Es el primer domingo de agosto. Me levanto temprano, al final del amanecer. Hay un cielo nítido, sin nubes, y la primera luz tantea las ventanas y las paredes blancas de esta habitación —el canto nervioso de las golondrinas amplifica un silencio de abandono, ahí fuera—. Es mi momento favorito de lectura, la tregua, el silencio y la quietud del domingo y mi cuerpo por fin descansado. Tengo en mis manos un libro de relatos de Ilse Aichinger, a la que llego sin contaminar, sin referencias ni coordenadas previas más allá de los fragmentos aleatorios leídos en una librería un par de días atrás. Leo en la luz solitaria de estas horas inaugurales una escritura desconocida e intento encajar las piezas de un mundo nuevo y extraño.
En el prólogo, Narrar en este tiempo, Aichinger define su escritura. Dice: Si lo entendemos de modo correcto podremos darle la vuelta a aquello que parece apuntar contra nosotros, podremos comenzar a narrar precisamente desde el final y hacia el final, y el mundo volverá a desvelarse para nosotros. Entonces hablamos, cuando comenzamos a hablar bajo la horca, sobre la vida misma. El último relato es precisamente eso, una voz apresurada y expeditiva que habla desde la horca: ¿Dónde estaríais si no tuvierais un final? ¿Dónde? En ninguna parte, porque es vuestro propio final el que os ha creado, lo mismo que a mí la soga en torno a mi cuello… Pero aún quedan horas de lectura fragmentada por delante antes de ese último relato en este primer domingo de agosto, un ir y venir del mundo relatado de Aichinger al mío —nuestros caminos cruzados en esos instantes de acercamiento y descanso—. Leo dos o tres relatos, luego mi alejamiento momentáneo y después mi aturdimiento al retomar el mundo modelado de Aichinger donde belleza muerte animalidad.
Un hombre se despierta atado en el primer relato. Una voz habla con una soga al cuello en el último. En ambos casos, su mundo se redefine y recrea por un elemento externo, el hombre atado que descubre su fortaleza y libertad en su adaptación a la atadura —la cuerda que lo limita y a la vez le abre una nueva manera de entender la realidad—, la voz en la horca que clama por la importancia deudora del final, que nos crea y moldea y atrae de manera insondable. No sabemos quién ató al hombre ni la causa de la condena del ahorcado, sólo asistimos a la conclusión y, a partir de ahí, la necesidad de (re)descubrir nuestro mundo. Ambos personajes aislados de los demás por encontrarse fuera de nuestra realidad, en un espacio acotado y un tiempo extinto.
Hay un cuento hermoso e hipnótico, Historia en espejo, que trastoca el sentido del tiempo y la realidad, y que siento como canto y congoja. Una mujer, tras su muerte, inicia el camino hacia su nacimiento, reordenando gestos, intenciones, muertes y amores, una muerte que ilumina el nuevo sentido de la vida. He leído otras historias de tiempos desordenados, Kanada o La flecha del tiempo, por ejemplo, pero en este relato Aichinger consigue en pocas páginas el asombro y la congoja.
Un muchacho en el cartel de una estación de tren, sus brazos levantados y su carrera detenida por la eternidad en una playa bajo un cielo azul. El grito ¡No morirás! del hombre que pega los carteles que hace le preguntarse al muchacho, sólo una figura en un cártel,sobre la muerte —¿Es el morir cuando el mar por fin se moja? ¿Es el morir cuando el viento por fin sopla? ¿Qué es el morir?—, y desea que la muerte sea movimiento y piel.
Y el movimiento perpetuo sobre un lago de un hombre incapaz de detener su barca, quedando aislado del mundo; o la mujer que se disuelve al quitarse las gafas de sol y se pregunta qué hará en invierno, también aislada: o el marinero que acompaña en un vapor a tres muchachas y que sufre sus bromas, aislado también, como las muchachas al quedarse atrapadas en el vapor por la eternidad, riendo a su pesar. Y ese aislamiento que podría traducirse en clave política, en aquellos sobre los que recae un porvenir fatídico, incapaces de maniobrar por voluntad propia.
Salgo de El atado aturdido y asombrado ante una escritura precisa mientras, ahí fuera, el domingo atardece y se desvanece el tiempo.
(06.08.24)
¿Dónde estarías si no tuvierais un final? ¿Dónde? En ninguna parte, porque es vuestro propio final el que os ha creado, lo mismo que a mí la soga en torno a mi cuello… ¡Espera, hermano, espera por favor! Déjame terminar, déjame ensalzar el final en esta alba clara. Déjame amarte, hermano con cara de miedo, el miedo es el que convierte tu sonrisa en respetuosa, la luz previa a toda despedida, porque antes de que existieras ya estaba tu final, hermano. Y te ha dejado crecer, te ha acogido y cuidado y alimentado, te ha querido y ha hecho realidad tus mentiras y hoy mismo las sigue haciendo realidad y te sigue queriendo y te acoge y te cuida, y si se apartara de ti, ¡tú no existirías! Así, sin embargo, eres, eres porque pasas, porque has sido, por eso serás, y como el final nunca tiene un final, tampoco lo tienes. Por eso, ahorca a muchos más, hermano, cose parches en las suelas rotas o escribe versos… ¡Cuán inútil serías si no fuera inútil todo cuanto haces! ¿Saldría el sol si no se pusiera? Déjame amarte, hermano, déjame amar mi final, que me da la vida, que es el que vuelve blancas las blancas palomas…
Ilse Aichinger. El atado. Traducción de Adan Kovacsics. Ediciones del subsuelo