Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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jueves, 3 de diciembre de 2015

Butcher´s Crossing. John Williams

Los espacios abiertos, las ciudades polvorientas a medio construir, las herrerías y los hoteles y las cabañas con pieles de bisontes, la naturaleza como promesa de algo nuevo por descubrir, las roderas y los riachuelos y el horizonte una línea quebradiza, un viaje iniciático para un muchacho del este que se empequeñece ante un paisaje inmenso y cambiante, un viaje que se inicia como una partida de caza hacia un territorio apartado (y casi mítico), que continúa con una matanza, las sombras negras de los bisontes sobre la hierba, y acaba con la blancura de la nieve que todo lo cubre, muerte, esperanza y tiempo, y el muchacho que regresa con la piel cuarteada y la mirada más profunda y una nueva forma de ver el mundo y todo lo que contiene.

Si Stoner era la crónica de un ser gris y anodino, la vida de Stoner como la llama de una vela, Butcher´s Crossing es un incendio, la iniciación de un muchacho en una tierra de leyenda y donde la naturaleza nos descubre nuestro propio ser (sin la carga de lo aprendido en la ciudad-civilización, un muchacho se enfrenta por primera vez a los cambios y el ímpetu de tierra y cielo). Will Andrews se aleja de su vida de estudio y se aventura en algo diferente, una expedición de caza y la creencia de que en la naturaleza y el movimiento encontrará una verdad apenas entrevista (desembarazado de lo aprendido ante lo que ve). Will conoce a Miller, un experto cazador, y ve en su mirada, en sus palabras justas, en su historia de un valle de bisontes casi virgen, el inicio de una nueva vida, de un descubrimiento y del paso a la madurez.


En medio de los campos y el monte, él no era nada; lo veía todo; se sentía recorrido por la corriente de una fuerza sin nombre. Y de un modo que no había experimentado en la King’s Chapel, en las habitaciones del college ni en las calles de Cambridge, se sentía parte integrante de Dios, libre y no contaminada. Entre los árboles y al fondo del ondulado paisaje, había atisbado el lejano horizonte de poniente; y allí, durante una fracción de segundo, contempló algo tan bello como su propia y desconocida naturaleza.


Butcher´s Crossing es Will en un viaje que cambiará su forma de entender el mundo. Si a su llegada al pueblo de cazadores su mirada es inocente y perpleja (su relación con la prostituta Francine, Francine que ve en Will una pureza que amar, Will que se siente incapaz de asumir todos los hombres que han tocado a la mujer y huye de ella), a la vuelta hay una mirada febril y una seguridad nueva en Will (la piel morena y envejecida, Francine que ya no es los hombres con los que se ha acostado sino una mujer, carne y espíritu). En mitad de esos dos momentos, una expedición a tierras lejanas, una matanza y la espera.

El inicio de Butcher´s Crossing es pura aventura. Cuatro hombres, un carro tirado por bueyes, un destino mítico (una especie de Shangri-La), los avances lentos por un paisaje cambiante, las tierras que cruzar y en las que sentirse una sombra, algo indefinido dentro de la inmensidad de la naturaleza, los días de sed y hambre, la cafetera humeante y las alubias como única comida. La expedición cruza una naturaleza que no es cruel o propicia sino que refleja aquello que escondemos en lo más profundo de nuestro espíritu. Miller, el cazador experto que intenta encontrar un valle de bisontes, Hoge, que perdió una mano años atrás, bebe whisky y lee la biblia, Schneider, un alemán experto en despellejar bisontes y que sueña con mujeres y alcohol, Will, que aprende una rutina nueva.


La realidad del trayecto consistía en la rutina de acostarse por la noche, levantarse de buena mañana, beber café solo en tazones metálicos que quemaban, enrollar el petate y colocarlo sobre la grupa del cada vez más fatigado caballo, el monótono y adormecedor periplo por la pradera siempre igual, abrevar los caballos y los bueyes a mediodía, comer galletas duras y frutos secos, reanudar el viaje, levantar a tientas el campamento en plena oscuridad, atacar como bestias hambrientas el platillo de insípidas alubias con panceta, otra vez café y a acostarse. Se había convertido en un ritual, cada vez con menos sentido a fuerza de repetirlo, pero un ritual que proporcionaba a su vida la única pauta que ahora podía tener. Sentía como si estuviera avanzando trabajosamente, pulgada a pulgada, por la inmensa pradera; pero al mismo tiempo le parecía que no pasaba el tiempo, que avanzaba como una nube invisible que flotara a su alrededor, pegada a él.


John Williams da un giro a la aventura en el valle. Los espacios abiertos dan paso a los cuerpos putrefactos de los bisontes, la mirada fría de Miller que pretende acabar con la manada entera, los sueños de Schneider fuera del valle, las pacas de pieles que se acumulan en la tierra, una nevada que los deja bloqueados y la espera a la primavera. Es en esos días de espera, la blancura cegadora, la inactividad, el blanco que cubre la muerte y cambia los contornos del valle, donde Will termina su iniciación y se adentra en el mundo adulto, la aventura y la naturaleza no como algo a lo que enfrentarse sin miedo o alegría, sino como forma de aprender, de conocer el propio ser, los miedos y los sueños, un poso desconocido. La larga espera, el sonido de la nieve, el cielo oscuro y negro, los cuatro hombres en un refugio improvisado, el tiempo y la supervivencia y sentir lo lejos que queda todo. 


Una parte muy importante de su vida estaba transcurriendo en aquel valle de montaña; y cuando lo contemplaba —el lecho llano, la exuberante hierba de un verde pajizo, las murallas donde crecían pinos de ramaje verde oscuro entreverado del dorado rojizo de los álamos temblones, los picos y crestas rocosas, todo ello bajo la cúpula intensamente azul de aquel cielo parco de aire—, le parecía que los contornos del lugar fluían bajo su mirada, que eran sus ojos los que daban forma a cuanto veía, dando al mismo tiempo forma y lugar a su propia existencia. Andrews no se concebía ya a sí mismo fuera de aquel entorno.


Butcher´s Crossing es Melville, Hawthorne, Conrad o Poe, es la aventura que se transforma en aprendizaje, la inocencia de un muchacho del este que asiste y se adentra en un mundo desconocido que le hará cambiar por completo, es una ciudad polvorienta y un paisaje a veces lunar, es la mirada pausada de John Williams, la sencillez y profundidad de su escritura, la forma en cómo hace crecer la historia y los personajes poco a poco para mostrarlos de forma descarnada. En Stoner y Butcher´s Crossing, John Williams se saca de la manga dos extraordinarias novelas.







Hizo una pausa y dejó que su mirada rebasara a McDonald, hasta más allá del pueblo y de la cresta de tierra que debía de ser la ribera, hacia la llana extensión de terreno verde y amarillento que se perdía en el horizonte en dirección oeste. Intentó dar forma en su cabeza a lo que quería decirle a McDonald. Era una sensación; era el impulso de tener que hablar. Pero, lo dijera como lo dijese, no sería sino otro nombre para eso que él trataba de encontrar: lo salvaje. Era una libertad y una bondad, una esperanza y un vigor que parecían subyacer en todo cuanto había sido su vida hasta entonces, una vida que no era libre ni buena ni esperanzadora ni vigorosa. Lo que él perseguía era la fuente y puntal de su mundo, un mundo que parecía rehuir esa fuente en lugar de esforzarse por descubrirla, mientras la hierba de los prados hincaba sus fibrosas raíces en la fértil humedad subterránea, en lo salvaje, renovándose así año tras año. De pronto, en mitad de la extensa pradera despoblada y misteriosa, recordó la imagen de una calle de Boston, repleta de vehículos y de transeúntes que se afanaban con lentitud bajo los arcos de unos olmos que se alzaban a cierta distancia unos de otros y que parecían haber nacido de la piedra de las aceras y la calzada; le vino a la mente la imagen de altos edificios apretados unos junto a otros, cuyas piedras elaboradamente talladas estaban sucias de humo y de mugre urbana; recordó el río Charles serpenteando entre campos acotados, aldeas y pueblos, arrastrando en su corriente los desechos de la ciudad hacia la gran bahía.

***

Desde aquella habitación podía ver casi todo el pueblo; tras descubrir que el marco de la ventana velada se podía quitar, pasó muchas horas sentado allí, con los brazos cruzados sobre la parte inferior del hueco de la ventana, la barbilla apoyada en un antebrazo, contemplando Butcher’s Crossing. Su mirada iba del pueblo en sí, que parecía presa de un perezoso y errático ritmo, como el latir de una primitiva existencia, a los alrededores. Al levantar la vista más allá del pueblo, sus ojos se dirigían hacia el oeste, la zona del río. A la luz clara de primera hora de la mañana, el horizonte era una línea definida sobre la que reinaba un cielo azul y despejado; mirando el horizonte, tan nítido y con aquel ambiente único, Andrews pensaba en cuando de niño, en la pedregosa costa de la bahía de Massachusetts, había contemplado el Atlántico hasta que su mente se ofuscaba y aturdía ante la gris inmensidad del paisaje. Ahora, al cabo de los años, observaba una inmensidad diferente y un horizonte distinto, pero aún conservaba en el recuerdo algo de aquel asombro experimentado de niño. Pensaba en las historias que había oído entonces sobre aquellos primeros exploradores que se aventuraron en el mar. Recordó haber oído hablar de la superstición según la cual llegarían al final del océano y caerían a un espacio y una oscuridad sin fin. Sabía que esas leyendas no los habían detenido, pero aun así se preguntaba cuántas veces, en su solitario navegar, habrían tenido el presentimiento de que caerían al vacío, y cuántas veces habrían soñado con ese momento. Al observar el horizonte, vio que la línea temblaba por efecto del calor a medida que avanzaba el día; a media tarde, al levantarse viento, la línea perdía nitidez y se fundía con el cielo, y hacia el oeste había una región imprecisa cuyos límites y extensión quedaban sin definir. Luego, cuando la noche se abría paso desde la claridad hundida como una tea en la bruma de poniente, el pueblecito donde se encontraba parecía contraerse a medida que la oscuridad se expandía; y por momentos, cuando su vista perdía el punto de referencia, tenía la impresión de estar cayendo, como debió de ocurrirles a los navegantes en sus pesadillas oceánicas. Pero entonces una luz parpadeaba abajo en la calle, o alguien prendía un fósforo, o se abría una puerta y la luz de dentro hacía brillar una bota que pasaba; y Andrews se descubría a sí mismo sentado frente a un hueco de ventana en su habitación de hotel, con los músculos doloridos por la inactividad y la tensión. Entonces se metía en la cama y dormía sumido en una oscuridad que le era más familiar, una oscuridad más segura.
Interrumpía muy de vez en cuando su espera junto a la ventana para bajar a la calle. Allí, los pocos edificios del pueblo obstaculizaban su visión de los alrededores; la región ya no se extendía ilimitada en todas direcciones, aunque en algún momento llegó a tener la sensación de encontrarse a gran distancia por encima del pueblo, incluso de sí mismo, contemplando un grupito de edificios en miniatura alrededor de los cuales pululaban figuras diminutas; y desde ese pequeño centro la región abarcaba hasta el infinito, emborronada y convertida en algo amorfo por el punto desde el cual se extendía.

***

Poco a poco la manada fue quedando diezmada. Hasta donde alcanzaba la vista, el valle era una alfombra de cadáveres de bisontes, cuerpos despellejados que desprendían un hedor rancio al que Andrews, sin embargo, se había acostumbrado hasta el extremo de no notarlo apenas; el resto de los animales pululaba tranquilamente entre los despojos de sus congéneres, mordisqueando hierba salpicada de sangre marronácea seca. Su conciencia de que el tamaño de la manada disminuía se sumó a la de no haberse planteado hasta entonces qué pasaría cuando no quedara ningún bisonte en pie. A diferencia de Schneider, Andrews sabía, sin ningún género de duda e ignorando el porqué, que Miller no se marcharía por propia voluntad del valle mientras quedara un solo bisonte con vida. Había medido el tiempo —y calculado el momento y el lugar de marcharse— por el tamaño de la manada, y no, como había hecho Schneider, por días contados que se sucedían sin ton ni son, el siguiente idéntico al anterior. Pensó en el momento de cargar las pieles al carro, de enganchar los bueyes —que empezaban a engordar debido a la escasa actividad y a la suculenta hierba del valle—, descender de las montañas y cruzar la gran llanura hasta Butcher’s Crossing. Pero no conseguía imaginar qué pensaba. Se dio cuenta, no sin sorpresa, de que el mundo que existía fuera de aquel sinuoso valle rodeado de roca viva se había desvanecido de su memoria; no conseguía recordar la montaña por la que tanto les había costado subir, ni la gran llanura donde habían padecido sed, ni Butcher’s Crossing, de donde había partido hacía solo unas semanas. El mundo exterior le venía a la mente de manera repentina y borrosa, como si lo estuviera soñando.
John Williams. Butcher´s Crossing. Traducción de Luis Murillo Fort. Lumen.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Una casa de tierra. Woody Guthrie

La tierra rojiza y las tormentas de arena, las casas de madera que crujen y parecen hundirse en la tierra y el polvo, la mirada de un anciano como pasado y el futuro una casa de tierra y un nacimiento en mitad de una tormenta azul, las esperanzas, sueños, ideas, frustraciones y anhelos de una pareja que se pregunta cómo salir adelante y prosperar entre la arenisca y las privaciones, los planos para construir una casa de tierra que combata tormentas, polvo, sol e inviernos, las conversaciones y el sexo, palabras y sombras y abrazos y un cuerpo que acoge a otro mientras se habla de dudas, deseo, miedo y rabia.

Wooy Guthrie escribe una canción y un poema, una epopeya y una historia íntima, una denuncia y el amor y la pasión de Tike y Ella May, una pareja de aparceros en una tierra dura, su mirada intensa, excesiva por momentos, una escritura que mezcla la rabia y la furia con la delicadeza de una balada, que habla de sueños e injusticias, de sudor y propiedad y un país que deambula por la cuerda floja si desoye a la gente humilde. Tike busca a Ella May en mitad de su jornada, hacen el amor, primero de forma suave y queda, luego el deseo desinhibido, y entre la búsqueda de su desnudez, del placer último, las palabras centradas en la dureza de su vida y la injusticia de su situación, pobres aparceros en una granja que no es suya y a los que sólo les queda el sueño de un palmo de terreno donde construir una casa de tierra en la que sentirse a salvo de los elementos y la miseria.


—Tike.
—¿Sí?
—Abrázame. Mmm. Así. Así. Sé mi manta. Oooh. Así está bien. Una manta tan calentita y buena. Seguro que eres la mejor manta que he tenido en mi vida. Abrázame fuerte, fuerte. Y mucho rato, mucho rato. Lo que quiero es estar aquí tumbada y pensar. Y pensar. Y luego pensar más. —Abrió las piernas y desplegó las rodillas mientras Tike se movía y se tendía sobre ella; luego Ella May cerró las piernas alrededor de las caderas de Tike y los brazos alrededor de su cuello—. Cuando me chupas los pezones, Tikey, y me los empapas con tu saliva, y tu aliento sopla sobre ellos, entonces..., entonces..., no sé, se ponen muy fríos y duelen... De esta manera da más calor. Es mejor así.
—¿Quieres estar aquí tumbada y pensar, Dama? ¿En qué?
Tike movía las caderas y el pene contra el vello de entre las piernas de Ella May.
—En todo. —Le besó la oreja, y luego dejó caer la cabeza hacia atrás y fue recorriendo con los ojos el establo entero—. En todo este mundo grande y tan lleno de momentos difíciles, tan lleno de problemas, tan lleno de diversión y rodeado de una pequeña cerca roja.
—Me gustaría que pensaras en algo para que pudiéramos conseguir una buena tierra de labranza, con una casa de adobe en ella y un gran cercado también de adobe rodeándola.
—Sólo hay una manera de hacerlo. Y es seguir trabajando y peleando y peleando, y trabajar y ahorrar y ahorrar y seguir peleando —dijo Ella May.
—¿Pelear contra quién? —preguntó Tike.
—No lo sé. No estoy segura de saberlo. Pero creo que sobre todo contra esos terratenientes —dijo Ella May.


El paisaje envuelve a los personajes, vibra y arremete con fuerza contra ellos, las tormentas de polvo y arena, el viento que hace temblar casas y huesos, el frío azul del invierno, un paisaje que encierra a los personajes y, a la vez, les da un sentido, una identidad y un lugar, una forma de mirar y afrontar el mundo, algo por lo que luchar y mantenerse en pie. Una casa de tierra es el sonido del viento en la noche y el crujido de las casas de madera, el horizonte una frontera y la tierra como huella de todas las vidas que nos precedieron.


Y a un puñado de la gente que vive en los alrededores quiero enseñarle que hay una forma de salir de esta situación horrible, que es posible construirse una casa mejor, sin tener que levantar el campo y escapar corriendo por la carretera. Yo nunca me iré por esa carretera que no lleva a ninguna parte. Puedo estar ahí fuera en este patio, un día claro, y ver el sitio donde nací, ver el sitio donde nació Tike, ver el sitio donde nació toda nuestra gente. Y creo que perdería el juicio por completo si tuviera que despertar cada mañana en un sitio diferente, lejos, un lugar en el que al levantarme y mirar fuera no viese todos esos sitios de nuestro nacimiento. No sé cómo va a ser, trabajo o lucha, o congelación o incendio, o qué, pero sé una cosa: que estoy aquí para quedarme.


Hay algo de Steinbeck en la novela de Guthrie, la mirada centrada en los aparceros y sus duras condiciones de vida, las tormentas y los bancos contra los que luchar, la supervivencia en un puñado de terreno. Tike y Ella May, tienen algo más de treinta años sueñan con casas de tierra y no depender de nadie, Tike enfebrecido por el sexo, Ella May embarazada y a punto de dar a luz y que ve imágenes extrañas y apariciones que le hablan en miedo de una tormenta azul, ambos miran a través de la ventana y sienten que, en esa tierra, ellos tienen una identidad y una lucha.

Una casa de tierra tiene páginas febriles y vertiginosas (al hablar de la pobreza de granjeros y aparceros, de la situación económica y política), y páginas tediosas donde la acción se detiene y las acciones parecen no tener sentido (un baile frenético, conversaciones intranscendentes). La escritura de Guthrie es una montaña rusa, y es en los momentos de vértigo donde Guthrie se desata y es pasional, desmañado y profundo donde se encuentra lo mejor de Una casa de tierra.







Y Ella May sabía desde mucho tiempo atrás qué era lo que Tike Hamlin tenía en la cabeza siempre que su boca y su nariz emitían aquel sonido nervioso. Estaba furioso. Dolorido. Estaba harto y asqueado de todo aquello. Tike Hamlin era un luchador, y ella sabía que aquel bufido significaba que estaba lo bastante enojado, lo bastante furioso y lo bastante nervioso para presentar batalla. A Ella May le bullía el cerebro mientras pensaba:
«Pero... ¿batalla contra qué? ¿Contra quién? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Contra el viento, contra la lluvia? ¿Batalla contra la luna y las estrellas? ¿Debía rasgarse las vestiduras y luchar contra las estaciones y las nubes? ¿Luchar contra el viento y luchar contra el polvo porque han llegado en un mal momento, porque nunca llegan en un buen momento? ¿Luchar contra la Ruta Sesenta y seis de allá a lo lejos porque corría en direcciones equivocadas? ¿Luchar contra todo el mundo en la escuela Star Route? ¿Luchar contra todos los vecinos de los alrededores? ¿Luchar contra los cerdos y los perros, contra las gallinas porque no paraban de andar de un lado a otro debajo de la casa? ¿Luchar contra los gallos por perseguir a las gallinas? ¿Luchar contra el viejo verraco porque perseguía y hostigaba y mordía a los lechones? ¿Luchar contra la pava porque volaba demasiado alto y se posaba en la plataforma del molino de viento y se ponía a graznar como una idiota hasta casi volver loco a todo el mundo en la granja? ¿Luchar contra qué? ¿Contra quién? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Luchar contra la gente que venía hasta la puerta a cobrar todo tipo de deudas estúpidas? ¿Luchar contra el capitolio del estado, el ayuntamiento, los retretes públicos? ¿Contra qué?» Era todo eso. Era más que eso. Era algo tan grande que era muy difícil de expresar con palabras, y era algo que se mezclaba y se enredaba en cada pequeño trabajo que sus dedos hacían, en cada pequeño paso que sus pies tenían que dar, algo que era un dolor lacerante en cada tarea y labor de la granja, algo, algo..., era algo tan pequeño, tan pequeño que estaba en todo aquello en lo que ellos se empeñaban. Y, como Tike estaba lleno de tales sentimientos, Ella May casi sonrió al oírle resoplar unas cuantas veces más. Levantó la cara hacia el techo al pasarse el vestido por la cabeza, y lo dejó sobre el respaldo de una silla de mimbre. Sintió en la nariz la quemazón, la pequeña quemazón, aquella lejana, oscura y distante quemazón que el polvo de la casa siempre le causaba. Aspiró profundamente. Sintió que las lágrimas le aguaban el lápiz de ojos. Trató de secárselas para ocultárselas a Tike, que estaba tendido en la cama, pero las puntas de los dedos le mancharon de sombra de ojos las mejillas, lo cual le hacía parecer de mejillas hundidas y le daba un aire enjuto, tétrico, como de calavera seca y lívido al atardecer.

***

El golpear del viento contra el establo hueco retumbaba con fuerza en sus oídos. Alzaron la voz para seguir hablando. El ruido de las cosas moviéndose al viento les llegaba a los oídos como un batir de alas. Tallos secos de grano, higuera, plantas rodadoras, arbustos con pinchos resonaban al rebotar contra las tablas, al desprenderse de su sitio y llegar volando, brincando, silbando y cruzando el establo de un extremo a otro. El mundo se movía en torno a ellos. Todo el frente de la naturaleza se movía sigilosamente, se arrastraba, vibraba, se agitaba, esperaba su oportunidad y finalmente pasaba aullando sobre las raíces de hierba.
Los pastos, los tallos tiesos de las malas hierbas, los arbustos, la maleza de las llanuras seguían en su sitio y conservaban su base, pero parecían cantar y tararear y gritar de alguna forma, mientras que otros elementos más sueltos como el papel, las hojas de hierba, el lodo y la paja se alzaban de la tierra y se iban con el aire. Y para Tike y Ella May, nacidos en el lugar, gente que vivía y trabajaba, que se alimentaba y se criaba, que se amaba y se casaba allí mismo, en aquellas llanuras, para ellos, en su interior, en su corazón, aquélla era una estación penosa, una estación vieja y seca, una estación de separación, una estación en la que todas las cosas de las llanuras, las ramitas, las hierbas, el heno, las flores, los tallos y las cáscaras, las cosas que crecían de la tierra, se iban sin lanzar ni un último grito, y eran arrastradas hasta alguna parte donde acababan quebrándose, y desmenuzándose más y más. Y la tristeza en las altas nubes oscuras y la tristeza en los mordientes vientos bajos ya era suficiente aflicción y tristeza sin necesidad de empeorarlas fustigándose el uno al otro con chanzas hirientes.

***

Era la belleza vasta e imperecedera, la atracción dinámica y eterna, el señuelo, el cebo, el tirón magnético lo que, sumado a su parentesco de sangre y su vivificante amor por los inmensos espacios abiertos, y a los lazos que desde la cuna les unían a la tierra y les movían a venerarla, hacían que no sólo Ella May y Tike Hamlin sino centenares de miles y millones y millones de otras gentes parecidas a ellos diseminaran sus semillas, sus palabras y sus amores en aquella tierra tan pródigamente.
Y entre aquellos millones de gentes duras e inflexibles, en aquella totalidad de seres, no había otra pareja exactamente igual a Tike y Ella May. Ninguno de los demás millones de rostros era como el de Tike, y ninguna de las demás voces era como la de Ella May. Y aunque había millones de estas pequeñas casuchas torcidas, comidas por las termitas, que se pudrían y se emponzoñaban a su alrededor, aun así ninguna de ellas se inclinaba, se alabeaba, se pandeaba, se bamboleaba ni oscilaba por las mismas partes que la suya, ni los agujeros, las grietas, las hendiduras, las rajas, las fallas, los boquetes, las aberturas y rendijas no se hallaban exactamente en los mismos lugares.
Woody Guthrie. Una casa de tierra. Traducción de Jesús Zulaika. Editorial Anagrama.

sábado, 21 de noviembre de 2015

inicio de Una casa de tierra. Woody Guthrie


El viento de las llanuras altas entonó un cántico agudo y solitario a través de las hojas de las juncias secas. Había cosas sueltas que se movían en el aire, pero el polvo se hallaba suspendido en él muy cerca de la tierra.
Era ya de día. El cielo estaba azul. Unos cuantos nubarrones hinchados y de aspecto blanquecino arrastraban su sombra como sábanas oscuras por la tierra llana de Cap Rock. Cap Rock es ese despeñadero tortuoso de piedra caliza, roca de arena, mármol y sílex que divide las llanuras del oeste bajo de Texas de las llanuras del norte alto del panhandle. Los cañones, los lechos secos de los ríos, los arroyos arenosos, las zanjas, las barrancas que con el despeñadero de Cap Rock forman el cementerio de las civilizaciones indias del pasado, los campos de pruebas de hordas de murciélagos de alas de cuero, campos resecos llenos de huesos y dientes de tamaño monstruoso, campos donde posarse, y anidar, y donde cría la gran águila parda de cabeza pelada. Guaridas de serpientes de cascabel, lagartos, escorpiones, arañas, liebres, conejos de cola de algodón, hormigas, mariposas cornudas, lagartos cornudos y vientos y estaciones lacerantes. Todo ello nacido del despeñadero de Cap Rock y rebosante de vida y movimiento en unión de todo lo demás, y de los esqueletos momificados de pobladores primitivos de todos los colores. Un mundo próximo al sol, más próximo al viento, los nubarrones, las riadas, los barros espesos, las cosas polvorientas y secas que pierden pie en este mundo y hacen volar y rodar alambradas como si fueran plantas rodadoras, y dan su último brinco terrenal allá en el viento del norte, en las planicies altas del norte, que descienden hasta las llanuras algodonosas —más arenosas— que empiezan a formarse al oeste de Clarendon.
Un mundo de grandes casas de piedra de doce habitaciones, casas de madera de diez habitaciones, y un mundo de casuchas. Hay más casuchas pandeadas y podridas que bonitas casas de madera, y todas las casuchas miran a las casas más grandes y las maldicen, les gritan, les aúllan y les hacen preguntas sobre la podredumbre, la suciedad, el dolor, la miseria, la decadencia de la tierra y de las familias. Estallan todo tipo de peleas entre las casas más pequeñas, entre las casuchas y las casas más grandes. Y esto es válido también en la ciudad, donde las casas están pegadas unas a otras, y para las tierras de las granjas y los ranchos donde el viento sopla alto, ancho, airoso, y las casas están muy separadas unas de otras. El viento azota todo este escenario. Y la gente trabaja duro cuando sopla el viento —e incluso batalla con más fuerza cuando el viento sopla—, y éste es el seno del cañón, el lecho emblemático, el camastro plano tendido en la tierra donde el propio viento tuvo su nacimiento.
Las tierras rocosas que rodean el despeñadero de Cap Rock se hallan en su mayoría alisadas por las cosas suicidas que las azotan. El propio despeñadero y los cañones que van a dar a él son bancos de arcilla y estratos de arena, depósitos de grava y rocas de sílex, de arenisca, mezclas volcánicas de lavas secas, y en algunos lugares el despeñadero exhibe una peluca de hermosas juncias que atraen a algún búfalo, antílope o res que se ha alejado de los pastos, y que luego se desliza bajo las patas y envía más carne y sangre a las moscas y los buitres, más comida caliente despeñadero abajo a los colmillos blancos de los coyotes, los lobos, las zarigüeyas, los mapaches y las mofetas.
El viejo abuelo Hamlin horadó un hueco en la tierra para que su mujer estuviera a salvo de las inclemencias del tiempo y de los hombres. Lo abrió como a un kilómetro del borde del despeñadero de Cap Rock. Amaba a Della tanto como amaba a su tierra. Criaron a cinco de sus hijos e hijas en aquel recinto subterráneo. Y levantaron una casa amarilla de seis habitaciones a unos metros de él. Vinieron cuatro hijos más a aquella casa amarilla de seis habitaciones, y él llevó a todos sus hijos varias veces por el borde del despeñadero abajo, mientras apuntaba hacia el cielo y les decía: «Esas dos viejas águilas que vuelan en círculo allá a lo lejos, estaban ahí volando en círculo la mañana en que empecé a cavar el refugio, y pase lo que pase, hijos míos, y os suceda lo que os suceda, no os apresuréis, no os preocupéis en absoluto, porque esas mismas águilas nos verán llegar y nos verán partir a todos nosotros.»
Y la abuela Della Hamlin les dijo: «Haceos con un trozo de tierra. Un trozo de tierra como ésta. Y pelead. Pelead para conservarla como conservamos ésta. La madera se pudre. La madera se descompone. Éste no es un país para aferrarte a nada que sea de madera. Éste no es un país de árboles. Ni siquiera es un país para arbustos, ni para matorrales. En esta franja de tierra no puedes pelear demasiado para conservar lo que está hecho de madera, porque el viento y el sol y la intemperie hacen estragos en la madera. No puedes luchar en condiciones a menos que tengas los dos pies en la tierra y aquello por lo que luches esté hecho de tierra.» Y de vuelta hacia casa por el camino que bordea Cap Rock, les decía: «Lo que más me ha preocupado siempre es que construimos una casa de madera y no de tierra. Nuestro viejo refugio es de tierra y ha sobrevivido a cien casas de madera.»
Los hijos, uno tras otro, fueron casándose y dejando la casa paterna. Desde el porche delantero de su vieja casa la abuela y el abuelo Hamlin podían ver las siete casas de sus hijos e hijas. Dos habían dejado las llanuras. Un hijo se fue a California a cultivar nueces. Una hija se fue a vivir a Joplin con un minero del zinc y del plomo. Balanceándose en su mecedora del porche, Della decía: «Me duele en el alma mirar ahí enfrente y ver a los de mi sangre viviendo en esas viejas casas de madera.» Y el abuelo fumaba su pipa y contemplaba cómo se ponía el sol y decía: «No te preocupes por ellos, Del, no han hecho más que escoger el camino fácil. No son capaces de ver treinta años más allá de sus narices.»
Woody Guthrie. Una casa de tierra. Traducción de Jesús Zulaika. Editorial Anagrama