Si en El pájaro pintado, un niño, tomado por judío o gitano, deambulaba
por una tierra inhóspita y cruel durante la segunda guerra mundial y asiste a
la degradación última del ser humano, en Flores
de sombra hay otro niño que escapa del gueto y se esconde en la recámara de
un burdel para sobrevivir a la persecución contra los judíos, ambos niños
testigos de una violencia llevada al extremo, descarnada e irracional, que les
hace cuestionarse el mundo en el que viven.
Flores de sombra se inicia con la lucha de unos padres por mandar a
sus hijos fuera del gueto antes de las selecciones, los trenes, los campos de
concentración y los crematorios. Hugo espera a que vayan a por él y reunirse
con sus amigos en lejanas aldeas y reanudar sus juegos. Su madre sólo consigue
una recamara en la habitación de una prostituta, Mariana. Y es ahí, en ese
encierro, donde Hugo asiste a un mundo nuevo que le llega a oleadas. Los olores
y los diálogos de Mariana con sus clientes alemanes, los lloros, la rabia, la
pereza y la alegría temporales, los libros de Verne y Karl May, los recuerdos y
los sueños que se mezclan en la oscuridad y que hacen que Hugo piense en sus
padres, el pasado inalcanzable y el futuro una incógnita, el miedo y el avance
de la guerra y los registros en busca de judíos y el sonido de las bombas, la
vida que pasa de algo concreto a la abstracción, el cuerpo de Mariana como algo
nuevo por descubrir, como un inicio y un refugio. En la recámara asfixiante,
Hugo escucha y duerme y cruza la realidad con las ensoñaciones y ve cómo se
alejan los recuerdos de su vida, otro sueño dentro de la recámara.
Aharon Appelfeld se centra en
la relación entre Mariana y Hugo, en cómo los dos, perseguidos y señalados,
intentan formar un frente común ante la crueldad que les rodea. Mariana y Hugo saldrán de la recámara,
vagarán por un paisaje en guerra, buscarán una mano amiga y descubrirán su
condición de apestados, las miradas y los gestos desafiantes, las puertas
cerradas, la tensión en su huida y el sonido de sus perseguidores, Hugo que
intenta regresar al mundo y las creencias de los que partió, Mariana que
intenta encontrar en un Dios personal salvación y comprensión. Appelfeld
escribe de manera sencilla este peregrinaje Hugo y Mariana, frases cortas y a
veces poéticas, dos perdedores que intentan sobrevivir a la locura desatada y
que aún conservan algunos sueños y esperanzas.
Appelfeld habla de la amistad
y el amor y, de fondo, los excesos y la violencia nazi, la llegada de los
rusos, los campos de concentración, el hambre y la incomprensión. Y lo hace con
sencillez, ternura, dolor y pausa.
Pasada la medianoche, casi a
punto de congelarse, encontraron una taberna vacía cuyo propietario aceptó
hospedarlos. Mariana estaba borracha y no paraba de expresar su gratitud al
dueño, que no se dejó impresionar por los agradecimientos y exigió un pago.
Mariana le dio un billete y él reclamó más. Ella accedió y pidió una manta. Los
pies de Hugo estaban fríos como el hielo, y Mariana los frotó con fuerza. Al
final se acurrucaron el uno en el otro y se quedaron dormidos.
Se despertaron temprano y al
instante se pusieron en camino. «Es preferible un día de aguacero a una
recámara mohosa», opinó Mariana. Afortunadamente encontraron un árbol de copa ancha
y enseguida se dispusieron a encender una hoguera.
La nieve derretida dejó al
descubierto la tierra negra que había permanecido oculta durante todo el
invierno. De las chimeneas de las casas salía un humo fino, era una hora
tranquila e inocente. Mariana estaba especialmente guapa aquella mañana. Sus
grandes ojos estaban abiertos y su largo cuello la favorecía.
Cuando acabó de tomarse el té
y de dar unos tragos de la botella, el corazón de Mariana se abrió.
—Mi vida ha sido un desastre
desde el principio —dijo—. No quiero culpar a mi padre ni a mi madre. Antes los
culpaba y les achacaba todos mis males. Ahora sé que la causa era mi
efervescencia juvenil. Yo era joven y guapa y todos iban detrás de mí. Entonces
aún no sabía que eran unos depredadores, que sólo querían mi carne. Ellos me
enseñaron a beber y a fumar. Tenía trece años, catorce, estaba cegada por el
dinero que me daban. Creía que sería así de por vida. No sabía que me estaban
envenenando. A los catorce años ya no podía pasar sin coñac. Mis padres me
repudiaron, y ni siquiera me permitían entrar en casa. «Estás perdida», me
dijeron, y a mí no me cabía la menor duda de que eran unos malvados y de que se
arrepentirían. Después, de burdel en burdel, de madama en madama. ¿Por qué te
cuento todo esto? Te lo cuento para que sepas que la vida de Mariana ha sido un
desastre desde el principio. Ahora ya no se puede arreglar.
—¿Por qué?
—Porque gran parte de mi
cuerpo está devorado. Los lobos han acabado con él. No espero compasión o quién
sabe qué. Los rusos dicen que quien se ha acostado con los alemanes lo pagará
caro. Supongo que tampoco Dios se pondrá de mi lado. Le he ignorado toda la
vida.
—Pero Dios está lleno de
gracia y perdona —intervino Hugo.
—A quienes lo merecen, a
quienes van por su camino y hacen todo lo que Él les pide.
—Tú Le quieres mucho.
—Es un amor tardío. Durante
muchos años me rebelé contra Él.
Hasta qué punto tenía razón se
hizo evidente ese mismo día. La gente los maltrataba allí donde se dirigieran,
les tiraba piedras, los insultaba y les azuzaban los perros. Mariana se
defendía con un palo y soltaba terribles insultos. La llamaban «sierva de los
alemanes» y ella los llamaba «hipócritas» y «bastardos». La hirieron en el
cuello, y eso aumentó su ira y soltó su lengua.
Flores de sombra. Aharon Appelfeld. Traducción de Raquel García Lozano.
Galaxia Gutenberg.
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