Hace años, cuando niño y adolescente, los veranos empezaban con un viaje nocturno en autobús a las aldeas gallegas de mis padres. En aquellos viajes, entre sueños y mareos y amaneceres, anticipaba el tiempo suspendido y el desorden de los días, las caminatas por el camino blanco entre las casas, bajo el resplandor también blanco de la luna y las sombras de los árboles y los tejados de pizarra sobre nuestros pasos, la luz azulada y titilante de un cielo estrellado y profundo. Se confundías los días y se perdía el domingo entre los demás días —las campanas de la iglesia marcaban las horas entre el ruido de las cigarras y el motor de los tractores y el murmullo del río, campanadas que se alargaban casi a diario cuando llamaban a un funeral o un cabo do ano y parecía que la muerte, nuestra muerte, nos rodeaba y convocaba—.
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Hoy he empezado un western. Leo a primera hora, en el metro, primero, y luego el tren que me llevan al trabajo. Apenas cincuenta páginas donde sigo la preparación de una expedición de caza. Es una manera de no dejar marchar aquellos días de la infancia —de recoger migas de pan—, cuando, en los pocos tiempos muertos entre juegos, exploraciones y creerse adulto en los días de recogida y maya, compartía con mi padre novelas baratas del oeste o buscaba en otras bibliotecas historias de viajeros del tiempo y odiseas espaciales. La aventura por la aventura.
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A veces me gusta pensar que la mirada es circular, que la vida es circular, y que si me detengo en un punto puedo ver todo aquello que fue con la claridad con la que observo mecerse los árboles al viento ahí fuera. Entonces, mi padre coge, ahora, unas flores violetas que llama trompetillas y hace música entre sus labios, mide y marca a lápiz tablas de madera de las que saldrán sillas para mis primos más pequeños, su caña de pescar aparece primero al otro lado del camino y luego él con su camisa abierta y la cesta de mimbre con truchas sobre hojas de eucalipto. Ahora, mi hermana pequeña toca el acordeón para nuestro abuelo sordo, que le pide la pieza —doce cascabeles—, y se escuchan los aullidos de los perros en la noche cuando aparece una nota en particular. Ahora, las partidas de tute hasta la madrugada y las tormentas que asustan a mis tías y esconden la cabeza entre los brazos, en la oscuridad de la cocina y la visita de un loco bueno de ojos azules en nuestra cocina. Ahora, las pocas ventanas intactas del molino abandonado entre zarzas y grietas y que intentamos romper con piedras del camino. Ahora, mi abuelo paterno cuenta una emboscada durante la guerra y mi abuela sonríe al recordar que tardó más de tres años en conseguir destetar a mi padre y mi tía corta con un golpe seguro el cuello de un pavo después de emborracharlo con aguardiente. Ahora, los abrazos de mi tío rodean y acogen a mi madre y mi madre tiene el pelo largo y moreno y el azul brilla en sus ojos y su vestido es colorido y puede andar erguida y sus gestos son seguros y certeros. Ahora, elijo unas alpargatas para el verano en un bar-supermercado y comparto mi primera cerveza con mi tía y mis hermanas y yo deshacemos el orden en la iglesia y nos sentamos juntos en los bancos de la iglesia y descubro que el cielo nocturno sobre mi cabeza también guarda un camino blanco. Ahora, busco las tumbas de mis abuelos entre lápidas en la tierra. Ahora, nuestro juego de lanzar piedras sobre la superficie del río y esas ondas que se expanden hasta desaparecer.
Unas semanas después de la muerte de mi padre busqué en sus cajones y carpetas en busca de su letra apretada y torcida. Encontré poca cosa, su cartilla militar y profesional, los mensajes de amor y recuerdo escritos en el reverso de sus fotografías, recortes de periódicos que hablaban de los pueblos donde vivió. Poco más. En ese momento extrañé un diario o anotaciones en un cuaderno a lo largo de los años que me mostraran el mundo en el que vivió mi padre, el mundo que sólo él veía y sentía, ante el que se encontraba solo y desnudo. Mi padre es historia oral, son mis recuerdos de él sentado en un banco, al aire libre, o desnudo en una ducha mientras lo aseaba o en un café ante una cerveza sin alcohol mientras hablaba de un mundo hoy desaparecido —aún guardo tres audios de sus últimos días, donde se relataba los mismos recuerdos con una voz que parecía ajena a él, con un eco extraño y robotizado—.
Escribo a ýb estas cartas con las que intento que este mundo mío no se pierda y compartirlo más allá de las conversaciones con e. Decía Cărtărescu que la única literatura a leer es la memorística.
Hoy, por ejemplo, podría escribir sobre las lenguas africanas y asiáticas que escucho durante el reparto: el padre afgano o sirio, no me atrevo a preguntar, que responde a sus hijas en un idioma que desconozco y que siento hermoso y parte del pasado. Llevan apenas un año aquí, él ya habla español, su mujer apenas sabe decir hola y gracias y sus niños se despiden en euskera. O la mujer china que habla bajo y rápido cuando responde en su lengua a su marido. O el matrimonio magrebí y su acento musical. Escucho palabras de otros continentes y tiempos, palabras que desconozco y a las que podría dar el significado que yo quisiera.