Danang? —me había preguntado.
—Muchas —le dije yo.
Cuando vi lo que pasaba, no quería subir, pero se habían desviado y habían hecho un aterrizaje especial por mí, así que tuve que apechugar con el helicóptero que había pedido, temía parecer melindroso. (Recuerdo que pensé también que era mucho menos probable que derribaran un helicóptero lleno de muertos que uno lleno de vivos). Ni siquiera estaban metidos en bolsas. Iban en un camión cerca de una de las bases de la zona desmilitarizada que estaban prestando apoyo artillero a Je Sanj, y el camión había activado una mina controlada a distancia y luego habían sido ametrallados. Los marines siempre andaban faltos de cosas, comida incluso, municiones, medicinas. No era raro, pues, que anduviesen también escasos de bolsas. Les habían echado ponchos por encima, algunos de ellos atados precipitadamente con cintas de plástico y les habían subido a bordo envueltos en los ponchos. Había un pequeño espacio para mí entre uno de ellos y el ametrallador de puerta, que estaba pálido y tan furiosísimo que creí que estaba enfadado conmigo y pasé un rato sin atreverme a mirarle. Cuando despegamos, el viento sacudió los ponchos hasta que uno que estaba cerca de mí se destapó con un brutal chasquido, dejando el rostro al descubierto. Ni siquiera le habían cerrado los ojos.
El ametrallador empezó a aullar con todas sus fuerzas: «¡Colócalo! ¡Colócalo!». Quizás pensara que aquellos ojos le miraban, pero yo nada podía hacer. Mi mano fue hasta allí un par de veces, pero no podía. Y luego, lo logré. Estiré el poncho, le alcé la cabeza con cuidado, le metí la tela por debajo y luego me parecía imposible haberlo hecho. El ametrallador se pasó todo el viaje intentando sonreírme y cuando aterrizamos en Dong Ha me dio las gracias y se marchó a por un pequeño destacamento. Los pilotos saltaron a tierra y se alejaron sin mirar atrás una sola vez, como si jamás en su vida hubiesen visto aquel helicóptero. El resto del camino hasta Danang lo hice en el avión de un general.
Michael Herr. Despachos de guerra. Traducción de J. M. Álvarez Florez y Ángela Pérez. Anagrama.