Se acerca con timidez. Es una mujer mayor, con un carro de la compra, camino del supermercado. Te vi ayer y no me atreví a preguntarte, dice. Imagino que me preguntará por alguna carta o certificado que espera en estos días, algo que le urge, pero me dice, a media voz, ¿está tu madre viva? La miro por un instante, desarmado, mudo. Murió el diciembre pasado, respondo, ¿Y tu padre? Entrecierro los ojos. En septiembre de dos mil veintiuno, digo sin saber sin saber quién es y por qué estas preguntas, dos preguntas que me colocan, de nuevo, ante las muertes de mis padres, en las tardes de septiembre y diciembre de pie delante de una cama de hospital, la respiración sedada, el silencio denso y último y abarcador, el inicio de otro mundo sin la vida de mi padre, sin la vida de mi madre —y no hay belleza ni arte ni heroísmo en el acto de morir—. Hace mucho que no voy por el barrio, dice la mujer. Entonces, en su cara envejecida, atisbo la juventud de una vecina del barrio de mi infancia, cuando barro en vez de aceras, huertas donde hoy pisos, y en el horizonte fábricas negras y minas. Recordamos a quienes aún viven, los pocos que aún viven en el barrio, antes de despedirnos.
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Hoy mi madre habría cumplido ochenta y tres años. Su ausencia se agranda en días así, sobre todo en este año de primeras veces donde ella no está —año nuevo, nuestros cumpleaños, el suyo, el día de la madre—. Cada día es un paso en esa ausencia de mi madre, en esa ausencia de mi padre —y ambas me llenan de una tristeza y una vulnerabilidad perennes, un sentirse desplazado, fuera de un lugar seguro—. Cada día es recordar su voz, su risa infantil, los fragmentos de recuerdos de una vida entera, cómo verla sentada en el sofá, con sus rompecabezas de unir los puntos, en silencio, mientras su concurso favorito de fondo, podía llenar una habitación, podía hacerme sentir seguro, como de niño. Intento conservar su ternura, la luz de su nombre, retener algún gesto suyo.
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Vi la ventana encendida del salón de mi madre desde el cercanías, camino del trabajo, antes del amanecer, durante los últimos años. Imaginaba su andar lento por la cocina, con la radio en el bolsillo. Empezaría a cocinar pronto, a la espera de mis hermanas y de mí. Ahora el tren pasa frente a esa ventana oscura.
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Enciendo una vela por mis padres al atardecer en un pequeño altar donde sus fotos, una vela sobre una piedra grande y redondeada con mandalas dibujados por e., flores de lavanda. Hablo con mi madre, le digo que la quiero y echo de menos. Hablo con mi padre, le digo que lo quiero y echo de menos. Ahora, en agosto, la luz de la vela se empequeñece con la claridad exterior. En el pasado invierno el tenue resplandor producía sombras en sus caras, avivándolas. En un cuento de Bradbury, creo, las almas de los escritores moraban en la Luna y se iluminaban mientras aún leyesen sus libros en la Tierra. Nosotros conservamos ese resplandor.
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