Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
Mostrando entradas con la etiqueta deslizándose sobre la superficie de las cosas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta deslizándose sobre la superficie de las cosas. Mostrar todas las entradas

martes, 19 de agosto de 2025

un muro de libros

Hace un par de meses, sin un motivo claro, formé un muro de libros en la mesa de la cocina. Eran las lecturas del año pasado. Como en mi niñez, cuando construía torres simétricas con las piezas de un tente, apilé los libros por tamaño y editoriales, una manera de buscar cierto orden y armonía. En estos dos meses han estado a nuestro lado, fuera de las estanterías, mientras comíamos, cocinábamos o nos sentábamos a escribir (yo) o dibujar en piedras (e.). A veces miraba la portada de los libros superiores, y recordaba la emoción de alguno de ellos —del asombro al hastío—, dónde la leí, en qué librería lo compré, si ocurrió algo inusual en los días de su lectura. Terminé Otras crónicas marcianas, por ejemplo, en el porche de un camping en Oyambre, una mañana de lluvia y niebla —la blancura de la lluvia, de la niebla, como parte del paisaje de un Marte ancestral—. Compré Sagapó y El salario del miedo en un par de librerías gijonesas. Recuerdo la fascinación por la escritura seca de Graciliano Ramos en Vidas secas, sus personajes más sombras que presencias, el aburrimiento inesperado de Baumgartner y Tierra salvaje, la nostalgia con la que salí de El cómputo de los días, Sé mía o Fuente amarga, el salvajismo de los relatos de En el sur de Indiana, la admiración por los libros de Labatut donde ensayo científico y ficción. Y si hay un libro que quedará cosido a mi propia vida será A lo lejos, de Hernán Díaz, empezado una mañana de diciembre antes del amanecer, antes de saber el ingreso de mi madre, un libro al que me uní en aquellos nueve días donde mi madre estuvo ingresada en la unidad de reanimación y leía de a poco en la sala de espera, alargando su lectura porque mientras leía mi madre seguía viva, un libro que terminé días después de su muerte, agotado, frágil y desamparado y del que recuerdo la soledad de un hombre sin lenguaje en los paisajes cambiantes de Norteamérica. De mi última lectura del pasado año, Abel, no retuve nada, pasé por sus páginas como quien se pierde en un desierto. La ausencia repentina de mi madre transformó los días invernales. 

Hoy he abierto el muro y desplegado las diferentes columnas ante mí. Podría escribir sobre el número de lecturas del año pasado pero, ahora, me pregunto por el tiempo dedicado a este muro de libros,
cuántos días de dos mil veinticuatro habré completado con todos ellos. Y no sólo mi tiempo. Me pregunto cuánto tiempo total hay en esos libros, el de los autores desde la primera idea hasta la última corrección o el del trabajo de edición. O por todas las páginas que no acabaron en esas novelas, ensayos, crónicas periodísticas, cartas o poemas, toda esa poda que terminó en la basura, real o virtual. O cuantos personajes y paisajes, con nombre o sin él, aparecen en esos libros y fueron inventados o sacados de la realidad circundante. O la suma total de las palabras usadas, de las palabras únicas, sin repetir. O cuántas veces se dicen las palabras arroyo olvido locura en ellas y escribir un largo poema combinando esas palabras con aquellas no escritas. 

Hay media docena de libros en este muro de los que no he recuerdo apenas nada. Otros, en cambio, todavía retumban en este nuevo año lector. Cristo se detuvo en Éboli, El general del ejército muerto, Trabajo sucio, El fin del “Homo sovieticus”, Los suicidas del fin del mundo, Los años de bronce, los cuentos de Pavese, los poemas de Frío polar, por poner algún ejemplo. Hace años tenía miedo de olvidar mis lecturas. Entonces, intenté crear un diario. Durante meses escribí en varios cuadernos las impresiones de las páginas leídas y cualquier cosa que me llamase la atención en ese día, una frase sorprendente de mi padre, una lluvia inesperada, la soledad en un vagón de tren. Escribía a lápiz en una letra que pasó de grande y espaciosa a apretada y estrecha. Fueron tres cuadernos en el segundo año de pandemia, el año donde mi padre murió. Si no escribía, olvidaba. Si olvidaba era como no haber leído. Ahora ese diario es un acto interno que desarrollo a la par que la lectura. Subrayo frases, pienso en la voracidad o el laconismo de una escritura, armo reseñas mentales que no escribo al llegar a casa —las guardo dentro, como los hombres-libro de Bradbury—, marco páginas y dejo hojas secas en aquellas que quiero reabrir primero, cuando esté entre el olvido y la espera. 

Aún guardo anidado ese miedo a olvidar, no ser Funés el memorioso, pasar por una lectura como por un espacio en blanco. Que no quede nada. Como si cada gesto tuviese que ser significativo, un hito en el camino. Un miedo que esconde un pánico mayor.

(2025.06.01)


El muro de libros

    • Compadezcan al lector - Kurt Vonnegut y Suzanne McConnell. Trad. Francisco Díaz Klassen. Catedral 
    • Tiempo de matar - Ennio Flaiano.Trad. Carlos Clavería Laguarda. Altamarea 
    • En el sur de Indiana - Frank Bill. Trad. Ce Santiago. Malas tierras
    • Samarcanda - Amin Maalouf. Trad. María Concepción García-Lomas. Alianza editorial
    • Espía de la primera persona - Sam Shepard. Trad. Mauricio Bach. Anagrama 
    • Luna de miel - Chuck Kinder. Trad. Aurora Echevarría. Circe 
    • Fuente amarga - Ignazio Silone. Trad. Carlos Clavería Laguarda. Altamarea 
    • Oriente Medio, Oriente roto - Milkel Ayestaran. Ediciones Península 
    • Cuando las mujeres fueron pájaros. Cincuenta y cuatro variaciones sobre la voz - Terry Tempest Williams. Trad. Isabel Zapata. Ediciones Antílope
    • Escribir para salvar una vida - John Edgar Wideman. Trad. Alberto Moyano Muñoz. Piel de Zapa 
    • Trabajo sucio - Larry Brown. Trad. Javier Lucini. Dirty Works
    • El martirio de la joven/La sonrisa de las piedras - Akira Yoshimura. Trad. Sandra Ruiz. Marbot ediciones
    • Rombo - Esther Kinsky. Trad. Richard Gross. Editorial Periférica 
    • Cartas desde el manicomio - Dario Džamonja. Trad. Marc Casals. Sajalín 
    • Acerca del robo de historias y otros relatos - Gueorgui Gospodínov. Trad. María Vútova. Impedimenta
    • Un mundo aparte - Gustaw Herling-Grudzinski. Trad. Agata Orzeszek y Francisco Javier Villaverde. Libros del Asteroide 
    • La casa del recuerdo y del olvido - Filip David. Trad. Patricia Pizarroso. Automática editorial 
    • El general del ejército muerto - Ismaíl Kadaré. Trad. Ramón Sánchez Lizarralde. Alianza editorial 
    • La subversión de Beti García - José Avello. Alianza editorial 
    • Cristo se detuvo en Éboli - Carlo Levi. Trad. Carlos Manzano. Pepitas de calabaza 
    • Los suicidas del fin del mundo - Leila Guerriero. Tusquets editores 
    • Cuentos de soldados y civiles - Ambrose Bierce. Trad. Jorge Ruffinelli. Edhasa 
    • Isolina. La mujer descuartizada - Dacia Maraini. Trad. Raquel Olcoz. Altamarea 
    • La última del domingo - Karmelo C. Iribarren. Visor 
    • Cuarteles de invierno - Osvaldo Soriano. Altamarea 
    • Sé mía - Richard Ford. Trad. Damià Alou. Anagrama
    • Otras crónicas marcianas - Ray Bradbury. Trad. Marcial Souto. Libros del zorro rojo
    • Sobre el fuego - Larry Brown. Trad. Javier Lucini. Dirty Works 
    • Un verdor terrible - Benjamín Labatut. Anagrama 
    • La luna en el arroyo - David Goodis. Trad. Diego de los Santos. Sajalín editores 
    • El camino a casa - Henriette Roosenburg. Trad. Alfonso Zuriaga. Altamarea 
    • El cómputo de los días - Sam Shepard. Trad. Javier Calvo. Editorial Hojas de Hierba 
    • Tarántula - Eduardo Halfon. Libros del Asteroide 
    • Tierra salvaje - Robert Olmstead. Trad. José Luis Piquero. Hermida editores 
    • Baumgartner - Paul Auster. Trad. Benito Gómez Ibáñez. Seix Barral 
    • El sueño de la aldea Ding - Yan Lianke. Trad. Belén Cuadra Mora. Automática 
    • La acusación. Cuentos prohibidos de Corea del Norte - Bandi. Trad. Héctor Bofill y Hye Young Yu. Libros del Asteroide 
    • El amigo - Sigrid Nunez. Trad. Mercedes Cebrián. Anagrama 
    • Los cuentos - Cesare Pavese. Trad. Esther Benítez. Debolsillo 
    • Una muerte roja - Walter Mosley. Trad. Susana Lijtmaer. Anagrama
    • El atado - Ilse Aichinger. Trad. Adan Kovacsics. ediciones del subsuelo 
    • Los años de bronce - Slobodan Snajder. Trad. Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek. Armaenia editorial 
    • MANIAC - Benjamín Labatut. Anagrama 
    • De repente llaman a la puerta - Etgar Keret. Trad. Ana María Bejarano. Siruela
    • El fin del "Homo sovieticus" - Svetlana Alexiévich. Trad. Jorge Ferrer. Acantilado 
    • Sagapò (Te quiero) - Renzo Biasion. Trad. Juan Díaz de Atauri. Acantilado 
    • Abecedario de pólvora - Yordán Radíchkov. Trad. Viktoria Leftérova y Enrique Gil Delgado. Automática 
    • Cuál es tu tormento - Sigrid Nunez. Trad. Mercedes Cebrián. Anagrama 
    • La piedra de la locura - Benjamín Labatut. Anagrama 
    • Los vulnerables - Sigrid Nunez. Trad. Mercedes Cebrián. Anagrama
    • El salario del miedo - Georges Arnaud. Trad. Encarna Castejón. Contraseña editorial
    • Vidas secas - Graciliano Morales. Trad. Antonio Jiménez Morato. las afueras 
    • Lamento lo ocurrido - Richard Ford. Trad. Damià Alou. Anagrama 
    • Una vida de tres perros - Abigail Thomas. Trad. Regina López Muñoz. Errata naturae 
    • Más de un siglo se alarga el día - Chinguiz Aitmátov. Trad. Marta Sánchez-Nieves Fernández. Automática 
    • Mi planta de naranja lima - José Mauro de Vasconcelos. Trad. Carlos Manzano 
    • Frío polar - Isabel Bono. Tusquets 
    • Via Gemito - Domenico Starnone. Trad. Salvador Expósito. Altamarea 
    • Los alegres funerales de Alik - Liudmila Ulítskaya. Trad. Víctor Gallego Ballesteros 
    • Expreso al paraíso (Memoria de una locura) – Mark Vonnegut. Trad. José C. Vales. Libros del Kultrum 
    • Plan de evasión - Adolfo Bioy Casares. Austral 
    • Pan - Knut Hamsun. Trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Nórdica 
    • Soberanía del vacío - Christian Bobin. Trad. Alicia Martínez. Ediciones El Gallo de Oro
    • Cartas de oro - Christian Bobin. Trad. Alicia Martínez. Ediciones El Gallo de Oro 
    • La vida pasajera - Christian Bobin. Trad. Alicia Martínez. Ediciones El Gallo de Oro 
    • A lo lejos - Hernán Díaz. Trad. Jon Bilbao. Impedimenta
    • Abel - Alessandro Baricco. Trad. Xavier González Rovira. Anagrama 


miércoles, 6 de agosto de 2025

luz


Se acerca con timidez. Es una mujer mayor, con un carro de la compra, camino del supermercado. Te vi ayer y no me atreví a preguntarte, dice. Imagino que me preguntará por alguna carta o certificado que espera en estos días, algo que le urge, pero me dice, a media voz, ¿está tu madre viva? La miro por un instante, desarmado, mudo. Murió el diciembre pasado, respondo, ¿Y tu padre? Entrecierro los ojos. En septiembre de dos mil veintiuno, digo sin saber sin saber quién es y por qué estas preguntas, dos preguntas que me colocan, de nuevo, ante las muertes de mis padres, en las tardes de septiembre y diciembre de pie delante de una cama de hospital, la respiración sedada, el silencio denso y último y abarcador, el inicio de otro mundo sin la vida de mi padre, sin la vida de mi madre —y no hay belleza ni arte ni heroísmo en el acto de morir—. Hace mucho que no voy por el barrio, dice la mujer. Entonces, en su cara envejecida, atisbo la juventud de una vecina del barrio de mi infancia, cuando barro en vez de aceras, huertas donde hoy pisos, y en el horizonte fábricas negras y minas. Recordamos a quienes aún viven, los pocos que aún viven en el barrio, antes de despedirnos.
*
Hoy mi madre habría cumplido ochenta y tres años. Su ausencia se agranda en días así, sobre todo en este año de primeras veces donde ella no está —año nuevo, nuestros cumpleaños, el suyo, el día de la madre—. Cada día es un paso en esa ausencia de mi madre, en esa ausencia de mi padre —y ambas me llenan de una tristeza y una vulnerabilidad perennes, un sentirse desplazado, fuera de un lugar seguro—. Cada día es recordar su voz, su risa infantil, los fragmentos de recuerdos de una vida entera, cómo verla sentada en el sofá, con sus rompecabezas de unir los puntos, en silencio, mientras su concurso favorito de fondo, podía llenar una habitación, podía hacerme sentir seguro, como de niño. Intento conservar su ternura, la luz de su nombre, retener algún gesto suyo. 
*
Vi la ventana encendida del salón de mi madre desde el cercanías, camino del trabajo, antes del amanecer, durante los últimos años. Imaginaba su andar lento por la cocina, con la radio en el bolsillo. Empezaría a cocinar pronto, a la espera de mis hermanas y de mí. Ahora el tren pasa frente a esa ventana oscura. 
*
Enciendo una vela por mis padres al atardecer en un pequeño altar donde sus fotos, una vela sobre una piedra grande y redondeada con mandalas dibujados por e., flores de lavanda. Hablo con mi madre, le digo que la quiero y echo de menos. Hablo con mi padre, le digo que lo quiero y echo de menos. Ahora, en agosto, la luz de la vela se empequeñece con la claridad exterior. En el pasado invierno el tenue resplandor producía sombras en sus caras, avivándolas. En un cuento de Bradbury, creo, las almas de los escritores moraban en la Luna y se iluminaban mientras aún leyesen sus libros en la Tierra. Nosotros conservamos ese resplandor.

lunes, 23 de junio de 2025

Los lunes de Anay. Hogueras...

Están construyendo una pira al otro lado del río. Apilaban palés y maderos en un orden perfecto, como un chozo palentino. En el suelo, una bruja sentada en una escoba que coronará la hoguera. De niño, los adolescentes de mi barrio buscaban troncos y ramas en los bosques cercanos. Llevaban hachas en sus manos. Entonces, sus figuras se acrecentaban. También había colchones y viejos muebles y juguetes rotos en unas hogueras que todavía humeaban al día siguiente. Eran construcciones caóticas, con salientes y sin figuras decorativas. A medianoche bebíamos naranjada con bizcochos sentados en la acera mientras nuestras madres hablaban entre ellas sin vigilarnos. No hacíamos rituales como saltar sobre el fuego, danzar a su alrededor, quemar papeles con nuestros miedos —eso llegaría más tarde, con e., en nuestros ritos domésticos para ver arder aquello que queríamos dejar atrás—. Nos acostábamos de madrugada, en una oscuridad resplandeciente de fuegos, y la piel nos olía a hoguera.

(Hoy, como cada atardecer, encenderé una vela por mi madre, por mis padres. hoy hace seis meses que falta y que nos sigue iluminando)


Los lunes de Anay. Hogueras…


Sant Joan 2025
"Hoy sí, Emily,
 hoy sí"

                            ÁNGELA SERNA


CONTIGO MISMA

Reencontrarse acaso
una vez ya perdida
en las sendas del bosque.
No hay lobo cruel,
Caperucita,
ni está mamá
para contarte el cuento
de las migas y los pájaros.
Tampoco el de los niños y las fresas.

Las fresas permanecen a salvo
entre las hojas de su mata,
si las dejas crecer.
Regando el corazón
que se te ofrece
puedes ser más feliz
que si lo arrancas.
Busca dentro de ti
las luces que más arden.

                                    ÁNGELES MORA



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 16 de junio de 2025

Los lunes de Anay. Credos...

Es ahora cuando asumo que he cumplido cincuenta. En febrero, dos meses después de la muerte de mi madre, mi primer cumpleaños sin ella y sin mis padres, la celebración fue triste y bonita, pero sin rastro del tiempo pasado —sí de espacios vacíos—. 
Hace poco escuché a Berto Romero decir que a sus cincuenta sentía ser la misma persona que era a los veinte. Dick hablaba de todos los yoes, todos los tiempos que tenemos dentro. Vamos sumando capa sobre capa y, a veces, somos capaces de recuperar una de ellas entre la vorágine de la rutina. A mis cincuenta encuentro aún al niño que fui, solitario, alocado, la búsqueda de un orden en los juegos de construcción y las series de números que escribía en cuadernos de papel pautado. También, la soledad cinéfila de mi adolescencia, el gusto por el viento y el cielo brutalmente estrellado de las noches de verano, la escucha atenta de otras historias —recuerdos de guerra, romerías, inviernos alrededor de la cocina, como antaño junto a una pequeña hoguera resplandeciendo—. Y las caras del amor y el miedo, el descubrimiento de la lentitud, la literatura y la muerte, la belleza en un camino blanco y el vuelo de una bandada de golondrinas,  la culpa y el olvido de todos estos años hasta hoy. La constante de la soledad y el silencio. 
Hace pocos días que me pregunto por estos cincuenta y los años futuros. Qué habrá de nuevo y cómo será mirar hacia atrás desde una distancia cada vez más lejana. Imagino, por los últimos años de mis padres, que me volveré nostálgico impetuoso, se acrecentarán los miedos, extrañaré todo aquello que una vez hacíamos sin dolor o temblor y haré listas de momentos vividos como espejismos: gauchos a caballo entre el tráfico, la quema de una página de Jack London como ritual en el fin de la tierra, los caminos blanqueados por la luz de la luna, los agujeros de bala en un puente de Novi Sad, la diminuta mano de mi sobrino, al poco de nacer, abarcando mi dedo índice.



Los lunes de Anay. Credos…

A mis 50.

"La luz del sol no sabe lo que hace
y por eso no se equivoca y es 
comunal y buena"

                                                 FERNANDO PESSOA



Andar, mirar mucho hacia arriba
repetir aquí no basta
con un pie que tiembla
Acaso es que es
mentira
no existe otro
lugar
Algo alguien
¿verdad?
tiene que haber
Si no      dime
cómo es que hay
un niño que va dejando arroz
para que baje un pájaro
hasta su mano

                                              CARLA NYMAN



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 9 de junio de 2025

Los lunes de Anay. Aftersun...

Desde hace más de tres años, cierro la puerta de casa a las cinco y media de la mañana. En invierno, las heladas y la oscuridad. Hoy, la primera luz en el cielo y Venus sobre los montes —busco su destello mientras me digo buen camino y doy los buenos días a mis padres. Y si estoy triste o nervioso, repito aquel mantra del reiki “sólo por hoy…”— Apenas el ruido de los pabellones del polígono cercano, el retumbo de algún coche, el gorjeo de los mirlos junto a la estación del metro. Poca gente, siempre los mismos en el mismo lugar del andén y los vagones, como una superstición. Leo, de pie en el metro y luego sentado en el tren, los reencuentros de Delbo, años después, con sus compañeras supervivientes de los campos de concentración. Es una lectura bella y dura, porque la escritura de Delbo es bella y dura al escribir sobre la imposibilidad del regreso (volver no significa regresar), sobre la no existencia y ausencia de palabras y la negación del llanto, sobre retomar la vida de a poco, y preguntarse, al ver un rostro, si les hubiera ayudado a caminar. La voz de esas mujeres me acompaña en su intento de volver a la vida mientras, fuera del tren, un amanecer carmesí. 


Los lunes de Anay. Aftersun…

"Tú no tienes la culpa del incendio"

                                                    JESÚS COTTA

PURA VIDA

Con la melena
al viento,
ondeando,
y esa mezcla de recato y brío,
la cajera
del supermercado
cruza el parque
en bicicleta
hacia la playa,
                     y me adelanta
y es...no sé...
cómo decirlo...

todo lo contrario
a que te adelante
una funeraria.

                             KARMELO C. IRIBARREN



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

domingo, 4 de mayo de 2025

las manos de mi madre

Dice Bobin en El vendedor ambulante, “Lo esencial está en eso en lo que no reparas y que está frente a ti”. También dice “lo esencial es aquello que ningún conocimiento puede alcanzar”. Bobin  es el escritor de la luz, lo imperceptible, la dicha. Me recoge, Bobin, en los momentos de desasosiego y agitación. Creo que lo esencial, para mí, es todo aquello que ha traspasado el cedazo de mis cincuenta años, los rostros, gestos, libros que permanecen y forman parte de mí.
En julio mi madre me enseñó uno de sus dibujos de unir los puntos. Me preguntó si reconocía el retrato. Era parte de mi rutina. Terminaba de trabajar, comía en casa de mi madre, me sentaba luego al sofá mientras veíamos la tele o dibujaba sus rompecabezas. Recuerdo, hoy, la última vez que escuché su voz, un trece de diciembre. La despedida habitual, un adiós, un beso en la mejilla. Pocas veces reconocemos una última vez. 
Durante nueve días, mi madre permaneció intubada, sin voz, sin apenas moverse de su cama de hospital salvo para los ejercicios de rehabilitación. Mi madre nos hacía la pregunta muda de qué le había pasado. Nunca le dijimos la causa de su ingreso, en un intento, creíamos, por protegerla y no atemorizarla. El domingo antes de morir, durante dos horas, dirigí a mi madre y conté las veces que levantaba una pierna o un brazo o le hacía contener la respiración antes de soltar todo el aire. Usábamos una pizarra para comunicarnos con ella. Lo último que escribí en ella es lo mucho que la quería. Su último gesto, un beso desde sus labios intubados. 
Esta semana he soñado con mi madre. Repetía su pregunta hospitalaria. En el sueño pude decirle que sufrió un derrame cerebral. 


En julio pasado, el gesto de mi madre enseñándome el retrato a bolígrafo hizo que me sentará a escribir al llegar a casa. Escribí sobre sus manos (como podría haber escrito sobre su voz, sus ojos pequeños, el sabor de sus platos, todo ello ausente hoy, en este mundo con menos luz)




las manos de mi madre


Me enseña su último dibujo, mi madre, una silueta formada por cientos de líneas que atraviesan y se suceden a lo largo de puntos negros. Me pregunta si sé quién es. Wayne, es John Wayne le digo mientras miro el dibujo en mis manos. A mi madre le gustan cuadernos de unir los puntos. Se sienta en el sofá, coge sus bolígrafos de colores, busca el inicio y rastrea los números, que a veces llegan hasta mil. A veces intentamos adivinar el dibujo antes de empezar. Vemos los puntos y los números y todo ese espacio (en) blanco entre en ellos, como materia oscura en un universo finito, y decimos objetos o personajes al azar. Está a punto de cumplir ochenta y dos años, mi madre, se mueve con torpeza y lentitud y miedo y apenas sale a la calle más allá de sus citas médicas. Cuando hablo con ella por teléfono me sorprenden los momentos donde su risa y su voz parecen de niña —e intento imaginarla en su tierra gallega, antes de perder a su madre con ocho años, con zocas de madera y ese caldo que era, decía, la única comida, salvo en navidad, que había galletas; o algo más mayor, llevando a las vacas a pastar con alguno de sus hermanos, o las tardes en casa de la costurera con las demás muchachas de la aldea, o aquella vez que viajaron a la costa y vio por primera vez el mar, o su primera impresión de la gran ciudad: su recuerdo de mirar constantemente hacia el cielo, embobada por la altura de los edificios—.
*
Las manos de mi madre están arrugadas. No tiemblan como las de mi padre. Me gusta observar cuando dibuja o cocina o recoge los platos del escurridor, la paciencia y lentitud de sus gestos, los surcos en su piel blanca, la concentración del buscador. Sé que está triste, mi madre, desde la muerte de mi padre. Que siente la ausencia. Que los muebles le devuelven una frialdad que no había cuando estaban los dos juntos. 
*
Las manos de mi madre tejieron nuestros jerséis de cuando niños, recuerdo la misma concentración de hoy pero una ligereza desaparecida. Veo, a veces, nuestras fotos de niños y sonrío por esos jerséis de los tres hermanos que siento de un rojo cegador. 
*
Las manos de mi madre escribían cartas a su familia. Doblaba una hoja por la mitad, como un libro de cuatro páginas, y escribía con su letra redonda y grande. La recuerdo en la cocina, inclinada sobre la mesa blanca que una vez construyó mi padre, al igual que lo hago yo desde esta mía donde un ventanal de cinco metros a árboles, tejados y, hoy, un cielo brutalmente azul. 
*
Las manos de mi madre descansan cruzadas sobre su regazo. Ve concursos televisivos, escucha la radio —y en mi infancia la radio siempre estaba encendida—, ya no lee —porque de ella eran esos libros extraños dentro de un armario blanco: El padrino, El graduado, Tiburón, Dinero para María…—, espera nuestra llegada para tocarnos el pelo al besar sus mejillas.
*
Las manos de mi madre acompañan su hipo con pequeños saltos. Voy a crecer, dice hoy, como nos decía de niños. El hipo, el verano, las fiebres eran el motivo de nuestros estirones.

22.07.2024

lunes, 17 de febrero de 2025

Los lunes de Anay. Compromiso...

Creo que no hace falta decirte cuánto me ha tocado este lunes. Lo he leído varias veces a lo largo del día, y cada una de esas veces he terminado con el corazón del revés. Te podría hablar de las mañanas donde mi padre me aguantaba la bicicleta para que aprendiera a andar en ella, o de las tardes en la cocina, mi madre con un libro de historia y yo repitiendo una lección hoy ya difusa, o de la última vez que busqué a mi madre para que me consolara, hace unos años, el llanto puro, su mano en mi cabeza, mi cabeza en su vientre. 

Hoy he soñado con mi madre. Apenas aparece en mis sueños, al contrario que mi padre, al que veía andar sin temblores, su cuerpo viejo pero atlético, o sonreír porque había superado su fiebre o aquel en el que me decía que me quería. En el sueño, la cara blanca de mi madre, su cabeza ladeada en la cama y la lengua entre sus labios, como la tarde que murió, y una mano que le limpiaba con un pañuelo todo ese blanco de la cara. 

Sonreí en el reparto, esta mañana. Si con la muerte de mi padre sentía que me protegía de algún modo allá donde esté, mi madre me trae su nombre, Luz. Si sonrío hay luz, y si hay luz está ella. Hubo más de un momento memorable. Una mujer de ochenta y cuatro años, mientras firmaba un certificado, me decía con voz traviesa que aún iba a la escuela —después de una pausa, apuntilló, de adultos—. Se juntaba con sus amigas antes de las clases, hacían excursiones, recordaban sus días de escuela. Tenía una cara radiante, esta mujer estudiante. Una niña miraba sorprendida las revistas y cartas en mi mano. Me preguntó que eran. Al responderle me dijo que llevaba muchas. Los niños me miran fascinados, como si fuese un mago o mi oficio no fuese cosa de otros tiempos. Y el viernes pasado, un hombre mayor de mi sección, jubilado hace tiempo, llevaba, vestido de ciclista en ruta, un ramo de rosas en equilibrio sobre su bicicleta.

He abierto una de las hojas de nuestro ventanal de cinco metros. Hace un calor extraño, hay margaritas en la campa junto a casa donde los perros corren y se revuelcan en la hierba y el cielo parece en pausa. Suenan algunos pájaros y la estela de coches lejanos. Es un atardecer tranquilo, ýb, de esos que se posan poco a poco en mi ánimo, que me hacen seguir el cambio de la luz y la aparición de las primeras estrellas. No necesito más —ayer, cocinaba mientras e. meditaba en otra habitación. Cortaba las verduras y preparaba el cuscús. Gestos que amé porque veía la luz junto al ventanal, cocinaba, e. estaba en la otra habitación y sentía todo el camino hasta ese instante extraordinario—.


Los lunes de Anay. Compromiso…

“tu corazón en orden
Sin querer atender a ningún otro asunto”

                                                              JAVIER BOZALONGO

EQUILIBRIO

Papá aflojó los tornillos
Para que aprendiera
A andar sin las rueditas.
Ella me llevó a la vereda de tierra
Que rodea al hipódromo,
Justo enfrente de casa.
Y cuál es la necesidad
De aprender a sostener
Mi cuerpo todo de nuevo.
Le hice prometer que no
Me soltaría por nada del mundo;
Giraba apenas mi cuello
Para ver que ella siguiera ahí,
Corriendo justo detrás de mí,
Agarrándome de la parte baja del asiento.
«Yo no te suelto -me decía-,
Yo no te suelto»,
Pero para ese entonces
Ya estaba pedaleando sola
Y no me daba cuenta
De cómo ella se alejaba de mí,
Aun quedándose quieta
Entre los troncos viejos y gruesos.
Me enojé tanto cuando me di vuelta
Que rechacé ese objeto
A un costado de la vereda
Y quise volver a casa.
Ahora voy esquivando colectivos,
Haciendo finitos, calculo
El tiempo exacto para pasar en rojo
Y no morir en el asfalto,
Pero así y todo no voy a reconocerlo.
He decepcionado muchas veces a mi madre
Y sé que seguiré haciéndolo.
No hay lugar en el mundo
Para dos personas iguales,
Ni siquiera lo hay en una casa,
Y por eso me fui apenas terminada la escuela.
Pero es necesario para que mamá aprenda.
El equilibrio se fabrica con la distancia,
Si nos quedamos quietas
Seguramente nos vamos a caer.
Ahora rebobino el cassette

Y resulta que soy yo la que se aleja
Mientras ella se queda parada,
Palideciendo bajo el sol de un domingo.
Pero yo no te suelto, mamá,
Yo no te suelto.
                                   DAIANA HENDERSON























Feliz lunes

Un beso,

Anay

lunes, 17 de junio de 2024

Los lunes de Anay. Arrieros somos...

Unas semanas después de la muerte de mi padre busqué en sus cajones y carpetas en busca de su letra apretada y torcida. Encontré poca cosa, su cartilla militar y profesional, los mensajes de amor y recuerdo escritos en el reverso de sus fotografías, recortes de periódicos que hablaban de los pueblos donde vivió. Poco más. En ese momento extrañé un diario o anotaciones en un cuaderno a lo largo de los años que me mostraran el mundo en el que vivió mi padre, el mundo que sólo él veía y sentía, ante el que se encontraba solo y desnudo. Mi padre es historia oral, son mis recuerdos de él sentado en un banco, al aire libre, o desnudo en una ducha mientras lo aseaba o en un café ante una cerveza sin alcohol mientras hablaba de un mundo hoy desaparecido —aún guardo tres audios de sus últimos días, donde se relataba los mismos recuerdos con una voz que parecía ajena a él, con un eco extraño y robotizado—. 
Escribo a ýb estas cartas con las que intento que este mundo mío no se pierda y compartirlo más allá de las conversaciones con e. Decía Cărtărescu que la única literatura a leer es la memorística. 
Hoy, por ejemplo, podría escribir sobre las lenguas africanas y asiáticas que escucho durante el reparto: el padre afgano o sirio, no me atrevo a preguntar, que responde a sus hijas en un idioma que desconozco y que siento hermoso y parte del pasado. Llevan apenas un año aquí, él ya habla español, su mujer apenas sabe decir hola y gracias y sus niños se despiden en euskera. O la mujer china que habla bajo y rápido cuando responde en su lengua a su marido. O el matrimonio magrebí y su acento musical. Escucho palabras de otros continentes y tiempos, palabras que desconozco y a las que podría dar el significado que yo quisiera.


Los lunes de Anay. Arrieros somos…

"Como la lengua
que siempre va
a la llaga de la boca
y escarba,

uno es consciente de la herida."

                                               CRISTINA SÁNCHEZ-ANDRADE


LA VENGANZA

La venganza
que sigue a todo gesto
de inventar
nuevas formas de desdén.

Al orgullo
no quieras convencer.

Son los hechos
la sal de la memoria.

                                 ANAY SALA




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

jueves, 23 de mayo de 2024

ochenta y dos

Interrumpen su ascenso unos metros delante de mí. Durante un par de kilómetros, sólo sus voces y mis pisadas y el horizonte abierto. Las peregrinas buscan el inicio de este camino, abajo, en el valle, observan las cumbres que días atrás veíamos en el horizonte cuando el camino llaneaba entre campos segados y áridos, descubren aldeas y casas solitarias en los pliegues de las laderas, el silencio abrumador y la cercanía del cielo. Una de ellas extiende los brazos, como si buscara abarcar el paisaje entero entre ellos, y grita hacia la inmensidad alrededor. Es un grito de alegría y apasionamiento, un arrebato y una certeza, la armonía entre el mundo desnudo y nuestro corazón desnudo. Repite el grito, dos, tres veces, su eco adentrándose pendiente abajo, hacia los santuarios improvisados con piedras, fotografías, cartas de letra apretada, pequeños corazones de madera con las palabras family y faith escritas en su centro y hojas secas; hacia el camino bajo castaños y robles cubierto con las primeras hojas secas rojizas; hacia las rampas que nos doblegaron y frenaron nuestro paso; hacia el campanario de una iglesia encerrado entre árboles antes de la ascensión. Sus gritos me detienen en este camino despejado cerca de la frontera lucense, apaciguo mi marcha y encuentro en ese paisaje de cumbres y valles en sombra reflejos de aquel de mi infancia en tierras gallegas. 
Unas horas atrás, el silencio antes del amanecer y la oscuridad tras las últimas casas de Villafranca del Bierzo. El cielo estaba claro y el temblor de las estrellas me recordó el sonido de unas viejas campanas. Me adelantaban y adelantaba a otros peregrinos madrugadores y ahí fuera, entre los campos y los senderos mudos, las luces de nuestras linternas frontales formaban un camino de luciérnagas. Marchamos junto a una carretera comarcal, atravesamos una aldea de casas abandonadas en el albor del día, vimos purpurear las cumbres de los montes, la salida del sol a nuestra espalda y, delante, nuestras sombras alargadas, menguando a lo largo de la mañana y el camino.

Mi padre, antes de morir, nos repetía los mismos recuerdos una y otra vez. Jornadas de pesca, ruadas nocturnas, comidas memorables en la costa gallega, bromas pesadas a los furtivos. No eran significativos, creo —no hablaba, en esas últimas semanas de vida, de su primer amor o la primera vez en la gran ciudad, fuera de su aldea, ni de los años solitarios antes del reencuentro con mi madre en esta tierra vasca, el nacimiento de mis hermanas y el mío propio, los días de jubilación, antes de los temblores, en su mesa de carpintero—. Se relataba su propia vida con una voz que no parecía la suya, una voz ronca y de autómata. No importaba mucho si hacíamos preguntas; iniciaba uno de esos recuerdos y tiraba de él como las mulas de carga hasta exprimirlo por completo.  

Había días, sin embargo, donde permanecía en un silencio aislador. Sentado en un banco junto a casa, se inclinaba sobre sus rodillas con la mirada lejana y las manos cerradas en un gesto de rezo que intentaba ralentizar sus temblores. En ese silencio, creo, repasaba su vida entera, del chaval en una tierra y un tiempo míseros pero con recuerdos inesperadamente luminosos al hombre de cuerpo retorcido con miedo a morir y congoja ante su torpeza y desmaña, todos los recovecos secretos, todo el amor y la angustia y la ternura experimentados. Tal vez sintiera asombro por la vida recorrida o sólo estupor y desconcierto por su rapidez. Tal vez sólo dolor y miedo. Ese silencio, su silencio

Mi silencio es este camino que me acerca a su tierra. Hoy no pesa la mochila en mi espalda, ni siento el cansancio en mi cuerpo. No descanso, cruzo los pueblos a un ritmo endiablado y siento que la sangre tira de mí hacia esa frontera en las cumbres. Mi corazón late fuerte y rápido y acongojado, y el paisaje es invisible, apenas una mancha difusa y alejada. Me detengo en la última aldea, antes de la ascensión —despierto de mi aturdimiento al ver en lo lato del camino, entre los valles boscosos, un campanario gris entre los  árboles—. Me siento junto a un riachuelo, entre flechas amarillas y señales de otro camino entre valles y minas. El agua corre clara entre los cantos rodados. 

Olía a barniz y serrín, mi padre. Y a sudor y madera. Las mañanas de orballo y niebla veía su silueta negra en aquel taller bajo el hórreo donde herramientas y polvo. Fumaba ducados —el humo de sus cigarrillos, niebla—. Me asombraba el desorden alrededor de mi padre contra sus gestos seguros y equilibrados en su banco de carpintero. Mi padre guiñaba un ojo al pasar la escuadra por la superficie de una tabla, dejaba el cigarro en el borde del banco, cepillaba la madera y volvía a empezar, cigarro, escuadra, borde, cepillo, hasta que se sentía satisfecho —cada gesto, un convencimiento—. Era meticuloso, mi padre.

Asciendo por un camino de piedras y tierra blanca, como aquel que cruzaba las aldeas de mis padres para convertirse en una promesa. Entonces, me encuentro con un hito con una cruz roja de Santiago que marca la frontera castellano-lucense. Dejo la mochila a un lado del camino. Estoy a campo abierto, aún quedan unos kilómetros hasta la cumbre y el final de etapa, y la sangre tira como me decían en Argentina los hijos de andaluces y murcianos. Han dibujado un corazón rojo y han escrito mensajes y nombres en español, italiano, inglés en el hito —también en las piedras a su alrededor—. Este dejar señales de nuestro paso, este conversar con nuestro yo íntimo y con el otro, este creer que una piedra conservará nuestro recuerdo. Hace un año vi morir a mi padre, —hace un año de esta tristeza lenta y subterránea, de los sueños donde mi padre no tiembla al andar y me dice que me quiere o vuelve a ser un joven con cuerpo de titán; hace un año que sus palabras, su voz, sus gestos reverberan en mí, él río yo afluente; hace un año que su ausencia tiene la corporeidad de estas piedras—, y con él, el final del mundo que mi padre fundó un veintitrés de mayo de mil novecientos cuarenta y dos. Hoy, frente a esta frontera imaginaria y oculta, antes de proseguir este camino blanco hacia una iglesia en la cumbre donde escucharé una plegaria en lengua navaja, busco una piedra donde escribir el nombre de mi padre.


23.05.2022/23.05.2023

lunes, 20 de mayo de 2024

Los lunes de Anay. Narrativas...

Cae una lluvia firme y rápida, ahora. Abro la ventana para leer con su reverbero como compañía en esta tarde ensimismada. Es uno de mis tótems, la lluvia, como la primera luz de la mañana, los jirones de niebla sobre los montes o el polvo de un camino blanco. De niño, como todos los niños, saltaba sobre los charcos y daba patadas al agua, la lluvia hacia arriba y entre mis piernas, ajeno a las súplicas de mi madre. Hoy son los fugaces círculos de las gotas sobre la acera, rompiendo el reflejo del cielo y la ciudad sobre los charcos, quienes captan mi atención. Esta lluvia y el lento apenumbrarse de la tarde en las hojas de un libro.
*
Mis padres querían que bajase a la calle, creían que era un niño tranquilo y solitario, siempre delante de la televisión, armando rompecabezas y torres en el suelo o anotando en un cuaderno pautado hileras de números por la asombro de su dibujo sobre la hoja. Mi padre me invitaba a ir con él a su taller de carpintero, cosa que raras veces sucedía, mi madre me decía que saliese al barrio en una época donde éramos docenas de niños divididos por edades y habilidades. Los pequeños, como mis hermanas y yo, jugábamos a la comba, la rayuela o pintábamos con tiza un circuito quebrado para jugar a las chapas y ser Lejarreta, Alberto Fernández, Hinoult. Los mayores, que ocupaban el aparcamiento entre los edificios de ladrillo rojo y armaban partidos de béisbol que ojeábamos sin comprender, se cronometraban en carreras alrededor de uno de esos edificios que siguen siendo de ladrillos rojos —pero de un rojo deslucido, hoy— o lanzaban piedras hacia las huertas y las lejanas vías del tren en un concurso de fuerza y distancia. Eran hermosos, aquellos chicos y chicas en el inicio de su madurez, sus cuerpos ágiles y ligeros y fuertes, su confianza y energía impetuosas, el futuro delante de ellos, inmaculado y completo. Cuando veo a un par de ellos, hoy, es como la gota de lluvia que quiebra el reflejo en un charco —el resto orillaron las drogas, los accidentes de tráfico, las pérdidas. Son felices (o buscan una parcela de esa felicidad prometida) o se han acostumbrado a una rutina calmante—
*
Es una semana de encuentros repentinos, como la lluvia a lo largo de los días. V. lleva un caracol en el dedo índice. Lo ha encontrado en la acera, dice, y busca un jardín con hierba donde dejarlo. Se siente tonta, dice. Yo tuve un caracol durante cuatro años, le digo. Apareció en unas hojas de espinacas, apenas más grande que mi uña del dedo meñique. Lo llamé Sísifo, y sonríe. Hace poco descubrí que escribía poemas que editaron en una asociación cultural del pueblo, junto a otras vecinas de mi sección (Uno de ellos, titulado Lavadero, dice: Pozo poco profundo / donde se lava la ropa / y las miserias de uno. / Rodillas que se doblegan / como castigo / y manos endurecidas / de frotar en el frío.) . V. es una mujer de voz y gestos tranquilos, cuida de los gatos callejeros y en nuestras conversaciones fugaces en el umbral de su puerta me pregunta por el frío de la mañana y se lamenta de estado del mundo. En sus poemas habla del miedo, de seguir soñando a pesar de todo, del abandono. Como c., otra poeta aficionada de mi sección, acumula palabras e imágenes. El relato de su mundo. 
*
Se elevan nubes de vaho de la hierba y recorren las aceras tras la lluvia. Parecen pequeñas tormentas de arena o remolinos de aire, antes de desvanecerse. 

18.05.24 


Los lunes de Anay. Narrativas…

"Ese saldrá ganando."  
                                     PAUL CELAN


PARÁBOLA DE LA BESTIA

El gato ronda por la cocina
con un pájaro muerto,
su nueva posesión. 

Alguien debería hablarle
de ética al gato mientras este
husmea el lacio pajarillo:

en esta casa
no ejercemos
la voluntad de este modo.

Cuéntale eso al animal,
con sus dientes ya
clavados en la carne de otro animal. 
                                                              
                                                              LOUISE GLÜCK 
                                                                 (versión de Andrés Catalán)




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

martes, 23 de abril de 2024

empiezo libros que nunca terminaré

Elijo Cristo se detuvo en Éboli para esta semana del libro. Es mi tercer o cuarto intento con los recuerdos del destierro de Levi en la Italia fascista de los años treinta —los anteriores fracasaron por querer leer a Levi sin la pausa que requiere su escritura lenta y precisa—. A veces entro en una lectura con el paso cambiado, estoy cansado y agarrotado tras el trabajo o abandono a las pocas páginas porque siento que no es el momento para un tipo de relato que requiere tiempo sin cortes. Ahora, me acerco a Levi con ánimo de caminante paciente para descubrir su mundo desaparecido.

Durante años me empecinaba en terminar cada libro empezado. Como si relegarlo a un impredecible “más adelante” fuera un sacrilegio. Aquello acabó cuando mi biblioteca creció hasta ésta donde unos seiscientos libros pendientes, visitaba las dos bibliotecas de mi pueblo en busca de libros descatalogados y mi paciencia para con los malos libros terminó. Hago tentativas y empiezo libros que nunca terminaré —que nunca se terminan—, altero planes de lectura, dejo de leer durante un par de días para vagar por las calles de Bilbao, en silencio, y que sean los edificios y los cielos reflejados en las torres Isozaki quienes me cuenten que aquello que vemos no es más que un simulacro de la realidad. Un relato. Y siempre vuelvo a la lectura, asombrado por presenciar otras formas de relatarnos (en) el mundo. 

*

Hace años que celebro este día en la misma librería. Si ese día no trabajo, me acerco sin ideas preconcebidas y con tiempo por delante. En pasados días del libro, unos párrafos al azar de Bonnie Jo
Campbell me descubrieron a sus mujeres salvajes; me reencontré con las voces entrelazadas y angustiadas de los muchachos de la Compañía K, me asombró que uno de mis más viejas búsquedas, Entierra mi corazón en Wounded Knee, tuviera una nueva edición y reincidí con Łem y Dovlátov. Hoy, cansado tras la campaña electoral y sabiendo que no tendría ganas de hacerme un hueco entre los otros lectores, entré a recoger los libros encargados tras repasar mis listas de deseos —siempre en perpetuo movimiento—. Bierce. Guerriero, Maraini, Berto. Sólo he leído a Bierce de este cuarteto. Y será el primero cuando abandone esa aldea entre precipicios donde está desterrado Levi. E intuyo que Los suicidas del fin del mundo, Isolina y El mal oscuro podrían ser un trío lector que casen bien entre sí. Esos son mis próximos planes lectores, hoy. 


(coda) 

Lee
Piensa
Resiste

dice la chapa que regalaron el año pasado en la librería Cámara.

jueves, 4 de abril de 2024

vínculos

Hoy, durante el reparto, buzoneé una carta, sólo una carta, escrita con bolígrafo azul, Pero hablé de ti a una vecina mientras le entregaba un certificado. Le pregunté si era la misma C. de los carteles del recital poético del próximo viernes. Me dijo que sí, que era el primer recital tras la pandemia, que ella se había animado pero que otras mujeres de la asociación ya no querían. Una perdió al marido, otras lo dejaron tras la pandemia, me dijo. C. es una mujer habladora y risueña y con una voz acogedora y cálida, me dice cariño —y una vez amante—, y se enfada cuando la trato de usted —de tú, háblame de tú, reniega siempre—. Sé que ese usted en mi trabajo es distancia y tiempo. Su vida no es fácil, ahora, el marido enfermo y los constantes cuidados. Como tantas mujeres en mi sección. Le dije que tenía una amiga poeta y le di tu nombre. Al cerrar la puerta me pidió que se lo repitiese. Para buscarte. 

Hay días así, de encuentros breves y tiernos. Hace tiempo que doy los buenos días a un octogenario con muletas cuando nos cruzamos en la estación, antes del primer metro. Levanto la vista del libro que esté leyendo en ese momento y le sonrío. Su andar me recuerda a mi padre, ese encogimiento extraño sobre sí mismo, la mirada perdida en el suelo y el miedo a tropezar. Hoy se paró por primera vez a hablar. Él también fue lector, donó sus libros a la biblioteca de Gernika porque no quería verlos desperdigados en casas ajenas, sólo conservó las obras completas de Blasco Ibáñez en tres tomos encuadernados en piel. Me contó que en su niñez les hacían leer El guerrero del antifaz pero que en las bibliotecas de sus abuelos encontraban libros prohibidos, que recordaba a una escritora de su juventud por una frase anticlerical y que un libro es el mejor amigo. Lees un capítulo, tiras el libro sobre una mesa y él no se enfada. Está ahí cuando vuelves, me dijo mientras guiñaba un ojo. Antes de bajarse, me confesó que iba a visitar a los amiguetes (eran las seis de la mañana), se tomaban un café juntos y charlaban; que estaba mal de las piernas pero no quería quedarse sentado y darle a la cabeza (y giró su dedo indicé sobre su sien), que no ha viajado mucho salvo en los libros.

Y hoy, también, me encontré con Vonnegut entre los libros devueltos de la biblioteca de mi sección. Humanos colisionando con humanos.

C. y este lector octogenario me acompañaron en este día en el que mi padre está aún más presente. Cada día un olor, una palabra, un objeto me llevan a él. Las hojas con las que sacaba sonidos de trompeta, sus lápices de carpintero tan diferentes a los míos, grandes, abultados y que trazaban gruesas marcas sobre la madera, las novelas del oeste que leía, el temblor en sus manos y piernas de sus últimos años y la altura de titán en mi infancia, los gestos medidos sobre su mesa de carpintero y sus brazos en jarras. Cada uno de nosotros somos un mundo en extinción y ojalá pudiéramos dejar un rastro más hondo y compartirlo con otros. Que no desaparezca en silencio. 

19.03.2024

lunes, 5 de febrero de 2024

Los lunes de Anay. Actitud...

Es un momento apenas. El sol en la copa de un roble aún joven, encendiendo las ramas donde hace unas semanas hojas secas. Estoy en una parada de autobús, cercado por el estruendo del tráfico y la agitación en las aceras alrededor, a la espera. 
Esta noche soñé con mi padre, otra vez. Tenía mi edad actual. Aún era un hombre robusto, sin arrugas, con sus manos de carpintero encallecidas. No dijo ni hizo nada, mi padre, en el sueño. Sólo sonreír con aquella expresión socarrona y de niñez tras alguna pillería. En estos sueños donde silencio y miradas reencuentro a mi padre con diferentes edades, en sus distintos cuerpos de árbol —el gigante espigado, el carpintero de manos seguras, el hombre tembloroso, atemorizado y rabioso de sus últimos meses que se relataba su propia vida en un bucle que finalizó una tarde de septiembre—. El sueño de hoy alumbra el recuerdo de mi padre en una cocina gallega, con el humo del sempiterno caldo a fuego lento en torno a nosotros, escuchando a su madre hablar de cuántos años tardó en destetarlo. Mi padre miraba hacia el techo —perpetuando ese recuerdo—, y sonreía en paz. 
Esa luz efímera sobre el roble ilumina ausencias y apaga el ruido circundante.


Los lunes de Anay. Actitud…

"Métete en mis asuntos"

                                   ANAY SALA


MATAR AL DRAGÓN

Ha llegado la hora de matar al dragón,
de acabar para siempre con el monstruo
de las fauces terribles y los ojos de fuego.
Hay que matar a este dragón y a todos
los que a su alrededor se reproducen.

Al dragón de la culpa y al dragón del espanto,
al del remordimiento estéril, al del odio,
al que devora siempre la esperanza,
al del miedo, al del frío, al de la angustia.
Hay que matar también al que nos tiene
aplastados de bruces contra el suelo,
inmóviles, cobardes, desarraigados, rotos.

Que la sangre de todos
inunde cada parte de esta casa
hasta que nos alcance la cintura.

Y cuando ese montón de monstruos sea
solo un montón de vísceras y ojos
abiertos al vacío, al fin podremos
trepar y encaramarnos sobre ellos,
llegar a las ventanas, abrirlas o romperlas,
dejar que entren la luz, la lluvia, el viento
y todo lo que estaba retenido
detrás de los cristales.

                                   AMALIA BAUTISTA




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

domingo, 31 de diciembre de 2023

hoy mañana el primer ayer

Dice Bobin, amor, gozo, lentitud. Vonnegut sólo conoce una regla, maldita sea, hay que ser amables —Vonnegut también nos dice que hemos venido a hacer el ganso—. Y en noviembre de mil novecientos noventa y uno, una lectora anónima escribió en un libro de Banana Yoshimoto la siguiente frase en francés: escribe lo esencial en la arena. Podría ser un buen deseo para el nuevo año, amor, gozo, lentitud, amabilidad y escribir lo esencial en la arena.

*

Este año tiene como centro nuestra mudanza a una nueva casa —donde el ventanal triple de cinco metros, como aquel de Cărtărescu en Cegador, me permite seguir el cambio de luz sobre los tejados al

otro lado del río y el vuelo negro de los cormoranes al atardecer, la niebla y la escarcha desvaneciéndose tras la salida del sol, el cielo cambiante, mi mirada en silencio—. Aún quedan cuatro cajas por abrir. Libros, discos, figuritas —recuerdo el tiempo empaquetando mis libros y el tiempo aún mayor abriendo cada caja y rehaciendo mi biblioteca en esta casa, la sensación de caos y estar perdido inicial y este sentimiento presente de hogar—. Una mudanza también podría ser una buena metáfora de cambio de año. Nos llevamos parte de lo vivido e intentamos desechar lo molesto o agotador a un nuevo lugar del que desconocemos todo.

*


Esta mañana, mientras amanecía y llovía ahí fuera, terminé el libro de relatos El país del humo, de Sara Gallardo. Mi lectura número sesenta y siete. Durante un par de días anduve en paisajes con una mitología diferente, una especie de reverso del paraíso en el que tierra y animales tenían una voz propia, ajena a la humana, y los seres humanos se desvanecían como el humo de una hoguera —y en el que me reencontré, en un par de páginas, con mis días argentinos de lapachos, morochos y sulkys—. En uno de sus últimos relatos escribe Gallardo: Desde hoy todo es ayer. Podría ser una sentencia importante en este último día del año que nos recordase la fugacidad del tiempo y la locura y el vértigo de nuestras ansias, promesas y deseos —y todos los yoes dentro de nosotros desde el primer ayer—.

*

Ahora hace sol, ahí fuera, las aceras están secas de la lluvia matinal, las sombras se alargan y las nubes pasan —como nubes—, tengo unos seiscientos libros por empezar y más de mil por releer, la ausencia de mi padre seguirá siendo una presencia clara —sobre todo cuando me descubro replicando sus gestos y sus palabras y su humor— y el encogimiento gradual de mi madre seguirá abrigando en mí el deseo de cobijarla entre mis brazos. Quedan cajas por abrir, en nuestro nuevo hogar, en el nuevo año, hoy, mañana, ayer. 



lunes, 6 de noviembre de 2023

Los lunes de Anay. Pueriles...

Tengo miedo al viento, dice mi madre. Desde niña, subraya. Mi madre ha visto desaparecer poco a poco el mundo que conoció en su infancia. Sus padres, sus hermanos, su marido, aquel valle donde casas de piedras, tejados de pizarra y un camino de polvo blanco son hoy ausencias— y por tanto, presencias—. Tiene miedo, mi madre. Al viento, a caerse, a salir a la calle en un día de lluvia, a un nuevo ictus, a nuevos —o viejos— dolores. Observo su lentitud, su forma temblorosa de levantarse del sofá, de escrutar cada paso en el suelo y veo, también, la sombra doblegada de mi padre en sus últimos años. Envejecer como árbol retorcido, pienso, es injusto. 

Si guardo un centenar de fotos de juventud de mi padre en romerías, feiras, bailes y en sus años en el servicio militar —y ahí, mi padre, con el torso desnudo y el cuerpo joven y sólido—, de mi madre, en aquella época, sólo tengo una pequeña fotografía acompañada por las costureras de las aldeas cercanas —y como las fotos de mi padre, cabe en la palma de mi mano, como el aleteo de un gorrión o un corazón minúsculo—. Está sentada en el suelo, mi madre, el pelo corto, una sonrisa joven, las manos en su regazo, las piernas cruzadas, un vestido a cuadros (anticipa los rasgos de mi hermana mayor en ella). Reconozco el tiempo transcurrido en su cara: de la luz de antaño a los surcos y los ojos pequeños, brillantes y claros de hoy. 
En nuestras reuniones, donde algarabía y palabras bulliciosas y gestos rápidos, mi madre sonríe y asiente en silencio, perdida en su semi sordera. Hay un momento en el que la siento como una niña pequeña en un mundo de adultos del que no tiene las claves y los significados permanecen ocultos. O nos ve desde un tiempo que no es el nuestro. O nosotros, que somos presencias, pesamos menos que la ausencia de un mundo entero. Ella, nuestra fuente, nuestro origen —los tres hijos aún erguidos y sin temblores—, ella, en silencio, lejos, la sonrisa y la mirada un pequeño fulgor.



Los lunes de Anay. Pueril…

"y aquí estoy otra vez, acariciando 
 este puñado de humo"

                                    JOSÉ HIERRO


FICCIONES DE LA INFANCIA

Desde la edad ficticia del recuerdo
regreso a la niñez,
a la casa que nítida aparece,
a su jardín de rosas
que jamás existió.

Su olor en cambio me persigue en sueños
y sus espinas todavía duelen.

Fui una niña feliz en esta casa,
tan fresca y tan solar al mismo tiempo,
tan luminosas sus habitaciones.

Una casa apacible y protectora.

En esta casa no viví jamás.
Lo único real es el jardín.

                                       IOANA GRUIA




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 19 de junio de 2023

Los lunes de Anay. Caro diario...

No quiero olvidar la tormenta de ayer, que se convierta en un recuerdo difuso antes de desaparecer. No quiero olvidar el primer trueno remoto ni la falsa claridad en el inicio de la tarde ni las sombras tras el resplandor de los relámpagos ni la penumbra silenciosa en mi habitación. No quiero olvidar la butaca roja frente a la ventana abierta, el horizonte desaparecido tras una blancura cegadora, el trepidar de los granizos contra el suelo, los árboles combados ante el viento, las páginas oscurecidas de Diario de una soledad en mis manos y mi mirada entre las páginas de May Sarton y las páginas en la ventana. No quiero olvidar la lluvia sólo visible fuera de ese horizonte blanco y cegador, cuando adquiría los contornos de árboles vallas farolas y bramaba como el pecho henchido un animal prehistórico. No quiero olvidar los recuerdos de otras tormentas, aquellas en la lejanía sobre otros valles y otras campos y otros caminantes; aquellas que convertían el camino blanco de mi infancia en un río de barro rojizo y obligaban a mi tía a esconderse en la cocina, la cabeza resguardada entre sus brazos y una plegaria susurrada contra la tormenta y como amparo; aquellas donde el centelleo sobrenatural de las velas, nuestras sombras titilantes de niños contra las paredes desnudas de casa, los edificios asediados por la negrura y la voz calma de nuestra madre. No quiero olvidar el trino de los gorriones y los mirlos, el alejamiento de los truenos, la reaparición del horizonte tras la última lluvia, Y sobre todo —sobre todo— no quiero olvidar mi sosiego y silencio durante la tormenta, la emoción de sentirme contenido arrullado asombrado. Porque yo estoy en esa luz sombra penumbra, en ese viento horizonte pecho, en los caminos plegarias relámpagos, en los gorriones después de la lluvia y la voz apaciguadora de mi madre joven. 


Los lunes de Anay. Caro diario…

"Arquímedes, cariño, derrámate."

                                                 CARMEN CAMACHO


PREHISTORIA SENTIMENTAL

Antes de conocernos, ¿cómo eras?
¿Qué ambición albergabas?
¿Qué provocó ese brillo
de nostalgia secreta
que tanto habla por ti cuando estás en silencio
y define tu rostro, tu rictus espinado?

(Vivir es escoger los ideales
que irán dándole cuerpo a la fatiga
del barro que seremos,
seleccionar apenas un motivo de lucha:
a qué deseo permitir frustarnos).

Eso quiero saber.
Que me cuentes tu historia, 
la profesión soñada, tu grito adolescente,
qué muerte o desengaño
sembró con sal el campo de tu yermo optimismo.

Háblame de tus días más felices.
Concédeme intentar que los revivas.

                                                    DANIEL RODRÍGUEZ RODERO




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

jueves, 4 de mayo de 2023

las raíces reptantes, el cielo inmediato (iii)

sábado santo


Está de cuclillas junto al parque de juegos. Es mi ahijado, tiene algo más de dos años y busca abuelitos entre las margaritas y la hierba crecida. Rompe el tallo, observa la blancura del abuelito, le da vueltas en su diminuta mano y lo acerca a la boca antes de soplar y reír por el leve vuelo de las cipselas blancas —parece, el gesto, el de un beso de despedida antes del soplido que desgaja sus alas translúcidas en un revoloteo hacia el cielo—. Las cipselas caen a su alrededor como nieve en este día limpio de abril. A veces imito sus movimientos y soy yo quien resopla sobre el abuelito hasta despojarlo de toda blancura, como de niño, y nos reímos, mi ahijado y yo. Me pregunta su madre sobre el apodo de abuelito del diente de león. Le respondo que no lo sé, que de niños llamábamos meacamas a las flores amarillas del diente de león, que sospecho que algo tendrá el parecido de las semillas a una melena canosa. Este instante me recuerda a mi niñez, cuando arrancábamos las hojas de las margaritas para saber si alguien nos quería y los vuelos del diente de león eran nuestros deseos secretos en busca de materializarse.
*
Su hermano mayor se entristece cuando le contamos la muerte de nuestra gata Arenita. Jugaba con ella, la acariciaba, reía ante sus saltos y carreras cuando nos visitaba. Tapa con sus dos manos un diente de león, la cabeza gacha, los ojos entrecerrados, la boca una curva descendente. Le decimos que estaba muy enferma, que sólo sentía dolor, que ya no podía comer o beber. Arranca el abuelito con sus manos, sin soplos ni besos. 
*
Me pregunta, su madre, si me dará tiempo a leer todos mis libros. Está delante de la mitad de mi biblioteca, que desborda las estanterías y crece a través de columnas inciertas que desordeno cuando busco nueva lectura. Me pregunta sobre el tiempo, no si los he leído todos como es lo habitual. Y sé que no. Tardaría diez años en leer todo lo que me rodea —y lo que he dejado en casa de mis padres por falta de espacio— si dejara de comprar libros. Pero es una quimera dejar de pasar tardes en librerías, salir con una nueva lectura que relegará a las antiguas, buscar entre libros de segunda mano señales de otras vidas o libros descatalogados de Bruno Schulz. El tiempo no es un compartimento estanco.
*
Volvemos al parque a media tarde. Los hermanos corren entre toboganes cubiertos, puentes de madera, casetas que son escondrijos barcos piratas trenes. Ahora es e. quien vuelve a su infancia cuando se eleva en los columpios —los pies al cielo, el pelo revuelto, la sonrisa de niña—. No es la primera vez que contemplo a e. columpiarse y reír y sentir la levedad y la libertad y la fiebre de la niñez. Disfruta con los hermanos en los impulsos que le acercan al cielo inmediato.