Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 31 de diciembre de 2023

hoy mañana el primer ayer

Dice Bobin, amor, gozo, lentitud. Vonnegut sólo conoce una regla, maldita sea, hay que ser amables —Vonnegut también nos dice que hemos venido a hacer el ganso—. Y en noviembre de mil novecientos noventa y uno, una lectora anónima escribió en un libro de Banana Yoshimoto la siguiente frase en francés: escribe lo esencial en la arena. Podría ser un buen deseo para el nuevo año, amor, gozo, lentitud, amabilidad y escribir lo esencial en la arena.

*

Este año tiene como centro nuestra mudanza a una nueva casa —donde el ventanal triple de cinco metros, como aquel de Cărtărescu en Cegador, me permite seguir el cambio de luz sobre los tejados al

otro lado del río y el vuelo negro de los cormoranes al atardecer, la niebla y la escarcha desvaneciéndose tras la salida del sol, el cielo cambiante, mi mirada en silencio—. Aún quedan cuatro cajas por abrir. Libros, discos, figuritas —recuerdo el tiempo empaquetando mis libros y el tiempo aún mayor abriendo cada caja y rehaciendo mi biblioteca en esta casa, la sensación de caos y estar perdido inicial y este sentimiento presente de hogar—. Una mudanza también podría ser una buena metáfora de cambio de año. Nos llevamos parte de lo vivido e intentamos desechar lo molesto o agotador a un nuevo lugar del que desconocemos todo.

*


Esta mañana, mientras amanecía y llovía ahí fuera, terminé el libro de relatos El país del humo, de Sara Gallardo. Mi lectura número sesenta y siete. Durante un par de días anduve en paisajes con una mitología diferente, una especie de reverso del paraíso en el que tierra y animales tenían una voz propia, ajena a la humana, y los seres humanos se desvanecían como el humo de una hoguera —y en el que me reencontré, en un par de páginas, con mis días argentinos de lapachos, morochos y sulkys—. En uno de sus últimos relatos escribe Gallardo: Desde hoy todo es ayer. Podría ser una sentencia importante en este último día del año que nos recordase la fugacidad del tiempo y la locura y el vértigo de nuestras ansias, promesas y deseos —y todos los yoes dentro de nosotros desde el primer ayer—.

*

Ahora hace sol, ahí fuera, las aceras están secas de la lluvia matinal, las sombras se alargan y las nubes pasan —como nubes—, tengo unos seiscientos libros por empezar y más de mil por releer, la ausencia de mi padre seguirá siendo una presencia clara —sobre todo cuando me descubro replicando sus gestos y sus palabras y su humor— y el encogimiento gradual de mi madre seguirá abrigando en mí el deseo de cobijarla entre mis brazos. Quedan cajas por abrir, en nuestro nuevo hogar, en el nuevo año, hoy, mañana, ayer. 



lunes, 18 de diciembre de 2023

Los lunes de Anay. Postigos...

Hay libros que alargan un recuerdo —o una sombra— y Con otro sol de Angelino me tuvo entre dos tiempos, el ficticio de sus relatos y mis días argentinos. Leía sulky y el espejismo de tres gauchos quijotescos entre el tráfico de la plaza, sus figuras y su lentitud de antaño, los gestos precisos y un silencio telúrico. O lapacho y la tierra del parque de Avellaneda violeta —de noche, las fogatas de los vagabundos y los ladridos de los perros vagabundos en la oscuridad del parque, la pileta donde muchachos escribían cartas de amor en las columnas y grupos de creyentes rezaban por los nonatos y creían en la vida eterna, el cementerio de panteones grises y, fuera, los puestos callejeros de panchuque, milanesas y choripan, los atardeceres como ascuas sobre los cerros—.Y recordé el inverno en agosto y las navidades cálidas y las palabras nuevas y la Cruz del sur en la madrugada y los altares al Gauchito Gil junto a árboles y rutas con los pedidos escritos en cintas coloradas, y la crítica a la historia de occidente y el olor dulzón de los campos de caña de azúcar y la nieve negra. Argentina reubicó mi mirada. Leer Con otro sol, ýb, fue recordarme aquella tierra, a mí en aquella tierra —y sentir que somos mundos desvaneciéndose de a poco—.


Los lunes de Anay. Postigos…

"¡Ruiseñor mío!
 ¡Ruiseñor!
 ¿Aún cantas?"

                      FEDERICO GARCÍA LORCA


BALADALLIDA DEL POSADERO DE BELÉN

Tan cerca como le tuve
y dejé que se me fuera.
Malhaya la posadera.
Y eso que les vi la luz
nimbando sus sienes, pero...
Malhaya sea el posadero.
Malhaya la posadera
que me dijera que no
abriera. Malhaya yo.
Malhaya yo que les vi
la luz y no les retuve.
Tan cerca como le tuve.
Y ahora tan lejos, temblando
sobre el heno y la retama.
Malhaya mi blanda cama.

                                     CARLOS MURCIANO





Feliz lunes y Feliz Navidad.

Un beso,

Anay

lunes, 11 de diciembre de 2023

Los lunes de Anay. Inapelables...

Anay, con su lunes, me permite recordar una de las lecturas de este año. Hace tiempo que sólo escribo a lápiz en los márgenes de los libros alguna anotación sobre mis lecturas, un par de párrafos como huella y una pequeña concesión a la culpa por mi pereza y silencio. La comunicación entre un libro y yo se desvanece sin tratar de retenerla, quedándose sólo en unas trazos, una emoción, una imagen. Todo lo leído se perderá, con el tiempo, pero mientras leo, en un vagón de tren antes del amanecer, o en las tardes junto a este ventanal triple hasta la oscuridad ahí fuera, siento que soy parte de una conversación —de la que quedarán retazos que se mezclarán entre sí—.

Conecto la escritura de Chivite con los últimos días del otoño y el inicio del invierno, esos días de luz gris menguante, cielos móviles y prados helados —y de silencios y lentitudes entrevistos desde una ventana—. Este verano, como forma de traer un poco de invierno al verano, leí cuatro de las novelas de Chivite. Quería recuperar su escritura introspectiva  y especulativa, como si desenrollara una madeja de hilo. Ferdy el viejo abrió el camino. Una especie de biografía del futuro del propio Chivite, cómo imagina su persona(je) dentro de diez años —una historia tragicómica en la que encontré una luz inesperada, una luz de una primavera súbita y accidental—. Hay un puñado de páginas dobladas y frases subrayadas. Puede que me haya ocultado de los hombres, confiesa el imaginado Chivite futuro. Y también: Uno se hace a sí mismo diciendo no y, luego, uno se deshace a sí mismo diciendo sí. Y aceptando sin peros el lacerante desprendimiento del yo. Y una última reflexión: ¿La verdadera patria es la infancia? Si es así, hay que exiliarse y punto. No queda otro remedio. La vida es exilio, creo: quiero creer. Y luego está el hecho de que todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Y no quedar. Lo cual es perfecto. Deplorable y perfecto. Lo contrario sería aún más deplorable; afirma el personaje Chivite. La luz viene dada por esa batalla del viejo Ferdy por ver al otro, por la apertura a un  mundo admirable y triste. Tras Ferdy el viejo vinieron Sebas Yerri (Retrato de un suicida), El invernadero y Cada cuervo en su noche. Escritura narrada por una voz meditabunda. O como se autodefine Ferdy periférico indolente introspectivo

Leed este poema de Chivite. Leed a Chivite. 


Los lunes de Anay. Inapelables…

"bozales para las gentes de mala voluntad"

                                                             TONI MONTESINOS

MELODÍAS ANTIGUAS

Canto solo en la casa vacía
a veces, tan solo para mí,
querida mía. Canto solo,
en voz baja, melodías antiguas,
canciones casi siempre de la infancia
o de mi juventud. No canto
para nadie. Solo canto
por el solo deseo de cantar
y de oír una vez más esas canciones.
Suelo cerrar los ojos en la casa
vacía y a veces, querida mía,
me cubro incluso la cara con las manos
para cantar en voz muy baja
melodías antiguas. Melodías
que sin decir ni querer decir nada
lo dicen todo: todo aquello
que los hijosdeputa de este mundo
han olvidado o jurado destruir

                                         FERNANDO LUIS CHIVITE



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

viernes, 8 de diciembre de 2023

¿Hay alguien ahí? Apuntes sobre vivir para leer y leer para vivir. Peter Orner


Estoy en el tren, antes del amanecer, camino del trabajo. Leo durante una hora si sólo la lluvia o la vibración de las vías en el vagón. Soy un lector quisquilloso. Necesito un silencio casi absoluto para centrarme en aquello que leo —las conversaciones telefónicas, las voces chillonas o la música me desconciertan cuando irrumpen en mi lectura. Entonces, cierro el libro y rastreo las primeras ventanas encendidas en el horizonte—. Me quedan una veintena de páginas para terminar el libro de Orner. Hace un par de días que intento seguir las señales de su camino. 
Orner captó mi atención en el prólogo, donde habla de su garaje colmado de libros, de la certeza sobre la imposibilidad de leerlos todos, de los apuntes que se convirtieron en reseñas, artículos y relatos cortos en los que el centro son el lector y la lectura y los libros y de la inútil búsqueda de un algoritmo para escribir ficción —también, de las estanterías llenas de tiempo y promesas cumplidas o aplazadas, de la relación febril, casi enfermiza, con la lectura, de la relación desconcertante, caótica y confusa con el padre que recorre estas historias, con un antiguo amor, con su familia presente, todo esa realidad circundante que se inmiscuye en sus lecturas, todas esas lecturas que se reflejan en la realidad alrededor y son una huella de un instante en una vida—. Ahí, en esas primeras páginas, las dudas y las certezas de quienes somos lectores.

*

Nos mudamos a principios de otoño, e. y yo. Pasé el mes de septiembre embalando la mitad de mi biblioteca en una treintena de cajas —la otra mitad está en casa de mis padres, a la espera—. En esos días recogí el hilo que como lector, he dejado en los últimos años. Volví a leer fragmentos de Ford, Chivite e Isaac Bashevis Singer, busqué frases subrayadas en Bobin, Stojka o Aurora Freijo Corbeira, hojee las páginas dobladas en mis libros donde me reencontré con párrafos que no quería olvidar, saqué de entre los libros billetes de avión y tren, servilletas con una dirección escrita a negro, mapas doblados, tarjetas de restaurantes y guías de museos y catedrales, facturas convertidas en hojas blancas. Y, también, desanduve librerías y horizontes, aquellas argentinas en cuadras y avenidas simétricas —y la nieve negra de los campos de azúcar— con cafetería y tertulianos entre las estanterías; aquella librería de viejo gaditana, junto a una plaza con naranjos y el cielo abierto, donde los libros parecían un mar a punto de desbordarse; la minúscula sala en una estación de tren donde los lectores movíamos las columnas de libros de segunda mano en busca de quien sabe qué sueño de qué lista pretérita —y en esa búsqueda convertíamos en dunas las columnas de libros—; la pequeña librería de muebles de madera negra en los soportales de una vieja y hospitalaria ciudad y donde encontré a Olga Novo y Magda Szabó y compartí camino con otros peregrinos, con otras lenguas. Librerías y horizontes que recorrí solo o en compañía de otras personas —y su presencia ligada a un libro, a una librería, a un paisaje—.
Orner escribe sobre sus viajes a otros países, de sus problemática relaciones con su padre y un extinto amor, de su búsqueda maniática de soledad y silencio para leer o escribir y los une a una lectura, a un escritor, a una frase que resalta y define un libro entero, una forma de entender la vida, de posicionarse ante la realidad. Orner como lector, es impulsivo, sensible y vehemente; vuelve a una frase en un cuento de Kawabata, Babel o Chéjov una y otra vez hasta extraer todos los símbolos y señales posibles y trasladarlos a la realidad circundante y, así, formar una nueva con otras ficciones y otras vidas; convierte a Eudora Welty, Hrabal, Kafka o Rulfo en tótems mí(s)ticos a los que regresar siempre; lee hasta la extenuación y entresaca personajes que apenas tienen un par de párrafos en una novela o un cuento largo porque han existido en esa otra realidad por un instante y ese instante es un punto de luz o de sombra.

*

Orner hace que rescate viejas lecturas. Habla de Trilobites, de El llano en llamas, de Una soledad demasiado ruidosa y los busco en la mitad de mi biblioteca que está a la espera de ser trasladada a nuestra nueva casa—mudo, libro a libro, esa mitad— para releerlos. O asciendo a la cima de la columna de lecturas pendientes los cuentos completos de Malamud o Cheever. La posición de Orner ante un relato o un libro es la de quien quiere tener una revelación —lo único que quiero es levantar la vista de la página y encontrarme con algo familiar contado desde otra perspectiva—, encontrar personajes fallidos —dadme a los desorientados, a los fallidos, a los que aún están tratando de entender qué es lo que pasa—, ser testigo de un instante —vivimos en el mundo y recordamos el mundo, y un día sucederá nunca más—. No hay algoritmos para la ficción, dice Orner, y lo que recordamos suele ser un invento, dicen a la par Orner y Chéjov, y todas las historias son ficción, dice Orner. Recreamos la realidad y la propia vida en un reflejo ambiguo e imperfecto, nos relatamos de la única manera que sabemos. 

*

Es contagioso el entusiasmo de Orner hacia la lectura y los libros, aunque parezca delirante por momentos —leer incluso en un semáforo en rojo—. Escarba entre las estanterías de su biblioteca para reencontrarse con una vieja lectura o elige al azar uno de esos libros que salvar de la no-lectura —y sirve cualquiera, los propios, los de la biblioteca en un retiro monacal, los que aparecen en una vieja librería en otro país y otro idioma—. ¿Hay alguien ahí? como homenaje hacia los libros y autores que nos cruzamos y nos atraviesan por una frase, un párrafo, un personaje fallido, una escritura única, por todos esos mundos ajenos que nos apropiamos y nos pueblan. Una buena lectura, la de Orner. 


(coda) Hace un par de días entré en mi librería de referencia. No buscaba nada en especial. Estaban en pleno cambio de estanterías, columnas de cajas por abrir y las discusiones de los libreros por hacer mesas temáticas con libros al margen. Encontré un pequeño libro de relatos de Diego Angelino —un poco más grande que la palma de mi mano— y en una de las estanterías a medio cambiar, Sigo sin saber de ti, donde Orner insiste en sus relatos/ensayos/apuntes sobre el cruce —colisión— entre lectura y vida. 





Esta semana he vuelto a leer Al faro. He meditado sobre ese jovencito que fui. ¿Quién era ese chaval tan compenetrado con un libro que fue capaz de esperar una hora sentado a que se secara? No pudo haber sido la trama. Nunca me interesó tanto. La trama es eso que pasa en el mundo mientras intento recordar cómo se veía la luz que entraba por debajo de la puerta cuando era un niño y no podía dormir. La trama es el susurro de mis padres peleando en medio de la noche. mi madre tratando de calmar a mi padre en vano. Esa línea de luz, el susurro demasiado estridente de mamá. Mi padre bufando: ¿Qué nos escuchen, que cada entrometido de mierda de la ciudad nos escuche”. Yo, mientras tanto, contando los hipocampos que revoloteaban en el empapelado de mi habitación. 

*

Estoy solo en el garaje con un montón de libros. No hay un solo lugar en las baldas. No me queda otra opción que apilarlos. En realidad, se supone que vivo en el apartamento de arriba, pero la mayor parte de mi tiempo estoy aquí abajo en lo que llamo, sin tanta ironía, mi oficina. Nuestros exvecinos solían grabar pornografía amateur en este espacio. Cuando se mudaron, dejaron unos focos tan potentes que si llegara a olvidarlos encendidos de noche, la casa se prendería fuego. Yo me siento aquí, bañado por la luz, a mirar estas pilas de libros que me van a sepultar vivo cuando llegue el gran terremoto que tanto anuncian y pienso: terremoto o no, voy a estar muerto antes de que pueda leer un cuarto de los libros guardados aquí abajo. De esto no hay dudas. Quizá si lo digo en voz alta podré creerlo. Voy a estar muerto antes de que pueda leer una cuarta parte de los libros guardados aquí abajo. Eso deja al menos a tres cuartas partes de los libros sin leer. Me suena lógico medir la vida en libros que uno no ha leído. Todas esas experiencias que no tendremos, los lugares a los que no iremos, las personas que nunca vamos a conocer. Sin embargo, por si acaso, le he pedido a mi familia que me entierre con una buena biblioteca.
Aquí abajo, además de libros, insumos cinematográficos sin usar, cajas de preservativos, frascos de aceite de coco sin abrir (intrigante) y almohadas enfundadas en terciopelo, también hay neumáticos para la nieve de un coche que ya no existe. Hay un casco de bicicleta reventado. ¿De quién? ¿Quién guarda un casco roto? Pero yo tampoco lo tiro. No tiro nada. Considero que todos y cada uno de los objetos son alimento para alguna historia que merece ser contada. Básicamente soy un acumulador con una mentalidad intelectual. Toda esta basura es para mi arte. Hay maletas (siempre son buenas para un cuento), raquetas de squash, palas, un solo patín (talla 43), un colchón sucio y ocho o nueve botes de pintura amarilla. Una vez quise pintar la cocina. Hay una campana de hierro demasiado pesada para moverla. También una montura. ¿Por qué una montura? ¿Hace cuánto que esta montura está aquí? ¿A lo largo de cuántas décadas de inquilinos? Una montura inglesa, puedo escuchar a mi padre decirlo. ¿Ves? Hay una elegancia inherente a una montura así. Tiene un cuerno, ¿ves? Los cuernos son para los holgazanes. Aquí y allá hay ratones chillones espiando por sus pequeños agujeros en las paredes. Ya no tienen miedo. La gata que solía dormir en el sillón murió el mes pasado. La encontré tirada en su rincón. Ella siempre salía disparada ni bien abría la puerta del garaje y dejaba la huella de su cuerpo en el almohadón para que yo la emparejara. Supe que había muerto cuando, al abrir la puerta, ni siquiera se mosqueó. Había estado muy delgada durante mucho tiempo. La enterré (nunca supe su nombre) en un montículo de tierra detrás de nuestra casa. Ahora los ratones salen y saludan. Yo les devuelvo el saludo. Les digo: ey, estoy leyendo este libro increíble de tal y cual. Se encogen de hombros y vuelven a olisquear sus astillas de madera y polvillo de óxido.
Peter Orner. ¿Hay alguien ahí? Traducción de Damián Tullio. Chai editora.

lunes, 4 de diciembre de 2023

Los lunes de Anay. Timeless...

Han empezado a llegar las postales navideñas. Apenas un puñado en comparación con las centenares que repartíamos años atrás. Hace un par de días repartí las escritas por una hermana a sus tres hermanos, ella en tierras riojanas, ellos apenas distanciados unos portales —en los sobres blancos, una letra redonda y amable—. A veces recojo postales escritas por los niños y niñas a nuestro olentzero o a Papá Noel, unas hojas con trazos dubitativos, letras de colores y dibujos de navidad. Mis padres, cada diciembre, escribían a la familia con aquellas fórmulas añejas y desgastadas, esperando que al recibo de la presente vos encontréis bien… Y yo mismo, no hace tanto, intentaba componer una veintena de mensajes diferentes con mi apagado espíritu navideño a Houston, Tallahasse, Mitrovica, a Madrid, Lugo, Vitoria.  
Hoy las postales y las cartas son sombras de un pasado que se desvanece poco a poco. 
Hace un año nos hicimos pasar por el olentzero, e. y yo, en una postal para los hijos de una amiga. Les decíamos, como olentzero, que nos gustaba su familia, sus juegos, lo orgullosos que estábamos de todo lo que eran y de todo el amor que daban —una postal margarita, lo sé—. Cada noviembre, antes de la rapidez de estos días, le digo a e. que me gustaría dejar un pequeño mensaje en los buzones a los niños de mi sección —o a los niños que habitan en los que hoy somos—.
Ahora sólo escriben cartas los presos. El pasado mes, las cartas de un preso a una mujer con corazones y frases de amor dibujados con manos que parecían de niño. Y las de otro preso a su madre, donde escribía la cuenta atrás de su libertad bajo su remite —siete meses y trece días, decía en la última carta—. Ahora sólo los presos escriben cartas de amor.
*

Estos días de viento y otoño encuentro hojas secas en el interior de los portales. Y ando bajo árboles de lluvia —las gotas en suspenso en las ramas desnudas, el brillo en su centro, la cadencia de la lluvia tras la lluvia cuando una ráfaga revuelve los árboles—. A veces, en las tormentas que llegan de improviso y desaparecen en minutos, me resguardo en un portal y veo pasar el cielo cambiante, la blancura que ciega los montes, y espero. 


Los lunes de Anay. Timeless…

"Abrir brecha en la sombra, respirar"
                                                             EDUARDO GARCÍA

FLORES

Algunos hombres nunca lo piensan.
Tú sí, tú te presentabas
y decías que casi me habías traído flores
pero algo había ido mal.

La tienda había cerrado. O tuviste dudas –
de la clase que mentes como las nuestras
tienen sin cesar. Pensaste que
yo podría no querer tus flores.

Aquello me hacía sonreír y abrazarte.
Ahora sólo puedo sonreír.

Pero, mira, las flores que casi trajiste
han durado todo este tiempo.
                                                   WENDY COPE
                                                   (Versión de Ana Isabel Barreiro)




Feliz lunes.

Un beso,

Anay