La noche, o un
ejercicio de memoria, de un pequeño pueblo húngaro a los campos de
concentración nazis, El alba, la
víctima que se coloca en la posición del verdugo, los primeros pasos en la
construcción de un país y los muertos que nos miran, sorprendidos, ante
nuestros actos, y, por fin, El día,
la imposibilidad de escapar a los propios recuerdos, donde un gesto, un trozo
de pan, una chimenea, nos devuelve al horror, o de encontrar en el amor una
salvación, llevar a los muertos dentro de nosotros, acogerlos para que no
caigan en el olvido y sobrellevar la carga de seguir vivo y saber que se está
roto.
¿Quiere saber quién soy, doctor? Soy también Moishe el contrabandista. Soy sobre todo aquel que ha visto a su abuela subir al cielo. Como una llama ahuyentó al sol y ocupó su lugar. Y ese nuevo sol, que ciega en lugar de alumbrar, me obliga a andar con la cabeza gacha. Pesa sobre el porvenir del hombre. Ensombrece el corazón y la visión de las generaciones futuras.Si le hubiera hablado en voz alta, habría comprendido la trágica condición de aquellos que volvieron, perdonados a cuenta, muertos vivientes. Hay que mirarlos atentamente. Su apariencia es engañosa. Son contrabandistas. Dirán que se parecen a los demás. Comen, ríen, aman. Buscan el dinero, la gloria, el amor. Como los demás. Pero es falso: representan, a veces sin saberlo. Quien ha visto lo que ellos han visto no puede ser como los demás; no puede reír, amar, orar, negociar, sufrir, divertirse ni olvidar. Como los demás. Hay que observarlos cuidadosamente cuando pasan ante una inocente chimenea de fábrica, o cuando se llevan el pan a la boca. Algo se estremece en ellos y hace que uno aparte los ojos. Esos seres han sido amputados, no de una pierna o de un ojo, sino de la voluntad y el gusto de vivir. Un día u otro, las cosas que vieron subirán a la superficie. Y entonces el mundo quedará aterrado y no osará mirar en los ojos a esos mutilados del alma.Si yo le hubiera hablado en voz alta, Paul Russel habría comprendido por qué no hay que hacer demasiadas preguntas a aquellos que han vuelto: no son seres normales. En ellos, un resorte interior se ha roto bajo el impacto. Tarde o temprano tienen que sentir los resultados. Pero yo no quería que él comprendiera. No quería que perdiera su equilibrio, que entreviera una verdad que en todo momento amenaza con estallar.
Llega el día, tras la noche y la penumbra, tras el horror y
la violencia, y sólo queda soportar la vida y asumir la condición de
superviviente y testigo del infierno en la tierra. Wiesel termina su trilogía
con una historia de amor y dolor, un hombre que se deja atropellar en un
semáforo porque lleva una carga que lo atormenta y de la que nunca podría
deshacerse, una carga que lo aleja de la vida y lo coloca tras una frontera
extraña en la que ver los gestos cotidianos, las emociones más íntimas, y
saberse fuera de ellas, alguien que anda entre dos mundos, un ser borroso que
no sabe cómo darse a la vida y volver a ella a pesar de los recuerdos.
Wiesel vuelve a la ficción para hablar del horror de los campos
nazis y mostrar una herida siempre abierta por donde se cuelan los muertos, los
familiares, aquellos que llegaron al cielo a través de una chimenea, los
anónimos que desaparecieron en silencio, los muertos que necesitan a alguien
que hable por ellos, que los recuerden, que revivan un momento de la infancia
donde aún existía una idea de dios pura y benévola y los viejos eran sabios de
caras arrugadas y respuestas sólidas e insólitas. El superviviente anegado por
el dolor, que no se abandona al amor ni busca una especie de redención sino que
continúa anclado al estremecimiento y la crueldad pasada.
Ahí está Kathleen, una mujer que quiere escuchar las
historias del narrador, que quiere acompañarle en su dolor, ser embarcadero y
sostén y un paso al frente, su cuerpo desnudo que por momentos aísla el pasado
pero cuyo eco siempre vuelve. Ahí está Eliézer, que fue un muchacho interesado
por los gestos de dios, que escuchaba a su abuela y seguía los movimientos de
su mano y la vio desaparecer en el humo del cielo, como desapareció la pureza
de dios y el hombre, Eliézer, al que llaman santo y, a su vez, sabe que será
odiado por aquel que escuche su historia, ya sea en un barco rumbo a América o
en una habitación cerrada, porque en su historia están el temblor y la
monstruosidad. Ahí está Sarah, otra superviviente que ofrece su cuerpo en los
cafés de París y cuenta su historia de violaciones en los campos a un Eliézer
que ve en ella la santidad que rechaza en él. Ahí están los muertos, alrededor
y dentro de Eliézer.
La trilogía de la noche parte de la realidad en La noche y se transforma en ficción en El alba y El día, una ficción es realidad, la pregunta por la ausencia de dios
en el horror, la muerte alrededor y los muertos que nos observan y nos susurran
sus sueños, los ojos de cadáver que devuelven los espejos a los vivos y los
ojos de la muerte, la supervivencia y ser voz y herida en vida.
Kathleen… ¿Dónde estará ahora? ¿En qué mundo? ¿En el de
arriba o en el de abajo? Con tal de que no venga. Que no aparezca en esta
habitación. Que no me vea así. Con tal de que no acompañe a la enfermera. Con
tal de que no se convierta en enfermera. Y que no me dé inyecciones de
penicilina. No quiero su ayuda en el combate que tengo que librar contra el
enemigo. Es una muchacha encantadora, su-per-la-ti-vamente encantadora, pero
ella no comprende. No comprende que el enemigo no es la muerte. Sería demasiado
fácil si lo fuera. Ella no comprende. Cree demasiado en la potencia, en la
omnipotencia del amor. Ámame y estarás protegido. Amaos los unos a los otros y
todo irá bien: el sufrimiento abandonará la tierra de los hombres para siempre.
¿Quién ha dicho esto? Cristo probablemente. Él también creía demasiado en el
amor. En cuanto a mí, me río del amor como de la muerte. Yo podía reír pensando
en ellos. Ahora también podría reírme de ellos a carcajadas. Sí, pero los
músculos de la cara no me obedecen más. Siento demasiado frío.
***
Me encontraba en un barco francés en camino para la América
del Sur. Era mi primer encuentro con el mar. La mayor parte del tiempo
permanecía en el puente estudiando las olas que, incansables, cavaban tumbas
para volver a llenarlas enseguida. Yo iba en busca del Dios niño porque lo
imaginaba grande y poderoso, inmenso e infinito. El mar me ofrecía dicha
imagen. De pronto, comprendí a Narciso: no había caído en la fuente. Se había
arrojado a ella. En un momento dado, mi deseo de unirme al llamado profundo del
mar fue tan fuerte que faltó poco para que saltara por la borda.
No tenía nada que perder, que lamentar. No estaba ligado a
la tierra de los hombres. Todo lo que me era querido lo había dispersado el
humo. La casita de paredes resquebrajadas donde, a la luz melancólica de las
velas, niños y ancianos venían a orar o estudiar canturreando, estaba en
ruinas. Mi maestro que, el primero, me había enseñado que la existencia es un
misterio, que más allá de las palabras está el silencio, mi maestro que vivía
con la cabeza gacha como si no osara mirar al cielo de frente, mi maestro hacía
mucho tiempo que estaba convertido en cenizas. Y mi hermanita, que se burlaba
de mí porque nunca jugaba con ella, porque yo era demasiado serio, mi hermanita
no jugaba ya más.
Elie Wiesel. El día. Traducción
de Fina Warschaver. Austral.
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