Brake Baldwin divisó al jinete cuando este salió al galope
de entre los arbustos de tamariz. Se bajó los anteojos para comprobar por
encima del periódico si el extraño finalmente se aproximaba, luego volvió a
subírselos y siguió leyendo. Eran ya las últimas horas de la tarde y unas nubes
tormentosas se apiñaban en el cielo encapotado. Un chotacabras piaba desde las
colinas tras el establo. El sonido cesó… no sabía por qué. Los álamos de
gruesos troncos junto al arroyo oscurecían entre la penumbra mientras la noche
envolvía el pequeño valle de Nuevo México donde estaba situado el rancho.
Volvió a leer el titular del periódico: EL PRESIDENTE
DECLARA LA MUERTE DEL SALVAJE OESTE. Asombroso. Así de simple: ya había
acabado. 1886 y adiós… con un chasquido de dedos. Santa Fe se preparaba, decía
el diario, para celebrar una exposición de invenciones modernas y un concierto
en la antigua Plaza. Eso sí que iba a valer la pena verlo, pensó.
La yegua alazana en el pasto relinchaba al caballo del
extraño, pero no recibió respuesta. Baldwin volvió a levantar la mirada: el
jinete se movía lentamente a la luz moribunda, mientras el viento soplaba con
fuerza anunciando la inminente tormenta. En esta ocasión, mantuvo la mirada en
el jinete durante más tiempo y se percató de algo diferente, pero el crepúsculo
tormentoso ya había avanzado demasiado para poder ver bien en la distancia.
Incómodo por la tensión que sentía en los hombros, Baldwin
farfulló el refrán que solía repetir su abuela: no naciste en el bosque para
tenerle miedo a un búho. El hombre y el caballo ahora atravesaban el huerto
mientras los árboles silbaban en la creciente tormenta. La cabeza del animal
estaba agachada y parecía a punto de derrumbarse. Detrás de él, escuchó que se
abría la puerta del establo. Mannito también había visto al jinete. El viejo
mexicano contaba casi setenta y cinco años, pero tenía los sentidos bien
afinados de alguien que había envejecido esquivando a mescaleros y chiricahuas
y a sus hermanos los apaches. Afortunadamente, aquellos días ya no eran nada
más que recuerdos mezquinos. Tal vez el periódico tenía razón, tal vez el
Salvaje Oeste estaba muerto.
Escuchó otra puerta y el sonido de contraventanas
cerrándose. Y supo que Maggie estaba allá atrás, cuidando a la mujer y a sus
hijos. Había estado ocupándose de ellos tres las veinticuatro horas desde hacía
días. No era una doctora titulada, pero había trabajado de enfermera durante
más de veinte años y estas labores se le daban mejor que a la mayoría en su
pequeño dispensario. Casi todos sus pacientes eran mexicanos pobres como la
mujer y sus hijos.
El jinete apareció lentamente de entre las sombras y Baldwin
fijó la mirada en él, intentando sonreír, pero el maltrecho rifle Sharps
apoyado en la silla de montar hizo que su semblante se mantuviera serio.
Distinguía un dibujo que había sido tatuado en la culata del viejo rifle con
tachuelas de latón, al estilo indio. Dobló el periódico y se lo metió bajo el
brazo al tiempo que bajaba lentamente la mano, y aquel instinto le sorprendió,
ya que no había empuñado una pistola desde hacía años.
—Malo —susurró
Mannito—. Malo.
El pequeño mexicano, que sujetaba el sombrero con la mano en
contra del viento, miraba con los ojos entornados al extraño a través de la
noche oscura; luego se giró y se escabulló entre las sombras, probablemente a
por su escopeta, pensó Baldwin.
El ranchero permaneció erguido. El jinete había detenido su
caballo a unas cuantas yardas y estaba sentado allí, mirándole.
—Buenas noches —dijo Baldwin.
El hombre asintió. Los ojos de Baldwin se movían lentamente
sobre él. Era viejo, probablemente de unos setenta años, y grande, casi dos
metros de altura, muy delgado pero con algo de barriga. Era imposible saber si
era blanco o mestizo. En otro tiempo debió de tener la complexión de un toro
salvaje… ahora era todo huesos, crestas y valles. Su rostro curtido se había tostado
oscureciéndose a un tono ocre y parecía remendado con trozos de arcilla húmeda
que no encajaban unos con otros totalmente; su pesada nariz estaba rota, tal
vez en más de una ocasión, y parecía cansado o borracho, o ambas cosas. Su
atuendo era extravagante: fronterizo, indio y mexicano. La gente había dejado
de vestir así hacía al menos cuarenta años. Los ojos de Baldwin regresaron a
las facciones brutales del rostro del hombre.
Un pequeño terrier negro y blanco, del tamaño de un
sacabotas, estaba posado sobre la grupa del caballo con el pelo ondeando al
viento tormentoso, haciéndole parecerse al perro del circo que Baldwin vio en
una ocasión. Sin previo aviso dio un salto en el aire, se desplomó sobre el
suelo y luego trotó nerviosamente alrededor de las piernas del ranchero —justo
fuera del alcance de una patada— gruñendo como si pesara cien libras en lugar
de diez.
—¿Muerde? —aulló Baldwin levantando la voz sobre el
creciente rugido de la tempestad.
El anciano asintió otra vez, revelándose ante los ojos de
Baldwin durante unos segundos como un demonio que galopaba en aquel oscuro
viento. Llevaba un poncho medicina de curandero pawnee hecho de un misterioso
ante azul y cubierto de brillantes estrellas doradas de seda bordadas y ribetes
de color negro. Una belleza. Un par de manoplas ocultaban unas manos
gigantescas y llevaba un pañuelo largo y negro atado alrededor de su delgado
cuello con un medallón de plata; lo más extraño de todo era que llevaba las
piernas desnudas y tan solo las cubría un largo taparrabos. Su cuerpo estaba
dolorosamente esquelético. Baldwin se mordisqueó el interior de los labios
durante unos segundos preguntándose quién demonios era aquel viejo desgraciado.
Parecía haber salido de un espectáculo del Salvaje Oeste; todo en él parecía
viejo, como si él y sus animales procedieran de algún desfiladero atávico más
allá del tiempo.
—Preferiría que no me mordiese.
—Chaco —llamó el extraño con firmeza, reprimiendo una tos en
su garganta.
Unos relámpagos brillaron por encima de las colinas a sus
espaldas, iluminando el duro semblante del gigante durante unos segundos; luego
se escuchó el redoble lento de un trueno que recorría el valle. El pequeño
perro había dejado de gruñir cuando el extraño lo llamó y ahora levantó la pata
donde Baldwin estaba y orinó un hilillo amarillo que Baldwin juzgó que iba
dirigido a él; luego el perrillo corrió hacia delante, pegó un gran salto, se
apoyó en el estribo del hombre, se retorció, se apoyó momentáneamente en su
muslo y luego, tras inclinarse el hombre a un lado apartándose ligeramente y
dejándole paso, saltó ágilmente de nuevo a su posición sobre la grupa del
caballo. Ocurrió tan rápidamente que Baldwin no estaba seguro de cómo lo había
hecho.
—Muy hábil.
El viejo no respondió.
Alguien encendió el quinqué de la cocina del rancho y la luz
que salió por la ventana hizo que la funda y la canana del extraño
resplandecieran en la noche, cada pulgada decorada con plata de monedas
mexicanas toscamente labrada. Se le veía zarrapastroso y viejo, pero curtido,
con ojos pequeños y negros, y llevaba un arsenal lo suficientemente surtido
para aniquilar la mitad del Ejército mexicano. Baldwin se preguntó si no era
solo fachada. El viejo miraba hacia la ventana de la cocina.
—¿Quiere cenar con nosotros? —preguntó Baldwin a contra
viento.
La pequeña torda, que estaba con los ojos entrecerrados, dio
un respingo al oír su voz en el vendaval. Era una yegua huesuda y vieja como su
jinete… un poni indio chickasaw; mucha sangre española y no menos cantidad de
sangre salvaje corría por sus venas. La seguía una mula joven alazana que
mordisqueaba juguetonamente el estribo del anciano.
—Alice —dijo este apartando al animal, el cual obedeció a
regañadientes.
Buen truco, lograr que una mula obedezca como un perrillo,
pensó Baldwin.
—¿Es este el hogar de los Baldwin?
Las palabras del anciano sonaron farragosas, pero se
entendían con su voz profunda con acento indio.
El ranchero se limitó a observarle mientras se sujetaba el
sombrero con más fuerza contra la cabeza.
—Me lo dijo un hombre en la carretera —añadió el viejo
gigante, sofocando otra tos fuerte que le hizo doblarse de dolor ante sus ojos,
tras lo cual dio un trago a una botella de whisky.
—¿Cómo se llama? —preguntó Baldwin.
—Samuel Jones.
Baldwin lo examinó unos segundos más y luego dijo:
—Brake Baldwin. A esas dos bestias les vendría bien comer
algo.
Baldwin se dirigió al establo, sabiendo que Mannito le
cubría las espaldas desde dentro, y supuso que el extraño probablemente también
lo sabía. No se parecía a ningún peregrino. Ni de lejos. Baldwin se paró y echó
la mirada hacia atrás. El extraño seguía mirando la ventana de la cocina, como
si estuviera hipnotizado por la luz, y su cabello y ropas se sacudían
violentamente contra las ráfagas de viento.
—Hay pisadas frescas en esas colinas —informó el anciano sin
apartar la mirada de la casa.
—Vagabundos, probablemente —exclamó Baldwin por encima del
creciente vendaval.
—Ocho monturas. Ninguna herrada —el extraño calló y siguió
mirando a la ventana—. Una avanzadilla. Nada de vagabundos.
Baldwin sintió otra vez la tensión en sus hombros y se la
intentó sacudir pensando que el anciano solo intentaba ganarse su confianza.
Hace años algunos bandidos mexicanos les habían estado molestando, y antes de
estos los indios. Pero todo se había calmado y últimamente reinaba la paz. Se
giró y volvió a dirigirse al establo. El extraño echó una última ojeada a la
ventana, luego espoleó la torda y le siguió. El interior era más silencioso, y
en algún lugar allí dentro en la oscuridad Baldwin escuchó a Mannito intentando
reprimir una risotada.
—¿Es eso un mexicano? —preguntó el anciano.
Baldwin le miró unos segundos y luego dijo:
—La respuesta es que trabaja para mí.
—Entonces dígale que no se ría de mí.
El extraño tosió con fuerza, como si intentara expeler algo
de los pulmones; luego comenzó a respirar con rápidas bocanadas como un pavo
dando vueltas bajo el sol.
—He dicho que trabaja para mí. No causará problemas. Si le
resulta difícil de entender, entonces será mejor que continúe su camino.
Mannito salió de las sombras blandiendo la escopeta. Chaco
salió disparado hacia sus botas.
—¡Alto! —rugió el
mexicano—. ¡Para!
El diminuto perro se sentó y levantó las patas delanteras
como si suplicara por su vida.
El extraño pareció sorprendido de que el perro se hubiera
rendido tan rápidamente y observó a Mannito durante unos segundos mientras el
hombrecillo le devolvía la mirada sonriente; luego se echó otro largo trago de
la botella de whisky que llevaba y a continuación se dirigió a la ventana del
establo y miró otra vez a la casa. Volvió a encenderse un relámpago, que
iluminaba los rasgos adustos y marcados de aquel rostro curtido… ese hombre,
pensó Baldwin, parecía el perfecto candidato para un linchamiento. Luego el viento
del sureste volvió a soplar y la lluvia azotó con fuerza el tejado y las
paredes.
Baldwin desató la silla de montar mexicana de la panza de la
torda mientras observaba al viejo gigante por encima de la grupa del animal. La
silla era enorme; con un pesado cuerno chapado en plata y unos estribos tapaderos largos y con protectores.
—¿Le interesa algo? —preguntó el ranchero.
—Solo miraba.
—Solo es una casa.
El anciano no dijo nada.
—Por estas tierras estamos acostumbrados a los cuernos
lisos, no los mexicanos —dijo Baldwin al tiempo que acariciaba la plata
finamente tallada y observaba el apellido español grabado en el metal.
El extraño se giró y lo observó unos segundos.
—Su dueño intentó quitarme la vida.
Baldwin lo miró y no supo si le estaba tomando el pelo, pero
supo que el anciano no era mexicano, ni mucho menos.
—¿Qué le ocurrió?
—Yo cabalgaba con los chíhéne —dijo el extraño haciendo caso
omiso a la pregunta.
Apaches de Warm Spring. Ese era un nuevo giro de los
acontecimientos… la mayoría de vagabundos de la vieja ruta por aquellos lares
se pavoneaban de haber cabalgado con aquellos forajidos. No insistió, suponía
que el vejestorio, en cualquier caso, no iba a confesar haber robado o
asesinado al hombre.
—Mannito cepillará sus monturas.
—No, que mantenga sus manos bien lejos de mis animales.
Baldwin clavó la mirada en el rostro correoso del anciano,
en los ojos diminutos y profundamente hundidos que, de alguna manera, parecía
que hubieran visto demasiado en la vida. Terminó de examinarlo con parsimonia
de abajo arriba, imaginando que en otro tiempo aquel hombre podría haber
supuesto un verdadero problema, y luego dijo:
—Por favor, señor, no empiece otra vez.
El viejo gigante se arrimó a la torda y comenzó a frotar su
escuálida grupa con un puñado de paja limpia mientras sujetaba la botella con
la otra mano. Se asomó por encima de la pequeña yegua.
—No pasa nada. Pero no quiero que él toque mis animales. No
confío en los mexicanos.
Baldwin observó que sus mandíbulas se tensaban mientras trabajaba.
—Mucho mierda
—dijo Mannito, tras lo cual se giró sobre sus talones y se alejó.
—¿Qué significa? —preguntó Jones, con un tono de voz que aún
era capaz de poner nervioso a un hombre.
—Olvídelo —dijo Baldwin.
Thomas Eidson. La
última galopada. Traducción de Marta Lila Murillo. Valdemar.
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