Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 9 de octubre de 2024

Ilse Aichinger. El atado


Es el primer domingo de agosto. Me levanto temprano, al final del amanecer. Hay un cielo nítido, sin nubes, y la primera luz tantea las ventanas y las paredes blancas de esta habitación —el canto nervioso de las golondrinas amplifica un silencio de abandono, ahí fuera—. Es mi momento favorito de lectura, la tregua, el silencio y la quietud del domingo y mi cuerpo por fin descansado. Tengo en mis manos un libro de relatos de Ilse Aichinger, a la que llego sin contaminar, sin referencias ni coordenadas previas más allá de los fragmentos aleatorios leídos en una librería un par de días atrás. Leo en la luz solitaria de estas horas inaugurales una escritura desconocida e intento encajar las piezas de un mundo nuevo y extraño. 

En el prólogo, Narrar en este tiempo, Aichinger define su escritura. Dice: Si lo entendemos de modo correcto podremos darle la vuelta a aquello que parece apuntar contra nosotros, podremos comenzar a narrar precisamente desde el final y hacia el final, y el mundo volverá a desvelarse para nosotros. Entonces hablamos, cuando comenzamos a hablar bajo la horca, sobre la vida misma. El último relato es precisamente eso, una voz apresurada y expeditiva que habla desde la horca: ¿Dónde estaríais si no tuvierais un final? ¿Dónde? En ninguna parte, porque es vuestro propio final el que os ha creado, lo mismo que a mí la soga en torno a mi cuello… Pero aún quedan horas de lectura fragmentada por delante antes de ese último relato en este primer domingo de agosto, un ir y venir del mundo relatado de Aichinger al mío —nuestros caminos cruzados en esos instantes de acercamiento y descanso—. Leo dos o tres relatos, luego mi alejamiento momentáneo y después mi aturdimiento al retomar el mundo modelado de Aichinger donde belleza muerte animalidad. 

Un hombre se despierta atado en el primer relato. Una voz habla con una soga al cuello en el último. En ambos casos, su mundo se redefine y recrea por un elemento externo, el hombre atado que descubre su fortaleza y libertad en su adaptación a la atadura —la cuerda que lo limita y a la vez le abre una nueva manera de entender la realidad—, la voz en la horca que clama por la importancia deudora del final, que nos crea y moldea y atrae de manera insondable. No sabemos quién ató al hombre ni la causa de la condena del ahorcado, sólo asistimos a la conclusión y, a partir de ahí, la necesidad de (re)descubrir nuestro mundo. Ambos personajes aislados de los demás por encontrarse fuera de nuestra realidad, en un espacio acotado y un tiempo extinto. 

Hay un cuento hermoso e hipnótico, Historia en espejo, que trastoca el sentido del tiempo y la realidad, y que siento como canto y congoja. Una mujer, tras su muerte, inicia el camino hacia su nacimiento, reordenando gestos, intenciones, muertes y amores, una muerte que ilumina el nuevo sentido de la vida. He leído otras historias de tiempos desordenados, Kanada o La flecha del tiempo, por ejemplo, pero en este relato Aichinger consigue en pocas páginas el asombro y la congoja. 

Un muchacho en el cartel de una estación de tren, sus brazos levantados y su carrera detenida por la eternidad en una playa bajo un cielo azul. El grito ¡No morirás! del hombre que pega los carteles que hace le preguntarse al muchacho, sólo una figura en un cártel,sobre la muerte —¿Es el morir cuando el mar por fin se moja? ¿Es el morir cuando el viento por fin sopla? ¿Qué es el morir?—, y desea que la muerte sea movimiento y piel. 

Y el movimiento perpetuo sobre un lago de un hombre incapaz de detener su barca, quedando aislado del mundo; o la mujer que se disuelve al quitarse las gafas de sol y se pregunta qué hará en invierno, también aislada: o el marinero que acompaña en un vapor a tres muchachas y que sufre sus bromas, aislado también, como las muchachas al quedarse atrapadas en el vapor por la eternidad, riendo a su pesar. Y ese aislamiento que podría traducirse en clave política, en aquellos sobre los que recae un porvenir fatídico, incapaces de maniobrar por voluntad propia. 

Salgo de El atado aturdido y asombrado ante una escritura precisa mientras, ahí fuera, el domingo atardece y se desvanece el tiempo.

(06.08.24)



¿Dónde estarías si no tuvierais un final? ¿Dónde? En ninguna parte, porque es vuestro propio final el que os ha creado, lo mismo que a mí la soga en torno a mi cuello… ¡Espera, hermano, espera por favor! Déjame terminar, déjame ensalzar el final en esta alba clara. Déjame amarte, hermano con cara de miedo, el miedo es el que convierte tu sonrisa en respetuosa, la luz previa a toda despedida, porque antes de que existieras ya estaba tu final, hermano. Y te ha dejado crecer, te ha acogido y cuidado y alimentado, te ha querido y ha hecho realidad tus mentiras y hoy mismo las sigue haciendo realidad y te sigue queriendo y te acoge y te cuida, y si se apartara de ti, ¡tú no existirías! Así, sin embargo, eres, eres porque pasas, porque has sido, por eso serás, y como el final nunca tiene un final, tampoco lo tienes. Por eso, ahorca a muchos más, hermano, cose parches en las suelas rotas o escribe versos… ¡Cuán inútil serías si no fuera inútil todo cuanto haces! ¿Saldría el sol si no se pusiera? Déjame amarte, hermano, déjame amar mi final, que me da la vida, que es el que vuelve blancas las blancas palomas… 
Ilse Aichinger. El atado. Traducción de Adan Kovacsics. Ediciones del subsuelo

lunes, 7 de octubre de 2024

Los lunes de Anay. Maresía...












"Tu herida ya tiene un sentido"

                                              LORETO SESMA


PATRONES

Te propongo,
Alma mía,
en esta travesía
de rabia y de tristeza
no rendirnos jamás.

Trimar todas las velas,
cantar en alta mar.

Es una forma de hablar.
Ser mejor que antes.

                                    ANAY SALA



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

jueves, 3 de octubre de 2024

notas sobre Una muerte roja. Walter Mosley


Calificabas de dulce a Mosley —no soy de detectives, decías, por eso cuando tengo ganas de ellos voy a Mosley, mi dulce Mosley—, cuando hablábamos de novela negra. Yo leía a Hammett, Chandler y Thompson en aquella época. El hombre delgado, Cosecha roja, 1280 almas, El sueño eterno. Eran libros rápidos y tensos, eran libros sin desvíos y febriles. Usaba aquellas lecturas para superar bloqueos lectores. Enganchaban en las primeras páginas y bajo la superficie de un atraco o una búsqueda de un objeto o un rastro perdidos encontraba novelas que desmontaban las apariencias y las máscaras tras las que vivimos, mostrando un mundo oculto, despiadado y egoísta, unas vidas descarnadas y encaminadas a un destino trágico. Te hice caso, en aquel momento, diez años atrás, y leí a tu dulce Mosley —me gusta su forma concreta y directa de narrar, te dije—. En este verano donde vuelvo a los géneros literarios, como de adolescente, y termino westerns y novelas negras y dejo a la vista los mitos de Cthulu y un par de libros de Łem y Dick, recupero a Mosley y su detective Easy Rawlins porque es una forma de rescatar el lector que fui y retomar un camino suspendido.

*

Es una sombra borrosa, un hombre reservado y lúcido, Easy Rawlings. Participó en la segunda guerra mundial porque, en aquellos días, recuerda Easy, los pobres respetaban la ley y un ente superior señalaba el enemigo a combatir —nazis, estalinistas, chinos, cada época un rostro nuevo—. Vive en una pequeña casa con jardín en un barrio donde los negros sobreviven en un ambiente hostil durante el inicio de la guerra fría, una época de persecución y psicosis. Posee varios edificios de apartamentos, pero se hace pasar por portero y hombre de mantenimiento entre gente trabajadora, y también, mujeres de mirada vencida y vidas echadas a perder por un poder externo. A veces, le llegan casos que investigar, alguien que desaparece, seguir a algún marido díscolo. Easy observa desde una especie de umbral las personas, las calles y la época que le rodean. Analiza los gestos y la realidad oculta tras las palabras pronunciadas.
Recuerda, Easy, aquellos días donde su vida pausada vuela por los aires. Hacienda anda tras él; el FBI le pide que investigue a un judío, superviviente de los campos de exterminio, por espionaje, un hombre que ayuda en la Primera Iglesia Baptista Africana y al que creen un comunista peligroso y agitador; y EttaMae, un antiguo amor, regresa al barrio, y tras sus pasos, su viejo amigo Mouse, un hombre impredecible y violento. Easy sabe que la rutina puede alterarse como el barrido de un terremoto.  

Me senté a esperar que me llamaran. Sin radio ni televisión. Encendí una luz en el dormitorio y luego fui al salón y me senté a oscuras. Estaba leyendo un libro sobre la historia de Roma, pero aquella noche no me sentía con ánimos como para continuar. La historia de Roma no me atraía como solía hacerlo otras veces. No me importaba que los godos y los visigodos saquearan el imperio; ni siquiera me importaban los vándalos, tan terribles que los romanos convirtieron su nombre en sinónimo de destrucción.
En verdad, ni siquiera creía en la historia. Lo real era lo que me estaba sucediendo a mí. Lo real era un dolor de muelas, y un hombre en quien confiaba y que había jugado sucio conmigo. Lo real, lo verdadero, era un estómago vacío, o una mujer diciendo sí, o diciendo no. Lo verdadero era lo que podíamos sentir. La historia era para mí como la televisión, no era la gran ola de la humanidad moviéndose a través de un océano de minutos y de horas, ni era tampoco la humanidad volviéndose cada día mejor. Había visto bastantes asesinatos en Europa como para saber que los nazis eran peores que los bárbaros a las puertas de Roma. Y si yo hubiera estado en Roma, me habrían llamado bárbaro; y en nuestros días, en Watts, nada había cambiado.

*

Aquí está la escritura directa y sin digresiones del primer Mosley que leí. En la superficie, un enredo donde mentiras y medias verdades como un río turbulento que arrastra y golpea a Rawlins. En el fondo, una mirada hacia una época y un poder —blanco— invisible que mantenía atrapados a sus ciudadanos negros, veía peligrosos espías comunistas en quienes querían tejer una red de solidaridad entre los desfavorecidos, y usaban la fuerza y la coacción para doblegar a espíritus frágiles. También, los tugurios en los que beber, sonsacar información, escuchar jazz; las iglesias donde se reúnen mujeres negras para preparar comidas caseras y sus manos y sus gestos como unas manos y unos gestos atemporales; los hombres y mujeres que aspiran volver a África —Yo ya tengo un hogar, les dice Rawlins. Puede que esté en tierra enemiga, pero es mío—; las mujeres sensuales y los hombres brutales; la muerte agazapada, los chivatos, traidores; la violencia seca y cruel; la amistad pura y un amor también puro y doliente, un amor que estalla y es inevitable. El destino trágico.

Lo que vi allí era una escena que se había repetido en mi vida desde que era niño. Mujeres negras. Un montón de mujeres negras que trabajaban en la inmensa cocina, riendo, charlando en voz muy alta, contándose cuentos. Pero lo que yo realmente veía eran sus manos. Manos de trabajadoras, que ponían platos, pelaban boniatos, doblaban trapos de cocina y manteles en cuadrados perfectos, que lavaban, secaban, apilaban y llevaban de aquí para allá. Mujeres que vivían para el trabajo. Que peinaban a sus propios hijos, o a un niño de la vecindad cuyos padres se habían marchado, por una noche o para siempre. También guisaban, sí, pero había muchos más trabajos para una mujer negra. Como curar las heridas de los hombres de los que al principio se habían sentido tan orgullosas. O reprender a los niños, blancos y negros. Y trabajar para el Señor, en Su casa y en el hogar.
Mi propia madre, a pesar de lo enferma que estaba, la noche en que murió hizo pasteles de boniato para una cena de la iglesia. Tenía veinticinco años.

*

Leí Una muerte roja en dos tardes, enganchado a los grandes personajes secundarios que pueblan esta novela, una historia en la que todo es frágil e incierto —el amor, la comunidad, la libertad— y donde Mosley nos recuerda las manos manchadas de sangre del poder blanco y el intento de supervivencia de la comunidad negra y de quienes estaban señalados en una lista negra. 

(coda) Mi ejemplar de Una muerte roja es de segunda mano. Hay un rastro de su anterior lector(a): un exlibris en la última página del libro. Es un dibujo en blanco y negro de unos músicos de jazz, contrabajo, piano y saxofón. Hay un cuervo junto al pianista y un suelo ajedrezado. En una habitación, al fondo, un hombre escribe agachado sobre una mesa y, a su lado, una mujer que parece una musa lo ilumina. El nombre del dueño está tachado con bolígrafo, y la parte inferior arrancada. Podría ser una escena de Mosley.

(03.08.2024)


Los días de semana la Primera Iglesia Africana parecía deshabitada. Cristo aún colgaba en la entrada, pero cuando los feligreses no estaban reunidos alrededor de las escaleras, la imagen semejaba un simple adorno. Yo, sin embargo, me detenía siempre a mirarlo. Entendía muy bien aquello de sufrir y morir a manos de otros hombres. Casi toda la gente de color lo entendía muy bien. La muerte de Poinsettia había sido terrible, pero no era la primera persona que yo veía colgada.
Había visto linchamientos, hogueras, ejecuciones a tiros y a pedradas. Había visto colgar a un hombre, Jessup Howard, por mirar a una mujer blanca. Y había visto a dos hermanos ahorcados en dos dogales a ambos extremos de la misma cuerda porque protestaron de que en el almacén del condado les cobraban precios más altos que a los blancos. Los hermanos, en su desesperación mientras los estrangulaban, se habían hecho profundos arañazos el uno al otro. Y luego, cuando los dejaron colgados, sus cuellos, rotos al fin, parecían horriblemente alargados.
El intenso amor que los negros sienten por Jesús se debe en parte a que comprenden su situación. Era inocente y lo crucificaron; alzó la cabeza para decir la verdad y murió.
Walter Mosley. Una muerte roja. Traducción de Susana Lijtmaier. Anagrama. 

miércoles, 2 de octubre de 2024

lunes en miércoles. Los lunes de Anay. Interruptores...












(09.09.24)

“Soy un sentimental de piedra”

                                             KARMELO C. IRIBARREN


APAGÓN

Un recordatorio para cuando lleguen
los momentos de tristeza:
al igual que durante los cortes de luz,
es recomendable salir a comprobar
si sólo somos nosotros
o es en todo el barrio.

                                GUSTAVO YUSTE





Feliz lunes.

Un beso,

Anay

martes, 1 de octubre de 2024

El sueño de la aldea Ding. Yan Lianke


A veces entro con el pie cambiado a una lectura. No encuentro ni un ritmo ni una voz a las que sujetarme, leo como un sonámbulo y siento esquivas las primeras páginas. Hay ocasiones donde me frustro, extrañado ante el impedimento de profundizar en aquello que leo, como si me despojaran de la capacidad para entender señales e imágenes, disociado de la palabra. Otras veces, como en esta novela de Lianke, sé que ese impedimento desaparecerá si me doy tiempo y dejo posarse su escritura en mi cabeza. 
Pensé en el sueño del título en ese parón lector de apenas un día: los sueños realistas y crudos del abuelo protagonista y que parecían otorgarle la capacidad de reproducir lo vivido o ver aquello que nunca presenció. O los sueños de una aldea cuyos habitantes vendieron su sangre años atrás por ese otro sueño de riqueza, de mejores casas y tierras y tumbas, y desaparecen de a poco hacia una muerte temprana. El sueño como letargo y suspensión, como búsqueda y fracaso, ese estar en un territorio-encrucijada entre incertidumbre e inexistencia, entre esta vida y una muerte donde se perpetuán odios y anhelos pasados. No hay tierra firme en la ensoñación.

*

Decías que este libro era brutal y bello, una combinación única. Lo hemos leído casi a la par en la última semana. Te hablé de mi dificultad para entrar en la narración y el narrador pero una vez lo hice me pareció duro, triste y con un lirismo delicado para describir el dolor, la corrupción, el amor, el miedo y la soledad en una aldea china durante los años noventa. Y te confesé que había símiles, a lo largo de la novela, que me descubrían una manera sutil y sensitiva de entender la escritura y la vida —“al ver los pellejos desprendidos, como alas de libélula…” fue uno de los ejemplos que te envié, el sufrimiento de quienes vendieron su sangre y con el tiempo contrajeron SIDA, viendo cómo sus cuerpos enflaquecían y se cubrían de pústulas—.
Ese narrador y esa narración que en un inicio sentí lejanos vienen desde la muerte, un territorio que no supone un final en las creencias de los habitantes de la aldea, sino otro tipo de vida, una forma de perpetuar la existencia desde otro lado. Como un sueño. Nos habla un muchacho de doce años, enterrado en una tumba junto a la vieja escuela —de la que su abuelo es bedel—, un muchacho envenenado como venganza contra su padre por lucrarse en el negocio de la sangre y que trajo la enfermedad de la fiebre y el extinguirse lento de la aldea. 
Un muchacho con una sensibilidad única, entre inocencia y asombro, para testimoniar la historia de los vivos, sus deseos íntimos, su egoísmo, su envilecimiento, sus miedos, sus diferentes soledades y, también, su intenso amor, su búsqueda de un día más de vida.
Un muchacho que entra en los sueños de su abuelo y que recorren el inicio de la venta de sangre, viajes a otras aldeas que florecieron por ese negocio o en los que el abuelo se adentra en el rastro de su hijo, convirtiéndose en testigo de su degradación e infamia.
Un muchacho que observa la vida adulta donde caos culpa dolor hostilidad.

Los habitantes de la aldea Ding
Morían, como hojas que caen de un árbol.
Se extinguían, como una luz que se apaga. 

Y
los días eran como cadáveres.


*

En las figuras del padre y la patria se simbolizan la corrupción, ambición y poder asfixiante. El abuelo, viejo profesor y bedel, asiste impotente a la deriva de su hijo y las imposiciones de un gobierno invisible pero férreo y vigilante. Su primer gesto es querer ahogar al hijo, al poder —luego, se encargará de los enfermos una vez confinados en la escuela e intentará un último gesto de humanidad—. El gobierno inicia la recolección de sangre, como décadas atrás ideó el gran salto hacia delante, y permite la aparición de mercaderes y oportunistas locales que medrarán ante las autoridades hasta alcanzar un reconocimiento e influencia perturbadores. El abuelo se opone a este devenir delirante donde se abandona cualquier atisbo de bondad y desaparece el sentido de comunidad. No hay hogar ni contención. Incluso en la escuela se disputa el mando entre los enfermos confinados, hombres sabiéndose muertos que no consiguen desprenderse de las viejas costumbres humanas, que destituyen al abuelo y permiten que el saqueo de la escuela para la construcción de ataúdes.
Y, luego, está el odio oculto y creciente.

*

Hay un momento, en esos capítulos donde los enfermos viven en la escuela, donde surge una tenue luz. Dos de ellos, ambos veinteañeros casados y repudiados por sus cónyuges, se decantan por un amor puro y último. Se encuentran en secreto para deshacerse de esa soledad que sienten los enfermos, incapaces de acercarse al otro, y cuyos días caen en una lenta tristeza ante la destrucción de su cuerpo y la agonía de los días.

Sin pronunciar palabra, caminaron hacia el cuarto que había junto a la cocina.
Entraros callados en la habitación, empleada como despensa para almacenar el grano de los enfermos.
Hacía buena temperatura y sus cuerpos entraron en calor.
Y al entrar en calor, se aferraron al sentido de la vida. 

Así de sencillo. 

Guardaron silencio. Era el suyo un silencio absoluto, un silencio de muertos, como si no hubiera ya nadie en el mundo, ni ellos siquiera. Parecía que estuvieran todos sepultados y sobre la superficie no quedaran más que la tierra, los cultivos, el viento, los insectos habituales de una noche de verano y el resplandor de la luna. Y bajo ese resplandor, el canto ahogado de las cigarras y de los grillos parecía colarse entre las rendijas del ataúd hasta helar la sangre y calar los huesos, como una fina corriente de aire gélido que alcanzara la médula y desencadenara un temblor incontenible. Pero Lingling no tembló, como tampoco lo hizo mi tío. Habían hablado tanto de la muerte que habían dejado de temerla.

*

Por instantes, Lianke me recordaba a uno de esos westerns de hechuras homéricas donde se enfrentaban la integridad contra la corrupción. O a los textos griegos donde padre e hijo se desafiaban hasta un destino trágico. El abuelo se horroriza ante las acciones de su hijo mayor. Primero la venta de la sangre, luego su escalada política y su falta de ética, donde vende ataúdes que el gobierno cedía a los enfermos de SIDA y, finalmente, las bodas entre quienes murieron solteros para que no estén solos en esa otra vida que se inicia con la muerte —y entre ellos su propio hijo, el narrador de esta historia de desapariciones, con apenas doce años—.  Los habitantes de las aldeas como una masa que dirigir y sacrificar.

*

Es conmovedora esta lectura. Y dolorosa. Aúna, como aquel libro de Kawabata, lo bello y lo triste. Desaparecen los vivos, las costumbres, las relaciones, desaparecen los campos y cultivos, la risa, desaparece la propia aldea. Quedan los sueños, sobrevolando las ruinas abandonadas, de un mundo nuevo.  

(15.07.2024)




Sobre el horizonte de poniente, en un extremo de la llanura, descansaban paralizados árboles y aldeas, como objetos pintados sobre el papel. Las pendientes soleadas del antiguo cauce, ya secas y convertidas en terraplenes, estaban cubiertas de frondosa vegetación, mientras las partes sombrías relucían peladas, blanquecinas y doradas. Bajo el sol crepuscular flotaban efluvios cálidos a hierba y a arena mezclados de un olor pastoso, sanguinolento y dulzón, como agua azucarada vertida sobre campos infinitos.
Se diría que la llanura se había convertido en un lago de agua templada, dulzona y ensangrentada.
Un lago sin confín del que emanaban efluvios de sangre, dulces y cálidos.
Era la hora del ocaso.
Un rebaño de ovejas avanzaba por el camino de la escuela en dirección a la aldea. Eran sus balidos como cañas de bambú que flotaran sobre las aguas del lago, empujadas por el viento, atravesando la calma de su superficie.
Era la hora del ocaso.
Un vecino conducía los bueyes de regreso a casa, después de un día pastando en los campos. Sus mugidos, en lugar de recorrer la llanura, se hundían en ella, como agua en la arena, fluyendo quedamente sobre los balidos de las ovejas.
Era la hora del ocaso.
Desde la entrada de la aldea, un vecino gritó hacia el trigal:
—¡Eh!, ¡¿tienes algo que hacer mañana?!
—¡No!... ¡¿qué ha pasado?! —contestó el del trigal.
—¡Se ha muerto mi padre!... ¡Mañana lo enterramos!
Tras un instante de silencio llegó la réplica:
—¡¿Cuándo se ha muerto?!
—¡Esta mañana!
—¡¿Tenéis el ataúd?!
—¡Sí! ¡Nos tocó un sauce en el reparto de Yuejin y Genzhu!
—¡¿Y la mortaja?!
—¡Mi madre la tenía preparada hace mucho!
—¡Vale! ¡Mañana me paso por tu casa a primera hora!
Como un inmenso lago sin brisa, la llanura volvió a sumirse en el silencio.
Yan Lianke. El sueño de la aldea Ding. Trad. Belén Cuadra Mora. Automática editorial.

lunes, 30 de septiembre de 2024

Los lunes de Anay. Preview...












"Y es que a veces soñar
 es tan sólo despertar lentamente"
             
                                                  DANIEL ROUSAUD


EL VIDENTE

Puedo ver el futuro, pero no demasiado:
algún matiz, una huella tan tenue
como el vaho borrado en el cristal
o la primera mancha del cáncer invisible.

Me acosa todo aquello que está a punto de ser,
me ensordece la música
que nadie toca.

Mira, el color del miedo.
Esto otro es el sueño que tendrás esta noche.
Esta forma eres tú, o yo, o cualquiera.
Y esta una página que no ha leído nadie.

Cada pregunta hace vibrar el aire
mucho antes de haberla formulado.
Yo descifro los signos del misterio en medio de esa
mortífera blancura.

                                                                        JOSÉ LUIS PIQUERO




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 2 de septiembre de 2024

Los lunes de Anay. Socavones...

A la memòria d'ÀlexSusanna.
                                                                             (Barcelona, 1957 - Gelida, 2024)

                                               
"Se derriban edificios enteros
 en las esquinas de tu ciudad.
 ¿No es esto lo que a menudo sucede en tu interior?"

                                                                             ÀLEX SUSANNA           


Arde esta ira irreal
y sin embargo
hay que soportarla

cruje el escenario al incendiarse
tu belleza cuando cae
y sin embargo
hay que soportarla.

arde el silencio
su fractura             

y las ramas
y los huesos
de los pájaros

sólo la fe calmará este fuego
esta ira

sin rama
sin hueso
sin pájaro.

                                   MARÍA GARCÍA ZAMBRANO




Feliz lunes.

Un beso,

Anay