Ni pensar en acostarse, o tan siquiera sentarse todos. Se
decidió sentarse por turno. El aire estaba enrarecido. Felices aquellos que se
encontraban cerca de una ventana y veían desfilar el paisaje en flor.
Al cabo de dos horas de viaje, comenzó a torturarnos la sed.
Después el calor se volvió insoportable.
Liberados de toda interdicción social, los jóvenes se
entregaban abiertamente a sus instintos y, a favor de la oscuridad, se unían en
medio de nosotros, despreocupados de todo, solos en el mundo. Los demás
simulaban no ver nada. Nos quedaban provisiones. Pero nunca se comía hasta
satisfacer el hambre. Economizar era nuestro lema, economizar para el día
siguiente. El día siguiente podía ser peor todavía.
El tren se detuvo en Kashau, una pequeña ciudad en la
frontera checoslovaca. Comprendimos entonces que no nos íbamos a quedar en
Hungría. Nuestros ojos se abrieron demasiado tarde.
La puerta del vagón se corrió. Se presentó un oficial alemán
acompañado por un teniente húngaro, que traduciría sus palabras:
—Desde este momento ustedes están bajo la autoridad del
Ejército alemán. Aquel que todavía posea oro, plata, relojes, tendrá que
entregarlos ahora. Aquel a quien después se le encuentre cualquiera de estas
cosas será fusilado inmediatamente. Segundo: aquel que se encuentra enfermo
puede pasar al vagón-hospital. Eso es todo.
El teniente húngaro pasó entre nosotros con una canastilla y
recogió los últimos bienes de aquellos que no querían sentir más el gusto
amargo del terror.
—Ustedes son ochenta en el vagón —agregó el oficial alemán—.
Si falta alguno, todos serán fusilados como perros…
Se fueron. Las puertas volvieron a cerrarse. Habíamos caído
en la trampa hasta el cuello. Las puertas estaban clavadas, el camino de
retorno definitivamente cortado. El mundo era un vagón herméticamente cerrado.
Con nosotros estaba cierta señora Schächter, mujer de unos
cincuenta años, y su hijo, de diez, acurrucados en un rincón. Su marido y sus
dos hijos mayores habían sido deportados en el primer transporte, por error.
Esa separación la había trastornado por completo.
Yo la conocía bien. A menudo había venido a nuestra casa:
una mujer apacible, de ojos ardientes y acariciadores. Su marido era un hombre
piadoso, que pasaba días y noches en la casa de estudios y era ella quien
trabajaba para sostener a los suyos.
La señora Schächter había perdido la razón. El primer día de
nuestro viaje ya había comenzado a gemir, a preguntar por qué la habían
separado de su familia. Más tarde, sus gritos se volvieron histéricos.
La tercera noche, mientras dormíamos sentados unos contra
otros y algunos de pie, un grito agudo traspasó el silencio:
—¡Fuego! ¡Veo fuego! ¡Veo fuego!
Hubo un momento de pánico. ¿Quién había gritado? Era la
señora Scháchter. En medio del vagón, en la pálida claridad que se filtraba por
las ventanas, se asemejaba a un árbol seco en un campo de trigo. Señalaba la
ventana con el brazo y aullaba:
—¡Miren! ¡Oh, miren! ¡Ese fuego! ¡Un fuego terrible! ¡Tengan
piedad de mí, ese fuego!
Los hombres se colgaron de los barrotes. No se veía nada,
salvo la oscuridad.
Durante largo rato seguimos impresionados por ese terrible
despertar. Continuábamos temblando. A cada chirrido de las ruedas sobre las
vías, nos parecía que un abismo se abriría bajo nuestros cuerpos. No pudiendo
apaciguar nuestra angustia tratamos de consolarnos: «Está loca, la pobre…». Le
habían colocado un trapo mojado sobre la frente para tranquilizarla. A pesar de
todo, seguía gritando: «¡Ese fuego! ¡Ese incendio!…».
Su hijito lloraba, se agarraba de su falda y trataba de
tomarle las manos: «¡No es nada, mamá! No es nada… Siéntate…». Me producía más
pena que los gritos de su madre. Las mujeres trataron de calmarla: «Va usted a
encontrarse con su marido y sus hijos… Dentro de algunos días…».
Ella continuaba gritando, jadeante, con la voz entrecortada
por los sollozos: «¡Judíos, escúchenme! ¡Veo fuego! ¡Qué llamas! ¡Qué
hoguera!». Como si un alma maldita hubiera entrado en ella y hablara desde el
fondo de su ser.
Intentamos explicarlo, para tranquilizarnos, para recuperar
nuestro propio aliento más que para consolarla: «¡Es que debe de tener tanta
sed la pobre! Es por eso que habla del fuego que la devora…».
Pero todo era en vano. Nuestro terror era tal que podría
hacer estallar las paredes del vagón. Nuestros nervios se aflojaban. La piel
nos dolía. Era como si también a nosotros nos invadiera la locura. No podíamos
más. Algunos jóvenes la hicieron sentar a la fuerza, la ataron y le pusieron
una mordaza en la boca.
Volvió a reinar el silencio. El niño, sentado junto a su
madre, lloraba. Yo volví a respirar normalmente. Se oían las ruedas que
marcaban sobre los rieles el ritmo monótono del tren atravesando la noche.
Podíamos volver a dormitar, a descansar, a soñar…
Así transcurrieron una hora o dos. Un nuevo grito nos cortó
la respiración. La mujer se había liberado de sus ataduras y aullaba más
fuertemente que antes:
—¡Miren ese fuego! Llamas, llamas por todas partes… Otra vez
los jóvenes la ataron y amordazaron. Hasta le dieron algunos golpes. Algunos
les aprobaban:
—¡Que se calle, esa loca! ¡Que cierre esa boca! ¡Aquí no
está sola! ¡Que cierre el pico!
Le asestaron muchos golpes en la cabeza, golpes como para
matarla. Su hijito se aferraba a ella, sin gritar, sin decir palabra. Ya no
lloraba siquiera.
Una noche que no tenía fin. Al alba, la señora Scháchter se
había calmado. Acurrucada en su rincón, con la mirada atontada o escrutando el
vacío, ya ni nos veía.
Durante todo el día permaneció así, muda, ausente, aislada
de todos. Al caer la noche, volvió a aullar: «¡Ahí, el incendio!». Señalaba un
punto en el espacio, siempre el mismo. La gente se había cansado de darle
golpes. El calor, la sed, los olores pestilentes, la falta de aire nos
ahogaban, pero todo eso no era nada comparado con esos gritos desgarradores. Unos
días más y nos habríamos puesto a aullar también.
Pero llegamos a una estación. Los que estaban cerca de las
ventanas nos dieron el nombre de la estación:
—Auschwitz.
Nadie había oído jamás ese nombre.
El tren no siguió. La tarde pasó lentamente. Luego se
descorrieron las puertas del vagón. Dos hombres podían bajar para buscar agua.
Cuando volvieron, relataron que habían podido enterarse, a
cambio de un reloj de oro, que era el punto terminal. Iban a hacernos bajar.
Había un campo de trabajo. En buenas condiciones. Las familias no serían
desmembradas. Solo los jóvenes irían a trabajar a las fábricas. Los ancianos y
los enfermos serían ocupados en los campos.
El barómetro de la confianza dio un salto. Era la súbita
liberación de todos los terrores de las noches precedentes. Dieron gracias a
Dios.
La señora permanecía en su rincón, retorciéndose, muda,
indiferente a la confianza general. Su pequeño le acariciaba la mano.
El crepúsculo comenzó a invadir el vagón. Nos pusimos a
comer nuestras provisiones. A las diez de la noche, cada uno buscó una posición
conveniente para dormitar y poco después todo el mundo dormía. De pronto:
—¡Fuego! ¡El incendio! ¡Mírenlo!…
Despertando sobresaltados, nos precipitamos a la ventana.
Esta vez nuevamente, aunque fuera por un instante, le habíamos dado crédito.
Pero afuera solo se veía la noche oscura. Volvimos a nuestro sitio, con la
vergüenza en el alma, pero a pesar de todo atormentados por el miedo. Como ella
continuara aullando, volvimos a castigarla y con gran dificultad conseguimos
hacerla callar.
El responsable de nuestro vagón llamó a un oficial alemán
que se paseaba por el andén y le pidió que trasladaran a la enferma al
vagón-hospital.
—Paciencia —respondió el otro—, paciencia. Pronto la
trasladarán.
Alrededor de las once el tren volvió a ponerse en
movimiento. Todos se apretujaron contra las ventanas. El convoy avanzaba
lentamente. Un cuarto de hora más tarde, de nuevo aminoró la marcha.
Desde las ventanas se divisaban alambradas de púas;
comprendimos que debía de ser el campo.
Habíamos olvidado la existencia de la señora Schächter. De
pronto, oímos un aullido terrible:
—¡Judíos, miren! ¡Miren ese fuego! ¡Miren esas llamas!
Y como el tren se había detenido, esta vez, en el cielo
negro, vimos las llamas que salían de una alta chimenea.
Hasta la señora Schächter se había callado. Muda,
indiferente, ausente, había vuelto a su rincón.
Miramos las llamas en la oscuridad. Un olor abominable
flotaba en el aire. De pronto, las puertas se abrieron. Unos curiosos
personajes, vestidos con chaquetas rayadas y pantalones negros, saltaron a los
vagones. En sus manos, una lámpara eléctrica y un bastón. Empezaron a golpear a
diestra y siniestra, antes de gritar:
—¡A bajar todo el mundo! ¡Dejen el vagón! ¡Rápido!
Saltamos afuera. Dirigí una postrera mirada a la señora
Schächter.
Su hijito la tenía de la mano.
Ante nosotros, esas llamas. En el aire, ese olor a carne
quemada. Debía de ser medianoche. Habíamos llegado. A Birkenau.
Elie Wiesel. La
noche. Traducción de Fina Warschaver. Austral.
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