Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
Mostrando entradas con la etiqueta Juan Gómez Bárcena. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Juan Gómez Bárcena. Mostrar todas las entradas

miércoles, 9 de mayo de 2018

Los que duermen. Juan Gómez Bárcena

Pensemos en el tiempo no como una flecha que avanza en una sola dirección sino como una cinta de moebius donde no hay un derrotero único y puedes llegar al pasado si desandas el camino, el tiempo como un bucle, no la idea del eterno retorno de lo idéntico, sino partir del final hacia el inicio y esperar en ese pasado que has conquistado a que el final vuelva a atraparte —y al alterar la dirección del tiempo y encaminarnos al pasado como si fuese el futuro, cambiamos el sentido de la vida—. Pensemos en tierras, tribus, sociedades o dioses míticos hoy extintos pero cuya huella aún sentimos, aquel pasado remoto y primigenio donde se sentía la presencia de los dioses entre los humanos y las fronteras poseían la inmensidad que hoy tienen los viajes interestelares, una época bíblica que vista hoy en día podría acercarse a la ciencia-ficción. Pensemos en aquellos que resucitarán en el futuro tras someterse a la criogenización: el tiempo de espera antes de asumir su nuevo destino y los encuentros con los seres que los despertaron y que desconocen la emoción que puede acompañar a un gramófono, por ejemplo —y la perturbación que se produce en el cruce entre  los seres del pasado y del futuro—. Pensemos en un futuro donde los androides esperan a sus creadores y se preguntan quiénes eran, dónde se encuentran, si es cierto que todos esos viejos huesos desenterrados pertenecen a sus dioses y su espera es vana. Pensemos en tiempo, dioses, mitos, en encadenamiento, destino, conexión.

Hay un hilo que une los relatos de Los que duermen, una crónica que relaciona y conecta tierras, leyendas y aventureros hoy extintos con el pasado reciente de campos de concentración y predicciones apocalípticas y el futuro que nos espera. Avanzo por los relatos de Gómez Bárcena y siento que todos están en un mismo plano, el Aquiles que huye de su duelo con Héctor y la princesa que desanda el tiempo, los androides que se preguntan por los dioses creadores con los dioses olvidados por sus fieles, el caballo que es capaz de llevar a su jinete a los límites del tiempo con los criogenizados que buscan salvar la muerte, los campos de concentración nazis con los territorios recónditos donde se compran las palabras y no los objetos, los barcos a la deriva con sus tripulantes muertos o desaparecidos con los cadáveres encontrados en una ciénaga y convertidos en momias. Es la unidad en los relatos lo que me ayuda a ver a Los que duermen como algo más que un puñado de historias que buscan sorprender con un giro inesperado, como parte de un mundo definido donde el tiempo, la dirección del tiempo, se puede andar o desandar —esa forma de Gómez Bárcena de encarar el tiempo me lleva a su libro Kanada, ahí el tiempo también cambia de dirección, y en ese cambio, altera el sentido y los propósitos de la vida del protagonista—.  Mientras leía Los que duermen me pregunté por la posibilidad de que el tiempo tenga más de una dimensión, y si un espejo es la respuesta a nuestra búsqueda de dioses, realidades y afirmaciones. Me entretienen estos relatos de Gómez Bárcena por lo que tienen de historia, leyenda bíblica, anticipación y conjetura, la sensación de que es el pasado el que se acerca a la ciencia-ficción en todos los mundos que han desaparecido.

Pensemos en nuestra historia como una curva cerrada y sin un centro fijo, esa cinta de moebius de la que hablaba al inicio.






Impulsado por la curiosidad, Aktasar en persona decide cabalgar con su yegua y viajar más atrás del año 1 antes de Itata. Allí encuentra un mundo desolado, despoblado de hombres y vacío de dioses. Clama a gritos los nombres de Itata y Axime, sin encontrar respuesta. De la soledad deduce que tampoco los dioses son eternos; que también ellos han tenido un nacimiento y un principio. Pues viven de la fe de los hombres y por tanto sólo existirán mientras se mantenga intacta la credulidad de sus siervos.
A continuación, cabalga más tarde del año 6524 después de Itata. Aktasar encuentra un mundo artificial, hecho a imagen y semejanza del hombre; nada parece seguro en aquella tierra relativista e incierta, donde las cosas tienen la posibilidad de ser y no ser al mismo tiempo. Un lugar donde sólo hay sitio para el hombre y los dioses murieron con su fe hace ya muchos años. De ello deduce que también los dioses son mortales: que surgieron cuando los hombres los soñaron por vez primera y que murieron al desvanecerse su necesidad y su fe.
El rey intenta regresar a su tiempo, pero es demasiado tarde. Emponzoñado por el ateísmo y por las ideas relativistas, ahora duda de todo cuanto antes creía firmemente. Duda de su corona y de su cetro. Duda de su fe en los dioses y en la posibilidad de viajar en el tiempo. Duda incluso de sí mismo y de sus carnes.
Juan Gómez Bárcena. Los que duermen. Editorial Salto de página.

domingo, 1 de octubre de 2017

Kanada. Juan Gómez Bárcena

El tiempo encerrado en el pequeño espacio de una habitación en Hungría, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, o el tiempo como una cinta de Moebius donde no hay una dirección ni un destino concretos sino que es un bucle y un momento preciso en una vida puede ser tanto pasado como futuro o el pasado que reaparece tras el futuro, el tiempo que convierte al protagonista de Kanada en víctima y culpable según qué dirección tome, un hombre destruido que regresa a su hogar tras la guerra y ve que su casa sigue en pie en mitad de la destrucción, y es esa casa lo único que le queda, un espacio donde resguardarse junto a un telescopio, un libro, el cuenteo de las baldosas del suelo y las visitas periódicas del vecino y su esposa con víveres, el regreso que al inicio es una repetición constante de pequeños gestos y hábitos y que se convierte en aislamiento, un ser humano entre cuatro paredes y, fuera, una vida que pasa y cambia de las huellas que ha dejado la guerra a la llegada del comunismo y de ahí de vuelta a los campos nazis mientras el protagonista vive aislado con sus números y sus recuerdos como chispazos y la sensación de estar en varios puntos del espacio y el tiempo.

No sólo es el tiempo lo que predomina en Kanada. Es cómo regresar a la vida tras pasar por una experiencia traumática, qué nos define como la persona que somos, cómo puede sobrevivir un hombre derruido. Todo transcurre en la cabeza del protagonista de Kanada, su regreso, su reclusión en su antiguo despacho, la vida fuera de la puerta que parece una sucesión de sombras, los recuerdos del campo de concentración, de la época donde era profesor y tenía familia, su cabeza una sucesión de espejos y reflejos que, por momentos, convergen en un mismo punto. Si se trastoca la dirección del tiempo, la vida de un hombre pasa a ser algo enigmático y se difuminan las barreras entre culpabilidad e inocencia, entre barbarie y supervivencia.

Kanada se inicia de manera enigmática ­­―ayuda la segunda persona en la que está narrada para esa extrañeza inicial, una voz en la que cuesta entrar pero a la que acabas por acostumbrarte―, un hombre enclaustrado y los gestos que lo agarran a una vida que ya no entiende ―como contar cada parte de su despacho y sentirlo infinito. Entramos en su rutina, en sus gestos maquinal y maniáticamente repetidos, en una especie de vacío que sólo su vecino y su esposa rompen con sus visitas y hacen que el mundo exterior cruce el umbral de la habitación. Están el silencio y los números y las repeticiones al inicio. Luego, el tiempo y los recuerdos y algo que se aclara: un campo de concentración, un pabellón donde se apilan las pertenencias de los judíos ejecutados, la supervivencia por inercia, la lucha fuera del despacho por la tierra y contra las tropas invasoras. Y al final, el tiempo que vuelve sobre sus pasos y cambia la perspectiva de todo.

Ha sido una buena lectura la de Kanada, una pequeña sorpresa, la escritura repetitiva y cotidiana y matemática de Juan Gómez Bárcena que crea una atmósfera extraña, el tiempo que se retuerce y que a veces está tratado como en La flecha del tiempo de Amis o recuerda a Philip K. Dick.








Prefieres cerrar los ojos y recordar los días previos a la guerra, cuando todavía enseñabas Astrofísica en la Universidad Pázmány Péter. Dices antes de la guerra como quien dice hace cien años. Como quien dice mi abuelo o mi padre fueron profesores de Astrofísica, o incluso anoche soñé que enseñaba en la Universidad Pázmány Péter. Pero no es un sueño, sino un recuerdo, y ese recuerdo no te sirve para regresar a las aulas por más que lo intentas. Kanada es una sensación, una sacudida, un golpe que no puede comprenderse y que por eso nunca se borra, mientras que tu vida previa a la guerra es apenas un concepto, una idea que se desvanece en cuanto se explica. Y tú, subido a la tarima, explicabas muchas cosas, ahora lo recuerdas, entre ellas el principio de incertidumbre de Heisenberg. Lo hacía frente al asombro de aquellos alumnos que parecían niños, que entonces no podían entender ―que quizá siguen sin poder entender, ahora que se han convertido en niños que parecen soldados― por qué la mirada tiene un peso; por qué al medir la posición y la velocidad de un cuerpo alteramos la velocidad y la posición de ese cuerpo. Deberías haberles contado esto, piensas, hablarles de esos cálculos laboriosos que sacrifican aquello que se afanan en contar, y ellos tal vez habrían entendido. Quién sabe si podrás contárselo algún día. A veces se te ocurre pensar que tus años en la universidad son tan borrosos porque todavía no han sucedido, porque no son más que proyectos que algún día llevarás a término. Por eso, mientras sientes caer al hombre que tienes a la izquierda, cierras los ojos y piensas: tengo que recordar esto, para que los niños soldados aprendan.
Pero nadie aprende nada, nunca. Tampoco los kapos, que tardan mucho tiempo en revisar a fondo los barracones, hasta dar al fin con el número que se les resiste.
Juan Gómez Bárcena. Kanada. Sexto piso.