Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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viernes, 4 de agosto de 2017

dios griego



I

dios griego


mi primer mar fue un lavadero de piedra
           tenía diez años
                      un verano en el horizonte
    y sueños legendarios

seguía el sendero entre la maleza
mis pisadas eran huellas tenues
                                  de polvo y tierra
me creía explorador     soldado     pionero
                                 apache     timonel     buhonero
la oscuridad fuera del camino
                 prometía terror y aventura
un encuentro con mundos posibles

las lavanderas callaban al verme llegar
mujeres de ropa negra
                                y alma doblegada
                                                          y ojos de luto
sus secretos de muertos     vergüenzas     venganzas

las lagartijas vagaban por las piedras
                                             del lavadero
y yo las convertía en monstruos
que vigilaban el abismo
    tras el mar

una rama en el agua
se volvía carabela
                             en busca del confín oculto
    el umbral a lo inexplorado

las mujeres negras     silentes     dolientes
agitaban la ropa y el agua
yo chapoteaba a la sombra de sus espíritus
la carabela zozobraba entre las olas
y los marinos
de cicatrices en la cara
rezaban en cubierta
y pedían clemencia     aliento     resurrección

los imaginaba de rodillas
sus miradas elevadas hacia mí
un dios todopoderoso de mil caras
que disponía de su destino
                                            naufragio o salvación

a veces detenía la tormenta
y acercaba los hombres a tierra
                                            una tierra fértil y misteriosa
a veces hundía la embarcación
y los hombres miraban aterrados
hacia el cielo negro y despiadado
antes de encontrarse con mi rostro
                               y la muerte
                                            una muerte estéril y confusa

jugaba a ser dios griego
en aquella infancia lejana

regresaba satisfecho
                          ya hubiera naufragio o salvación

a mi espalda las mujeres enlutadas
susurraban      graznaban
ahí va el hijo de la vergüenza    la sombra     el mar




II

siete segundos


6
mi último mar se encuentra a mis pies
     tengo setenta y un años
no soy     hijo     padre     esposo
sino     vejez     penumbra     recuerdos
                                soledad     ruina     confín

traigo todas mis vidas para desembocarlas
                        sobre el mar
y ver cómo parten hacia el horizonte
                         y lo salvan
              y descubren el rostro exacto
                                                          de la muerte
y al dios imaginado
                                en un lavadero de piedra

no soy tiempo
                        (sino río)


5
recuerdo el bañador negro de mi madre
su mirada azul que veló
                                       mis primeras inmersiones
         y toda mi infancia

recuerdo la ingravidez del agua
            el mundo que giraba dentro de una ola
el cielo como suelo
                                y el mar
                                              un castillo en el aire

recuerdo las sombras negras
                   el comienzo del infinito 
                                el horizonte como mañana


4
recorrí un camino blanco y sinuoso
   cruzaba aldeas abandonas
                                              campos de trigo
                          puentes de madera
era una promesa y una frontera
     (de lo oculto y lo lejano)

fui explorador     apache     buhonero
                        vagabundo     fantasma     viento
(la decrepitud de mis huesos
                                              la carga de todas mis vidas)

era un camino de señales y pequeños santuarios
       de memoria celebración y muerte

detrás de mí una casa cerrada
                                                y el frío de los muebles
                                   (mi vida cerrada y fría)
delante de mí el final de la tierra
                    y la promesa de un camino amarillo


3
de aquella primera muerte
         recuerdo las respiraciones
                       el crujido de los rosarios
   las pisadas de las ratas en el tejado

la muerte estaba en las palabras 
                  y los lamentos de las plañideras
en el olor viciado de la habitación
                  y el movimiento pausado de las velas

las pequeñas llamas se agitaban
        y era el muerto
                                 (mi padre
                la vergüenza     la sombra     el mar)
quien las movía con sus ojos cerrados
                sus manos cruzadas en el pecho
        y la cabeza vuelta hacia la pared blanca
               (como si no quisiera asistir a nuestros rezos
                    y desechara la idea de un última plegaria)

la luz de las velas
        era un lenguaje desconocido


2
sigo la luz del faro en el cielo
    rodea los acantilados
y enciende las primeras estrellas

me pregunto cómo se verá este acantilado
               desde los pesqueros 
    si naufragio o salvación

el sol desciende sobre el mar
                               deja una estela amarilla
    en su superficie
            (el camino al ultramundo)


1
recuerdo los latidos de su corazón
                                                        bajo mi mano
la respiración que extendía y retraía su pecho
                  su cuerpo una maquinaria
que daba cuerda al anochecer
(y al movimiento de las estrellas
                     y a la luna fuera de la ventana)

recuerdo sus ojos cerrados
la pequeña luz blanca en su cicatriz

la sabía en otro lugar     en otro tiempo
             (en un mar solitario y lejano)

recuerdo verla desaparecer
                                           tras una sombra amarilla
     y sentir la inquietud
                    y la necesidad de acariciar su mano


0
enciendo una pequeña hoguera                  
     e ilumino todas mis vidas

el camino amarillo sobre el mar
     me devuelve todas las muertes



viernes, 21 de abril de 2017

¿Dónde está H.G. Wells cuando se le necesita?

Las sombras me acompañaron durante el verano de principios de los noventa. Salía al camino blanco y sentía su presencia en los campos de trigo, los lavaderos de piedra entre la maleza o en el gran roble que cerraba el pueblo, la última frontera antes de las casas abandonadas en los bosques. Miraba atrás, intentando captarlas, y sólo conseguía vislumbrar un movimiento rápido por el rabillo de ojo. Eran las sombras de los Morlocks. Eran las sombras del futuro.
Por primera vez metí un libro en mi mochila de viaje. La máquina del tiempo. Recuerdo que lo robé de la biblioteca y que las hojas llevaban grabado el escudo del colegio donde estudiaba. A veces se me clavaba una pequeña punzada de culpabilidad en el pecho, mi primer acto de rebeldía, y me castigaba demorando su lectura. El libro se quedaba cerrado en la mesilla, y en esas noches veraniegas sólo los pasos de las ratas bajo el tejado y los faros de los coches que reflejaban la silueta de los arboles en las paredes de la habitación me impresionaban y me hacían imaginar los mayores horrores.
Eran aquellos días de ingenuidad y candor infantil, antes de sentir que el tiempo podría plegarse y desplegarse, que un año no era más que una parte de un todo y que ese todo podía abarcarlo en una sola mirada, que yo era tanto pasado como futuro y que cada gesto era como las hondas que produce una piedra en la superficie de un río. Acompañaba a mi abuelo a su taller e intentaba aprender los nombres de sus herramientas de carpintero, esas que ahora cuelgan de las paredes de mi casa, me creía adulto cuando ayudaba a recoger y empacar la hierba seca, conducía la carretilla llena de sacos de piñas para el invierno. El verano avanzaba y el libro esperaba.
Una tarde de tormenta abrí La máquina del tiempo. Mis tías escondían su cabeza entre los brazos por miedo a los relámpagos y mi abuelo observaba la lluvia contra la ventana y recordaba juventudes. Acaricié la tapa del libro, la soledad de una máquina blanca y gris en un paraje desértico, y leí las primeras palabras, El Viajero a través del Tiempo… Fuera, desaparecían bajo el aguacero las huellas de los tractores en el camino blanco.
Recuerdo sumergirme en un estado febril desde las primeras páginas, la idea de la cuarta dimensión y poder decidir a qué momento viajar, pasado o futuro, y sentir que el tiempo dejaba de ser algo abstracto. El Viajero del Tiempo movía su palanca hacia delante y el mundo se transformaba, pasaba de una época sencilla a otra alucinada, de la guerra a la penumbra y de allí al abismo y el vértigo del año 802.701. Ahí nació mi añoranza por un futuro que nunca conoceré.
Había ilustraciones que acompañaban la aventura del Viajero, la reunión donde se explicaba el viaje temporal, la figura espectral de una mujer, los paisajes remotos. El Viajero había llegado al mundo de los Eloi y los Morlocks y yo sabía que no había vuelta atrás, que había accedido al gran secreto: la vida conocida sólo era la cumbre de un iceberg y los libros sacaban a la superficie la promesa de mundos y seres desconocidos.
Una imagen me detuvo en la lectura del libro, el viajero junto a una hoguera, las sombras de los Morlocks acechándolo y mi miedo. La tormenta había avanzado tierra adentro y sólo quedaba un silencio extraño en los campos y mi turbación. Quería descubrir el destino del Viajero y, a la vez, temía las sombras monstruosas que se escondían fuera de la hoguera. Recuerdo el temblor de mi respiración en las páginas finales, la llegada del Viajero a los límites del tiempo, sentir un último resplandor al cerrar el libro.
Aquella tarde cogí una pequeña navaja del taller de mi abuelo, mi segundo robo, y atravesé solo las casas de piedra y pizarra del pueblo. Pensaba en los mundos posibles dentro de los libros, en las horas pasadas en otro espacio y en otro tiempo, en H.G. Wells y cómo creó su historia, la realidad que había dentro de la ficción. Llegué a la vieja escuela del crucero, saqué la navaja del bolsillo y grabé la fecha de aquel día de 1991 en la puerta de madera. La escuela sólo tenía una clase, allí iban los niños del valle, aprendían a leer y escribir y los números, luego la abandonaban para hacerse carpinteros, costureras, sirvientes en otra tierra. Apenas quedaba en pie la puerta y las paredes de piedra. Me imaginé con cuarenta o cincuenta años delante de la escuela, observando mi letra, recordando el niño que fui o cuando mis padres salían por aquella puerta camino de sus casas, los tres tiempos unidos en la fecha grabada en la puerta.
El momento donde descubrí que un libro podía sacudirte de encima la infancia y hacerte regresar a ella años después también fue el momento donde creí vislumbrar las sombras de los Morlocks por primera vez y mi pregunta de dónde estaba H. G. Wells cuando se le necesitaba.