Al inicio de El Sur,
una mujer promete a su padre visitar su tumba en el cementerio, y es ahí, en
esa promesa al padre muerto, donde empieza un diálogo que la coloca en el
territorio de lo mítico, los recuerdos de la infancia y la figura paterna, el
misterio de aquello que no llegamos a entender del todo siendo niños y que se
abre ante nosotros con el paso del tiempo, los gestos y las emociones que no
aún no dominamos, el pasado un paisaje a veces borroso o irreal, a veces
reconstruido en la distancia del presente con un halo de silencio, magia, dolor
y amor, el sur imaginado desde un norte extraño, un sur que se antoja mágico,
que tiene la clave del secreto del padre, y de su tristeza y dolor.
Recuerdo se repite
a lo largo de El Sur. Y en ese
recuerdo está una casa aislada de la ciudad, un padre que busca agua con su
péndulo y se esconde en su estudio, la niña Adriana que lo observa en una
distancia que se estira y contrae según el humor del padre, la madre que
bascula entre la queja y una vaga aceptación de la ausencia de amor y de una
vida de reclusión, la niñez que se consume con los acercamientos de la niña
Adriana hacia su padre, una sombra que aquieta aquello que la rodea, que tiene
una cara oculta.
Es en la sombra, donde se mueve El Sur (que se abre con una cita de Hölderlin, ¿qué
podemos amar que no sea una sombra?). El amor de Adriana por su padre, el
padre distante, extraño, malhumorado, el dolor en su rostro, un dolor que llega
del pasado, que es un eco de algo que no se quiere dejar marchitar, de una
renuncia o un error que marca una vida entera y arrastra a seres inocentes.
Adriana observa a su padre, su cercanía con el abismo y la muerte, su mirada
ausente en otro tiempo, en otros seres, su capacidad para encontrar en la mayor
oscuridad el más pequeño de los objetos sólo con un péndulo. Y es Adriana quien
aprende primero a manejar el péndulo y encontrar agua, y luego a usar los
recuerdos como una forma de encontrar aquello que perdimos, una presencia, un
amor, un secreto.
El Sur es un
hermoso texto, corto, pausado y sencillo, el poder de las imágenes de una casa
solitaria y una niña que ve agrandarse el dolor en su padre, que encuentra
algunas huellas de su dolor en una casa del sur y empieza a entender las
diferentes caras del amor, la alegría, la ausencia, el sufrimiento, la carga,
la patria, el destierro, el amor de la hija hacia el padre su deseo de tenerlo
para ella, sólo para ella. Están el frío y la penumbra del norte, donde el
padre se apaga, está la luz del sur, que ilumina los secretos desconocidos y
ciega a Adriana cuando, por fin, viaja hacia las raíces y el amor de su padre.
Por las tardes, cuando no estaba contigo, sin que tú lo supieras, me dedicaba a rondar la puerta cerrada de tu estudio. Aquél era un lugar prohibido para todos. Ni siquiera querías que entraran a limpiarlo. Mamá me explicaba que aquella habitación secreta no se podía abrir, pues en ella se iba acumulando la fuerza mágica que tú poseías. Si alguien entraba, podía destruirla. Cuántas veces me había sentado yo en el sofá del salón contiguo, y contemplaba en la penumbra aquella puerta prohibida incluso para mí. Apenas me movía, para que tú no me descubrieras. Cerraba los ojos y me concentraba en captar cualquier sonido que pudiera surgir del interior, donde tú practicabas con tu péndulo durante horas que a mí se me hacían interminables. El silencio era perfecto. Jamás llegué a escuchar ni el más leve rumor. A veces me acercaba con sigilo y, sin tocar la puerta, miraba por el ojo de la cerradura. Escuchaba entonces los latidos de mi corazón, pero ni siquiera te veía a ti. Una vez le pregunté a mamá si aquella fuerza podía verse. Ella me respondió que tenía que ser siempre invisible, pues era un misterio y, si se llegaba a ver, dejaría de serlo. Es curioso cómo aquello no visible, aquello que no existía realmente, me hizo vivir los momentos más intensos de mi infancia. Recuerdo las horas que pasábamos en el jardín dedicados a aquel juego que tú inventaste y en el que sólo tú y yo participábamos. Yo escondía cualquier objeto para que tú lo encontraras con el péndulo. No sabes cómo me esforzaba en hallar algo diminuto, lo más cercano a lo invisible que pudiera haber. Escondía una miga de pan bajo una piedra, al pie de un rosal, dejaba flotar en el agua turbia de la fuente un pétalo de flor, o deslizaba a tus espaldas, en cualquier lugar, una piedrecita cualquiera que sólo yo podía reconocer. Y no es que tratara de confundirte. Lo que ocurría era que me maravillaba comprobar que tú acertabas siempre lo que a mí me parecía imposible de adivinar. Cuántas veces caía la noche mientras yo contemplaba cómo te movías lentamente en la dirección que el péndulo te señalaba, acercándote al lugar que yo había elegido en secreto. Me sumergía entonces en aquella quietud y en aquel silencio perfectos que reinaban en el jardín, convirtiéndolo, a mis ojos, en el lugar de un sueño.
Bene es otro texto
corto donde también hay recuerdos y sombras y casas grandes en las que sentirse
solo y perdido, Bene que se inicia
con un sueño y sigue con la confesión de
Ángela, del recuerdo de un momento único y extraño, la llegada de la sirvienta
Bene y las sombras que la acompañan, y es en el territorio entre sueño y
realidad donde se mueve el texto de García Morales. Ángela, como Adriana,
recuerda las presencias y los espacios que marcaron su infancia, Bene, que
arrastra al caserón familiar algo sobrenatural, algo apenas entrevisto, y Santiago,
el hermano al que pedir amparo y amor, al que buscar. Y es Ángela, la que entra
en ese mundo sobrenatural y vedado, la que observa sombras en la noche que
aguardan tras la valla de la casa y siluetas tan frágiles como humo, seres que
vigilan a los vivos, que los esperan al otro lado. Y es Ángela quien siente el
dolor por la distancia de su hermano Santiago.
Anoche soñé contigo, Santiago. Venías a mi lado, paseando lentamente entre aquellos eucaliptos donde tantas veces fuimos a merendar con Bene, ¿recuerdas? También ella aparecía en mi sueño. Vestía un traje gris de listas y un delantal blanco, su uniforme. Aparecía muy triste, clavando su mirada en el suelo, entre sus pies, con sus manos juntas, como una colegiala. Tú y yo caminábamos lentamente, y ella permanecía muy quieta a lo lejos. No llevaba la cesta de la merienda y parecía ocultarse de alguien o de algo, quizás de aquellos gritos tan desagradables que tía Elisa, tan dulce y correcta para todos los demás, le dirigía por cualquier insignificancia. Tú habías vuelto para quedarte conmigo aquí, en esta vieja casa donde los dos nacimos y donde yo vivo ahora, envuelta en las sombras de los que os habéis marchado. Venías con la misma edad que tenías entonces, cuando te fuiste. Al ver a Bene entre los eucaliptos, tú me cogiste fuertemente del brazo y me susurraste al oído con sobresalto: «¡Ya sé por qué se ha ido Bene!». Al acercarnos a ella descubrimos un objeto entre sus manos. Era un libro, parecía un misal. Pude ver entonces, en la portada, la huella quemada de una mano humana. Tú ya no estabas a mi lado. Me encontré sola con ella, con una Bene desconocida que levantaba su rostro hacia mí sin gesto alguno. Su mirada parecía surgir de un vacío infinito. Y sus ojos comenzaron a brillar con una intensidad extraordinaria. Intenté escapar a la angustia que me asfixiaba. El resultado de mi esfuerzo fue despertar. Y tú no habías llegado a comunicarme lo que sabías de su marcha repentina.
Me gusta la escritura de Adelaida García Morales en El sur y Bene, su poder evocador, su forma de hablar de las sombras, la
capacidad de ensoñación, tristeza, infancia y pérdida que hay en sus textos.
Adelaida García
Morales. El Sur seguido de Bene. Anagrama.
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