Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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martes, 23 de junio de 2020

+27. Lovecraft


Son dos hermanos. De unos cinco y tres años. La mayor salta nerviosa junto a su patín mientras el pequeño se sube a una moto de juguete. Es la primera mañana en más de cuarenta días que pueden salir a la calle. Hablan entre ellos con su voz de dibujos animados. Entonces, de improviso, se quedan quietos, los dos, pequeñas estatuas de piedra en la acera vacía, tan sólo los pájaros sobre su cabeza en el fin de su reinado en las mañanas. Apenas son unos segundos de quietud extrema, el tiempo fijado en sus pequeños cuerpos. Imagino su estupor por estar fuera de, el suelo rojizo de la acera, el parque de juegos precintado, la hierba, crecida, sin cortar, y el aire rodeándolos, las miradas desde los balcones de quienes llevamos horas despiertos y acudimos a la ventana por el nuevo sonido en la mañana, el recuerdo de un gesto antes de, la sensación de que esos dos niños, los primeros entre todos, habrán pasado una noche de reyes en abril y ahora, el regalo es estar al otro lado de la ventana, es saltar y correr sin barreras de muebles y alfombras y objetos quebradizos. Hay algo de nostalgia y pérdida en sus figuras en la acera: no su nostalgia o su pérdida, sino las mías, de cuando el mundo antes de sus férreos significados. Miran a su madre, su centro, y echan a correr, primero poco a poco, luego en una carrera donde suman risas, ánimos, pisadas, saltos. Llegan a la curva del puente, dan la vuelta y, ante sí, trescientos metros de acera roja, pioneros en esta nueva normalidad, en este reajuste de nuestros gestos. Los dejo, ahí fuera, y corro por casa mientras su algarabía.

Salgo a comprar el pan entre padres y sus hijos. Cuando vuelvo a casa le hablo a e. de mi angustia durante unos minutos, ahí fuera, como en aquellos días de estanterías vacías en el supermercado antes del confinamiento y cómo aquel gesto, aquel vacío, aquella realidad de otros se imponía a la mía. Le hablo para deshacer miedos, para ver aquello que se me escapó en una primera mirada, las palabras, estas palabras, contra una realidad desvirtuada e incompleta. Confieso mi angustia a e. y desaparece poco a poco: soy yo quien estaba incómodo entre tantas presencias en unas calles vacías hasta ayer, soy yo quien tiene que hacer el trabajo de reacomodar el mundo de ahí fuera y unir el antes y el después del confinamiento en un punto, soy yo quien veía no los comportamientos cívicos de la mayoría de familias sino aquellos gestos de dos padres despreocupados de sus hijos. Hablo con e., reconstruyo los cinco minutos fuera, y descubro en la cocina de casa, mientras se escuchan los gritos de dibujos animados al otro lado de la ventana, aquello que pasé por alto, la madre y sus dos hijas con mascarillas, la conversación entre dos amiguitas a distancia, las carreras en triciclos, patines y bicicletas, los pasos dubitativos de los más pequeños, las sonrisas y el asombro, sus gestos entre la energía y la precaución, como si no se creyeran fuera de casa.

(coda) Busco las reacciones a este primer día de niños en la calle en las redes sociales. Hay, sobre todo, alarma y miedo y quejas profundas por la irresponsabilidad de padres y gobierno, muestran fotos y vídeos para confirmar sus palabras, fotos y vídeos que pueden estar manipulados, palabras que pueden ser de un bot, pero también hay felicitaciones, alegría y el placer por volver a escuchar juegos de niños en la calle. El ruido bronco de las redes sociales, esa realidad no real, esas sombras en la pared de la caverna.


***

Es la amenaza de una presencia invisible en las tierras blancas y gélidas de La Antártida, una presencia cósmica y maligna, dormida en el tiempo. Es el contorno de ciudades fantasmas y extraños cuerpos fosilizados y los aullidos en una tierra en apariencia solitaria. Es el enfrentamiento con el misterio y el horror, con algo entrevisto por el rabillo del ojo, nuestra pequeñez ante todo lo desconocido que nos rodea desde tiempos inmemoriales. Es la aventura y el horror y el peso del universo.


El primero en avistar la línea dentada de conos y picos de aspecto maléfico, delante de nosotros, fue el marinero Larsen; y sus gritos atrajeron a todos a las ventanillas del gran aeroplano. A pesar de la velocidad, fueron adquiriendo nitidez muy lentamente, lo que nos hizo comprender que estaban lejísimos y que únicamente eran visibles solamente por su altura excepcional. Poco a poco, no obstante, se fueron elevando severos en el cielo de poniente, permitiéndonos distinguir varias cimas peladas, desoladas, negruzcas y experimentar la curiosa sensación de fantasía que inspiraban al verlas a la luz rojiza del Antártico sobre un enigmático fondo de nubes iridiscentes de polvo de hielo irisdiscente. Había en el espectáculo un atisbo penetrante y persistente de prodigioso misterio y potencial revelación, como si estas cimas desnudas fuesen los pilones de una entrada espantosa a prohibidas esferas de ensueño, a abismos complejos de remoto tiempo y espacio, a la ultradimensionalidad. Tuve la impresión de que eran algo maligno: montañas de locura cuyos flancos tramontanos asomaban a algún abominable abismo final. Aquel fondo hirviente de nubes semiluminosas poseía atisbos de una etérea y vaga ultraidad mucho más remota que la terrenalmente espacial, y transmitía impresionantes recordatorios de la absoluta lejanía, desolación y muerte de este mundo austral jamás hollado ni sondado.
H.P. Lovecraft. En las montañas de la locura. Traducción Francisco Torres Oliver. Valdemar.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Bajo cielos inmensos. A.B. Guthrie, Jr.

a) Afrontar una lectura como Bajo cielos inmensos te traslada a las novelas de Twain, las películas clásicas de aventuras y del oeste, los sueños de la niñez de dormir al raso junto a una hoguera y los peligros en la oscuridad. Es vérselas cara a cara con el recuerdo de quienes fuimos y la mirada sencilla que teníamos hacia el mundo y compararnos con quienes somos ahora (entendiendo la dificultad del análisis). El inicio es el acceso al mundo adulto de un muchacho de diecisiete años. Tras pelearse con su padre y huir de su casa en Kentucky, Boone Caudill se dirige a San Luis para seguir los pasos de su tío y convertirse en un hombre de las montañas. Hay una candidez innata en Boone, fascinado por las historias de su tío que hablaban de grandes paisajes y enfrentamientos contra osos e indios, la imagen de un mundo donde se mezclaban la realidad, la bravuconería y la fantasía. Boone sueña con las grandes montañas y la libertad y la soledad bajo el cielo, y mantendrá esas ensoñaciones que le impedirán ver el final de una época y los cambios que traerán los pasos abiertos y los colonos. Se unirá con Jim Deakins, otro muchacho que cree en la vida libre, y Dick Summers, un experimentado hombre de montaña que siente la llegada de la vejez y el fin de su mundo.

b) Los tiempos han cambiado. Es una idea que se repetía en los westerns crepusculares de Sam Peckinpah. Boone llega a los grandes paisajes del oeste cuando el mundo de los tramperos y los hombres de frontera se desvanece poco a poco. Las pieles de castor escasean, los encuentros entre hombres de montaña son más pequeños, los viejos tramperos se retiran, los indios caen ante la viruela, se habla de la llegada de colonos en carromatos para plantar sus cosechar. Boone reniega ante estos cambios, no cree posible las cosechas o que se acaben los búfalos mientras haya indios. Pero Boone vive en un mundo en extinción, los últimos años antes de las grandes caravanas hacia el oeste, de la multitud que busca una oportunidad en tierras extrañas.

c) Hay una tristeza y un calor que recorren Bajo cielos inmensos. La tristeza por el final de una época, por la testarudez humana, por la pérdida de la libertad y la aniquilación de una forma de vida apegada a la tierra. El calor de la aventura, los enfrentamientos contra los indios, los encuentros con osos, el hambre y los pasos cortador por la nieve, las peleas entre los hombres de la montaña por una idea personal de la justicia. Por un lado Guthrie muestra las huellas del futuro de forma casi invisible, una conversación sobre los carromatos al otro lado del territorio y los sueños de asentarse de un puñado de hombres y mujeres en otra tierra, por otro lado, se centra en el aprendizaje de Boone, su destreza en la vida de las montañas, y en ese aprendizaje, las escaramuzas y el hambre, las peleas y los grandes espacios, el Carro en las noches despejadas y el humo de una hoguera, los poblados indios abandonados, las cabelleras arrancadas, las fanfarronerías de los hombres de la montaña, la libertad y la soledad puras, los ríos que cortan llanuras y las cumbres azules de las montañas, los signos del invierno.

d) Están la pequeñez ante los espacios abiertos y bajo el cielo y la impresión de ser el primer ser humano que ve un pedazo de tierra, está el encuentro con el otro, ya sean indios, tratantes de pieles o soñadores que planean crear rutas entre las montañas para alcanzar nuevos territorios, está la incapacidad del ser humano por conservar aquello que ama, ya sea un modo de vida, un paisaje, una mujer, y destrozarlo por emociones mezquinas, están la figura que desaparece en las sombras y esas sombras que son el pasado, está el retiro de los viejos tramperos y cazadores y su regreso a la civilización como granjeros y su mirada llena de recuerdos. Guthrie consigue algo difícil, aunar grandeza e intimismo, aventura y reflexión, la nostalgia por tiempos que no volverán y la búsqueda de horizontes desconocidos. La violencia es seca y dura, los personajes se dividen entre soñadores y desencantados, los paisajes son magnéticos, y la vida al aire libre, y las dificultades que son desafíos y muestran el reflejo de quién eres y qué eres capaz de aguantar.

e) Guthrie construye una historia circular. Coge a un muchacho como Boone y lo saca de su granja de Kentucky en busca de grandes espacios y lo hace regresar trece años después a esa misma granja, el padre muerto, la madre anciana, su hermano con una nueva familia, Boone que ya no es capaz de dormir entre cuatro paredes o comer con sal, que bebe agua del arrollo, que ve cómo no pertenece a ningún lugar, su hogar de infancia un lugar inalcanzable y las vida en las montañas en extinción.

f) Bajo cielos inmensos es tan grande como los paisajes que describe y los hombres y mujeres que lo habitan, habla de esa parte de la condición humana que aniquila la vida y el sustento y los sueños, es aventura y tristeza y el tiempo que convierte a todo y todos en sombras.









—Caudill y Deakins quieren ser hombres de montaña.
—¡Uh! Será mejor que vuelvan a nacer.
—¿A qué te refieres?
—Han llegado diez años tarde —la mandíbula de tío Zeb machacó el tabaco—. ¡Ha desaparecido, maldita sea! ¡Ha desaparecido!
—¿Qué ha desaparecido? —preguntó Summers.
Boone podía ver el whisky en el rostro de tío Zeb. Era un rostro que seguramente había visto mucho whisky, rojo e hinchado.
—Todo lo que nos rodea. Ha desaparecido, por Dios, y nadie se preocupa a excepción de algunos de nosotros que la conocimos cuando era tierra virgen.
Desenfundó el cuchillo y comenzó a lanzarlo y clavarlo en tierra, como si eso calmara sus sentimientos. Se quedó en silencio durante un rato.
—Esta fue en otro tiempo una tierra para el hombre. En cada manantial había cientos de castores y multitud de búfalos allá donde uno miraba, y nada de estrecheces ni aglomeraciones de gente. ¡Jesús bendito!
Al este, donde el cerro y el cielo se juntaban, Boone divisó movimiento y supuso que eran búfalos hasta que la nube se desplazó por la ladera, dirigiéndose hacia ellos; resultó ser una manada de caballos.
Los ojos grises de Summers saltaron de Boone a tío Zeb.
—No se ha echado a perder, Zeb —dijo en voz baja—. Depende de los ojos que la contemplen.
—¡Que no se ha echado a perder! Han construido fuertes río arriba y río abajo, y hay gente en todos los lugares donde antes uno podía poner trampas. Y los novatos suben río arriba, un montón de ellos… vienen novatos en cada barco, se quedan merodeando por aquí y echan a perder toda la diversión. ¡Jesús! ¿Por qué no se quedan en sus casas? ¿Por qué no nos dejan esta tierra a nosotros tal como la encontramos? Por Dios, esta tierra es nuestra por derecho propio —apartó la boca de la botella—. Dios, era una belleza hace un tiempo. Bella y virgen, y no estaba horadada por las rutas de los hombres, a excepción de las de los indios, en toda su amplitud.
Los caballos se aproximaban rápido, corrían y daban coces como potros por el frío que se había apoderado de la tierra. La taltuza había salido de nuevo de su agujero, corría breves tramos y miraba hacia arriba silbando. Estaba comenzando a oscurecer. El fuego al oeste estaba a punto de apagarse; una estrella ardía baja por el este. Boone deseó que alguien hiciera callar a aquel ternero.
—Parece que te hayas tragado un higo chumbo, amigo —dijo Summers.
—¡Uh! —tío Zeb se metió los dedos en la boca, atrapó el bolo de tabaco y puso otro fresco dentro.
—Se paga buen precio por el castor, muy buen precio. Ahora —mencionó Summers.
—El precio da lo mismo cuando no se tienen los castores —afirmó tío Zeb mientras movía la boca para masticar bien la bola.
Los caballos pasaron trotando, levantando polvo, esquivándolos y bufando mientras pasaban junto a los hombres sentados. Tras ellos cabalgaban cuatro jinetes vestidos con los ponchos blancos que llevaban los trabajadores del fuerte.
—Echo de menos los tiempos en los que había castores por todos lados —dijo tío Zeb. Su voz se había vuelto más suave y se notaba un tono remoto en ella, como si el whisky hubiera empezado a hacerle efecto de una forma profunda y tranquila. ¿O, tal vez, sólo se debía a que estaba viejo y no era capaz de controlar sus emociones?—. Los echo de menos ahora. Por todos lados. En aquellos tiempos era un fracaso no atrapar un buen fardo de ellos. ¿Y ahora? —se calló a media frase, como si no existiera la palabra adecuada que un hombre pudiera pronunciar—. Mira —dijo, irguiéndose ligeramente—, dentro de cinco años no habrá más que piel de baja calidad, y ya está ocurriendo rápidamente. Tú, Boone, y tú, Deakins, si os quedáis aquí tendréis que patear la pradera, cazando pieles, persiguiendo búfalos y desollándolos, y viendo cómo también eso termina por perderse.
—No, en cinco años no —dijo Summers—. Más bien cincuenta.
—¡Ah! El castor ahora ya casi ha desaparecido. El búfalo es el siguiente. No habrá ni un maldito toro dentro de cincuenta años. Veréis cómo aparecen surcos arados en las praderas y estableciéndose en ellas —se apoyó hacia delante, poniendo las manos arriba—. La gente se ríe de este desgraciado que os habla, pero sigue diciendo la verdad. No puede ser de otra manera. Sólo la Compañía envía veinticinco mil pieles de castor al año, y cuarenta mil pieles de búfalo, o más. Además, un montón de búfalos son sacrificados por cazadores y no son desollados, y un montón de pieles son usadas por los indios, y muchos se ahogan todas las primaveras. ¡Ah!
—Todavía hay mucho castor —respondió Summers—. Se tiene que buscar. No se les caza dentro de un fuerte, o mientras se está cazando carne.
—¡Amén y vete al infierno, Dick! Pero es difícil conseguir whisky siendo cazador. Dame un trago de tu botella. Tengo el gaznate torriblemente seco.
Boone escuchó su propia voz, que sonaba tensa y neutra.
—Esta tierra a mí todavía me parece virgen, virgen y bella.
En la creciente oscuridad, pudo sentir los ojos de tío Zeb clavados en él, mirándolo por debajo de sus frondosidades… unos ojos viejos y cansados que el whisky había surcado con ríos rojos.
A.B. Guthrie, Jr.  Bajo cielos inmensos. Traducción de Marta Lila Murillo. Editorial Valdemar.

lunes, 6 de febrero de 2017

La última galopada. Thomas Eidson

Más una sombra que un hombre, más indio que blanco, la figura del viejo Samuel Jones sobre una torda parece contradecir el titular de un periódico que anunciaba el final del salvaje oeste, la época de las caravanas y los pioneros y las guerras contra los indios. Es esta aparición, entre dos tiempos, la que trae los recuerdos de aquel salvaje oeste al presente, Jones vestido como un chamán indio, la piel y el cuerpo cuarteados, una figura extraña y la imprecisión de algo no del todo real. Hay huellas cerca del rancho, dice, y desmonta ante un Baldwin sorprendido por la extravagancia del viejo. Jones es un eco, algo que surge del pasado para trastocar la vida de los Baldwin y hacer que miren dentro de sí en busca de unas emociones escondidas. Si el periódico dice que los tiempos han cambiado, aquella máxima de las películas de Peckinpah, el viejo Jones queda como resistencia y recuerdo de una época de violencia, crueldad y aventura

El inicio de La última galopada es pura aventura y misterio. La figura de Jones, la reacción de Maggie Baldwin ante su presencia, los cantos y ritos de chamán de él y los rezos de ella. Es ahí donde se detiene Thomas Eidson, contrapone las creencias de ambos, los espíritus de Jones con el dios de Maggie, las danzas y susurros y humo de uno con la oración silenciosa de Maggie. Y es ahí donde se ve la distancia entre ambos mundos, los espíritus que parecen rodear y guiar al viejo Jones y el silencio de dios ante los rezos de Maggie. Eidson centra una y otra vez la atención sobre la religión, las creencias y los ritos.



Había una vieja Biblia tirada a los pies de la cama. Supo entonces que ella había estado rezando sus oraciones cristianas. Imaginó que le proporcionaban consuelo. Levantó la mirada atravesando las tenues sombras de la habitación hacia donde un fino rayo de luz se filtraba por una rendija de las cortinas. Este rayo iluminaba una cruz pintada y un Cristo de pálido cuerpo que colgaba de la pared sobre la cabecera de la cama; la luz hacía que la pequeña figura pareciera viva y agonizando por su sufrimiento.
Los ojos de Jones permanecieron clavados en el pequeño icono. Se preguntó qué y por qué había creído alguna vez; sabía que su fe había disminuido hasta el punto en el que ya no sentía nada por la figurilla mexicana y el así llamado divino sacrificio por los hombres que representaba. No sentía nada por aquel símbolo desde hacía años. Era inútil intentarlo siquiera. En el pasado, hacía décadas, intentó desesperadamente acercarse a ese Dios, el Dios «Hágase-Tu-Voluntad», como lo llamaba Yopon. Pero no pasó nada. No le llegó ninguna respuesta. Fue condenado al silencio más absoluto. Jones apoyó sus anchos hombros contra la pared, apartó la mirada de la figura de madera y la dirigió a Maggie.
Ella no había apartado la mirada del rostro húmedo de Baldwin. La habitación estaba en silencio, a excepción de la respiración acuosa del hombre herido. Jones esparció con cuidado sus objetos medicina sobre el suelo —el pequeño nido de pájaro, una concha de tortuga, tres guijarros sagrados, las orejas de un coyote—, encendió su pipa de la paz y comenzó a cantar y soplar humo purificador sobre la cama. Ella seguía sin mirarle, pero se levantó lentamente sujetando una escoba en las manos, con los nudillos blancos por la presión, y observó el humo que flotaba sobre el rostro febril de su esposo.
—Por favor, sal de aquí —dijo en voz baja.
Él continuó cantando y ofreciendo humo hasta que ella la emprendió a golpes con la escoba. Él recogió sus bártulos con tanta parsimonia como le permitió la andanada de escobazos y se marchó. Jones sangraba por una herida en la cabeza. Ella lo siguió fuera de la casa y se paró en el porche.
—Coge tus creencias sacrílegas y márchate —dijo Maggie aturdida.


Hay algo fantasmal y violento en La última galopada, una amenaza subterránea y una tormenta por estallar. Unas huellas en la tierra, una figura negra en la noche, la sensación de que alguien vigila tus movimientos. La aparición de Jones parece atraer algo indecible, algo que enfrentará a Jones y los Baldwin con una fuerza superior. La aventura y el misterio. La crueldad y la búsqueda. Como en Centauros del desierto, una partida de indios rapta a una de las hijas de los Baldwin. Jones, Maggie y su hija Dot van en busca de Lilly. Si Ethan Edwards descubre una humanidad desconocida en la película de Ford, Maggie encuentra la aceptación, la pertenencia y el perdón en La última galopada.

Es la primera parte, lacónica, violenta, misteriosa, la que gana enteros sobre la resolución, que se alarga y cae, por momentos, en el sentimentalismo. El inicio de las diferentes búsquedas: de la muchacha capturada, de las raíces, del lugar que ocupan nuestras creencias, está admirablemente narrado en las primeras páginas, el ritmo que bascula entre la pausa y la aventura, el gusto por los detalles en Eidson, los ritos, los silencios y la violencia seca, Jones que parece querer transmitir todo aquello que encontró entre los indios a la joven Dot, los dos mundos y tiempos en los que viven Jones y los Baldwin. Es en el inicio del camino, en las largas jornadas bajo el sol y los encuentros con alguaciles y vaqueros de gatillo fácil, bandidos mexicanos o con indios desterrados y partidas de indios sanguinarias la que hacen de La última galopada un western memorable. En cambio, el final se alarga de manera innecesaria, todo el laconismo de Jones, todas las dudas de Maggie sobre su vida, su religión, están sobre explicadas, la aventura y la pausa decrecen y se busca la explicación de cada personaje.

Historia crepuscular que mezcla aventura y terror, La última galopada es una buena lectura para los que amamos el western.








Los dedos de Jones tamborileaban distraídamente sobre el viejo rifle Sharps y de vez en cuando echaba un trago a la botella y se giraba para mirar hacia el rancho allá abajo. Antes de partir, había intentado despedirse. Ella lo ignoró. Mejor así, pensó él. Eso le permitió mirarla con más atención. Jones había colocado la escopeta de Baldwin cargada sobre el regazo de ella, pero no le prestó ninguna atención. Ni una sola mirada.
Jones dejó escapar un breve suspiro y se obligó a dejar de pensar. Ya había acabado todo. Intentó visualizar el pequeño rostro de Thelma y, al intuirla vagamente, le invadió la tristeza. Las cosas eran ahora tan distintas de como había creído en otro tiempo. La vida le había parecido tan viva, tan real y tangible, tan fácil de sobrellevar y transportar de un lado a otro. Pero ahora se había dado cuenta de que nunca fue así; de que había cosas de más valor que él nunca había disfrutado.
Un álamo con la corteza marcada por las zarpas de un oso se erguía moribundo junto al sendero y sus hojas caían silenciosamente empujadas por la brisa. Observó los rayos de sol que se reflejaban en el árbol, haciéndolo parecer un objeto brillante y espiritual al tiempo que sus hojas flotaban cayendo en trayectorias aleatorias sobre la tierra, separándose en el aire en sus viajes solitarios. En otro tiempo, ese árbol fue un todo, unido en una misma vida y causa; ahora estaba desmontándose y sus diferentes vidas morían diferentes muertes, cada una por separado. Él se sentía como ese árbol.
Solo había experimentado superficialmente la esencia de la vida, las cosas invisibles que atesoraban su verdadero significado y que a lo largo de los años tan solo le habían rozado como una suave brisa sobre la piel. Ahora se desprendían alejándose, dejándole que siguiera su camino sin ellas. Ahora estaba verdaderamente solo.
Las colinas estaban en calma y los ruidos de los animales sonaban fuertes y amenazadores. No importaba. Si más adelante se encontraba con problemas, quienquiera que fuera a causarlos ya sabía que se estaba aproximando, y también lo que transportaba y de dónde venía. Pensó otra vez en el rostro del indio —el rostro que había contemplado en la visión del maizal dos noches atrás— preguntándose quién era y qué querría… y por qué le inquietaba tanto.

***

Jones la estaba mirando.
—¿Qué? —preguntó Maggie.
—Me alegro de que sobrevivieras.
—Crees que tu magia india me salvó —dijo ella. Él no respondió—. No tenías ningún derecho a involucrarnos a mí o a mi hija en tu mascarada pagana. Somos cristianas —hizo una pausa—. Tú mismo lo fuiste en otro tiempo.
Él asintió, observando las llamas.
—Ahora crees en plumas y en humo.
El viejo contempló el rostro de la mujer durante unos segundos con un atisbo de agitación en las arrugas de la boca.
—Yo creo en un creador de la tierra y hombre. ¿Qué diferencia hay entre eso y lo que tú crees? —al ver que ella no respondía, continuó con voz firme—. Ama, dime.
—Tus dioses corren de un lado a otro prestando poderes a los hombres. Estás obsesionado con tus rituales paganos y toda esa parafernalia… con tus cantos, el humo de tu pipa, tus pinturas, tus pólenes, tus collares de cuentas…
—… Tus oraciones, tus ángeles —interrumpió él—, tus cenizas, tu incienso, tu agua bendita —se levantó y puso madera en la hoguera y observó las chispas ascendiendo al techo de la cueva; luego se giró hacia ella—. Tus santos y discípulos que sabían hacer magia.
—Milagros —dijo ella rápidamente.
—Jesús, que andaba sobre el agua y resucitaba a muertos. Tu crucifijo.
—Blasfemia.
—No. Creo que Cristo era verdaderamente Dios. Pero los blancos lo perdieron.
Ninguno de ellos habló durante un rato. Maggie leyó su Biblia, mientras Jones limpiaba el Sharps. El viento soplaba entre las rocas de la cueva, murmurando voces. Maggie sintió un escalofrío, cerró el libro y miró a través de la hoguera hacia él. Maggie no había acabado con la discusión.
—Si crees eso, ¿por qué no eres aún cristiano?
—Ya te lo he dicho, Ama. No sé el nombre de lo que soy. Solo sé que los blancos arruinaron aquella cosa que llamáis Cristianismo.
Sacó un bastoncillo del cañón de la vieja arma y miró dentro para ver si estaba limpio. Aún mirando el cañón, dijo:
—Los blancos perdieron a su dios.
—Eso no es verdad. Yo puedo hablar con mi Dios.
—Hablar, pero nada más. Se ha perdido en algún sitio —examinó el rostro de su hija—. Mi dios ayuda, Ama. Y puede ser invocado. Sus espíritus buenos me ayudan.
—Mi Dios me ayudará.
—Entonces úsalo para encontrar a Lily.
—No le voy a poner a prueba.
—No sabes cómo encontrarle, eso es todo. Yo tampoco lo sabía. Por eso no soy cristiano. Cuando le necesité, Él no estuvo ahí.
La última galopada. Thomas Eidson. Traducción de Marta Lila Murillo. Editorial Valdemar.

lunes, 9 de enero de 2017

Thomas Eidson en La última galopada

Brake Baldwin divisó al jinete cuando este salió al galope de entre los arbustos de tamariz. Se bajó los anteojos para comprobar por encima del periódico si el extraño finalmente se aproximaba, luego volvió a subírselos y siguió leyendo. Eran ya las últimas horas de la tarde y unas nubes tormentosas se apiñaban en el cielo encapotado. Un chotacabras piaba desde las colinas tras el establo. El sonido cesó… no sabía por qué. Los álamos de gruesos troncos junto al arroyo oscurecían entre la penumbra mientras la noche envolvía el pequeño valle de Nuevo México donde estaba situado el rancho.
Volvió a leer el titular del periódico: EL PRESIDENTE DECLARA LA MUERTE DEL SALVAJE OESTE. Asombroso. Así de simple: ya había acabado. 1886 y adiós… con un chasquido de dedos. Santa Fe se preparaba, decía el diario, para celebrar una exposición de invenciones modernas y un concierto en la antigua Plaza. Eso sí que iba a valer la pena verlo, pensó.
La yegua alazana en el pasto relinchaba al caballo del extraño, pero no recibió respuesta. Baldwin volvió a levantar la mirada: el jinete se movía lentamente a la luz moribunda, mientras el viento soplaba con fuerza anunciando la inminente tormenta. En esta ocasión, mantuvo la mirada en el jinete durante más tiempo y se percató de algo diferente, pero el crepúsculo tormentoso ya había avanzado demasiado para poder ver bien en la distancia.
Incómodo por la tensión que sentía en los hombros, Baldwin farfulló el refrán que solía repetir su abuela: no naciste en el bosque para tenerle miedo a un búho. El hombre y el caballo ahora atravesaban el huerto mientras los árboles silbaban en la creciente tormenta. La cabeza del animal estaba agachada y parecía a punto de derrumbarse. Detrás de él, escuchó que se abría la puerta del establo. Mannito también había visto al jinete. El viejo mexicano contaba casi setenta y cinco años, pero tenía los sentidos bien afinados de alguien que había envejecido esquivando a mescaleros y chiricahuas y a sus hermanos los apaches. Afortunadamente, aquellos días ya no eran nada más que recuerdos mezquinos. Tal vez el periódico tenía razón, tal vez el Salvaje Oeste estaba muerto.
Escuchó otra puerta y el sonido de contraventanas cerrándose. Y supo que Maggie estaba allá atrás, cuidando a la mujer y a sus hijos. Había estado ocupándose de ellos tres las veinticuatro horas desde hacía días. No era una doctora titulada, pero había trabajado de enfermera durante más de veinte años y estas labores se le daban mejor que a la mayoría en su pequeño dispensario. Casi todos sus pacientes eran mexicanos pobres como la mujer y sus hijos.
El jinete apareció lentamente de entre las sombras y Baldwin fijó la mirada en él, intentando sonreír, pero el maltrecho rifle Sharps apoyado en la silla de montar hizo que su semblante se mantuviera serio. Distinguía un dibujo que había sido tatuado en la culata del viejo rifle con tachuelas de latón, al estilo indio. Dobló el periódico y se lo metió bajo el brazo al tiempo que bajaba lentamente la mano, y aquel instinto le sorprendió, ya que no había empuñado una pistola desde hacía años.
Malo —susurró Mannito—. Malo.
El pequeño mexicano, que sujetaba el sombrero con la mano en contra del viento, miraba con los ojos entornados al extraño a través de la noche oscura; luego se giró y se escabulló entre las sombras, probablemente a por su escopeta, pensó Baldwin.
El ranchero permaneció erguido. El jinete había detenido su caballo a unas cuantas yardas y estaba sentado allí, mirándole.
—Buenas noches —dijo Baldwin.
El hombre asintió. Los ojos de Baldwin se movían lentamente sobre él. Era viejo, probablemente de unos setenta años, y grande, casi dos metros de altura, muy delgado pero con algo de barriga. Era imposible saber si era blanco o mestizo. En otro tiempo debió de tener la complexión de un toro salvaje… ahora era todo huesos, crestas y valles. Su rostro curtido se había tostado oscureciéndose a un tono ocre y parecía remendado con trozos de arcilla húmeda que no encajaban unos con otros totalmente; su pesada nariz estaba rota, tal vez en más de una ocasión, y parecía cansado o borracho, o ambas cosas. Su atuendo era extravagante: fronterizo, indio y mexicano. La gente había dejado de vestir así hacía al menos cuarenta años. Los ojos de Baldwin regresaron a las facciones brutales del rostro del hombre.
Un pequeño terrier negro y blanco, del tamaño de un sacabotas, estaba posado sobre la grupa del caballo con el pelo ondeando al viento tormentoso, haciéndole parecerse al perro del circo que Baldwin vio en una ocasión. Sin previo aviso dio un salto en el aire, se desplomó sobre el suelo y luego trotó nerviosamente alrededor de las piernas del ranchero —justo fuera del alcance de una patada— gruñendo como si pesara cien libras en lugar de diez.
—¿Muerde? —aulló Baldwin levantando la voz sobre el creciente rugido de la tempestad.
El anciano asintió otra vez, revelándose ante los ojos de Baldwin durante unos segundos como un demonio que galopaba en aquel oscuro viento. Llevaba un poncho medicina de curandero pawnee hecho de un misterioso ante azul y cubierto de brillantes estrellas doradas de seda bordadas y ribetes de color negro. Una belleza. Un par de manoplas ocultaban unas manos gigantescas y llevaba un pañuelo largo y negro atado alrededor de su delgado cuello con un medallón de plata; lo más extraño de todo era que llevaba las piernas desnudas y tan solo las cubría un largo taparrabos. Su cuerpo estaba dolorosamente esquelético. Baldwin se mordisqueó el interior de los labios durante unos segundos preguntándose quién demonios era aquel viejo desgraciado. Parecía haber salido de un espectáculo del Salvaje Oeste; todo en él parecía viejo, como si él y sus animales procedieran de algún desfiladero atávico más allá del tiempo.
—Preferiría que no me mordiese.
—Chaco —llamó el extraño con firmeza, reprimiendo una tos en su garganta.
Unos relámpagos brillaron por encima de las colinas a sus espaldas, iluminando el duro semblante del gigante durante unos segundos; luego se escuchó el redoble lento de un trueno que recorría el valle. El pequeño perro había dejado de gruñir cuando el extraño lo llamó y ahora levantó la pata donde Baldwin estaba y orinó un hilillo amarillo que Baldwin juzgó que iba dirigido a él; luego el perrillo corrió hacia delante, pegó un gran salto, se apoyó en el estribo del hombre, se retorció, se apoyó momentáneamente en su muslo y luego, tras inclinarse el hombre a un lado apartándose ligeramente y dejándole paso, saltó ágilmente de nuevo a su posición sobre la grupa del caballo. Ocurrió tan rápidamente que Baldwin no estaba seguro de cómo lo había hecho.
—Muy hábil.
El viejo no respondió.
Alguien encendió el quinqué de la cocina del rancho y la luz que salió por la ventana hizo que la funda y la canana del extraño resplandecieran en la noche, cada pulgada decorada con plata de monedas mexicanas toscamente labrada. Se le veía zarrapastroso y viejo, pero curtido, con ojos pequeños y negros, y llevaba un arsenal lo suficientemente surtido para aniquilar la mitad del Ejército mexicano. Baldwin se preguntó si no era solo fachada. El viejo miraba hacia la ventana de la cocina.
—¿Quiere cenar con nosotros? —preguntó Baldwin a contra viento.
La pequeña torda, que estaba con los ojos entrecerrados, dio un respingo al oír su voz en el vendaval. Era una yegua huesuda y vieja como su jinete… un poni indio chickasaw; mucha sangre española y no menos cantidad de sangre salvaje corría por sus venas. La seguía una mula joven alazana que mordisqueaba juguetonamente el estribo del anciano.
—Alice —dijo este apartando al animal, el cual obedeció a regañadientes.
Buen truco, lograr que una mula obedezca como un perrillo, pensó Baldwin.
—¿Es este el hogar de los Baldwin?
Las palabras del anciano sonaron farragosas, pero se entendían con su voz profunda con acento indio.
El ranchero se limitó a observarle mientras se sujetaba el sombrero con más fuerza contra la cabeza.
—Me lo dijo un hombre en la carretera —añadió el viejo gigante, sofocando otra tos fuerte que le hizo doblarse de dolor ante sus ojos, tras lo cual dio un trago a una botella de whisky.
—¿Cómo se llama? —preguntó Baldwin.
—Samuel Jones.
Baldwin lo examinó unos segundos más y luego dijo:
—Brake Baldwin. A esas dos bestias les vendría bien comer algo.
Baldwin se dirigió al establo, sabiendo que Mannito le cubría las espaldas desde dentro, y supuso que el extraño probablemente también lo sabía. No se parecía a ningún peregrino. Ni de lejos. Baldwin se paró y echó la mirada hacia atrás. El extraño seguía mirando la ventana de la cocina, como si estuviera hipnotizado por la luz, y su cabello y ropas se sacudían violentamente contra las ráfagas de viento.
—Hay pisadas frescas en esas colinas —informó el anciano sin apartar la mirada de la casa.
—Vagabundos, probablemente —exclamó Baldwin por encima del creciente vendaval.
—Ocho monturas. Ninguna herrada —el extraño calló y siguió mirando a la ventana—. Una avanzadilla. Nada de vagabundos.
Baldwin sintió otra vez la tensión en sus hombros y se la intentó sacudir pensando que el anciano solo intentaba ganarse su confianza. Hace años algunos bandidos mexicanos les habían estado molestando, y antes de estos los indios. Pero todo se había calmado y últimamente reinaba la paz. Se giró y volvió a dirigirse al establo. El extraño echó una última ojeada a la ventana, luego espoleó la torda y le siguió. El interior era más silencioso, y en algún lugar allí dentro en la oscuridad Baldwin escuchó a Mannito intentando reprimir una risotada.
—¿Es eso un mexicano? —preguntó el anciano.
Baldwin le miró unos segundos y luego dijo:
—La respuesta es que trabaja para mí.
—Entonces dígale que no se ría de mí.
El extraño tosió con fuerza, como si intentara expeler algo de los pulmones; luego comenzó a respirar con rápidas bocanadas como un pavo dando vueltas bajo el sol.
—He dicho que trabaja para mí. No causará problemas. Si le resulta difícil de entender, entonces será mejor que continúe su camino.
Mannito salió de las sombras blandiendo la escopeta. Chaco salió disparado hacia sus botas.
—¡Alto! —rugió el mexicano—. ¡Para!
El diminuto perro se sentó y levantó las patas delanteras como si suplicara por su vida.
El extraño pareció sorprendido de que el perro se hubiera rendido tan rápidamente y observó a Mannito durante unos segundos mientras el hombrecillo le devolvía la mirada sonriente; luego se echó otro largo trago de la botella de whisky que llevaba y a continuación se dirigió a la ventana del establo y miró otra vez a la casa. Volvió a encenderse un relámpago, que iluminaba los rasgos adustos y marcados de aquel rostro curtido… ese hombre, pensó Baldwin, parecía el perfecto candidato para un linchamiento. Luego el viento del sureste volvió a soplar y la lluvia azotó con fuerza el tejado y las paredes.
Baldwin desató la silla de montar mexicana de la panza de la torda mientras observaba al viejo gigante por encima de la grupa del animal. La silla era enorme; con un pesado cuerno chapado en plata y unos estribos tapaderos largos y con protectores.
—¿Le interesa algo? —preguntó el ranchero.
—Solo miraba.
—Solo es una casa.
El anciano no dijo nada.
—Por estas tierras estamos acostumbrados a los cuernos lisos, no los mexicanos —dijo Baldwin al tiempo que acariciaba la plata finamente tallada y observaba el apellido español grabado en el metal.
El extraño se giró y lo observó unos segundos.
—Su dueño intentó quitarme la vida.
Baldwin lo miró y no supo si le estaba tomando el pelo, pero supo que el anciano no era mexicano, ni mucho menos.
—¿Qué le ocurrió?
—Yo cabalgaba con los chíhéne —dijo el extraño haciendo caso omiso a la pregunta.
Apaches de Warm Spring. Ese era un nuevo giro de los acontecimientos… la mayoría de vagabundos de la vieja ruta por aquellos lares se pavoneaban de haber cabalgado con aquellos forajidos. No insistió, suponía que el vejestorio, en cualquier caso, no iba a confesar haber robado o asesinado al hombre.
—Mannito cepillará sus monturas.
—No, que mantenga sus manos bien lejos de mis animales.
Baldwin clavó la mirada en el rostro correoso del anciano, en los ojos diminutos y profundamente hundidos que, de alguna manera, parecía que hubieran visto demasiado en la vida. Terminó de examinarlo con parsimonia de abajo arriba, imaginando que en otro tiempo aquel hombre podría haber supuesto un verdadero problema, y luego dijo:
—Por favor, señor, no empiece otra vez.
El viejo gigante se arrimó a la torda y comenzó a frotar su escuálida grupa con un puñado de paja limpia mientras sujetaba la botella con la otra mano. Se asomó por encima de la pequeña yegua.
—No pasa nada. Pero no quiero que él toque mis animales. No confío en los mexicanos.
Baldwin observó que sus mandíbulas se tensaban mientras trabajaba.
Mucho mierda —dijo Mannito, tras lo cual se giró sobre sus talones y se alejó.
—¿Qué significa? —preguntó Jones, con un tono de voz que aún era capaz de poner nervioso a un hombre.
—Olvídelo —dijo Baldwin.
Thomas Eidson. La última galopada. Traducción de Marta Lila Murillo. Valdemar.