La segunda carta, que también leí a Victor a la mañana
siguiente, mientras desayunábamos, decía: «Vamos a ver. Vuestro problema más gordo es qué hacer
una vez que habéis comido. Parece que evitáis la verdad, y no hace falta que lo
hagáis. En realidad no se puede evitar la verdad, pero al intentar evitarla os
metéis de cabeza en la estupidez y en el desastre, mientras que si no
intentarais evitarla empezaríais a desfrutar del sosiego que lleváis dentro
pero que habéis perdido tras centenares de años de inquietud. Dejad ya de
inquietaros, por favor. Veréis como no hay por qué preocuparse si os sentáis y
empezáis a conoceros contando las cosas que tenéis a vuestro alrededor. Contar
es una actividad pura, porque no pretende ser productiva. Eso ya vendrá luego.
Primero debéis aprender a contar. La primera vez contad hasta nueve y no
sigáis. No suméis, ni restéis, ni dividáis, ni multipliquéis aún. Lo
entenderéis cuando empecéis a contar.
―¿Qué
te parece? ―dije yo.
―¿Y
yo qué quieres que te diga? ―dijo Victor―. Podríamos probar lo que dice. Ya
hemos acabado de desayunar, vamos a contar.
―Esta
cuchara―dije yo―. Uno. Pero antes de pasar al dos examinemos la cuchara, para
ver cómo es.
―No―dijo
Victor―. Él dice que no hay que hacer eso. Dice que hay que empezar a contar y
nada más. Este plato con las sobras de los huevos revueltos, el jamón y las
patatas, dos.
―Está
bien―dije yo―. Esta taza de café, tres.
―El
viejo de detrás de la barra, cuatro.
―¿Qué
pasa? ―dijo que viejo de detrás de la barra.
―Usted
es el cuatro ―dijo Victor.
―¿El
cuatro? ―dijo el ruso―. ¿Y eso qué quiere decir?
―El
número cuatro.
―¿Qué
pasa? ¿Hoy no ponéis música? ―dijo el ruso.
―Esta
moneda de cinco centavos para la máquina ―dije yo―, cinco. ―Eché la moneda en
la máquina y la mujer empezó a preguntarle a su hombre por qué no se portaba
bien con ella.
―Esta
ventana ―dijo Victor―, seis.
―La
ciudad entera ―dije yo―, siete.
―El
mundo entero ―dijo Victor―, ocho.
―La
Creación ―dije yo―, nueve.
―Ya
está, los hemos logrado ―dijo Victor―. Hemos empezado con una simple cuchara y
mira hasta dónde hemos llegado.
―No
sé qué quiere decir este tipo ―dije yo.
―¿Qué
te parece si le contestamos?
―¿Y
qué le diríamos?
―¿Cómo
que qué le diríamos? Pues que hemos recibido sus cartas, y le daríamos las
gracias.
―Pero
esas cartas están dirigidas a la gente del mundo.
―Eso
es lo que somos tú y yo, ¿no? ―dijo Victor―. Alguien tiene que recoger las
cartas del suelo y leerlas. No dice que no puedan leerlas un par de soldados
del ejército que duermen en el hotel que hay al otro lado de la calle.
William Saroyan. Las aventuras
de Wesley Jackson. Traducción de J. Martín Lloret. Acantilado.
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