Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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martes, 3 de diciembre de 2019

camino fronterizo: Cory Taylor

No llueve por primera vez en noviembre. Salgo a dar un pequeño paseo por la ciudad para alejarme de los límites de mi rutina y, así, olvidarme por un par de horas de los gestos y los hábitos aprendidos. Quiero respirar el aire frío junto a la ría —todavía marrón por las tres semanas de lluvia—, buscar la última luz de la tarde, justo antes de que se enciendan las farolas, sobre los tejados rojizos y los montes, — la luz de finales de noviembre e inicios de diciembre, esa luz pausada y lenta que cae sobre todos nosotros y los objetos y el mundo alrededor, esa luz que es penumbra y difumina los contornos y muestra aquello que ha permanecido oculto durante el día, mostrando una realidad secreta y furtiva, esa luz que me silencia y aquieta y contiene—, seguir un camino que no lleve, necesariamente, a algún sitio. Entro en una librería de la zona antigua. Sólo quería leer algún fragmento, recordarme las lecturas que me esperan en casa, casi trescientos libros por leer —o eso me digo, sabiendo que habrá algún libro que me hable—. Y encuentro Morir. Una vida, de Cory Taylor, un libro y una autora desconocidos. Escrito durante dos semanas por una mujer con cáncer terminal, las páginas ojeadas me hacen sentir que necesito leerlo —si necesitar es la expresión correcta—. Abandono la librería con el libro en la mano, sintiendo que ahí, en ese libro, no había una búsqueda de fama o artificios para crear tal o cual emoción, sino desnudez, cercanía, pausa —como una luz de diciembre—. Dice Taylor en la página 39, la primera abierta al azar, que la mayor parte del tiempo escribe en su cabeza, que la escritura da forma al mundo. Me repito esas palabras durante mi paseo, recuerdo que llevo tiempo sin escribir nada por cansancio o por la pereza y desgana de esos límites de la rutina, que siempre acabo sintiéndome culpable por ese no escribir, por no dedicarle algunos minutos a unas rápidas notas sobre mis lecturas —y seguir así ahondando en el libro, dejando pequeñas migas que me permitan recordar mejor una  novela—. Tengo las palabras de Taylor en mi cabeza, algo que yo hago, mirar, escribir en mi cabeza —pero poco, muy poco en una hoja—, pienso en los pequeños textos que podría hacer sobre aquello que veo, sin un hilo ni relación, una niña saltando sobre las hojas caídas de un árbol, las hojas rojas chutadas como balones de fútbol, el vuelo negro de los cormoranes sobre la ría, una madre corriendo mientras su hijo pedalea a su lado —la palabra madre, todo lo que evoca—, todos los hombres y mujeres parados en la acera, la cara blanquecina —fantasmal— por la pantalla de móvil y que me recuerdan historias de invasiones extraterrestres y ladrones de cuerpos, las siluetas de los muebles tras las primeras ventanas iluminadas. Ando un camino fronterizo entre literatura y vida. Vuelvo a casa, con un libro en la mano y ganas de escribir por primera vez en meses, cuando se encienden las farolas.
(19.11.19)




Aunque la mayor parte del tiempo escribas sólo en tu cabeza, la escritura da forma al mundo y lo hace más soportable. De niña, me entusiasmaba el poder que tenía la poesía de excluir todo lo que no fuera el poema en sí, de crear un universo entero con sólo unos cuantos versos. Escribir para el cine no es diferente. Emma Thompson dijo en una ocasión que un guión es como intentar organizar un montón de virutas de hierro. Tienes que conseguir un campo magnético tan potente que imponga su propio orden y sea capaz de mantener firmemente el mundo creado por el guión en tensión y suspense. En la ficción puedes ser más flexible y menos ordenado, pero la mayor parte del tiempo consiste en saber elegir qué es lo que hay que excluir del mundo imaginario para no sucumbir al caos. Y eso es precisamente lo que hago ahora con este último libro: le estoy dando forma a mi muerte, para que yo, y otros, podamos percibirla claramente. Y, al mismo tiempo, conseguir que me resulte más soportable morir.
No sé dónde estaría ahora si no hubiese podido dedicarme a este extraño trabajo. me ha salvado la vida muchas veces a lo largo de los años, y sigue haciéndolo hoy, pues mientras mi cuerpo se precipita hacia la catástrofe, mi mente está en otro lugar, concentrada en esa otra tarea vital que es explicarles algo valioso a otros antes de irme. Porque nunca he sido tan feliz como cuando estoy escribiendo o pensando en escribir u observando el mundo como una escritora, y así ha sido siempre.
Morir. Una vida. Cory Taylor. Traducción Catalina Ginard Ferón. Gatopardo ediciones.

martes, 1 de agosto de 2017

fragmentos de Sam Shepard



leo la noticia de su muerte
en el periódico de la mañana

hablan de su carrera como actor
de sus obras de teatro
de sus colaboraciones con Wenders y Dylan

nada de sus libros de relatos

recuerdo enfrentarme a El gran sueño del paraíso
Crónicas de motel y
Cruzando el paraíso
con una imagen de vaquero crepuscular
en mi cabeza
(como todas las imágenes,
incompleta y no del todo real)

En Shepard encontré habitaciones de hotel
carreteras
y grandes espacios abiertos
donde descubrirse ante una soledad desconocida

encontré diarios de rodaje y diarios de viaje
las relaciones entre padres e hijos
siempre difíciles y extrañas
los amores que se definían por la cuerva de una cadera
o por quién pretendíamos ser en un primer beso

encontré mujeres bravas
adolescentes perdidos
hombres desarraigados

la palabra precisa
la voz lacónica

la desnudez de los paraísos




En Crónicas de motel

Se queda junto a la reventada maleta, contemplando las que fueran sus pertenencias. Aplastadas pastillas de jabón que se llevó del baño de los moteles. Chatas latas de judías. Un magullado mapa de Utah. El recalentado alquitrán negro empaña la blanquísima toalla que se guardaba para el primer baño a fondo de todo un mes.
De un extremo a otro de la carretera, nada se mueve. Ni un solo tallo se agita. Ni siquiera se mueve la solitaria pluma de alondra enganchada en el clavo del poste de la valla.
Avanza con la puntera de la bota por la negra pista de caucho quemado del patinazo. Sigue con la vista el brusco y enloquecido viraje de los neumáticos. El acre olor del caucho. El dulce olor de la arena abrasada.
Ahora salta un lagarto. Deja una estela pisciforme con la cola. Desaparece. Tragada por el mar de arena.
¿Debería esforzarse por salvar alguna cosa? Un simple botón de muestra. ¿Un par de calcetines? ¿Las pilas de la linterna? Debería tratar de recoger alguna cosa para llevársela a ella a su regreso. Algún detalle. Un recuerdo para que ella no pueda creer que no ha estado haciendo absolutamente nada. Que se ha pasado todos estos meses errando de un lado para otro.
Revuelve los restos de una rama de mezquite. Busca un regalo. No parece que valga la pena salvar ninguna cosa. Ni siquiera las que no se han estropeado. Ni siquiera la ropa que lleva puerta. El anillo de Turquesa. Las botas de punta afilada. La Hebilla india.
Lo arroja todo al montón de chatarra. Se queda sentado en cuclillas, completamente desnudo, en medio de la ardiente arena. Prende fuego a los restos. Después se pone en pie. Vuelve la espalda a la Highway 608. Se pone a caminar hacia las desiertas extensiones.
17/2/80
Santa Rosa, Ca.


***


Si todavía rondaras por aquí
Te cogería
Te sacudiría por las rodillas
Te soplaría aire caliente en ambas orejas

Tú, que podías escribir como una Pantera
Todo lo que se te metiera en las venas
Qué clase de verde sangre
Te arrastró a tu destino

Si todavía rondaras por aquí
Te desgarraría hasta meterme en tu miedo
Te lo arrancaría
Para que colgara como un pellejo
Como jirones de miedo

Te daría la vuelta
Te pondría de cara al viento
Doblaría tu espalda sobre mi rodilla
Masticaría tu nuca
Hasta que abrieras tu boca a esta vida
31/1/80
Homestead Valley, Ca.
(Traducción de Enrique Murillo. Anagrama)




En El gran sueño del paraíso

Detiene el coche al final de los depósitos de pienso de Coalinga y apaga el motor. La enorme llanura de San Joaquín se extiende ante sus ojos, pero no está en condiciones de apreciarla. No le impresiona y tampoco es capaz de valorar su importancia histórica, sólo siente desprecio. El aire ardiente apesta a ganado. El pulso le late en la base de la lengua seca y le arde la cabeza. La cabeza entera. Y luego está el teléfono, silencioso, abandonado sobre una cañería de cromo, bajo un globo azul claro de plástico que lo protege del sol rugiente. Su modernidad le asquea, le hace sentirse peor, más fuera de lugar. Más allá del teléfono, grupos de patéticos becerros se erigen encima de grandes montones oscuros de su propia mierda, a la espera de ser sacrificados. Vapores de calor se elevan de los montones que se cuecen bajo el sol como si estuvieran a punto de explotar y lanzar por el aire trozos de vaca descuartizada hasta la autopista. Más allá del ganado no hay nada. Absolutamente nada se mueve; todo está despejado hasta el horizonte gris, neblinoso.
(Traducción de Eugènia Broggi. Anagrama)



En Cruzando el paraíso


Avanzaron hasta el borde de otra garganta, y en esta ocasión Price ni siquiera hizo que el caballo se detuviese un momento. Se limitó a agarrarse a la crin y dejó que saltase a lo desconocido. Dejó de ejercer el más mínimo control sobre las riendas y permitió que su montura vagase por el fondo, avanzando entre rocas y sorteando las torrenteras en las zonas donde el agua había ido abriendo profundos y oscuros cauces. Price pensó que si erraba por allí el tiempo suficiente, acabaría perdiéndose. Se encontraría tan desesperadamente perdido que descubriría alguna parte de sí mismo hasta ese momento desconocida para él. Una parte de sí mismo con la que se vería obligado a trabar conocimiento. La idea le hizo temblar y sentirse aterrorizado. Su mente no cooperaba. No podía controlar las imágenes. No tenían sentido aparente. Las veía aparecer en su cabeza como si llevase mucho tiempo sentado en una sala de cine para asistir a una sesión matinal, completamente solo. Vio a John Wayne con un abrigo de piel de búfalo. Al presidente Bush con una gorra de béisbol y corbata. Bombas cayendo sobre Bagdad. Bombas vistas desde las alturas, como si estuviese mirando a través del escotillón de un avión. El rostro regordete y satisfecho del general Schwarzkopf. Un chico golpeando el muro de Berlín con un martillo de herrero sin hacer mella en él. Imágenes de noticias. Imágenes de rostros que generaban noticias. Imágenes de cuervos y halcones. La cabeza de una liebre muerta. Y Madilia. Sus intensos y magníficos ojos.
(Traducción de Mauricio Bach. Anagrama)

jueves, 13 de julio de 2017

Christian Bobin en Un simple vestido de fiesta



Al principio no se lee. En los albores de la vida, en la aurora de los ojos. Uno engulle la vida por la boca, por las manos, pero no se mancha todavía los ojos con tinta. En los inicios de la vida, en sus primeras fuentes, en los riachuelos de la infancia, no se lee, no se tiene la idea de leer, de golpear tras de sí la página de un libro, la puerta de una frase. No, al principio es mucho más sencillo. Tal vez más loco. Uno está separado de nada, por nada. Uno se encuentra en un continente sin verdaderos límites –y ese continente en sí mismo eres tú, es uno mismo. Al principio están las inmensas tierras del juego, las grandes praderas de la invención, los ríos de los primeros pasos, y rodeándolo todo el océano de la madre, las batientes olas de la voz materna. Todo eso eres tú, sin ruptura, sin desgarro. Un espacio infinito, fácilmente mensurable. Allí, nada de libros. No hay lugar para una lectura, para el duelo asombroso de leer. Además, los hijos no soportan ver a la madre leyendo. Le arrancan el libro de las manos, reclaman una presencia completa, y no esa presencia incierta corrompida por la ensoñación. La lectura entra en la infancia mucho más tarde. Primero hay que aprender, y es como un sufrimiento, los primeros tiempos del exilio. Uno aprende su soledad letra tras letra, el dedo en el corazón, subrayando cada vocal con sangre roja. Los padres se alegran de verte leer, aprender, sufrir. Siempre temen secretamente, que su hijo no sea como los demás, que no llegue a tragarse el alfabeto, a deglutirlo en frases bien asentadas, bien derechas, bien mascadas. La lectura es un misterio. Cómo se llega a ella, no se sabe. Los métodos son los que son, sin importancia. Un día reconocemos la palabra en la página, la decimos en voz alta, y es una parte de dios que se va, una primera fractura del paraíso. Continuamos con la palabra siguiente, y el universo que formaba un todo ya no es más que frases, tierras perdidas en el blanco de la página. Estamos en la escuela y cumplimos con nuestro papel de niño. Existe, es cierto, una gran dicha en esa pérdida, en ese primer hallazgo de lectura, en su capacidad de descifrar una página, en contemplar las sombras. Es incluso más fuerte que la dicha, habría que hablar para ser justos, de alegría. De alegría y de espanto. La alegría siempre va con el espanto, los libros siempre va con el duelo. Después, tras ese primer fin del mundo, empieza otra cosa. Para muchos el aburrimiento. Con la lectura adquieres algo que para ti no tiene valor sólo un premio: un lugar en el banco de clase, un papel en los despachos o en las fábricas. Entonces abandonas. Lees solamente lo que es necesario, por obligación. En eso ya no hay alegría, tampoco placer: nada más que obediencia. La obediencia precisa para llegar hasta el final de los estudios, a las puertas del desierto. Después no lees nada, ni siquiera el periódico, formas parte de esa gente que no tiene un solo libro en casa esa gente, un verdadero misterio para los escritores, esas casas bajo la arena, esas vidas donde nada puede entrar, ni el diablo ni los libros. A veces un diccionario, una enciclopedia vendida por un representante más listo que los demás, pero que no leerás, es para los hijos, para el futuro, para los malos tiempos, es como un mueble, un mueble un poco raro, ni de roble ni de pino, un pequeño mueble de veinte volúmenes en papel, pagado a plazos y que no tocarás. A veces también le ocurre algo a algunos, menos numerosos, muchos menos numerosos. Esos son los lectores. Comienzan su carrera a la edad en la que los demás abandonan la suya: con ocho o nueve años. Se lanzan a la lectura y en cuanto acaban, descubren con alegría que no hay fin. Con alegría y terror. Se aferran al principio, a la primera experiencia. Es insuficiente. Leerán hasta la noche de sus vidas, aferrándose siempre a eso, al borde del primer hallazgo, el de la soledad, soledad de lenguas, soledad de almas. Con entusiasmo dejan el mundo para ir hacia esa soledad. Y cuanto más avanzan, más ahondan en ello. Y cuanto más leen, menos saben. Esta gente es la que hace vivir a los escritores, libreros, editores, impresores. Los buenos libros, los malos, los periódicos, todo es bueno para el que le gusta leer, todo es alimento para el hambriento. Por un lado, los que no leen nunca. Por otro, los que no hacen otra cosa más que leer. Pero hay muchas fronteras entre la gente. Por ejemplo, la del dinero. La frontera entre los lectores y los demás, está más cerrada todavía que la del dinero. El que no tiene dinero carece de todo. El que está sin lectura carece de la carencia. El muro entre ricos y pobres es visible. Puede desplazarse o hundirse por zonas. El muro entre los lectores y los demás está mucho más hundido en la tierra, ante la vista. Hay ricos que no tocan un libro. Hay pobres que están devorados por la pasión de leer. Dónde están los pobres y dónde están los ricos. Dónde están los muertos y dónde los vivos. Es imposible de decir. Los que nunca leen forman un pueblo taciturno. Los objetos ocupan el lugar de las palabras: coches con asientos de cuero cuando hay dinero, figuritas sobre tapetes cuando no lo hay. En la lectura dejamos la vida, la cambiamos por el espíritu de la ensoñación, la llama del viento. Una vida sin lectura es una vida que nunca abandonamos, una vida amontonada, ahogada por todo lo que contiene, como en esas historias del periódico, cuando se fuerzan las puertas de una casa invadida de basura hasta el techo. Está la mano blanca de los que tienen para ellos el dinero. Está la mano delicada de los que tienen para ellos el sueño. Y están los que no tienen manos privados de oro, privados de tinta. Por eso escribimos. No puede ser más que por eso, y cuando es por otra cosa, no tiene interés: para ir de los unos hacia los demás. Para acabar con la parcelación del mundo, para acabar con el sistema de castas y por fin tocar a los intocables. Para regalar un libro a los que nunca lo leerán.
Christian Bobin. Un simple vestido de fiesta. Traducción de José Areán y Tono Areán. Árdora Ediciones.

lunes, 26 de junio de 2017

Mark Twain en Las aventuras de Huckleberry Finn

Boggs se acercó a todo galope, en su caballo, lanzando gritos y alaridos como un piel roja y diciendo:
—¡Dejad vía libre! ¡Vengo en son de guerra y va a subir el precio de los ataúdes!
Estaba borracho y se tambaleaba en la silla; tenía más de cincuenta años y una cara muy colorada. Todo el mundo le gritaba, y se burlaba de él, y le soltaba impertinencias a las que él correspondía. Dijo que se cuidaría de ellos y les iría liquidando por riguroso turno, pero que en aquel momento no podía entretenerse porque había ido a la población a matar al viejo coronel Sherburn y su lema era: «Carne primero y, para rematar, comida de cuchara».
Me vio a mí y se acercó, y dijo:
—¿De dónde has venido tú, muchacho? ¿Estás listo para morir?
Después siguió adelante. Yo tenía miedo, pero un hombre dijo:
—No habla en serio. Siempre las gasta así cuando está borracho. Es el loco de mejor talante de todo Arkansas. Nunca ha hecho daño a nadie, ni borracho ni sereno.
Boggs se acercó montado en su caballo al establecimiento más grande de la población y agachó la cabeza para poder asomarse por debajo del toldo. Bramó:
—¡Sal a la calle, Sherburn! ¡Sal de ahí y ven a hacer frente al hombre que has estafado! ¡Tú eres el perro a quien vengo a buscar, y voy a encontrarte además!
Siguió diciéndole a Sherburn todo lo que se le ocurrió y toda la calle se llenó de gente que escuchaba, reía y hacía comentarios. Por último, un hombre de altivo aspecto, de unos cincuenta y cinco años, y, con mucho, el hombre mejor vestido de la población, por añadidura, salió del establecimiento, y la multitud se apartó a los dos lados para dejarle pasar.
Se dirigió a Boggs, muy sereno y muy despacio, y dijo:
—Estoy harto de esto, pero lo toleraré hasta la una en punto. Hasta la una en punto, óyeme bien: ni un minuto más. Como abras la boca contra mí, aunque no sea más que una vez, después de esa hora, no podrás viajar tan lejos que yo no te encuentre.
Después dio media vuelta y volvió a entrar. La gente se puso muy seria, nadie se movió y no hubo más risas. Boggs se fue insultando a Sherburn a pleno pulmón por toda la calle abajo. Al poco rato regresó y se paró delante del establecimiento sin cesar en sus insultos.
Algunos de los hombres se agruparon a su alrededor para intentar hacer que se callara, pero él se negó. Le dijeron que faltaban quince minutos aproximadamente para la una, y que por lo tanto tenía que irse a casa; debía marcharse. Pero de nada sirvió.
Juró con toda el alma y tiró su sombrero en el barro, lo hizo pisotear por su caballo y, poco después, volvió a bajar la calle como un rayo, con los cabellos grises ondeando al viento. Todos los que podían hacerlo intentaban convencerle de que se apeara del caballo, con la intención de encerrarle bajo llave hasta que se le pasara la borrachera. Pero todo era inútil; volvía a echar otra carrera calle arriba y se detenía para soltarle otra andanada de insultos a Sherburn. Por último alguien gritó:
—¡Buscad a su hija!… ¡Pronto! ¡Id a buscar a su hija! A veces le hace caso. Si hay alguien que pueda convencerle, es ella.
Y alguien se fue corriendo a buscarla. Yo anduve un poco por la calle y luego me detuve. Al cabo de cinco o diez minutos apareció Boggs otra vez, pero no a caballo. Iba tambaleándose por la calle en dirección a mí, con la cabeza descubierta, un amigo a cada lado cogiéndole del brazo y empujándole adelante.
Boggs callaba y parecía inquieto. No se hacía el remolón, sino que él mismo se apresuraba bastante. Alguien llamó:
—¡Boggs!
Pude ver que quien había hablado era el coronel Sherburn. Estaba completamente quieto en la calle, y tenía una pistola en la mano derecha; no apuntaba con ella, sino que la sostenía con el cañón hacia arriba. Al mismo tiempo vi a una muchacha joven que se acercaba corriendo, con dos hombres.
Los hombres y Boggs se volvieron a ver quién llamaba y, a la vista de la pistola, los hombres saltaron a un lado y el cañón del arma empezó a bajar lenta y firmemente hasta ponerse horizontal, con los dos gatillos amartillados. Boggs alzó los dos brazos y exclamó:
—¡Oh, Dios! ¡No dispares!
Mark Twain Las aventuras de Huckleberry Finn. Traducción de José A. de Larrinaga. Círculo de lectores.

viernes, 26 de mayo de 2017

Chimamanda Ngozi Adichie en Todos deberíamos ser feministas

En 2003 escribí una novela titulada La flor púrpura, sobre un hombre que, entre otras cosas, pega a su mujer, y cuya historia no termina demasiado bien. Mientras estaba promocionando la novela en Nigeria, un periodista, un hombre amable y bienintencionado, me dijo que quería darme un consejo. (Los nigerianos, como quizá sepan, siempre están dispuestos a dar consejos no solicitados.)
Me comentó entonces que la gente decía que mi novela era feminista, y que el consejo que me daba —y me lo dijo negando tristemente con la cabeza— era que no me presentara nunca como feminista, porque las feministas son mujeres infelices porque no pueden encontrar marido.
Así que decidí presentarme como «feminista feliz».
Por aquella época una académica, una mujer nigeriana, me dijo que el feminismo no era nuestra cultura, que el feminismo era antiafricano, y que yo solo me consideraba feminista porque estaba influida por los libros occidentales. (Lo cual me pareció divertido porque gran parte de mis lecturas de juventud eran decididamente antifeministas: antes de los dieciséis años debí de leer todas las novelas románticas de Mills & Boon que se habían publicado. Y cada vez que intentaba leer los que se consideraban «textos clásicos del feminismo» me aburría y me costaba horrores terminarlos.)
En cualquier caso, como el feminismo era antiafricano, decidí que empezaría a presentarme como «feminista feliz africana». Luego una amiga íntima me dijo que presentarme como feminista significaba que odiaba a los hombres. Así que decidí que iba a ser una «feminista feliz africana que no odia a los hombres». En un momento dado llegué incluso a ser una «feminista feliz africana que no odia a los hombres y a quien le gusta llevar pintalabios y tacones altos para sí misma y no para los hombres».
Por supuesto, gran parte de todo esto era irónico, pero lo que demuestra es que la palabra «feminista» está sobrecargada de connotaciones, connotaciones negativas.
Odias a los hombres, odias los sujetadores, odias la cultura africana, crees que las mujeres deberían mandar siempre, no llevas maquillaje, no te depilas, siempre estás enfadada, no tienes sentido del humor y no usas desodorante.
Chimamanda Ngozi Adichie. Todos deberíamos ser feministas.  Traducción de Javier calvo. Random House.

jueves, 18 de mayo de 2017

Stig Dagerman en Nuestra necesidad de consuelo es insaciable...

Puesto que estoy en la orilla del mar puedo aprender del mar. Nadie puede exigirle al mar que sostenga todos los navíos, o al viento que hinche constantemente todas las velas. De igual modo nadie puede exigirme que mi vida consista en ser prisionero de ciertas funciones. ¡No el deber ante todo, sino la vida ante todo! Igual que los demás hombres debo tener derecho a unos instantes durante los cuales pueda dar un paso al lado y sentir que no soy únicamente parte de esta masa a la que llaman población, sino una unidad autónoma.
Solamente en este instante puedo ser libre ante los hechos de la vida que antes causaron mi desesperación. Puedo confesar que el mar y el viento me sobrevivirán y que la eternidad no se preocupa de mí. ¿Pero quién me pide preocuparme de la eternidad? Mi vida es corta sólo si la emplazo en el cepo del tiempo. Las posibilidades de mi vida son limitadas sólo si cuento el número de palabras o de libros que tendré tiempo de escribir antes de morir. ¿Pero quién me pide contar? El tiempo es una falsa unidad de medida para medir la vida. El tiempo, en el fondo, es una unidad de medida sin valor ya que sólo alcanza las obras avanzadas de mi vida.
Pero todo lo importante que me ocurre y que da a mi vida un maravilloso contenido: el encuentro con una persona amada, una caricia, la ayuda en la necesidad, el espectáculo de un claro de luna, un paseo a vela por el mar, la alegría que se siente por un hijo, el estremecimiento ante la belleza, todo esto ocurre completamente fuera del tiempo. Da lo mismo que encuentre la belleza en el espacio de un segundo o de cien años. La dicha no solamente se sitúa al margen del tiempo sino que niega toda relación entre la vida y el tiempo.
Descargo pues de mis hombros el fardo del tiempo y, al mismo tiempo, la exigencia de sacar buenos resultados. Mi vida no es algo que deba ser medido. Ni el salto del ciervo ni la salida del sol son buenos resultados conseguidos en una prueba. Tampoco una vida humana es la superación de una prueba, sino algo que crece hacia la perfección. Y lo que es perfecto no realiza pruebas con buenos resultados, lo que es perfecto obra en estado de reposo. Es absurdo pretender que el mar está hecho para sostener armadas y delfines. Ciertamente lo hace, pero conservando su libertad. Del mismo modo es absurdo pretender que el ser humano esté hecho para otra cosa que para vivir. Ciertamente aprovisiona máquinas y escribe libros, y también podría hacer otras cosas. Lo importante es que, haga lo que haga, lo hace conservando su libertad y con la plena conciencia de ser, como cualquier otro detalle de la creación, un fin en sí. Reposa en sí mismo como una piedra en la arena.
Stig Dagerman. Nuestra necesidad de consuelo es insaciable… Traducción de José Mª Caba. Pepitas de calabaza editorial.

sábado, 11 de marzo de 2017

William Saroyan en Las aventuras de Wesley Jackson

La segunda carta, que también leí a Victor a la mañana siguiente, mientras desayunábamos, decía: «Vamos a ver. Vuestro problema más gordo es qué hacer una vez que habéis comido. Parece que evitáis la verdad, y no hace falta que lo hagáis. En realidad no se puede evitar la verdad, pero al intentar evitarla os metéis de cabeza en la estupidez y en el desastre, mientras que si no intentarais evitarla empezaríais a desfrutar del sosiego que lleváis dentro pero que habéis perdido tras centenares de años de inquietud. Dejad ya de inquietaros, por favor. Veréis como no hay por qué preocuparse si os sentáis y empezáis a conoceros contando las cosas que tenéis a vuestro alrededor. Contar es una actividad pura, porque no pretende ser productiva. Eso ya vendrá luego. Primero debéis aprender a contar. La primera vez contad hasta nueve y no sigáis. No suméis, ni restéis, ni dividáis, ni multipliquéis aún. Lo entenderéis cuando empecéis a contar.
―¿Qué te parece? ―dije yo.
―¿Y yo qué quieres que te diga? ―dijo Victor―. Podríamos probar lo que dice. Ya hemos acabado de desayunar, vamos a contar.
―Esta cuchara―dije yo―. Uno. Pero antes de pasar al dos examinemos la cuchara, para ver cómo es.
―No―dijo Victor―. Él dice que no hay que hacer eso. Dice que hay que empezar a contar y nada más. Este plato con las sobras de los huevos revueltos, el jamón y las patatas, dos.
―Está bien―dije yo―. Esta taza de café, tres.
―El viejo de detrás de la barra, cuatro.
―¿Qué pasa? ―dijo que viejo de detrás de la barra.
―Usted es el cuatro ―dijo Victor.
―¿El cuatro? ―dijo el ruso―. ¿Y eso qué quiere decir?
―El número cuatro.
―¿Qué pasa? ¿Hoy no ponéis música? ―dijo el ruso.
―Esta moneda de cinco centavos para la máquina ―dije yo―, cinco. ―Eché la moneda en la máquina y la mujer empezó a preguntarle a su hombre por qué no se portaba bien con ella.
―Esta ventana ―dijo Victor―, seis.
―La ciudad entera ―dije yo―, siete.
―El mundo entero ―dijo Victor―, ocho.
―La Creación ―dije yo―, nueve.
―Ya está, los hemos logrado ―dijo Victor―. Hemos empezado con una simple cuchara y mira hasta dónde hemos llegado.
―No sé qué quiere decir este tipo ―dije yo.
―¿Qué te parece si le contestamos?
―¿Y qué le diríamos?
―¿Cómo que qué le diríamos? Pues que hemos recibido sus cartas, y le daríamos las gracias.
―Pero esas cartas están dirigidas a la gente del mundo.
―Eso es lo que somos tú y yo, ¿no? ―dijo Victor―. Alguien tiene que recoger las cartas del suelo y leerlas. No dice que no puedan leerlas un par de soldados del ejército que duermen en el hotel que hay al otro lado de la calle.
William Saroyan. Las aventuras de Wesley Jackson. Traducción de J. Martín Lloret. Acantilado.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Robert Walser en El paseo

—Pasear —respondí yo— me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada. Sin pasear y recibir informes no podría tampoco rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo, y no digamos toda una novela corta. Sin pasear no podría hacer observaciones ni estudios. Un hombre tan inteligente y despierto como usted podrá entender y entenderá esto al instante. En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente. Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando, en tanto que me ofrece como material numerosos objetos pequeños y grandes que después, en casa, elaboro con celo y diligencia. Un paseo está siempre lleno de importantes manifestaciones dignas de ver y de sentir. De imágenes y vivas poesías, de hechizos y bellezas naturales bullen a menudo los lindos paseos, por cortos que sean. Naturaleza y costumbres se abren atractivas y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante atento, que desde luego tiene que pasear no con los ojos bajos, sino abiertos y despejados, si ha de brotar en él el hermoso sentido y el sereno y noble pensamiento del paseo. Piense cómo el poeta ha de empobrecerse y fracasar de forma lamentable si la hermosa Naturaleza maternal y paternal e infantil no le refresca una y otra vez con la fuente de lo bueno y de lo hermoso. Piense cómo para el poeta la instrucción y la sagrada y dorada enseñanza que obtiene ahí fuera, al juguetón aire libre, son una y otra vez de la mayor importancia. Sin el paseo y sin la contemplación de la Naturaleza a él vinculada, sin esa indagación tan agradable como llena de advertencias, me siento como perdido y lo estoy de hecho. Con supremo cariño y atención ha de estudiar y contemplar el que pasea la más pequeña de las cosas vivas, ya sea un niño, un perro, un mosquito, una mariposa, un gorrión, un gusano, una flor, un hombre, una casa, un árbol, un arbusto, un caracol, un ratón, una nube, una montaña, una hoja o tan sólo un pobre y desechado trozo de papel de escribir, en el que quizá un buen escolar ha escrito sus primeras e inconexas letras. Las cosas más elevadas y las más bajas, las más serias y las más graciosas, le son por igual queridas y bellas y valiosas. No puede llevar consigo ninguna clase de sensible amor propio y sensibilidad. Su cuidadosa mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresada y carente de egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí mismo, sus quejas, necesidades, carencias, privaciones, como el bravo, servicial y dispuesto al sacrificio soldado en campaña. De otro modo, pasea tan sólo con media atención y medio espíritu, y eso no vale nada. Tiene que ser capaz en todo momento de compasión, de identificación y de entusiasmo, y ojalá que lo sea. Tiene que alzarse a elevado arrebato y hundirse y saber descender a la más profunda y mínima cotidianeidad, y probablemente sabe. Pero ese fiel y entregado disolverse y perderse en los objetos y ese celoso amor por todas las manifestaciones y cosas lo hacen feliz, como todo cumplimiento de obligación hace feliz y rico en lo más íntimo a quien tiene una obligación que cumplir. Espíritu, entrega y fidelidad lo satisfacen y elevan sobre su propia e insignificante persona de paseante, que con demasiada frecuencia tiene reputación y mala fama de vagabundeo e inútil pérdida de tiempo. Sus múltiples estudios lo enriquecen y entretienen, lo calman y refinan y rozan a veces, por improbable que pueda sonar, con la ciencia exacta, lo que nadie creería del en apariencia frívolo caminante. ¿Sabe usted que mi cabeza trabaja dura y tercamente, y a menudo estoy activo en el mejor de los sentidos, cuando parezco un archigandul y persona frívola sin responsabilidad, sin pensamiento ni trabajo, perdido en el azul o en el verde, lento, soñador y perezoso, que ofrece la peor de las impresiones? Secreta y misteriosamente, siguen al paseante toda clase de hermosos y sutiles pensamientos de paseo, de tal modo que en medio de su celoso y atento caminar tiene que parar, detenerse y escuchar, que está cada vez más arrebatado y confundido por extrañas impresiones y por la hechicera fuerza del espíritu, y tiene la sensación de ir a hundirse de pronto en la tierra o de que ante sus ojos deslumbrados y confusos de pensador y poeta se abre un abismo. La cabeza se le quiere caer, y los por lo demás tan vivos brazos y piernas están como petrificados. Paisaje y gente, sonidos y colores, rostros y figuras, nubes y sol giran como sombras a su alrededor, y ha de preguntarse: «¿Dónde estoy?». Tierra y cielo fluyen y se precipitan de golpe en una niebla relampagueante, brillante, apelotonada, imprecisa; el caos empieza, y los órdenes desaparecen. Trabajosamente, el conmocionado intenta mantener su sano conocimiento; lo consigue, y sigue paseando confiado. ¿Considera usted del todo imposible que en un suave y paciente paseo encuentre gigantes, tenga el honor de ver a profesores, trate al pasar con libreros y empleados de banca, hable con futuras jóvenes cantantes y antiguas actrices, coma con ingeniosas damas, pasee por los bosques, envíe peligrosas cartas y me bata violentamente con insidiosos e irónicos sastres? Todo esto puede suceder, y creo que de hecho ha sucedido. Al paseante le acompaña siempre algo curioso, reflexivo y fantástico, y sería tonto si no lo tuviera en cuenta o incluso lo apartara de sí; pero no lo hace; más bien da la bienvenida a toda clase de extrañas y peculiares manifestaciones, hace amistad y confraterniza con ellas, porque le encantan, las convierte en cuerpos con esencia y configuración, les da formación y ánima, mientras ellas por su parte lo animan y forman. En una palabra, me gano el pan de cada día pensando, cavilando, hurgando, excavando, meditando, inventando, analizando, investigando y paseando tan a disgusto como el que más. ¡Y aunque quizá ponga la cara más complacida del mundo soy serio y concienzudo en grado sumo, y aunque no parezca más que delicado y soñador soy un sólido experto! Espero que todas estas detalladas explicaciones le convenzan de mis sinceras aspiraciones y le satisfagan plenamente.
Robert Walser. El paseo. Traducción de Carlos Fortea. Ediciones Siruela.