Las sombras me acompañaron durante el verano de
principios de los noventa. Salía al camino blanco y sentía su presencia en los
campos de trigo, los lavaderos de piedra entre la maleza o en el gran roble que
cerraba el pueblo, la última frontera antes de las casas abandonadas en los
bosques. Miraba atrás, intentando captarlas, y sólo conseguía vislumbrar un
movimiento rápido por el rabillo de ojo. Eran las sombras de los Morlocks. Eran las sombras del futuro.
Por primera vez metí un libro en mi mochila de viaje. La máquina del tiempo. Recuerdo que lo
robé de la biblioteca y que las hojas llevaban grabado el escudo del colegio
donde estudiaba. A veces se me clavaba una pequeña punzada de culpabilidad en
el pecho, mi primer acto de rebeldía, y me castigaba demorando su lectura. El
libro se quedaba cerrado en la mesilla, y en esas noches veraniegas sólo los
pasos de las ratas bajo el tejado y los faros de los coches que reflejaban la
silueta de los arboles en las paredes de la habitación me impresionaban y me
hacían imaginar los mayores horrores.
Eran aquellos días de ingenuidad y candor infantil, antes
de sentir que el tiempo podría plegarse y desplegarse, que un año no era más
que una parte de un todo y que ese todo podía abarcarlo en una sola mirada, que
yo era tanto pasado como futuro y que cada gesto era como las hondas que
produce una piedra en la superficie de un río. Acompañaba a mi abuelo a su
taller e intentaba aprender los nombres de sus herramientas de carpintero, esas
que ahora cuelgan de las paredes de mi casa, me creía adulto cuando ayudaba a
recoger y empacar la hierba seca, conducía la carretilla llena de sacos de
piñas para el invierno. El verano avanzaba y el libro esperaba.
Una tarde de tormenta abrí La máquina del tiempo. Mis tías escondían su cabeza entre los
brazos por miedo a los relámpagos y mi abuelo observaba la lluvia contra la
ventana y recordaba juventudes. Acaricié la tapa del libro, la soledad de una
máquina blanca y gris en un paraje desértico, y leí las primeras palabras, El Viajero a través del Tiempo… Fuera,
desaparecían bajo el aguacero las huellas de los tractores en el camino blanco.
Recuerdo sumergirme en un estado febril desde las
primeras páginas, la idea de la cuarta dimensión y poder decidir a qué momento
viajar, pasado o futuro, y sentir que el tiempo dejaba de ser algo abstracto.
El Viajero del Tiempo movía su palanca hacia delante y el mundo se
transformaba, pasaba de una época sencilla a otra alucinada, de la guerra a la
penumbra y de allí al abismo y el vértigo del año 802.701. Ahí nació mi
añoranza por un futuro que nunca conoceré.
Había ilustraciones que acompañaban la aventura del
Viajero, la reunión donde se explicaba el viaje temporal, la figura espectral
de una mujer, los paisajes remotos. El Viajero había llegado al mundo de los Eloi y los Morlocks y yo sabía que no había vuelta atrás, que había accedido
al gran secreto: la vida conocida sólo era la cumbre de un iceberg y los libros
sacaban a la superficie la promesa de mundos y seres desconocidos.
Una imagen me detuvo en la lectura del libro, el viajero
junto a una hoguera, las sombras de los Morlocks
acechándolo y mi miedo. La tormenta había avanzado tierra adentro y sólo
quedaba un silencio extraño en los campos y mi turbación. Quería descubrir el
destino del Viajero y, a la vez, temía las sombras monstruosas que se escondían
fuera de la hoguera. Recuerdo el temblor de mi respiración en las páginas
finales, la llegada del Viajero a los límites del tiempo, sentir un último
resplandor al cerrar el libro.
Aquella tarde cogí una pequeña navaja del taller de mi
abuelo, mi segundo robo, y atravesé solo las casas de piedra y pizarra del
pueblo. Pensaba en los mundos posibles dentro de los libros, en las horas
pasadas en otro espacio y en otro tiempo, en H.G. Wells y cómo creó su
historia, la realidad que había dentro de la ficción. Llegué a la vieja escuela
del crucero, saqué la navaja del bolsillo y grabé la fecha de aquel día de 1991
en la puerta de madera. La escuela sólo tenía una clase, allí iban los niños
del valle, aprendían a leer y escribir y los números, luego la abandonaban para
hacerse carpinteros, costureras, sirvientes en otra tierra. Apenas quedaba en
pie la puerta y las paredes de piedra. Me imaginé con cuarenta o cincuenta años
delante de la escuela, observando mi letra, recordando el niño que fui o cuando
mis padres salían por aquella puerta camino de sus casas, los tres tiempos
unidos en la fecha grabada en la puerta.
El momento donde descubrí que un libro podía sacudirte de
encima la infancia y hacerte regresar a ella años después también fue el
momento donde creí vislumbrar las sombras de los Morlocks por primera vez y mi pregunta de dónde estaba H. G. Wells
cuando se le necesitaba.
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