Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 8 de diciembre de 2023

¿Hay alguien ahí? Apuntes sobre vivir para leer y leer para vivir. Peter Orner


Estoy en el tren, antes del amanecer, camino del trabajo. Leo durante una hora si sólo la lluvia o la vibración de las vías en el vagón. Soy un lector quisquilloso. Necesito un silencio casi absoluto para centrarme en aquello que leo —las conversaciones telefónicas, las voces chillonas o la música me desconciertan cuando irrumpen en mi lectura. Entonces, cierro el libro y rastreo las primeras ventanas encendidas en el horizonte—. Me quedan una veintena de páginas para terminar el libro de Orner. Hace un par de días que intento seguir las señales de su camino. 
Orner captó mi atención en el prólogo, donde habla de su garaje colmado de libros, de la certeza sobre la imposibilidad de leerlos todos, de los apuntes que se convirtieron en reseñas, artículos y relatos cortos en los que el centro son el lector y la lectura y los libros y de la inútil búsqueda de un algoritmo para escribir ficción —también, de las estanterías llenas de tiempo y promesas cumplidas o aplazadas, de la relación febril, casi enfermiza, con la lectura, de la relación desconcertante, caótica y confusa con el padre que recorre estas historias, con un antiguo amor, con su familia presente, todo esa realidad circundante que se inmiscuye en sus lecturas, todas esas lecturas que se reflejan en la realidad alrededor y son una huella de un instante en una vida—. Ahí, en esas primeras páginas, las dudas y las certezas de quienes somos lectores.

*

Nos mudamos a principios de otoño, e. y yo. Pasé el mes de septiembre embalando la mitad de mi biblioteca en una treintena de cajas —la otra mitad está en casa de mis padres, a la espera—. En esos días recogí el hilo que como lector, he dejado en los últimos años. Volví a leer fragmentos de Ford, Chivite e Isaac Bashevis Singer, busqué frases subrayadas en Bobin, Stojka o Aurora Freijo Corbeira, hojee las páginas dobladas en mis libros donde me reencontré con párrafos que no quería olvidar, saqué de entre los libros billetes de avión y tren, servilletas con una dirección escrita a negro, mapas doblados, tarjetas de restaurantes y guías de museos y catedrales, facturas convertidas en hojas blancas. Y, también, desanduve librerías y horizontes, aquellas argentinas en cuadras y avenidas simétricas —y la nieve negra de los campos de azúcar— con cafetería y tertulianos entre las estanterías; aquella librería de viejo gaditana, junto a una plaza con naranjos y el cielo abierto, donde los libros parecían un mar a punto de desbordarse; la minúscula sala en una estación de tren donde los lectores movíamos las columnas de libros de segunda mano en busca de quien sabe qué sueño de qué lista pretérita —y en esa búsqueda convertíamos en dunas las columnas de libros—; la pequeña librería de muebles de madera negra en los soportales de una vieja y hospitalaria ciudad y donde encontré a Olga Novo y Magda Szabó y compartí camino con otros peregrinos, con otras lenguas. Librerías y horizontes que recorrí solo o en compañía de otras personas —y su presencia ligada a un libro, a una librería, a un paisaje—.
Orner escribe sobre sus viajes a otros países, de sus problemática relaciones con su padre y un extinto amor, de su búsqueda maniática de soledad y silencio para leer o escribir y los une a una lectura, a un escritor, a una frase que resalta y define un libro entero, una forma de entender la vida, de posicionarse ante la realidad. Orner como lector, es impulsivo, sensible y vehemente; vuelve a una frase en un cuento de Kawabata, Babel o Chéjov una y otra vez hasta extraer todos los símbolos y señales posibles y trasladarlos a la realidad circundante y, así, formar una nueva con otras ficciones y otras vidas; convierte a Eudora Welty, Hrabal, Kafka o Rulfo en tótems mí(s)ticos a los que regresar siempre; lee hasta la extenuación y entresaca personajes que apenas tienen un par de párrafos en una novela o un cuento largo porque han existido en esa otra realidad por un instante y ese instante es un punto de luz o de sombra.

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Orner hace que rescate viejas lecturas. Habla de Trilobites, de El llano en llamas, de Una soledad demasiado ruidosa y los busco en la mitad de mi biblioteca que está a la espera de ser trasladada a nuestra nueva casa—mudo, libro a libro, esa mitad— para releerlos. O asciendo a la cima de la columna de lecturas pendientes los cuentos completos de Malamud o Cheever. La posición de Orner ante un relato o un libro es la de quien quiere tener una revelación —lo único que quiero es levantar la vista de la página y encontrarme con algo familiar contado desde otra perspectiva—, encontrar personajes fallidos —dadme a los desorientados, a los fallidos, a los que aún están tratando de entender qué es lo que pasa—, ser testigo de un instante —vivimos en el mundo y recordamos el mundo, y un día sucederá nunca más—. No hay algoritmos para la ficción, dice Orner, y lo que recordamos suele ser un invento, dicen a la par Orner y Chéjov, y todas las historias son ficción, dice Orner. Recreamos la realidad y la propia vida en un reflejo ambiguo e imperfecto, nos relatamos de la única manera que sabemos. 

*

Es contagioso el entusiasmo de Orner hacia la lectura y los libros, aunque parezca delirante por momentos —leer incluso en un semáforo en rojo—. Escarba entre las estanterías de su biblioteca para reencontrarse con una vieja lectura o elige al azar uno de esos libros que salvar de la no-lectura —y sirve cualquiera, los propios, los de la biblioteca en un retiro monacal, los que aparecen en una vieja librería en otro país y otro idioma—. ¿Hay alguien ahí? como homenaje hacia los libros y autores que nos cruzamos y nos atraviesan por una frase, un párrafo, un personaje fallido, una escritura única, por todos esos mundos ajenos que nos apropiamos y nos pueblan. Una buena lectura, la de Orner. 


(coda) Hace un par de días entré en mi librería de referencia. No buscaba nada en especial. Estaban en pleno cambio de estanterías, columnas de cajas por abrir y las discusiones de los libreros por hacer mesas temáticas con libros al margen. Encontré un pequeño libro de relatos de Diego Angelino —un poco más grande que la palma de mi mano— y en una de las estanterías a medio cambiar, Sigo sin saber de ti, donde Orner insiste en sus relatos/ensayos/apuntes sobre el cruce —colisión— entre lectura y vida. 





Esta semana he vuelto a leer Al faro. He meditado sobre ese jovencito que fui. ¿Quién era ese chaval tan compenetrado con un libro que fue capaz de esperar una hora sentado a que se secara? No pudo haber sido la trama. Nunca me interesó tanto. La trama es eso que pasa en el mundo mientras intento recordar cómo se veía la luz que entraba por debajo de la puerta cuando era un niño y no podía dormir. La trama es el susurro de mis padres peleando en medio de la noche. mi madre tratando de calmar a mi padre en vano. Esa línea de luz, el susurro demasiado estridente de mamá. Mi padre bufando: ¿Qué nos escuchen, que cada entrometido de mierda de la ciudad nos escuche”. Yo, mientras tanto, contando los hipocampos que revoloteaban en el empapelado de mi habitación. 

*

Estoy solo en el garaje con un montón de libros. No hay un solo lugar en las baldas. No me queda otra opción que apilarlos. En realidad, se supone que vivo en el apartamento de arriba, pero la mayor parte de mi tiempo estoy aquí abajo en lo que llamo, sin tanta ironía, mi oficina. Nuestros exvecinos solían grabar pornografía amateur en este espacio. Cuando se mudaron, dejaron unos focos tan potentes que si llegara a olvidarlos encendidos de noche, la casa se prendería fuego. Yo me siento aquí, bañado por la luz, a mirar estas pilas de libros que me van a sepultar vivo cuando llegue el gran terremoto que tanto anuncian y pienso: terremoto o no, voy a estar muerto antes de que pueda leer un cuarto de los libros guardados aquí abajo. De esto no hay dudas. Quizá si lo digo en voz alta podré creerlo. Voy a estar muerto antes de que pueda leer una cuarta parte de los libros guardados aquí abajo. Eso deja al menos a tres cuartas partes de los libros sin leer. Me suena lógico medir la vida en libros que uno no ha leído. Todas esas experiencias que no tendremos, los lugares a los que no iremos, las personas que nunca vamos a conocer. Sin embargo, por si acaso, le he pedido a mi familia que me entierre con una buena biblioteca.
Aquí abajo, además de libros, insumos cinematográficos sin usar, cajas de preservativos, frascos de aceite de coco sin abrir (intrigante) y almohadas enfundadas en terciopelo, también hay neumáticos para la nieve de un coche que ya no existe. Hay un casco de bicicleta reventado. ¿De quién? ¿Quién guarda un casco roto? Pero yo tampoco lo tiro. No tiro nada. Considero que todos y cada uno de los objetos son alimento para alguna historia que merece ser contada. Básicamente soy un acumulador con una mentalidad intelectual. Toda esta basura es para mi arte. Hay maletas (siempre son buenas para un cuento), raquetas de squash, palas, un solo patín (talla 43), un colchón sucio y ocho o nueve botes de pintura amarilla. Una vez quise pintar la cocina. Hay una campana de hierro demasiado pesada para moverla. También una montura. ¿Por qué una montura? ¿Hace cuánto que esta montura está aquí? ¿A lo largo de cuántas décadas de inquilinos? Una montura inglesa, puedo escuchar a mi padre decirlo. ¿Ves? Hay una elegancia inherente a una montura así. Tiene un cuerno, ¿ves? Los cuernos son para los holgazanes. Aquí y allá hay ratones chillones espiando por sus pequeños agujeros en las paredes. Ya no tienen miedo. La gata que solía dormir en el sillón murió el mes pasado. La encontré tirada en su rincón. Ella siempre salía disparada ni bien abría la puerta del garaje y dejaba la huella de su cuerpo en el almohadón para que yo la emparejara. Supe que había muerto cuando, al abrir la puerta, ni siquiera se mosqueó. Había estado muy delgada durante mucho tiempo. La enterré (nunca supe su nombre) en un montículo de tierra detrás de nuestra casa. Ahora los ratones salen y saludan. Yo les devuelvo el saludo. Les digo: ey, estoy leyendo este libro increíble de tal y cual. Se encogen de hombros y vuelven a olisquear sus astillas de madera y polvillo de óxido.
Peter Orner. ¿Hay alguien ahí? Traducción de Damián Tullio. Chai editora.

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