(morriña e saudade) Los atardeceres alargados del verano, cuando los insectos volaban sobre los campos de trigo y olía a hierba seca y los tañidos de las campanas indicaban el final de un mundo; las líneas blanquecinas de los últimos rayos de sol antes de los puntos verdes de las luciérnagas entre las casas abandonadas, antes de las noches donde velar a los muertos entre el arrullo de los adultos, el aporreo de las cuentas de un rosario y la hilaridad en nuestras miradas de niños frente al silencio último, antes del regreso a casa con un haz de linterna sobre el camino blanco y la silueta opaca de los árboles, cuando nos llegaba el retumbo del río tras la mudez de los tractores y volvíamos a sentir en nuestra piel los juegos en el agua y se encendían las primeras bombillas en las entradas de las casas —pequeñas hogueras en la oscuridad más allá de los montes negros y los sueños negros— y nos sentíamos como estelas de humo en las chimeneas de los tejados, antes de que alguien llamara a nuestra puerta y se sentara en la cocina y tocara su armónica y hablara de verbenas y amores con chicas de piel blanca y ojos azules y sonriéramos porque eran sueños de un loco, porque eran nuestros sueños.