«Una de las cosas que no puedo comprender, aunque a veces
haya escrito sobre ella intentando captarla en una perspectiva adecuada
—escribe Steiner—, es la relación del tiempo.» Steiner, tras describir la
muerte brutal de dos judíos en el campo de exterminio de Treblinka, dice:
«Precisamente a la misma hora en que Mehring y Lagner eran llevados a la
muerte, una abrumadora diversidad de seres humanos (a una distancia de tres
kilómetros en las granjas polacas y a ocho mil en Nueva York) estaban
durmiendo, comiendo, viendo una película, haciendo el amor o preocupándose por
el daño que pudiese hacerles el dentista. Aquí es donde mi imaginación queda
perpleja. Los dos tipos de experiencia simultánea son tan diferentes, tan
irreconciliables con cualquier norma común de valores humanos, y hasta tal
punto resulta su coexistencia una monstruosa paradoja (Treblinka existió tanto
porque algunos hombres la crearon como porque casi todos los demás permitieron
que existiera), que mi desconcierto es grande respecto al tiempo. ¿Hay, según
dan a entender ciertas especulaciones de ciencia ficción y de los gnósticos,
diferentes clases de tiempo en el mismo mundo? ¿Un “buen tiempo”, un “pasárselo
bien”, y un tiempo inhumano en que el hombre cae en las lentas manos de la
condenación en vida?».
Cuando aún no había leído este pasaje creía, quizá con
excesiva ingenuidad, que yo era el único que mantenía esta especulación, que
sólo yo me había obsesionado con la relación del tiempo; hasta tal punto que,
por ejemplo, intenté anotar con más o menos éxito mis actividades en el primer
día de abril de 1943, el día en que Sophie, al entrar en Auschwitz, cayó en las
«lentas manos de la condenación en vida». En algún momento de las postrimerías
de 1947 —sólo pocos años después, relativamente, del comienzo de la dura prueba
sufrida por Sophie—, escudriñé en mi memoria en un intento de localizarme a mí
mismo la fecha en que Sophie cruzó las puertas del infierno. El primer día de
abril de 1943 —el Día de los Inocentes en nuestro país— me ofreció una feliz
circunstancia mnemónica, pues, tras examinar algunas cartas de mi padre que
corroboraron claramente mis movimientos, pude descubrir el absurdo hecho de que
aquella tarde, mientras Sophie ponía los pies en el andén de la estación de
Auschwitz, yo me estaba atracando de bananas, una hermosa mañana, en Raleigh,
Carolina del Norte. Me estaba atiborrando de bananas hasta casi enfermar porque
al cabo de una hora tenía que pasar por un reconocimiento físico para mi
ingreso en la infantería de Marina. A los diecisiete años, con una talla de más
de un metro ochenta, pero con un peso de cincuenta y cinco kilos, sabía que me
faltaba un kilo para alcanzar el peso mínimo requerido. Con un estómago tan
hinchado como el de un famélico grave, desnudo sobre una báscula frente a un
musculoso sargento reclutador que, clavando sus asombrados ojos en mi cuerpo de
fideo, dejó escapar un burlón «¡Dios mío!» (además de hacer un chiste sucio
relacionado con el Día de los Inocentes), fui aceptado sólo por un margen de
escasos gramos.
Aquel día aún no había oído hablar de Auschwitz, ni de
ningún otro campo de concentración, ni del exterminio en masa de los judíos
europeos, ni mucho menos todavía de los nazis. Para mí, en aquella guerra
mundial el enemigo eran los japoneses, y mi ignorancia de la angustia que se
cernía como una maléfica neblina gris sobre lugares llamados Auschwitz,
Treblinka o Bergen-Belsen era completa. Pero ¿acaso no puede aplicarse eso a la
mayoría de los norteamericanos, a la mayor parte de seres humanos que vivían
lejos del perímetro del horror nazi? «Esta noción de diferentes tipos de tiempo
simultáneo, pero sin analogía o comunicación efectivas —prosigue Steiner—,
puede ser necesaria para el resto de nosotros, los que no estuvimos allí, los
que vivimos como si nos halláramos en otro planeta.» Exactamente eso, en
especial considerando el hecho (a menudo olvidado) de que, para millones de
norteamericanos, la personificación del mal en aquel tiempo no fueron los
nazis, por temidos y despreciados que pareciesen, sino las legiones de soldados
japoneses que bullían en las junglas del Pacífico como pequeños monos
astigmáticos y rabiosos, y cuya amenaza para el continente norteamericano
parecía mucho más peligrosa, por no decir más repulsiva, dada su amarillez y
sus asquerosos hábitos. Pero aun cuando esta animosidad —tan estrechamente
enfocada— contra el adversario oriental no hubiese existido, la mayoría de la
gente apenas si habría podido saber algo de los campos de concentración nazis,
lo que hace las reflexiones de Steiner aún más instructivas. El nexo entre
estos «dos tipos de tiempo» es, por supuesto —para aquellos de nosotros que no
estuvimos allí—, alguien que estuvo allí, lo que me conduce de nuevo a Sophie y
especialmente a las relaciones de Sophie con el Obersturmbannführer Rudolf
Franz Hoss.
He hablado varias veces de la reticencia de Sophie a hablar
de Auschwitz y de su firme y generalmente obstinado silencio sobre la fétida
cloaca de su pasado. Puesto que ella (como me confió una vez) había conseguido
anestesiar con tanto éxito su mente contra las imágenes que pudiesen llegarle
de los tiempos en que permaneció en el abismo, no es de extrañar que ni Nathan
ni yo obtuviéramos mucha información sobre lo que le sucedió día a día
(especialmente durante los últimos meses), aparte de que llegó obviamente a las
puertas de la muerte a causa de la desnutrición y más de un contagio. Por lo
tanto, al lector —harto y cansado del interminable festín de atrocidades de
nuestro siglo— le ahorraré aquí la crónica detallada de asesinatos,
gaseamientos, palizas, torturas, criminales experimentos médicos, privaciones
lentas y progresivas, ultrajes excrementicios, locuras furiosas y otras
referencias a un informe histórico que ya ha sido hecho por Tadeusz Borowski,
Jean-Francois Steiner, Olga Lengyel, Eugen Kogon, André Schwarz-Bart, Elie
Wiesel y Bruno Bettelheim, sólo para nombrar algunos de los testigos más
elocuentes que intentaron pintar la totalidad de aquel infierno con la sangre
de su corazón. Mi visión de la permanencia de Sophie en Auschwitz es
necesariamente detallada, y tal vez algo desfigurada, aunque honesta. Aun
cuando Sophie hubiera decidido revelarnos, a Nathan y a mí, los horribles
detalles de sus veinte meses en Auschwitz, yo podría abstenerme de descorrer el
velo, porque, como observa George Steiner, es muy posible que «los que no
estuvieron plenamente implicados debieran sentir sólo ligeramente unos
sufrimientos de los que ellos estuvieron a salvo». Me he dejado llevar, debo
confesarlo, por una cierta presunción al comportarme como un intruso en el
terreno de una experiencia tan inexplicable, tan inseparable y legítimamente
exclusiva de los que la sufrieron, murieron en ella o la sobrevivieron. Un
superviviente, Elie Wiesel, ha escrito: «Los novelistas han hecho un uso
demasiado libre del Holocausto en sus obras... Al proceder así lo han
despreciado, le han quitado su sustancia. El Holocausto ha llegado a ser un
tópico candente, de moda, único a la hora de llamar la atención y lograr un
éxito inmediato...».
No sé hasta qué punto puede ser válido todo eso, pero soy
consciente del riesgo que corro según la importancia que le dé. Sin embargo, no
puedo aceptar la sugerencia de Steiner de que el silencio es la respuesta, de
que es mejor «no añadir las trivialidades de un debate literario y sociológico
a lo que no tiene explicación». Y tampoco puedo estar de acuerdo con la idea de
que «en presencia de ciertas realidades, el arte es trivial o impertinente».
Encuentro en esto un toque de piedad, sobre todo al ver que Steiner no ha
permanecido en silencio. Y sin duda alguna, por más que parezca casi
cósmicamente, incomprensible, la personificación del mal que ha llegado a ser
Auschwitz sólo es impenetrable mientras no intentemos penetrarlo, aunque sea de
forma inadecuada. El propio Steiner añade inmediatamente que lo mejor que puede
hacerse después de guardar silencio es «tratar de comprender». Yo he pensado
que quizá sería posible entender Auschwitz haciendo un esfuerzo para comprender
a Sophie, la cual, hay que decirlo, era como mínimo un haz de contradicciones.
Aunque no era judía, sufrió tanto como cualquier judío superviviente de las
mismas tribulaciones, y aun —como creo que podrá verse— en ciertos aspectos,
más profundamente que la mayor parte de ellos. (Para muchos judíos es
extremadamente difícil ver más allá de la consagrada furia genocídica de los
nazis, y ello me hace pensar que el hecho de que Steiner, también judío,
mencione sólo de pasada a los muchísimos no judíos —los millones de eslavos y
gitanos— que fueron tragados por el engranaje de los campos de concentración y
que murieron igual que ellos —aunque a veces menos metódicamente—, es menos un
fallo tendencioso del autor que un perdonable vacío en su inquieta meditación.)
Si Sophie hubiera sido sólo una víctima —desamparada como
una hoja arrastrada por el viento, un átomo humano, una persona sin voluntad,
como tantísimos semejantes suyos que corrieron la misma suerte—, habría
parecido meramente patética, uno de tantos seres extraviados y echados a
Brooklyn por la tempestad, sin secretos que necesitaran ser revelados. Pero el
hecho es que, en Auschwitz (según ella me fue confesando aquel verano), fue una
víctima, sí, pero también una cómplice, un accesorio —por casual, ambigua y
desprovista de propósitos definidos que fuese su postura— de los asesinatos en
masa, cuyos morbosos y vaporosos residuos emanados de las chimeneas de Birkenau
veía ella subir hacia el cielo en espiral cada vez que contemplaba las secas
praderas otoñales desde las ventanas de la buhardilla de la casa de su
cancerbero, Rudolf Hoss. Y aquí residía una —entre otras— de las causas
principales de su devastadora culpa; la culpa que ocultaba a Nathan y que, sin
atisbo de su naturaleza o de su realidad, tan a menudo la torturaba. Porque no
podía sacudirse de encima la opresiva idea de que en aquel momento de su vida
había participado, hasta su límite, en una espantosa conspiración criminal. Y
en ella había desempeñado el papel de una obsesiva y ponzoñosa antisemita, de
alguien que aborrecía a los judíos de una forma apasionada, ávida y
monótonamente pertinaz.
William Styron. La
decisión de Sophie. Traducción de Antoni Pigrau. Verticales de bolsillo.
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