La mirada de Tula, profunda, desafiante, extrañada,
abarcadora, una mirada que construye muros y misterios, que hace preguntarse
qué emociones hay detrás de ella, si amor, pasión, dudas o miedos, si renuncia,
determinación o una lucha constante. Porque en Tula hay una cruenta lucha
interna, darse al otro o tomar del otro lo que ella quiere. Y es ahí, en ese
darse o tomar, donde Tula ejerce una fascinación difícil de sortear y por
momentos parece alguien a quien contener o una manipuladora que hace del otro un
títere que manejar. Porque Tula aspira a la maternidad. Pero a una maternidad
bíblica, como la Virgen María. Y desoye sus deseos más ligados a la carne. Y
usa a su hermana Rosa para tener aquello que anhela, y consigue unos sobrinos
que la llaman madre, una casa que gobernar, un cuñado que se debate entre el
amor a su mujer y la frustración por Tula. Y, ante todo, ante todos, la mirada
impenetrable de Tula y sus grandes ojos.
Tula es su deseo de maternidad sobre todas las cosas y
personas, su independencia última, su pasión contenida y su visión religiosa de
la vida. Hay momentos donde Tula encarna el antiguo ideal materno, una mujer
abnegada que cuida de sus sobrinos (hijos) y los saca adelante, y otros
instante donde Tula ejerce una influencia diabólica para conseguir aquello que
desea, casa a su hermana Rosa con Ramiro sin hacer caso de los sentimientos que
definen a cada uno de ellos, la anima a tener un hijo tras otro hasta la
muerte, acalla su pulsión amorosa y erótica y acaba con una pléyade de niños y
la sensación de algo que no acaba de encajar. Tula es madre y una presencia
inquietante, recuerda a los titiriteros que manejan a los hilos de sus muñecos
para que bailen a su antojo. Hay algo maquiavélico en Tula.
Unamuno desnuda su novela de paréntesis, tiempos muertos o
acciones secundarias, se centra en Tula, su hermana Rosa y su marido Ramiro, en
los hijos que llegan, como la muerte y la soledad, cada capítulo, cada línea de
diálogo, una exposición de deseos y razones, el amor soterrado de Ramiro y Tula
que ésta quiere acallar, el sacrificio de Rosa, que se deja llevar por los
consejos de su hermana, las dudas de Tula y su búsqueda última de una
maternidad virginal. No hay descripciones del entorno, casa, calle o naturaleza
que unir a los personajes, ni líneas secundarias que enturbien o distraigan de
Tula y su anhelo de ser madre, su figura que lo domina todo, su pasión tras sus
ojos grandes, lo oculto bajo la mirada profunda.
—¿Por qué le habrán cantado tanto a la luna los poetas?
—dijo Ramiro—; ¿por qué será la luz romántica y de los enamorados?
—No lo sé, pero se me ocurre que es la única tierra, porque
es una tierra... que vemos sabiendo que nunca llegaremos a ella.... es lo
inaccesible... El sol no, el sol nos rechaza; gustamos de bañarnos en su luz,
pero sabemos que es inhabitable, que en él nos quemaríamos, mientras que en la
luna creemos que se podría vivir y en paz y crepúsculo eternos, sin tormentas,
pues no la vemos cambiar, pero sentimos que no se puede llegar a ella... Es lo
intangible...
—Y siempre nos da la misma cara..., esa cara tan triste y
tan seria..., es decir, siempre ¡no!, porque la va velando poco a poco y la
oscurece del todo y otras veces parece una hoz...
—Sí —y al decirlo parecía como que Gertrudis seguía sus
propios pensamientos sin oír los de su compañero, aunque no era así—; siempre
enseña la misma cara porque es constante, es fiel. No sabemos cómo será por el
otro lado..., cuál será su otra cara...
—Y eso añade a su misterio...
—Puede ser..., puede ser... Me explico que alguien anhele
llegar a la luna..., ¡lo imposible!..., para ver cómo es por el otro lado...,
para conocer y explorar su otra cara...
—La oscura...
—¿La oscura? ¡Me parece que no! Ahora que esta que vemos
está iluminada la otra estará a oscuras, pero o yo sé poco de estas cosas o
cuando esta cara se oscurece del todo, en luna nueva, está en luz por el otro,
es luna llena de la otra parte...
—¿Para quién?
—¿Cómo para quién?
—Sí, que cuando el otro lado alumbra, ¿para quién?
—Para el cielo, y basta. ¿O es que a la luna la hizo Dios no
más que para alumbrarnos de noche a nosotros, los de la tierra? ¿O para que
hablemos estas tonterías?
***
Al fin Gertrudis no pudo con su soledad y decidió llevar su
congoja al padre Álvarez, su confesor, pero no su director espiritual. Porque
esta mujer había rehuido siempre ser dirigida, y menos por un hombre. Sus
normas de conducta moral, sus convicciones y creencias religiosas se las había
formado ella con lo que oía a su alrededor y con lo que leía, pero las interpretaba
a su modo. Su pobre tío, don Primitivo, el sacerdote ingenuo que las había
criado a las dos hermanas y les enseñó el catecismo de la doctrina cristiana
explicado según el Mazo, sintió siempre un profundo respeto por la inteligencia
de su sobrina Tula, a la que admiraba. «Si te hicieses monja —solía decirle—
llegarías a ser otra santa Teresa... Qué cosas se te ocurren, hija...» Y otras
veces: «Me parece que eso que dices, Tulilla, huele un poco a herejía; ¡hum! No
lo sé..., no lo sé.... porque no es posible que te inspire herejías el ángel de
tu guarda, pero eso me suena así como a... qué sé yo...» Y ella le contestaba
riendo: «Sí, tío, son tonterías que se me ocurren, y ya que dice usted que
huele a herejía no lo volveré a pensar.» Pera ¿quién pone barreras al
pensamiento?
Gertrudis se sintió siempre sola. Es decir, sola para que la
ayudaran, porque para ayudar ella a los otros no, no estaba sola. Era como una
huérfana cargada de hijos. Ella sería el báculo de todos los que la rodearan;
pero si sus piernas flaquearan, si su cabeza no le mantuviese firme en su
sendero, si su corazón empezaba a bambolear y enflaquecer, ¿quién la sostendría
a ella?, ¿quién sería su báculo? Porque ella, tan henchida del sentimiento, de
la pasión mejor, de la maternidad, no sentía la filialidad. «¿No es esto
orgullo?», se preguntaba.
Miguel de Unamuno. La
tía Tula. Cátedra.
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