El inicio de la segunda guerra
mundial, un niño sin nombre y sus recuerdos familiares que se tornan borrosos y
alejados con el paso del tiempo, los ojos y el pelo oscuros y la mirada
sorprendida ante las formas de la muerte, su vagabundeo por una tierra también
sin nombre, aldeas que se confunden unas con otras, que repiten gestos sádicos
o sencillos y donde se acumulan supersticiones y crueldad, mitos y horror, el
abismo y la negrura del ser humano, las huidas y las palizas y el mal cercano y
cercado, la bondad resquebrajada y sentir, como un pájaro pintado moribundo, el
peligro en la propia especie.
En el prólogo Kosinski
confiesa que escribir El pájaro pintado en inglés le permitió cierto
desapasionamiento y distanciamiento con la historia que quería contar. El
pájaro pintado es un libro sobre el horror y la crueldad, no hay un lugar donde
el niño protagonista, un muchacho de ciudad que sus padres dejan en el campo
para evitarle los horrores de la guerra, se sienta seguro y a salvo. El niño
deambula durante la segunda guerra mundial por aldeas sin nombre, acusado de
gitano o judío, escondido en granjas, sótanos o zanjas de las miradas
implacables de los aldeanos y granjeros que ven en él, en sus ojos negros y su
fragilidad, una escusa para saciar su crueldad. No hay una naturaleza amable en
este libro de Kosinski, cualquier lugar, un árbol, un riachuelo, un paraje
nevado, es un lugar de muerte y destrucción.
El niño asiste atónito a un
mundo cruel que difumina sus recuerdos de la ciudad y la familia, intenta
encontrar en los rezos, el diablo y el comunismo un apoyo y una forma extraña
de salvación, busca un lenguaje donde refugiarse y se amolda al frío, la
persecución y la muerte. En cada aldea a la que llega en su huida, el niño hace
de criado, bracero, amante, asiste a palizas, violaciones, miradas torvas, una
amenaza constante que resquebraja su infancia y su inocencia. Las tropas
alemanas son un peligro mudo y lejano, una vía de tren, un puesto abandonado,
el ruido de una explosión distante. Para sobrevivir entre las aldeas y los
alemanes el niño debe albergar una parte de maldad y odio.
Kosinski describe un entorno
rural extraño, asfixiante, los aldeanos escupen tres veces al ver los ojos
negros del niño, lo toman por gitano o judío, quieren dejarlo en los puestos
alemanes para ahuyentar una posible represión, se dejan llevar por viejas
supersticiones, están llenos de odio, resentimiento y sadismo, sólo algunas
mujeres curanderas ejercen de islas entre el mal. La guerra llega a golpes, están
las escaramuzas y los trenes que se dirigen a los campos de concentración (y
los campesinos que asienten satisfechos por el sufrimiento del pueblo que mató
a su dios).
Hay escenas terribles dentro
de El pájaro pintado, las muertes y violaciones mostradas con una frialdad
descarnada, el mal una repetición continua en la huida del niño a través de las
aldeas y el tiempo.
Aunque Olga hablaba un
dialecto extraño, llegamos a entendernos bastante bien. En invierno, cuando
bramaba la tormenta y la aldea quedaba aislada por la nieve, nos sentábamos
juntos en la cálida barraca y Olga me hablaba de todos los hijos de Dios y de
todos los espíritus de Satanás.
Me llamaba el Negro. Ella fue
la primera que me enseñó que yo estaba poseído por un espíritu maligno, el cual
se agazapaba dentro de mí como un topo en una madriguera profunda, y cuya
presencia yo desconocía. A un moreno como yo, poseído por este espíritu maligno,
se le identificaba por sus ojos negros embrujados que no parpadeaban cuando
miraban otros ojos claros brillantes. Debido a ello, afirmaba Olga, yo podía
mirar a los demás y hechizarlos inconscientemente.
Me explicó que los ojos
embrujados no sólo pueden lanzar maleficios, sino que también pueden
eliminarlos. Cuando miraba a las personas, a los animales o incluso a las
mieses, yo debía pensar únicamente en la enfermedad que le estaba ayudando a
curar. Porque cuando los ojos embrujados miran a un niño sano, éste empieza a
ponerse inmediatamente mustio; cuando miran a un ternero, éste muere víctima de
una enfermedad repentina; cuando miran la hierba, el heno se pudre después de
la siega.
***
Para ir a recoger hongos cruzábamos
la vía de ferrocarril que atravesaba el bosque. Varias veces al día pasaban
grandes locomotoras resollantes, arrastrando largos convoyes de mercancías. Las
ametralladoras asomaban sobre los techos de los vagones y también estaban
instaladas en una plataforma, delante de la locomotora. Los soldados provistos
de cascos escudriñaban el cielo y los bosques con sus prismáticos.
Hasta que apareció un nuevo
tipo de tren. En los vagones para ganado, herméticamente cerrados, se
amontonaban personas vivas. Algunos de los hombres que trabajaban en la
estación trajeron las noticias a la aldea. Esos trenes transportaban judíos y
gitanos, que habían sido capturados y sentenciados a muerte. En cada vagón
viajaban doscientos, hacinados como tallos de maíz, con los brazos en alto para
ocupar menos espacio. Viejos y jóvenes, hombres, mujeres y niños, incluso
lactantes. A menudo, los campesinos de la aldea vecina trabajaban durante un tiempo
en la construcción de un campo de concentración y contaban extrañas historias. Nos
decían que, cuando los judíos se apeaban del tren, los dividían en varios grupos,
y que luego los desnudaban y les quitaban cuanto llevaban. Les cortaban el
pelo, al parecer para rellenar colchones. Los alemanes también les miraban los
dientes, y si tenían alguno de oro, se lo arrancaban de inmediato. Las cámaras
de gas y los hornos no daban abasto ante la gran afluencia de gente: miles de
los que perecían por efecto del gas no eran incinerados sino simplemente
sepultados en fosos que rodeaban el campo.
Los campesinos escuchaban
estas historias con ademán pensativo. Decían que el castigo del Señor por fin
había alcanzado a los judíos. Hacía mucho tiempo que lo merecían, desde que
crucificaron a Cristo. Dios nunca olvidaba. Aunque hasta ese momento no había
castigado los pecados de los judíos, no los había perdonado. Ahora Dios se
valía de los alemanes como instrumento de justicia. A los judíos se les debía
negar el privilegio de la muerte natural. Debían perecer por el fuego,
sufriendo en la tierra los tormentos del infierno. Estaban recibiendo ni más ni
menos el merecido castigo por los crímenes oprobiosos de sus antepasados, por
haber rechazado la única fe verdadera, por haber matado despiadadamente niños cristianos
y por haber bebido su sangre.
***
También me gustaba la poesía.
Estaba escrita en un estilo que me recordaba el de las oraciones religiosas,
aunque era más bella y más inteligible. Por otro lado, los poemas no garantizaban
días de indulgencia. No había que recitarlos para purgar pecados: la poesía era
un placer. Las palabras suaves, pulcras, se engranaban como piedras de molino engrasadas
y bruñidas para lograr un encaje perfecto. Sin embargo, leer no era mi
ocupación primordial. Las lecciones que me daba Gavrila eran más importantes.
Él me enseñó que el orden del
mundo no tenía nada que ver con Dios, y que Dios no tenía nada que ver con el
mundo. La razón era muy simple: Dios no existía. Los ladinos sacerdotes se lo
habían inventado para poder engatusar a las personas estúpidas y
supersticiosas. No había Dios, ni Santísima Trinidad, ni diablos, ni fantasmas,
ni vampiros que se levantaban de las tumbas. La muerte no rondaba por todas
partes buscando nuevos pecadores de quienes apoderarse. Eso no eran sino
leyendas para individuos ignorantes que no entendían el ordenamiento natural
del mundo, que no creían en sus propias fuerzas y que, por consiguiente, debían
refugiarse en la creencia de algún dios.
Según Gavrila, las personas
determinaban el curso de sus vidas y eran las únicas dueñas de su destino. Esta
era la razón por la cual todo hombre tenía importancia, y por la cual era
esencial que todos supieran qué hacer y hacia dónde encaminarse. El individuo
podía pensar que sus actos carecían de importancia, pero no era cierto. Sus
actos, como los de otros individuos, formaban un gran mosaico que sólo podían
discernir quienes se encontraban en la cúspide de la sociedad. De la misma
manera, las puntadas aparentemente inconexas de la aguja de una mujer
contribuían a formar el hermoso diseño floral de un mantel o una colcha.
Jerzy Kosinski. El pájaro
pintado. Traducción de Eduardo Goligorsky. Editorial Debolsillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario