El reverendo Tanimoto se
levantó a las cinco en punto esa mañana. Estaba solo en la parroquia porque
hacía un tiempo que su esposa, con su bebé recién nacido, tomaba el tren
después del trabajo hacia Ushida, un suburbio del norte, para pasar la noche en
casa de una amiga. De las ciudades importantes de Japón, Kyoto e Hiroshima eran
las únicas que no habían sido visitadas por B-san —o Señor B, como llamaban los japoneses a los B-29, con una
mezcla de respeto y triste familiaridad—; y el señor Tanimoto, como todos sus
vecinos y amigos, estaba casi enfermo de ansiedad. Había escuchado versiones
dolorosamente pormenorizadas de bombardeos masivos a Kure, Iwakumi, Tokuyama y
otras ciudades cercanas; estaba seguro de que el turno le llegaría pronto a
Hiroshima. Había dormido mal la noche anterior a causa de las repetidas alarmas
antiaéreas. Hiroshima había recibido esas alarmas casi cada noche y durante
semanas enteras, porque en ese tiempo los B-29 habían comenzado a usar el lago
Biwa, al noreste de Hiroshima, como punto de encuentro, y las superfortalezas
llegaban en tropel a las costas de Hiroshima sin importar qué ciudad fueran a bombardear
los norteamericanos. La frecuencia de las alarmas y la continuada abstinencia
del Señor B con respecto a Hiroshima habían puesto a la gente nerviosa. Corría
el rumor de que los norteamericanos estaban reservando algo especial para la
ciudad.
El señor Tanimoto era un
hombre pequeño, presto a hablar, reír, llorar. Llevaba el pelo negro con raya en
medio y más bien largo; la prominencia de su hueso frontal, justo encima de sus
cejas, y la pequeñez de su bigote, de su boca y de su mentón, le daban un
aspecto extraño, entre viejo y mozo, juvenil y sin embargo sabio, débil y sin
embargo fogoso. Se movía rápida y nerviosamente, pero con un dominio que
sugería un hombre cuidadoso y reflexivo. De hecho, mostró esas cualidades en
los agitados días previos a la bomba. Aparte de decidir que su esposa pasara las
noches en Ushida, el señor Tanimoto había estado trasladando todas las cosas
portátiles de su iglesia, ubicada en el atestado distrito residencial de
Nagaragawa, a una casa de propiedad de un fabricante de telas de rayón en Koi,
a tres kilómetros del centro de la ciudad. El hombre de los rayones, un tal
señor Matsuo, había abierto su propiedad, hasta entonces desocupada, para que
varios amigos y conocidos pudieran evacuar lo que quisieran a una distancia
prudente de los probables blancos de los ataques. Al señor Tanimoto no le había
resultado difícil empujar él mismo una carretilla para transportar sillas, himnarios,
Biblias, objetos de culto y registros de la iglesia, pero la consola del órgano
y un piano vertical le exigían pedir ayuda. El día anterior, un amigo del
mencionado Matsuo lo había ayudado a sacar el piano hasta Koi; a cambio, él le
había prometido al señor Matsuo ayudarlo a llevar las pertenencias de una de
sus hijas. Por eso se había levantado tan temprano.
El señor Tanimoto se preparó
el desayuno. Se sentía terriblemente cansado. El esfuerzo de mover el piano el
día anterior, una noche de insomnio, semanas de preocupación y de dieta
desequilibrada, los asuntos de su parroquia: todo se combinaba para que apenas
se sintiese preparado para el trabajo que le esperaba ese nuevo día. Había algo
más: el señor Tanimoto había estudiado teología en Emory College, en Atlanta,
Georgia; se había graduado en 1940 y hablaba un inglés excelente; vestía con
ropas americanas; había mantenido correspondencia con varios amigos norteamericanos
hasta el comienzo mismo de la guerra; y, encontrándose entre gente obsesionada
con el miedo de ser espiada —y quizás obsesionado él también—, descubrió que se
sentía cada vez más incómodo. La policía lo había interrogado varias veces, y
apenas unos días antes había escuchado que un conocido, un hombre de influencia
llamado Tanaka, oficial retirado de la línea de vapores Tokio Kishen Kaisa,
anticristiano y famoso en Hiroshima por su ostentosa filantropía y notorio por
su tiranía, había estado diciéndole a la gente que Tanimoto no era fiable. En
forma de compensación, y para aparecer públicamente como un buen japonés, el
señor Tanimoto había asumido la presidencia de su tonarigumi local, o Asociación de Vecinos, y esta responsabilidad
había sumado a sus otras tareas y preocupaciones la de organizar la defensa
antiaérea para unas veinte familias.
Esa mañana, antes de las seis,
el señor Tanimoto salió hacia la casa del señor Matsuo. Encontró allí la que
sería su carga: un tansu, cómoda
japonesa llena de ropas y artículos del hogar. Los dos hombres partieron. Era
una mañana perfectamente clara y tan cálida que el día prometía volverse
incómodo. Pocos minutos después se disparó la sirena: un estallido de un minuto
de duración que advertía de la presencia de aviones, pero que indicaba a la
gente de Hiroshima un peligro apenas leve, puesto que sonaba todos los días, a
esta misma hora, cuando se acercaba un avión meteorológico norteamericano. Los
dos hombres arrastraban el carrito por las calles de la ciudad. Hiroshima tenía
la forma de un abanico: estaba construida principalmente sobre seis islas
separadas por los siete ríos del estuario que se ramificaban hacia fuera desde
el río Ota; sus barrios comerciales y residenciales más importantes cubrían más
de seis kilómetros cuadrados del centro de la ciudad, y albergaban a tres
cuartas partes de su población: diversos programas de evacuación la habían
reducido de 380.000, la cifra más alta de la época de guerra, a unos 245.000 habitantes.
Las fábricas y otros barrios residenciales, o suburbios, estaban ubicados
alrededor de los límites de la ciudad. Al sur estaban los muelles, el
aeropuerto y el mar Interior, tachonado de islas. Una cadena de montañas
recorre los otros tres lados del delta. El señor Tanimoto y el señor Matsuo se
abrieron camino a través del centro comercial, ya atestado de gente, y cruzaron
dos de los ríos hacia las empinadas calles de Koi, y subieron por éstas hacia
las afueras y las estribaciones. Subían por un valle, lejos ya de las apretadas
filas de casas, cuando sonó la sirena de despeje, la que indicaba el final del
peligro. (Habiendo detectado sólo tres aviones, los operadores de los radares
japoneses supusieron que se trataba de una labor de reconocimiento.) Empujar el
carrito hasta la casa del hombre de los rayones había sido agotador; tras
empujar su carga hasta la entrada y las escaleras delanteras, los hombres
hicieron una pausa para descansar. Un ala de la casa se interponía entre ellos
y la ciudad. Como la mayoría de los hogares en esta parte de Japón, la casa consistía
de un sólido tejado soportado por paredes de madera y una estructura también de
madera. El zaguán, abarrotado de bultos de ropa de cama y prendas de vestir,
parecía una cueva fresca llena de cojines gordos. Frente a la casa, hacia la
derecha de la puerta principal, había un jardín amplio y recargado. No había
ruido de aviones. Era una mañana tranquila; el lugar era fresco y agradable.
Entonces cortó el cielo un
resplandor tremendo. El señor Tanimoto recuerda con precisión que viajaba de
este a oeste, de la ciudad a las colinas. Parecía un haz de sol. Tanto él como
el señor Matsuo reaccionaron con terror, y ambos tuvieron tiempo de reaccionar
pues estaban a 3.200 metros del centro de la explosión. El señor Matsuo subió
corriendo las escaleras, entró en su casa y se sepultó entre las mantas. El
señor Tanimoto dio cuatro o cinco pasos y se echó al suelo entre dos rocas grandes
del jardín. Se dio un fuerte golpe en el estómago contra una de ellas. Como
tenía la cara contra la piedra, no vio lo que sucedió después. Sintió una
presión repentina, y entonces le cayeron encima astillas y trozos de tablas y fragmentos
de teja. No escuchó rugido alguno. (Casi nadie en Hiroshima recuerda haber oído
nada cuando cayó la bomba. Pero un pescador que estaba en su sampán, muy cerca
de Tsuzu en el mar Interior, el hombre con quien vivían la suegra y la cuñada
del señor Tanimoto, vio el resplandor y oyó una explosión tremenda. Estaba a
treinta y dos kilómetros de Hiroshima, pero el estruendo fue mayor que cuando
los B-29 atacaron Iwakuni, a no más de ocho kilómetros de allí.)
Cuando finalmente se atrevió,
el señor Tanimoto levantó la cabeza y vio que la casa del hombre de los rayones
se había derrumbado. Pensó que una bomba había caído directamente sobre ella. Se
había levantado una nube de polvo tal que había una especie de crepúsculo
alrededor. Aterrorizado, incapaz de pensar por el momento que el señor Matsuo
estaba bajo las ruinas, corrió hacia la calle. Se dio cuenta mientras corría de
que la pared de cemento de la propiedad se había desplomado hacia el interior
de la casa y no a la inversa. Lo primero que vio en la calle fue un escuadrón
de soldados que habían estado cavando en la ladera opuesta uno de los miles de
refugios en los cuales los japoneses se proponían resistir la invasión, colina
por colina, vida por vida; los soldados salían del hoyo donde en teoría
deberían haber estado a salvo, y la sangre brotaba de sus cabezas, de sus
pechos, de sus espaldas. Estaban callados y aturdidos.
Bajo lo que parecía ser una
nube de polvo local, el día se hizo más y más oscuro.
***
La gente siguió llegando en
tropel al parque Asano durante todo el día. Esta propiedad privada estaba a una
buena distancia de la explosión por lo que sus bambúes, pinos, laureles y arces
se habían mantenido con vida, y un lugar verde como ése era una invitación
páralos refugiados: en parte porque creían que si regresaban los norteamericanos
bombardearían sólo edificios; en parte porque el follaje parecía una isla de frescura
y vida, y los jardines de piedra, de una precisión exquisita, con sus estanques
apacibles y sus puentes arqueados, eran muy japoneses, normales, seguros; y en
parte debido a una urgencia irresistible y atávica de estar debajo de hojas. La
señora Nakamura y sus hijos estuvieron entre los primeros en llegar, y se
instalaron en el bosquecillo de bambú cerca del río. Todos estaban sedientos, y
bebieron agua del río. De inmediato sintieron náuseas y comenzaron a vomitar, y
todo el día sufrieron arcadas. Otros tuvieron náuseas también; pensaron
(probablemente debido al fuerte olor de la ionización, un "olor eléctrico"
producido por la fisión de la bomba) que era un gas lanzado por los norteamericanos
lo que los hacía sentirse enfermos. Cuando el padre Kleinsorge y los otros
sacerdotes llegaron al parque, saludando a sus amigos al pasar, los Nakamura
estaban enfermos y abatidos. Una mujer llamada Iwasaki, que vivía en la
vecindad de la misión y estaba sentada cerca de los Nakamura, se levantó y preguntó
a los sacerdotes si debía quedarse donde estaba o ir con ellos. El padre
Kleinsorge dijo: "No sé cuál será el lugar más seguro". Ella se quedó
donde estaba; más tarde, aunque no tenía ni heridas ni quemaduras visibles, murió.
Los sacerdotes avanzaron junto al río y se acomodaron entre unos arbustos. El
padre La Salle se recostó e inmediatamente se quedó dormido. El estudiante de
teología, que llevaba las sandalias puestas, había traído consigo un atado de ropas
en el cual había empacado dos pares de zapatos de cuero. Cuando se sentó con
los demás, se percató de que el atado se había roto y dos zapatos se habían
perdido: ahora sólo le quedaban los dos izquierdos. Volvió sobre sus pasos y
encontró uno derecho. Cuando regresó junto a los sacerdotes, dijo: "Es
gracioso ver que las cosas ya no importan. Hasta ayer, estos zapatos fueron mis
pertenencias más apreciadas. Hoy, ya no me importan. Un par es
suficiente".
El padre Cieslik dijo:
"Lo sé. Yo empecé a empacar mis libros, y después me dije: 'Éste no es
momento para libros'".
Cuando llegó el señor Tanimoto,
todavía con su tazón en la mano, el parque estaba repleto de gente y no era
fácil distinguir a los vivos de los muertos, pues la mayoría tenían los ojos
abiertos y estaban inmóviles. Para un occidental como el padre Kleinsorge, el
silencio en el bosquecillo junto al río, donde cientos de personas gravemente
heridas sufrían juntas, fue uno de los fenómenos más atroces e imponentes que
jamás había vivido. Los heridos guardaban silencio; nadie lloraba, mucho menos
gritaba de dolor; nadie se quejaba; de los muchos que murieron, ninguno murió
ruidosamente; ni siquiera los niños lloraban; pocos hablaban siquiera. Y cuando
el padre Kleinsorge dio a beber agua a algunos cuyas caras estaban cubiertas
casi por completo por las quemaduras, bebían su ración y enseguida se
levantaban un poco e inclinaban la cabeza en señal de gratitud.
El señor Tanimoto dio la
bienvenida a los sacerdotes y miró alrededor, buscando a otros amigos. Vio a la
señora Matsumoto, esposa del director de la Escuela Metodista, y le preguntó si
tenía sed. Ella dijo que sí, y él le trajo agua en su tazón desde una de las
piscinas de los jardines de piedra. Entonces decidió que intentaría regresar a
su iglesia. Entró en Nobori-cho por el camino que los sacerdotes habían tomado
al escapar, pero no llegó lejos; el fuego en las calles era tan feroz que se
vio obligado a regresar. Fue a la orilla del río y empezó a buscar un bote en
el cual pudiera llevar a los heridos más graves al otro lado, lejos del fuego
que seguía propagándose. Pronto encontró una batea de buen tamaño arrimada a la
arena, pero su interior y sus alrededores formaban una escena horrible: cinco
hombres casi desnudos y gravemente quemados que debían de haber muerto más o
menos al mismo tiempo, porque la posición de sus cuerpos sugería que entre
todos habían intentado empujar el bote hacia el río. El señor Tanimoto los alzó
y los sacó del bote, y experimentó tal horror por el hecho de molestar a los
muertos —impidiéndoles echar su nave al agua y emprender su fantasmal camino—
que dijo en voz alta: "Por favor, perdonen que me lleve este bote. Lo necesito
para ayudar a otros que están vivos". Era una batea pesada, pero el señor
Tanimoto se las arregló para deslizaría dentro del agua. No tenía remos, y lo
único que pudo encontrar para impulsarse fue un poste seco de bambú. Llevó el
bote río arriba hasta la zona más poblada del parque y empezó a transportar a
los heridos. Podía llenar el bote con diez o doce para cada trayecto, pero en
el centro el río era demasiado profundo, y el señor Tanimoto se veía obligado a
remar con el bambú, por lo cual en cada viaje tardaba mucho tiempo. Así trabajó
durante varias horas.
En las primeras horas de la tarde,
el fuego irrumpió en los bosques del parque Asano. El señor Tanimoto se percató
de ello cuando vio desde su bote que mucha gente se había acercado a la orilla.
Apenas hubo alcanzado la arena, subió para investigar, y al ver el fuego gritó:
"¡Que vengan conmigo todos los hombres que no estén malheridos!". El
padre Kleinsorge acercó al padre Schiffer y al padre La Salle a la orilla y le
pidió a los demás que los llevaran al otro lado del río si el fuego se acercaba
demasiado, y enseguida se unió a los voluntarios de Tanimoto. El señor Tanimoto
mandó a algunos en busca de baldes y cuencos y a otros les dijo que golpearan
con sus ropas los arbustos incendiados; cuando hubo utensilios a mano, Tanimoto
les hizo formar una cadena de baldes desde uno de los estanques del jardín de
piedra.
El equipo luchó contra el fuego
durante más de dos horas, y poco a poco apagaron las llamas. Mientras los
hombres del señor Tanimoto trabajaban, en el parque la gente atemorizada se
acercaba más y más al río, y finalmente la muchedumbre comenzó a empujar al
agua a los desafortunados que estaban en la orilla. Entre los que fueron empujados
al agua y se ahogaron estaban la señora Matsumoto, de la Escuela Metodista, y
su hija.
Cuando el padre Kleinsorge
regresó de apagar el fuego, encontró al padre Schiffer todavía sangrando y
terriblemente pálido. Algunos japoneses lo rodeaban, mirándolo fijamente, y el
padre Schiffer susurró con una débil sonrisa: "Es como si ya me hubiera muerto".
"Todavía no", dijo el padre Kleinsorge. Había traído consigo el
botiquín de primeros auxilios del doctor Fujii, y había notado que entre la multitud
se encontraba el doctor Kanda, así que lo buscó y le pidió que vendara las
heridas del padre Schiffer. El doctor Kanda había visto a su mujer y a su hija muertas
en las ruinas del hospital; ahora estaba sentado con la cabeza entre las
piernas. "No puedo hacer nada", dijo. El padre Kleinsorge envolvió
con más vendas la cabeza del padre Schiffer, lo llevó a un lugar empinado y lo
acomodó de manera que su cabeza quedara levantada, y pronto disminuyó el sangrado.
Entonces se oyó el rugido de
aviones acercándose. Alguien en la multitud que estaba cerca de la familia
Nakamura gritó: "¡Son Grummans que vienen a bombardearnos!". Un
panadero llamado Nakashima se puso de pie y ordenó: "Todos los que estén vestidos
de blanco, quítense la ropa". La señora Nakamura les quitó las camisas a
sus niños, abrió su paraguas y los obligó a meterse debajo. Muchas personas, incluso
las que tenían quemaduras graves, se arrastraron bajo los arbustos y allí se
quedaron hasta que el murmullo, evidentemente producido por una ronda de
reconocimiento o de aviones meteorológicos, acabó por extinguirse.
Comenzó a llover. La señora Nakamura
mantuvo a sus niños bajo el paraguas. Las gotas se volvieron demasiado grandes
para ser normales, y alguien gritó: "Los norteamericanos están arrojando
gasolina. ¡Nos van a quemar!". (Esta alarma nació de una de las teorías que
circulaban en el parque acerca de las razones por las cuales Hiroshima había
ardido de esa manera: un solo avión había rociado gasolina sobre la ciudad y
luego, de alguna forma, le había prendido fuego en un instante.) Pero las gotas
eran de agua, evidentemente, y mientras caían el viento sopló con más y más
fuerza, y
de repente -quizá debido a la
tremenda convección generada por la ciudad en llamas- un remolino atravesó el
parque. Árboles inmensos fueron derribados; otros, más pequeños, fueron
arrancados de raíz y volaron por los aires. En las alturas, un despliegue
caótico de cosas planas se revolvía dentro del embudo serpenteante: pedazos de
un tejado de hierro, papeles, puertas, trozos de esteras. El padre Kleinsorge
cubrió con una tela los ojos del padre Schiffer, para que el pobre hombre no creyera
que estaba enloqueciendo. El vendaval arrastró por el terraplén a la señora Murata
-el ama de llaves de la misión, que estaba sentada cerca del río—, la llevó contra
un lugar pando y rocoso, y salió del agua con los pies descalzos cubiertos de
sangre. El vórtice se trasladó al río, donde absorbió una tromba y finalmente
se extinguió.
Después de la tormenta, el señor
Tanimoto comenzó de nuevo a transportar gente, y el padre Kleinsorge le pidió
al estudiante de teología que cruzara el río, fuera hasta el noviciado jesuita en
Nagatsuka, a unos cinco kilómetros del centro de la ciudad, y pidiera a los
sacerdotes del lugar que trajeran ayuda para el padre Schiffer y el padre La
Salle. El estudiante subió al bote del señor Tanimoto y partió con él. El padre
Kleinsorge preguntó a la señora Nakamura si le gustaría ir a Nagatsuka con los
curas cuando ellos vinieran. Ella dijo que tenía demasiado equipaje y que sus
niños estaban enfermos -aún vomitaban de vez en cuando, y, para ser exactos,
también ella-, y temía por lo tanto que no sería capaz. Él dijo que quizá los
padres del noviciado podrían venir a buscarla al día siguiente con un carrito.
Al final de la tarde, cuando pudo
quedarse durante un rato en la orilla, el señor Tanimoto —de cuya energía
muchos habían llegado a depender— oyó que había gente pidiendo con súplicas algo
de comer. Consultó con el padre Kleinsorge, y decidieron regresar a la ciudad
para traer arroz del refugio de la misión y también de la Asociación de Vecinos.
El padre Cieslik y otros dos o tres los acompañaron. Al principio, cuando se
vieron entre las filas de casas derribadas, no supieron bien dónde se
encontraban; el cambio había sido demasiado repentino: de una ciudad activa de
doscientos cincuenta mil habitantes en la mañana, a un montón de residuos en la
tarde. El asfalto de las calles estaba aún tan caliente y tan blando debido a
los incendios, que caminar sobre él resultaba incómodo. Sólo se toparon con una
persona, una mujer que les dijo al pasar: "Mi marido está en esas
cenizas". Al llegar a la misión —aquí, el señor Tanimoto se separó del grupo—,
el padre Kleinsorge sintió consternación al ver el edificio arrasado. En el jardín,
de camino al refugio, se fijó en una calabaza asada sobre la enredadera. El
padre Cieslik y él mismo la probaron, y sabía bien. Su propia hambre los
sorprendió, y se comieron un buen pedazo. Sacaron varias bolsas de arroz y
recogieron varias calabazas asadas y excavaron algunas patatas que se habían
cocinado bajo tierra. En el camino de regreso los alcanzó el señor Tanimoto.
Una de las personas que lo acompañaban llevaba utensilios de cocina. En el
parque, el señor Tanimoto organizó a las mujeres con heridas más leves para que
se hicieran cargo de la cocina. El padre Kleinsorge le ofreció un poco de
calabaza a la familia Nakamura, y ellos la probaron, pero no pudieron evitar
vomitarla. El arroz resultó suficiente para alimentar a cien personas.
Antes de que anocheciera el
señor Tanimoto se topó con una joven de veinte años, la señora Kamai, vecina de
los Tanimoto. Estaba de cuclillas sobre la tierra con el cuerpo de su niña
pequeña en los brazos. Era evidente que el bebé llevaba muerto todo el día. La
señora Kamai se levantó de un brinco al ver al señor Tanimoto y le dijo:
"¿Podría usted tratar de encontrar a mi marido, por favor?".
El señor Tanimoto sabía que el
marido había sido reclutado por el Ejército el día anterior; en la tarde, los
Tanimoto habían recibido a la señora Kamai, y habían intentado hacerle olvidar
lo sucedido. Kamai se había presentado en los Cuarteles Regionales del Ejército
en Chugoku -cerca del antiguo castillo en medio de la ciudad- donde unos cuatro
mil soldados habían sido apostados. A juzgar por los muchos soldados mutilados
que el señor Tanimoto había visto durante el día, supuso que los cuarteles habían
sufrido daños graves a causa de lo que fuera que había golpeado a Hiroshima.
Supo que no tenía la más mínima posibilidad de encontrar al marido de la señora
Kamai, incluso si emprendía su búsqueda. Pero quiso levantarle el ánimo.
"Lo intentaré", dijo.
"Tiene que
encontrarlo", dijo ella. "Él quería mucho a nuestra niña. Quiero que
la vea por última vez."
***
Cerca de una semana después de
que cayera la bomba, un rumor vago e incomprensible llegó a Hiroshima: la
ciudad había sido destruida por la energía que se libera cuando los átomos, de
alguna manera, se parten en dos. Estos informes, transmitidos de boca en boca,
se referían al arma con el término genshi
bakudan, cuyas raíces pueden describirse como "bomba
primogénita". Nadie entendió la idea, ni le dio más crédito del que se le
daba al polvo de magnesio, por ejemplo. Los diarios que se traían de otras ciudades
seguían ateniéndose a declaraciones extremadamente generales como la que hizo
Domei el 12 de agosto: "No podemos más que reconocer el tremendo poder de
esta bomba inhumana". Para este momento, físicos japoneses habían entrado
en la ciudad con electroscopios Lauritsen y electrómetros Neher; habían
entendido la idea perfectamente.
***
La ciudad fue invadida por los
científicos. Algunos medían la fuerza que había sido necesaria para desplazar
lápidas de mármol en los cementerios, para tumbar veintidós de los cuarenta y
siete vagones de tren que había en los patios de la estación de Hiroshima, para
levantar y mover la calzada de cemento de uno de los puentes y para llevar a
cabo otros notables actos de fuerza, y concluyó que la presión ejercida por la
explosión varió entre 5.3 y 8 toneladas por metro cuadrado. Otros encontraron
que la mica (cuya temperatura de fundición es 900°C) se había fundido con lápidas
de granito a 350 metros del centro; que postes de teléfono fabricados en
Cryptomeria japonica, cuya temperatura de carbonización es de 240°C, se habían
carbonizado a 4.000 metros del centro; y que la superficie de las tejas de
arcilla gris que se usaban en Hiroshima, cuya temperatura de fundición es de 1300°C,
se había derretido a 546 kilómetros; y, tras examinar otros restos de cenizas
significativos, concluyeron que la temperatura de la tierra en el centro del
impacto debió de ser de 6.ooo°C. Otras mediciones de la radiación —que incluyeron
fragmentos de fisión incrustados en tuberías y desagües, en lugares tan
apartados como el suburbio de Tasaku, a poco más de 3.000 metros del centro-proporcionaron
datos mucho más significativos acerca de la naturaleza de la bomba. El cuartel
general del General MacArthur censuró sistemáticamente toda mención de la bomba
en publicaciones científicas japonesas, pero el fruto de los cálculos de los
científicos pronto fue del dominio público entre los físicos japoneses, y también
entre doctores, químicos, periodistas, profesores y, sin duda, entre los militares
y hombres de Estado que estaban aún en activo. Mucho antes de que se informara
al público norteamericano, la mayor parte de los científicos y muchos de los no
científicos del Japón sabían -a partir de los cálculos de los físicos nucleares
japoneses- que una bomba de uranio había explotado en Hiroshima y otra más
poderosa, de plutonio, en Nagasaki. También sabían que una bomba diez o veinte
veces más poderosa podía ser desarrollada, por lo menos en teoría. Los científicos
japoneses creían saber exactamente a qué altura había explotado la bomba de
Hiroshima y el peso aproximado del uranio usado. Calculaban que, incluso en el
caso de la bomba de Hiroshima, para proteger por completo a un ser humano de la
radiotoxemia se necesitaba un refugio de cemento de ciento treinta centímetros
de grosor. Este material - que era información reservada de los Estados Unidos-
fue impreso, mimeografiado y encuadernado en libros pequeños. Los
norteamericanos sabían de su existencia, pero rastrearlo y asegurarse de que no
cayera en las manos equivocadas obligaría a las fuerzas de ocupación a desplegar
un enorme sistema policial en Japón, sólo para este propósito. A los
científicos japoneses en general les divirtió, de alguna manera, el esfuerzo de
sus conquistadores por mantener la seguridad sobre la fisión atómica.
John Hersey. Hiroshima.
Traducción de Juan Gabriel Vásquez. Debolsillo
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