Fat city. La ciudad y su mundo
subterráneo de boxeadores y temporeros, de habitaciones oscuras de hotel y
largas barras de bar donde sentir una soledad absoluta, de esperanzas que son
espejismos y la idea de que la vida terminó hace tiempo o no llegó siquiera a
arrancar, los días un simulacro y los sueños como engaños inalcanzables, el
ring de boxeo una gloria pasada y efímera y el amor que no es más que el miedo
a quedarse solo con la propia decepción.
Billy Tully tiene treinta
años, es un ex boxeador que quiere volver a pelear, a ese tiempo donde creía
que era alguien y las cosas le iban bien, una hermosa mujer, algo de respeto y
admiración, el cuerpo una maquinaria perfecta y los sueños intactos. Tully pasa
de una habitación de hotel a otra, cree que boxear tras dos años alejado del
ring le traerá una especie de redención, una segunda oportunidad. Ernie Munger
es un muchacho de dieciocho años, sale con una bonita chica que se muestra
distante, da sus primeros pasos en el boxeo y trabaja en una gasolinera de
noche. Sus sueños se están formando, pasárselo bien, aprovechar la vida,
descubrir la potencia y la fuerza que le da el boxeo. Tully y Munger son las
dos caras del mismo hombre, uno al inicio de su etapa adulta, el otro que
quiere reincorporarse a una vida que ha dejado de lado. No son perdedores ni
supervivientes, no hay esa poética que acompaña a amabas figuras, seres
derrotados que se mantienen en pie, sino que son hombres que viven de engañarse
a sí mismos.
Aquel período fue el culmen de su vida, aunque en su momento no se diera cuenta. Pasó sin que le diese tiempo a reflexionar, terminó mientras todavía pensaba que las cosas se iban a poner mejor. No fue consciente de sus capacidades, y la fama local que cosechó entonces era lo único que iba a tener. Tampoco se había dado cuenta su mánager, ni siquiera cuando le enviaba a luchar contra oponentes de relevancia nacional. A Tully le inculcaron sin piedad están información en media docena de combates conforme arremetía, golpeaba en el aire y se tambaleaba con apenas una hendidura en los ojos. Entonces se había vuelto hacia su mujer en busca de algún tipo de respaldo indefinible, alguna comprensión solícita del dolor y el sacrificio que, sentía, soportaba por ella, el reconocimiento siempre denegado de los ritos de la virilidad. Y, mientras esperaba, fue bebiendo. Seis meses después volvió a pelear una vez más y le dejó fuera de combate un contrincante de poca monta. Entonces comenzó a anhelar a alguien capaz de devolverle aquella plenitud, aquella paz del recién casado, pero fue un sentimiento que no pudo encontrar de nuevo, y ahora sabía que su error había sido creer que podía recuperarlo.
Gardner habla no ya sobre
boxeo, sino sobre espejismos y vidas al otro lado de una frontera invisible,
seres que deambulan por gimnasios, hoteles y autobuses en busca de una
oportunidad, que malviven con sus frustraciones y creen que pueden volver a un
punto de su vida que, visto desde la distancia, es su único hogar. Tully se
entrena para pelear dos años después de su último combate, trabaja como
temporero en la recogida de nueces o tomates, recuerda a su mujer, lo que ella
representaba, amor, belleza, dignidad, cómo aquello terminó por no saber conservarlo,
Munger se encuentra con una familia de manera inesperada, acaba de empezar en
el boxeo, ya tiene la nariz partida, los primeros golpes, y fuera del ring no
se siente seguro. Los boxeadores de Gardner practican sombra en los gimnasios,
en trenes, en cualquier habitación, y es eso lo que parecen, sombras.
No sólo están Tully y Munger,
también Rubén Luna, un entrenador que apuesta por un boxeador tras otro con el
sueño de encontrar a uno verdaderamente grande, que prepara combates y adelanta
dinero y ve que su sueño se escapa, o Arcadio Lucero, un veterano boxeador que
peleará con Tully en su regreso. En apenas un capítulo, de manera directa,
Gardner describe la trayectoria de Lucero desde muchacho y la contrapone con su
presente, alguien que sólo espera mantenerse de pie, otro veterano que sigue
adelante mientras tenga fuerzas y con un cuerpo magullado y lleno de pequeñas cicatrices.
Fat city es una colección de
luchadores venidos a menos, hombres que guardan pequeñas historias de triunfos
pasados.
A menudo, al final de sus combates, una lluvia de monedas atravesaba la malla metálica desde las gradas y caía sobre la lona. Al abandonar el estadio, dejando atrás a los cojos y a los ciegos que berreaban y lanzaban vítores en el exterior del recinto, un grupo de admiradores seguía a Lucero. A veces hasta veinte, que le acompañaban por las calles sin alumbrado, obsequiosos, chillando, esperando con él en cada esquina a que los alcanzase el último: un muchacho sonriente y lisiado que se arrastraba por el pavimento sobre un trozo de neumático. Y allí, en la oscuridad, entre brillantes y fragantes cigarrillos, mientras observaba aquella silueta pequeña y retorcida que se le acercaba trabajosamente con las piernas rebotando inútiles, le parecía estar sujeto a una fatalidad sin límites
El mundo que retrata Gardner
en Fat city es feroz e irreal, feroz
porque sus personajes, boxeadores, no saben cómo luchar fuera del ring, irreal
en su búsqueda de un hogar o una vida estables. La precisión de los combates,
la lucha entre dos oponentes que bailan uno alrededor de otro, que buscan una
pequeña grieta para golpear, que reciben puñetazos sin siquiera llegar a
vislumbrar el mínimo movimiento del contrincante, la sangre en los ojos y las
luces espectrales tumbados en la lona, es ahí, en ese mundo acotado de un ring,
donde tienen una pequeña oportunidad, y donde pierden, poco, a poco, sus
sueños.
John Huston realizó una de sus
mejores películas con la novela de Gardner, supo mostrar la fatalidad de una
ciudad y unos personajes sin una segunda oportunidad.
Vivía en el Hotel Coma, que
tal vez tomaba el nombre de algún fundador de la ciudad ―un explorador de California o un pionero― o de algún
inmigrante italiano fallecido mucho tiempo atrás que no fundó más que el hotel.
Con independencia de a quién conmemorase, el hotel era un monumento mediocre, y
Billy Tully no tenía intención de quedarse allí. Seguía guardando la ropa
limpia en la maleta que tenía sobre la cómoda, lista para abandonar aquel
alojamiento por otro mejor a las primeras de cambio. A lo largo del año y medio
transcurrido desde que le dejó su mujer había vivido en cinco hoteles. Observó desde
la ventana el raquítico horizonte de Stockton ―una ciudad de ochenta mil
habitantes rodeada de pantanos, riachuelos y los terrenos cultivados del delta
del río San Joaquín―, una vista de edificios de oficinas, chapiteles,
chimeneas, torres de agua, tanques de gas y tejados bajos de residencias que se
alzaban entre árboles sin hojas en medio de calles completamente planas. Desde su
ventana veía hombres entrar y salir de bares y licorerías, cafés, tiendas de
segunda mano y hoteles sin ascensor. Unas palomas del color mismo de las calles
picoteaban en las canaletas, volaban entre edificios, iban de cornisa en
cornisa y arrullaban en el alféizar de Tully. Su habitación era alta y
estrecha. Marcas de cabezas grasientas oscurecían el papel pintado entre los
barrotes del cabecero de la cama. La persiana estaba hecha trizas, la bombilla
apenas daba luz y los vecinos parecían sufrir todos alguna afección pulmonar.
***
Se apagaron las luces y Rosales se colocó frente a él al
otro lado de la lona blanca. Sorprendido por la campana y por un empujón en la
espalda, Ernie se adelantó dando brincos. Su contrincante se dio la vuelta en
su esquina, hincó una rodilla en la lona y se santiguó. Se levantó de
inmediato, el pelo corto, encrespado como las cerdas de un jabalí. Tocaron
guantes por encima del brazo del árbitro. Ernie, cohibido ante la idea de
golpear a Rosales cuando hacía un segundo estaba rezando, se estiró para volver
a tocar guantes y recibió un trompazo en la cabeza. Ofendido, empezó a soltar
golpes y notó el impacto electrizante del hueso a través de los finos guantes. Espoleado
por los gritos, asombrado por el poder que tenía sobre la multitud, arremetió
descargando trallazos y fue repelido por una ráfaga. Retrocedió. Mordiendo la
goma de la boca, bailó alrededor del ring mientras Rosales le atacaba,
balanceándose y fallando sus golpes. El árbitro escurría su magro volumen y los
segundos de cada bando gritaban instrucciones desatendidas.
Leonard Gardner.
Fat city. Traducción de Rubén Martín Giráldez. Editorial Underwood.
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