Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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viernes, 1 de enero de 2021

2020 en lecturas

Hace el número cincuenta y ocho, Loxandra. La suma de los primeros siete números primos, el número atómico del cerio, una galaxia de la constelación de Virgo, según internet. Una última lectura donde júbilo y despedidas, donde duelo y amor, donde abrazos homéricos y guerra. En Loxandra están la unión de Oriente y Occidente en las calles de Constantinopla y la mirada de Grecia ampliada en la convivencia, a trompicones, con turcos, armenios, montenegrinos, franceses; está la figura mítica de una mujer habladora, vital y enérgica que encuentra la felicidad en sus conversaciones con la virgen de Baluklí, en el aroma del Mármara, en las reuniones donde comida exuberantes, confesiones y pequeños ritos, está estrellar una granada contra el suelo en la mañana de año nuevo para convocar la abundancia en el hogar. Cierro el libro, y ahí fuera, los arces invernales, el cielo bajo y gris, el ruido metálico de la lluvia, el vuelo negro de los cormoranes. En estos últimos días del año he buscado en sus páginas su luminosidad y simpatía —que no rechaza sombra o muerte— como descanso.

***

Un leve rastro de nieve cubre las cumbres cercanas. Hace frío y viento, ahí fuera, y el río, crecido, tapa los troncos de los árboles en la ribera. Doy un pequeño paseo bajo unas nubes gruesas que atenúan la luz de la mañana. Un día apagado, diría mi madre. Y yo asentiría, sin decirle que percibo una belleza insólita en estos días grises de inverno, donde el cielo bajo, el crujido de mástil en el viento entre los árboles, la desnudez misma de los árboles que permite ver nidos y gorriones, la lentitud del amanecer. Recuerdo, mientras cruzo el puente de madera sobre un río sombrío y rápido, aquellas noches de insomnio, durante el confinamiento, en las que leía Submundo o El enamorado de la Osa Mayor y por un instante otros mundos ante mí, no mejores o tolerables o leves como esa nieve sobre los sombres, sólo mundos que interseccionaban el mío con incontables incertidumbres y alguna certeza. Aquellas noches —cuando trabajaba noches alternas en el pabellón y no cogía ritmo de sueño, dejaba el calor de e. a mi lado, me tomaba un primer café mientras observaba otras ventanas iluminadas en la madrugada, con sus miedos y perplejidades, y leía hasta la salida del sol a DeLillo, McCullers o Walser—, aquellas horas junto a una ventana que pasaba de la oscuridad a la penumbra y finalmente a la primera luz, ocupan el primer puesto en mi lista de las mejores lecturas de este año desmedido. La vulnerabilidad, el asombro y el cansancio quedaron relegados a un segundo plano. Tres o cuatro horas ante un libro, en el silencio extraño de la madrugada.

***

Repaso la lista de las cincuenta y ocho lecturas y siento que ha sido un buen año lector. Ahí, las dos últimas partes de la trilogía de Los sonámbulos de Broch, los relatos de Askildsen y Kristof y Chiang, la locura buena de Vonnegut y Jim Dodge y la locura triste de Dick; ahí, los poemas de Szymborska, Glück o Knight donde un verso puede contener una vida entera; ahí, la destreza en la escritura de Coetzee, Hermans y McCullers; ahí, en fin, cientos de páginas dobladas en una esquina y frases subrayadas y anotaciones a lápiz y nuevas preguntas y viejos mundos, un camino fronterizo donde realidad e invención, donde quimera y verdad, donde sueño y desgarro.

Hay dos libros que me apabullaron de entre esos cincuenta y ocho: El hombre invisible, de Ellison, por su inteligencia, agudeza y claridad en una novela política y social que despliega una rabia, una tristeza y una violencia soterrada y cruda y cuyos ecos son válidos para nuestro presente; y El ángel que nos mira, de Wolfe, un torrente desbocado, un escritor que pasa de lo íntimo a lo grandilocuente, de lo espiritual a lo terrenal y crea una obra desmedida exaltada titánica, un hombre que derriba diques y nos arrastra con su escritura impetuosa.

En esas horas insomnes del confinamiento, la aventura legendaria, los cielos nocturnos y las tierras abiertas de El enamorado de la Osa Mayor; Submundo o el miedo, el movimiento de las multitudes, la tecnología y los sueños derrocados; la ternura y la brutalidad y el destierro de los personajes de El cazador es un cazador solitario. Tres lecturas memorables en las madrugadas de ventanas iluminadas y un silencio extraño —o una respiración contenida.

Los descubrimientos de este año: los relatos crudos y sobrios de Medallones donde Zofia Nałkowska, entre la ficción y el reportaje, habla sobre la recién terminada segunda guerra mundial y los estragos producidos en su tierra polaca, relatos que hablan de visitas a las fábricas de jabones en los campos de exterminio, del sonido de la  muerte y el continuar de la vida en uno y otro lado de un muro, de quienes no lograron escapar o sobrevivir. La realidad es soportable porque no la experimentamos en su totalidad, dice Nałkowska. En el mismo sentido, la experiencia del campo de exterminio, pero con un lenguaje inesperadamente poético, en Ninguna de nosotros volverá, de Charlotte Delbo, la voz de una mujer en el horror. Inoué y La escopeta de caza, o tres cartas de tres mujeres que convierten a un hombre en un ser solitario y derruido. En su libro Hija de sangre y otros relatos, Octavia Butler pone del revés los cimientos de la ciencia ficción norteamericana con sus historias sobre el encuentro con el otro, el lenguaje, la sexualidad, el silencio, los ritos y las religiones y las sociedades conquistadas. Su escritura, honda y precisa, abre interrogaciones sobre quiénes somos. Ted Chiang, con un puñado de relatos estimables, se empequeñeció ante la voz de Octavia Butler.

La relectura de 2020 es para la inefable Desayuno de campeones, de Vonnegut, y Jim Dodge el autor reencontrado gracias a su lisérgico y anfetamínico viaje a ritmo de rock and roll en El cadillac de Big Bopper. Dos escritores que te hacen mejor lector y te arrebatan con su locura buena.

Y las decepciones: No dar de comer al oso de Elliot, Bueyes y rosas dormían, una novela que empieza de manera magistral pero que se me desinfló a lo largo de sus páginas, Los pájaros de Vehorvina, no por ser una mala novela, sino por sentir que me perdía algo.

Hilar la crudeza y crueldad en los relatos de No importa de Kristof con el intimismo y religiosidad de Gilead fue uno de los experimentos de este año, dos autoras y dos estilos que están uno en las antípodas del otro y que, tal vez por eso, disfruté durante unos días de noviembre, los últimos libros que pude leer en un banco, al aire libre.

Soñé en yidis una noche de duermevela, con treinta y ocho de fiebre y donde calor o escalofríos culpa del coronavirus y de la búsqueda de la identidad y los paisajes bíblicos de En una selva oscura de Krauss, un libro cuyas primeras páginas no me dijeron nada pero en el que insistí y encontré una buena lectura. En esos días aislado, sólo pude leer a  Halfon. La desidia, la preocupación, el agotamiento físico y mental tras dar positivo no me dejaron entrar en otras palabras y en otros mundos que no fueran los del autor guatelmalteco. Halfon tiene algo atractivo en su escritura, una cadencia y un cruce de episodios entre libros que te hacen sentir que estás leyendo partes de un libro infinito. Tras el alta por covid, con un dolor de cabeza constante y una fatiga ante el menor gesto, terminé el año entre Grecia y Turquía con Kalifatides y Iordanidu, o la luz de aquellas tierras para alumbrar esos días de cielos bajos y grises y cumbres nevadas.

Y la escritura directa y desmañada de Baroja en su Shanti Andia, y las voces de soldados rusos y sus madres y esposas recopiladas por Alexiévich en Los muchachos de zinc, donde muerte ataúdes y estrés postraumático, donde silencio culpa e incomprensión, y esos límites de un imperio anónimo y violento en Esperando a los bárbaros, de Coetzee, y la suave tristeza y la infancia de La feria de las tinieblas de Bradbury, y esa pequeña maravilla que es August de Christa Wolf, tiempos que se entrelazan y la memoria como embarcadero, a pesar de la congoja. Y Esch o la anarquía, y…

La tarde del treinta y uno de diciembre empecé Seguir viviendo, de Ruth Klüge.

Sé que este repaso sólo es interesante para quien lo hace y no tanto para quien lo lee. Pero, durante un par de días, antes de la rapidez de la Nochevieja, he sacado de la estantería y revisitado las lecturas de un año, he desordenado esta casa con libros en columnas sobre las mesas o el suelo, he sonreído ante el reencuentro de un párrafo subrayado, he unido un libro con la librería donde lo compré o una persona o un recuerdo. No sólo son cincuenta y ocho lecturas, también cincuenta y ocho fotografías y cincuenta y ocho recuerdos. 

***

(coda) Unos versos de Amalia Bautista para este 2021. Buen año, buen camino y buenas lecturas a todos.


 

 




 


(30.12.20/01.01.21)



Un asesino blanco como la nieve - Christian Bobin. Trad. Victoria Gómez Casado. la cama sol ediciones 
La casa intacta - Willem Frederik Hermans. Trad. Catalina Ginard Féron. Gatopardo ediciones
Esch o la anarquía - Hermann Broch. Trad. María Ángeles Grau. Debolsillo
Esperando a los bárbaros - J.M. Coetzee. Trad. Concha Manella y Luis Martínez Victorio. Debolsillo 
Medallones - Zofia Nałkowska. Trad. Bozena Zaboklicka y Francesc Miravitlles. Minúscula 
No dar de comer al oso - Rachel Elliot. Trad. Santiago Tena. Alba editorial
Después - Isabel Bono. Huerga y Fierro editores 
Huguenau o el realismo - Hermann Broch. Trad. María Ángeles Grau. Debolsillo
Poemas esenciales - Etheridge Knight. Trad. Juan José Vélez Otero. Valparaíso ediciones 
El precio de la amistad - Kjell Askildsen. Trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Nórdica libros 
Ninguno de nosotros volverá - Charlotte Delbo. Trad. Regina López Muñoz. Libros del Asteroide 
La escopeta de caza - Yasushi Inoué. Trad. Javier Albiñana con la colaboración de Yuna Alier. Anagrama 
Poesía no completa - Wislawa Szymborska. Trad. Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia. Fondo de cultura económica 
Mi madre - Yasushi Inoué. Trad. Marina Bornas. Sexto piso 
Diario del asco - Isabel Bono. Tusquets editores 
El enamorado de la Osa Mayor - Sergiusz Piasecki. Trad. Jerzy Slawomirski y Anna Rubió. Acantilado
El corazón es un cazador solitario - Carson McCullers. Trad. Rosa María Bassols. Seix Barral
Submundo - Don DeLillo. Trad. Gian Castelli. Austral
Jakob von Gunten - Robert Walser. Trad. Juan José del Solar. Debolsillo
Cómo ser perfecto - Ron Padgett. Trad. Patricio Grinberg y Aníbal Cristobo. Kriller71 ediciones
Tres senderos hacia el lago - Ingeborg Bachmann. Trad. Isabel García Adánez. Siruela 
Trilogía Regeneración I. Regeneración - Pat Barker. Trad. Carlos Milla e Isabel Ferrer. Galaxia Gutenberg 
Nuestras vidas - Marie-Hèléne Lafon. Trad. Lluís Maria Todó. Minúscula 
El ángel que nos mira - Thomas Wolfe. Trad. José Ferrer Aleu. Valdemar 
La guerra de las salamandras - Karel Capek. Trad. Anna Falbrová. Gigames 
El hombre invisible - Ralph Ellison. Trad.Andrés Bosch. Debolsillo 
Paradero desconocido - Kressmann Taylor. Trad. Carmen Aguilar. RBA editores
La penúltima verdad - Philip K. Dick. Trad. Antonio Ribera. Minotauro 
Trilogía Regeneración II. El ojo en la puerta - Pat Barker. Trad. Carlos Milla e Isabel Ferrer. Galaxia Gutenberg 
Trilogía Regeneración III. El camino fantasma - Pat Barker. Trad. Carlos Milla e Isabel Ferrer. Galaxia Gutenberg 
Una vida de pueblo - Louise Glück. Trad. Adalber Salas Hernández. Editorial Pre-Textos
El Cadillac de Big Bopper - Jim Dodge. Trad. Ana Herrera. El Aleph Editores
Bueyes y rosas dormían - Cristina Sánchez-Andrade. Siruela 
Mi oído en su corazón - Hanif Kureishi. Trad. Fernando González Corugedo. Anagrama
La feria de las tinieblas - Ray Bradbury. Trad. Joaquín Valdivieso. Minotauro 
Los pájaros de Verhovina. Variaciones para los últimos días - Adám Bodor. Trad. Adan Kovacsics. Acantilado 
El francotirador - Kurt Vonnegut. Trad. Ana María de la Fuente. Plaza & Janés
August - Christa Wolf. Trad. Marcos Román Prieto. Las migas también son pan editorial 
Alguien habló de nosotros - Irene Vallejo. Contraseña editorial
Exhalación - Ted Chiang. Trad. Rubén Martín Giráldez. Sexto piso
La historia de tu vida - Ted Chiang. Trad. Luis G. Prado. Alamut 
Las inquietudes de Shanti Andia - Pío Baroja. Alianza editorial 
La vida a plazos de Jacobo Lerner - Isaac Goldemberg. Editorial las afueras 
Desayunos de campeones - Kurt Vonnegut. Trad. Carlos Gardini. La bestia equilátera (Relectura)
Camino de Los Angeles - John Fante. Trad. Antonio-Prometeo Moya. Anagrama
No importa - Agota Kristof. Tras. Julieta Carmona Lombardo. El Aleph Editores 
Gilead - Marilynne Robinson. Trad. Montserrat Gurguí y Hernan Sabaté. Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores 
Hojas secas mojadas - Isabel Bono. La isla de Siltolá (Relectura)
Los muchachos de zinc. Voces soviéticas de la guerra de Afganistán - Svetlana Alexiévich. Trad. Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González. Debolsillo
Hija de sangre y otros relatos - Octavia E. Butler. Trad. Arrate Hidalgo. Editorial consonni 
En una selva oscura - Nicole Krauss. Trad. Rita da Costa. Salamandra 
El boxeador polaco - Eduardo Halfon. Libros del Asteroide 
Duelo - Eduardo Halfon. Libros del Asteroide 
Biblioteca bizarra - Eduardo Halfon.Jekyl & Jill 
Cuentos escogidos - Shirley Jackson. Trad. Paula Kuffer. Minúscula 
Todo fluye - Vasili Grossman. Trad. Marta Rebón. Debolsillo 
Madres e hijos - Theodor Kallifatides. Trad. Selma Ancira. Galaxia Gutenberg
Loxandra - María Iordanidu. Trad. Selma Ancira. Acantilado

viernes, 5 de junio de 2020

+09. DeLillo

El vacío irrumpe en las ciudades, desde el centro hasta sus límites. Son hipnóticas las imágenes donde sólo las sombras de los edificios se mueven entre las avenidas y las calles en las que un par de meses atrás la urgencia el dominio los proyectos el mañana. El paso de un coche o una figura humana o las luces de una ambulancia sólo consiguen aumentar la sensación de soledad y vacío y tiempo inmovilizado y vida evaporada y final de civilización. No consigo dejar de mirar y acercarme a ese vacío en las calles todas esas azoteas rojizas, todas esas torres de cristal hacia el cielo, todos los monumentos y museos desiertos, todo reducido a una estepa cerrada e inescrutableporque no puedo imaginar el silencio y la quietud en una gran ciudad.

Hace años subí al mirador en mitad de un monte que de noche parecía temible, un macizo oscuro capaz de tragarnos cuando la tierra temblaba en el norte argentino y tembló dos veces. Quería ver la ciudad donde vivía en aquel entonces desde fuera, no desde su interior, para ser consciente de su entidad, de su materia, una mirada hacia el todo. Las luces de la ciudad se extendían en la llanura docenas de kilómetros hasta que eran absorbidas por un abismo negro, aquellas luces geométricas de cuadras, plazas y pasajes como ríos de estrellas. Era inabarcable, aquella ciudad, y me sentí por primera vez como el lejano pionero estelar que imaginaba viajando solo, en busca de un nuevo mundo a través de la Vía láctea, cuando el camino blanco. De entre tantas luces, de entre tantos mundos, cuál elegir, qué se esconde en su interior, cuántas vidas y cuántas muertes en ese instante donde yo apoyado en el mirador.
Entré en aquella negrura tras los límites de la ciudad, días más tarde. Y allí, donde pensé nada nadie y el silencio, un puñado de casas de ladrillo rojo y grandes patios donde hacer asados, casas que las familias construían y elevaban poco a poco de la tierra, que iluminaban con la tenue luz de una bombilla, que eran la avanzadilla de la ciudad, porque en unos meses un trozo de camino asfaltado y algunas farolas y los primeros comercios, quioscos y colmados y fruterías al aire libre y la antigua luz tenue de las bombillas convertida en estrellas que no mueren. Aquella primera oscuridad donde la negrura de las casas y la dura tierra del camino y la hierba de los solares, aquella primera oscuridad que olía a los campos de caña de azúcar que traían una nieve negra sobre nuestras cabezas, aquella primera oscuridad, antes de la blancura cegadora de la luz, donde g. y yo, de regreso a la casa de ladrillo rojo, nos deteníamos en mitad del abismo negro que vi desde el mirador y nos besábamos en silencio y sentía su cuerpo voluptuoso, abarcador, libre y destensado.
                                                      
                                           todas las capas de tiempo que tenemos encima. Recuerdo la pistola desmontada sobre la mesa de la casa de ladrillo rojo y las balas fuera del cargador. r. limpiaba y engrasaba cada parte de aquella pistola comprada en el mercado negro, su mirada concienzuda, el silencio en sus ojos azules y brutales. Me hizo un gesto para que me acercara y me enseñó a meter las balas en el cargador, la dureza de aquellas balas entre mis dedos, la dificultad en insertar cada una de ellas. r. sonreía. Había tomado la educación de sus hijos como una instrucción militar, repartía ordenes, trabajos, decía al este o al norte de la avenida x para dar indicaciones, hacia una lista en pequeños papeles con las tareas del día siguiente que iba tachando poco a poco y decía que, cada día, era una lucha contra el tiempo, el juego de acabar las tareas unos minutos antes que el día anterior. Salíamos en su coche por aquellas casas de la primera oscuridad, su mano derecha aferraba la pistola sobre el muslo mientras conducía y nos acercábamos a las vías de tren donde chabolas y bidones de humo y la guardaba en la guantera cuando la luz de la ciudad, su mirada vigilante y fría y salvaje. Aquella pistola negra, la dureza de aquellas balas, mi dificultad para encajarlas en el cargador destrozaron una antigua imagen cinematográfica. Hoy veo a r. como un hombre en busca de contención y amor, de alguien que le diga todo esto pasará y le recuerde su humanidad
                                           —hacía pistolas con un juguete que llamábamos la culebra, piezas movibles que podían convertirse en círculos, casas, letras, siluetas de perros. Yo formaba una pistola rudimentaria y repetía las imágenes de los westerns en blanco y negro de mi infancia donde diligencias desiertos y la caballería. Imitaba el sonido de los disparos, me hacía el muerto, la mano en el pecho, la caída a cámara lenta sobre el suelo, los ojos cerrados el albor de una muerte fingida, la pistola blanca y verde y roja aferrada en mi mano, la idea heroica de un niño y la realidad años más tarde donde el miedo y el asombro ante el poder de un objeto apenas más grande que mi mano
                                           —me sentaba en una cafetería en el centro de la ciudad geométrica. Desde la ventana, la casa de gobierno y la galería española y un pequeño parque con lapachos. En las calles, las raíces de los naranjos rompían las aceras y las naranjas maduras se pudrían en los bordillos. Vi, mientras tomaba cafés aguados tan parecidos a los de aquella cocina gallega donde el tiempo se detuvo, sulkis arrastrados por caballos cansados y gauchos entre el tráfico con bombachas, sombreros de ala ancha, chalecos y botas, el pasado sumergido brutalmente en el presente; vi manifestaciones de pensionistas y piqueteros que explotaban petardos y se movían entre una extraña neblina; vi vendedores ambulantes de milanesas y tamales y humitas, tipos de caras hoscas y melancólicas que no tenían palabras porque sus palabras eran sus gestos y sus manos y la mirada lejos; vi a la reina de los pobres, un ejército de niños a su cargo que entraba en las cafeterías y bares y restaurantes, niños ennegrecidos con estampitas de San Expedito que dejaban en las esquinas de la mesas y salían con un puñado de centavos y pesos que entregaba a su reina dickensiana
                                           —me adueño del tiempo y lo cruzo en forma de U, como cuando corro por esta casa de sombras alargadas en las paredes, el tiempo como espacio que atravesar
                                             —me adueño del tiempo y lo convierto en objeto, un libro que abrir al azar y unir páginas y fragmentos de manera aleatoria y así los muertos reviven y los amores desaparecen y las balas regresan a las pistolas y desando caminos y atisbo el futuro
                                           —me adueño del tiempo porque es estático en este confinamiento donde el vacío irrumpe en las ciudades,
                                           —porque no quiero que ese vacío se adueñe de mi pecho y lo convierta en calles y avenidas y puertas cerradas


(coda) Leo.

***

Masas y multitudes, una imagen de antes de, que se agolpan ante un estadio para un partido de beisbol o bodas masivas, que se mueven a una, como bandadas de estorninos, que se confunden en un todo tan abarcador como inconexo, hombres y mujeres que miran hacia los límites de la formación con incredulidad y sentido de pertenencia y terror. El desierto como impulso y como soledad y espectro de uno mismo. La fotografía o los fotogramas de una película como realidad fijada que convierte en ficción el tiempo fuera de la imagen. Nuestros gestos, rituales cada uno de ellos. Y nuestros nuevos terrores, la tecnología, la masificación, los deshechos, y nuestros viejos terrores, la bomba nuclear, la violencia. Y el arte que reconvierte bombarderos en grandes murales y ralentiza películas hasta el paroxismo. Y las matemáticas y los significados ocultos en las jugadas y la guerra en un partido de rugby. DeLillo y la reconstrucción de nuestro tiempo.


—Quieto, ahora. No se mueva. Me gusta como está.
—¿Ve? Lo que quiera, y yo me apresuro a hacerlo.
—Haber tocado a Bill Gray…
—¿Se da cuenta de lo íntimo que resulta lo que estamos haciendo?
—Le garantizo que lo incluiré en mis memorias. Y, dicho sea de paso, no tiene aspecto de payaso.
—Aquí estamos, en una habitación, inmersos en este misterioso intercambio. ¿Qué estoy cediendo ante usted? ¿Y de qué me está invistiendo usted, o qué está arrebatándome? ¿De qué modo me está cambiando? Puedo sentir el cambio como una corriente que fluyera bajo la piel. ¿Acaso me va asimilando a medida que trabaja? ¿Estoy realizando una parodia de mí mismo? Y, en cualquier caso, ¿desde cuándo fotografían las mujeres a los hombres?
—Lo comprobaré cuando regrese a casa.
—Parece que nos llevamos muy bien.
—Sí, ahora que hemos cambiado de tema.
—Estoy perdiendo una mañana entera de trabajo sin el menor remordimiento.
—No es eso lo único que está perdiendo. No olvide que desde el momento en que aparezca su imagen todos esperarán que muestre usted el mismo aspecto que tiene en ella. Y, cada vez que se encuentre con alguien, la gente no dudará en disputarle su derecho a resultar distinto a como es en la fotografía.
—Me he convertido en el material de alguien. En el suyo, Brita. Está la vida y está el objeto de consumo. Todo cuanto nos rodea tiende a canalizar nuestras vidas hacia una realidad final impresa o filmada. Dos enamorados discuten en el asiento trasero de un taxi y surge una pregunta implícita en el acontecimiento. ¿Quién escribirá el libro y quién representará a los protagonistas en la película? Todo reclama su propia versión ensalzada. O, por ponerlo de otro modo: nada ocurre hasta que no es consumido. O, de otro modo: la naturaleza ha cedido ante el aura. Un hombre se corta al afeitarse y contratamos a alguien para que escriba la biografía del corte. En la vida, todo el material resulta canalizado hacia el aura. Aquí estoy yo, en su lente, y ya me veo distinto. Duplicado o reducido.
—Y también puede pensar en sí mismo de modo diferente. Resulta interesante las profundidades a las que nos traslada una fotografía. Podemos ver algo que pensábamos que manteníamos oculto. O algún aspecto perteneciente a nuestra madre, nuestro padre o nuestros hijos. Uno toma una instantánea y ve su rostro en la semipenumbra, pero en realidad se trata de su padre que le devuelve la mirada.
—Lo que usted hace es preparar el cadáver.
—Papel y productos químicos, eso es todo.
—Colorear mis mejillas. Maquillando mis manos y mis labios. Pero cuando haya muerto realmente, todos pensarán que sigo vivo en su fotografía.
—El año pasado, en Chile, conocí a un editor al que habían encarcelado después de que su revista publicara diversas caricaturas del general Pinochet. Se le acusaba de asesinar la imagen del general.
—Suena perfectamente razonable.
—¿Está perdiendo el interés? Lo digo porque a veces no me doy cuenta de que me estoy apropiando de una sesión. Llegado cierto punto, me vuelvo sumamente posesiva. Resulto amable y simpática en lo que respecta a la superficie de la operación pero el núcleo, el marco, son míos.
—Creo que necesito estas fotografías más que usted. Para derribar el monolito que he construido. Me da miedo ir a cualquier sitio, incluso al cafetucho del cruce más cercano. Continúo convencido de que se acercan los rastreadores con sus teléfonos móviles y sus teleobjetivos. Cuando uno elige esta vida, comprende lo que representa vivir en un permanente estado de disciplina religiosa. No existen soluciones a medias. Todos los movimientos que realizamos son rituales. Todo cuanto hacemos que no se halle directamente centrado sobre el trabajo gira en torno al ocultamiento, la reclusión, los modos de evasión. Scott elabora las rutas de los sencillos viajes que realizo de cuando en cuando, cuando tengo que ir al médico, por ejemplo. Existen procedimientos que es necesario seguir cada vez que alguien viene a la casa. Obreros, repartidores. Se trata de un modo de vida irracional, pero dotado de una poderosa lógica interior. Como el modo en que la religión se apodera de una vida. El modo en que una enfermedad se apodera de una vida. Existe una fuerza totalmente independiente de mi elección consciente. Una fuerza irritable y rencorosa. Quizá se debe a que no quiero sentir lo que sienten otros. Poseo mi propia cosmología del dolor. Déjenme solo con ella. No me miren, no me pidan que les firme ejemplares de mis libros, no me señalen con el dedo por la calle, no se arrastren hasta mí con una grabadora sujeta al cinturón. Sobre todo, no me hagan fotografías. He pagado un precio terrible por este maldito aislamiento. Y ya estoy harto de él.
Hablaba en voz baja, desviando la mirada. Daba la impresión de que aprendía todo aquello por primera vez, de que por fin lograba escucharlo. Qué extraño resultaba todo. No lograba comprender cómo nada de todo ello había sucedido, cómo un joven inexperto y desconfiado frente a los mecanismos de deslumbramiento y distorsión, celoso de su trabajo y sumamente tímido y autorromantizante, podía verse tantos años después atrapado en su propia y colosal inmovilidad.
Don DeLillo. Mao II. Traducción de Gian Castelli. Austral.

jueves, 3 de mayo de 2018

Fin de campo. Don DeLillo

Turco azul derecha, ranura doble, cero enganche retrasado,

Entonces, en la segunda parte de Fin de campo, DeLillo detiene la acción y describe un partido de fútbol americano, los pases, carreras, yardas ganadas y la línea de marcación, los gestos de los entrenadores en el banquillo, el nombre de las jugadas y las posiciones que ocupan los jugadores dentro del juego, el olor de la hierba del campo y el rugido de la multitud, las trifulcas y las peleas, el dolor de cuerpos chocando y cayendo, hombros desencajados y huesos rotos. Hay algo dentro de ese terreno de juego que tiene un sentido: no el dolor, no la victoria, mucho menos la derrota, sino la unidad y el movimiento del equipo, un puñado de hombres que comparten y ejecutan una visión, que trasladan al juego lealtad, defensa, vibración, belleza, el fútbol como reflejo de un campo de batalla, una fórmula matemática o un sistema de señales, la coreografía de un grupo de hombres en pos de una armonía invisible. Cuarenta páginas por momentos arduas y que me hicieron sentir como uno de los personajes de DeLillo que recita de memoria poemas en alemán sin saber qué significan. Lo indecible. Fin de campo es una comedia. O algo parecido.

***

Criba-W-intermedia, serie-alfa, 2-limón.

Un hombre busca en la disposición de su habitación un orden y una belleza estática: una cama, un escritorio, dos relojes, tres lápices, un pequeño desconchado en la pared. También, un judío que aspira a deshacerse de sus raíces judías, desnudarse de aquello que le han impuesto. Y un estudiante que recita poemas en idiomas que desconoce. Y el narrador, Gary Harkness, que se siente atraído por la guerra nuclear y sus consecuencias. Son algunos de los jugadores del modesto equipo de fútbol de la universidad de Logos. Harkness toma distancia con todo y todos, es descreído, irónico y observador, ha pasado por un puñado de universidades y equipos, traza sus propios significados sobre el sentido del juego, se cuestiona sobre el miedo y la tecnología, se siente un exiliado, teme el silencio y vaga por un paisaje desértico. Es el único que comprende la búsqueda de Taft Robinson, el primer jugador negro en Logos y un portento de los deportes, alguien llamado a destacar entre sus compañeros y rivales pero que sólo anhela perseguir cierto tipo de belleza estática y llevar el enorme exterior al interior. DeLillo encuentra en su narrador una forma de distanciarse y de romper con la imagen de los jugadores de fútbol americano, de encontrar un sentido en las repeticiones de entrenamientos y jugadas, en las relaciones entre los jugadores, en el miedo de cada uno de ellos y en su búsqueda de una comprensión última. Extrañan las conversaciones entre los jugadores, esa forma de preguntarse por el miedo o lo indecible, de cuestionarse las raíces y la realidad, de encontrar un sentido y una  belleza cercanos. Por momentos esas conversaciones parecen artificiales; y por momentos hay cierta comicidad en un puñado de jugadores que se hacen preguntas abstractas tras los entrenamientos o en mitad de un partido.

—Creo en las formas estáticas de belleza —me dijo—. Me gusta medir las cosas y dejarlas que se queden como están. Intento crear grados de silencio. Las cosas que hay en esta sala son simples y estáticas. Están medidas meticulosamente. En cuanto hago un cambio diminuto, todo cambia. Y ese cambio se vuelve inmenso. Mi vida aquí casi se parece a cierta clase de sueño. Ya sabes que a veces los objetos de los sueños adquieren una importancia enorme. Es como que resuenan. Es fácil tenerles miedo a los objetos de los sueños. Pues a veces esto se vuelve un poco así. A veces parece que yo me haga más pequeño y que la sala se alargue. Los espacios que separan los objetos empiezan a dar un poco de miedo. A mí me gustan los colores de esta habitación, el hecho de que no se muevan nunca ni cambien nunca. El tono de la habitación cambia, sin embargo. A veces se oye un murmullo. Se oye un rugido sordo. Se oye una especie de cántico tosco e idiota. Creo que el tono de la habitación cambia dependiendo de la hora del día. A veces es oceánico y a veces apenas se percibe, como si fuera una especie de pequeña pulsación en un desván. La radio es importante en este sentido. La clase de silencio que se hace después de que suene la radio nunca es igual que el silencio que había antes. Yo uso la radio de distintas formas. Casi la convierto en ejercicio espiritual. Silencio, palabras, silencio, silencio, silencio.

***

Contra-quietos, ancha azul-2, cambio interior retrasado.

Una estudiante que se pregunta sobre la responsabilidad de la belleza y las máscaras tras las que nos escondemos; un profesor de exobiología que habla de microorganismos, el origen de la Tierra, el futuro del ser humano como astroplancton; un entrenador subido a una torre, como un eremita, que crea jugadas, movimientos, relaciones y significados y las sigue desde esa altura que lo acerca a un dios mudo; un oficial del ejército que alecciona a Harkness sobre la guerra nuclear y asegura que las bombas son una especie de dios y prepara un juego de guerra que en sólo doce pasos llevaría a la destrucción total. Como los jugadores de la universidad, estos personajes también se cuestionan sobre el miedo, la realidad, las máscaras, la religión, la relación que une el universo con el ser humano, todo aquello que fuimos, que somos, que seremos.

Aquí funciona una especie de teología. Las bombas son una especie de dios. Y a medida que crece el poder de ese dios, nuestro miedo aumenta de forma natural. Yo siento la misma aprensión que todo el mundo, tal vez más. Tenemos demasiadas bombas. Y ellos tienen demasiadas bombas también. De todo esto lo que sale es una especie de teología del miedo. Empezamos a capitular ante esa presencia abrumadora. Es demasiado poderosa. Nos hace parecer hormigas. Acabamos diciendo: que el dios haga lo que quiera, es mucho más poderoso que nosotros. Que sea lo que él ordene. Antes pasaba que los dioses castigaban a los hombres usando las fuerzas de la naturaleza contra ellos, o bien excitándolos para que cogieran sus armas y se destruyeran los unos a los otros. Ahora en cambio el dios mismo es una fuerza de la naturaleza, la fusión de tritio y deuterio. Ahora él es el arma. De manera que esta vez quizá hayamos ido demasiado lejos a la hora de crear un ser omnipotente. Toda esta maquinaria. Unas reservas fabulosas de maquinaria. El gran peligro es que nos acabemos rindiendo a una sensación de inevitabilidad y nos pongamos a tirárnoslo todo a la cabeza por todo el planeta.
***

Serie zonal, triple tex, zambullida de reconocimiento fuera de pase.

End zone. La zona de marcación en el fútbol americano. Una frontera o un límite. El fin del campo. El miedo, el tedio, el humor, la tecnología, lo que pasó, está pasando y pasará, la construcción de significados, las estructuras repetidas, el movimiento de masas, la belleza estática y desnuda en la disposición de los objetos. Hay algo fantasmal en Fin de campo o Ruido de fondo, DeLillo habla sobre los terrores modernos y parece vaticinar el once de septiembre, no el ataque en sí, sino el trastorno y el miedo que surgió del ataque, el gran movimiento de masas en un paisaje apocalíptico, el ruido último. Fin de campo es una novela desigual, tiene buenos momentos y otros farragosos y aburridos, no llega a las sobresalientes Ruido de fondo o Mao II, donde DeLillo escribe en estado de gracia, pero se disfruta por sus conversaciones surrealistas, sus disquisiciones metafísicas y por un puñado de personajes febriles.




Zapalac hablaba dando vueltas en torno a su mesa:
—Sería interesante preguntarnos qué les debe nuestra vida en la Tierra a todos esos cometas que depositaron aquí tantos millones de toneladas de materiales químicos cuando se estrellaron contra nosotros en los años de formación de nuestra Historia, en nuestros años de crecimiento, y seguramente no resulte demasiado poético afirmar que fueron los cielos quienes nos nutrieron, quienes nos echaron una mano durante nuestros primeros dos mil millones de años, o hasta que pudimos apañarnos solos, sintetizar materiales básicos, dar el primer paso para devolver el favor y salir al espacio con menús de restaurante chino recién sacados del congelador. Pero a decir verdad, tampoco me fascina tanto el contenido de carbono de los meteoritos, ni la discusión de en qué momento exacto aparecieron los primeros organismos vivos en la Tierra. Mi apuesta personal es que fue en el 217 antes de Cristo en Kearney, Nebraska. Pero ¿qué pasará con los últimos organismos vivos, con las esporas y los hidrozoos que queden después de que nuestros ancestros nos lleven bien protegidos a la extinción? Terminaremos todos como astroplancton, nubes de polvo viajando por el espacio. Permitidme que plantee una pregunta: ¿qué es lo más extraño que tiene este país? Pues que cuando me despierte mañana por la mañana, o cualquier mañana, el primer miedo que me asalte no tendrá que ver con los enemigos de nuestro país, ni tampoco con nuestros enemigos tradicionales en la guerra fría o en la guerra que sea. Pero entonces, ¿a quién le tengo miedo? Porque está claro que a alguien se lo tengo. Pues escuchadme y os lo diré. Tengo miedo de mi propio país. Tengo miedo a los Estados Unidos de América. Es ridículo, ¿verdad? Pero mirad. Mirad por ejemplo el Pentágono. Si alguien nos mata a gran escala, será el Pentágono. A pequeña escala, tened cuidado con vuestra policía local. Fijaos en cómo me estáis mirando algunos. Pregunta: ¿acaso se van a poner a llamar a mi puerta a las tres de la madrugada dos corteses y amigables agentes del lavado de cerebro? Los dos con estudios superiores, claro... Ya veis mi encantadora y contagiosa sonrisa y os dais cuenta de que no es algo que me preocupe. Esto es América. Podemos decir lo que queramos. Me puedo pasar el día hablando, citando capítulo y versículo. Pero cuando llegue la prueba verdadera, lo más seguro es que me meta corriendo en una peluquería, si es que se puede encontrar una en este páramo, y me tiña el pelo de rubio para que todo el mundo crea que soy uno de esos chicos rubitos con la mirada perdida que tanto éxito tenían en la Himmelplatz hace tres o cuatro décadas. Se supone que en la sesión de hoy tendríamos que estar hablando del potencial biótico aplicado a los organismos de entornos muy remotos, situados mucho más allá de las carreteras y vericuetos de nuestro sistema solar. El potencial biótico del hombre se reduce a medida que aumenta todo lo demás. Esta formulita tan simple puede granjearme una beca de investigación para estudiar las modalidades de supervivencia al otro lado de la atmósfera. La primera beca en órbita. Tengo un pensamiento profundo para vosotros. La ciencia ficción no es más que empezar a entender el Antiguo Testamento. Mirad cómo los nitratos artificiales se vierten en los ríos y los océanos. Mirad cómo el dióxido de carbono derrite los casquetes polares. Mirad cómo escasean las reservas minerales del mundo. Mirad la guerra, el hambre y las plagas. Mirad cómo las hordas bárbaras profanan el templo de las vírgenes. Mirad cómo los caballos salvajes montan a los perros de las praderas. He dicho la ciencia ficción pero creo que quería decir la ciencia. En cualquier caso, aquí se está cerrando alguna clase de círculo mítico y/o histórico. Pero yo no dejo de sonreír. No dejo de decirme a mí mismo que no hay razón para preocuparme, siempre y cuando la juventud de América sepa qué es lo que está pasando. Cerebros, músculos, buenas dentaduras y buena estatura. Miro vuestras caras y se me tiene que escapar una sonrisita controvertida. Algunos de vosotros, con vuestros uniformes azules tan chulos, estáis aquí para aprender cómo es el espacio exterior y cómo convertiros en su policía. Uniformes, banderas e himnos de batalla. Yo os ofrezco el único comentario digno de citarse que he hecho en todo el primer semestre: las naciones nunca son más ridículas que en sus manifestaciones patrióticas. ¿Por qué iba yo a tenerle miedo a mi propio Gobierno? Aquí hay algo que falla. Pero no estoy preocupado. Por suerte se me da bien agachar la cabeza. Sé ponerme a cubierto y correr en zigzag como pocos. Cuesta mucho parar a un hombre bajito. Abramos el libro por la página setenta y ocho. La panspermia y sus reconfortantes implicaciones.
Don DeLillo. Fin de campo. Traducción de Javier Calvo. Austral.

sábado, 28 de enero de 2017

Fascinación. Don DeLillo

En la superficie, Fascinación me recuerda a El halcón maltés. Como en la historia de Hammett, está la búsqueda de un puñado de personajes tras un objeto mítico, una película erótica rodada en el búnker de Hitler días antes de la derrota alemana. Marchantes, periodistas, senadores, nuevos ricos, agentes de espionaje que se lanzan a una aventura homérica, a rastrear pistas que llevan a unos contra otros, que muestran el doble o triple juego de alguno de los personajes y la catadura moral de cada uno de ellos, seres mezquinos o crueles o simples curiosos que esperan encontrar los últimos días del régimen nazi (y que en esos últimos días haya orgias y violencia, una despedida salvaje de la vida). En esa superficie de la historia, Fascinación funciona como aventura, se sigue con interés los diferentes caminos de los personajes y las máscaras que esconden cada uno de ellos, el misterio que hay en la película, la pregunta de si realmente existe y, si es así, si encontrarán las imágenes que esperan, el abandono de alguno de ellos a seguir con la búsqueda, primero atraídos por el contenido, luego desgastados y cansados del juego de espías, violencia y traiciones, la resolución final donde se muestran las imágenes y la confrontación con un momento real del pasado.

Bajo la superficie, DeLillo habla del miedo, el erotismo, la tecnología y el terrorismo, temas que reconozco en las posteriores Ruido de fondo y Mao II. Hay una corriente oculta en la que se mueven los personajes, aparatos tecnológicos como intento de controlar la sociedad, cámaras en calles y tiendas, buscas que localizan a las personas, una realidad donde la tecnología ejerce de gran hermano y a aquellos que vigila en vulnerables y cercanos a la paranoia. Uno de los personajes llega a decir Cuando la tecnología alcanza cierto nivel, la gente comienza a adquirir conciencia criminal, la tecnología como punto desestabilizador, la incomprensión ante una herramienta nueva y desconocida. DeLillo y su forma de ver la tecnología como algo desestabilizador, kafkiano y cruel, máquinas sin emociones que dictan  nuestra vida y nuestros miedos, que recrean una realidad alternativa, y el ser humano que asiste a este auge de la tecnología con la sensación de dar pasos a ciegas en un entorno desconocido.


―Cuando la tecnología alcanza cierto nivel, la gente comienza a adquirir conciencia criminal ―dijo―. Alguien anda tras nuestra pista, quién sabe si los ordenadores. La policía mecánica, acaso. No hay modo de librarse de la investigación. Toda la información relativa a tu persona y a tu existencia se ha recogido o está siendo recogida. Bancos, compañías de seguros, organizaciones financieras, organismos fiscales, oficinas de pasaportes, servicios de información, agencias de policía, investigadores… Es algo parecido a lo que le decía antes. Las máquinas nos hacen vulnerables. Si imprimen un informe en el que se afirma que somos culpables, somos culpables. Pero aún va más allá, ¿no es cierto? Es su presencia misma, el hecho mismo de que existan, la superabundancia de tecnología, lo que nos hace pensar que delinquimos. Tan sólo el hecho de que tales cosas puedan existir a un nivel extendido. Los procesadores, los escáneres, los clasificadores. Basta y sobra para hacernos sentir como unos criminales. Qué capacidad tan enorme. Qué programas tan complejos. Y aún nadie que nos lo explique.

El título original de Fascinación es Running dog, perro acosado o sarnoso, que hace referencia a los americanos que huían tras el final de la guerra de Vietnam. Si en Dog soldiers, una novela cercana en el tiempo a la de DeLillo, los personajes de Stone se convertían en traficantes y asesinos tras su vuelta de Vietnam, en Fascinación está Selvy, un agente que descubre que todo su entrenamiento estaba destinado a aprender a morir, como un antiguo samurái, está Mudger, un veterano dentro de una espectral agencia gubernamental, está Levi, un soldado torturado por los vietnamitas y que aprendió a meditar, está Lightborne, un marchante de arte erótico que sabe que es el movimiento lo que hace diferente al erotismo, está Moll Robbins, una periodista de una publicación radical (Running dog) y que se encuentra en mitad de un mundo de apariencias, está Lomax, capaz de tratar y trabajar con cada banda, personajes a la búsqueda del santo grial en forma de película.

Son los años setenta y DeLillo se cuestiona sobre el poder de la tecnología y su influencia en la realidad, el miedo a la muerte, el terror que anida en pequeños grupos aislados, la realidad de unas imágenes en blanco y negro que son invendibles por ser un instante donde no hay sexo o muerte, presenta un mundo turbio y violento y un puñado de personajes que no hacen más que orbitar alrededor de una leyenda.








―De algún modo, resulta inocente, ¿no cree?
―No se mueve –dijo Lightborne.
―¿No se mueve?
―Movimiento, acción, fotogramas por segundo. Para bien o para mal, ésa es la época en la que vivimos. Esto nos parece un poco inútil. Se limita a estar ahí. Consiste únicamente en masa y peso corporal.
―Pura gravedad.
―Desde luego. Las cosas no alcanzan un erotismo completo a no ser que posean capacidad de movimiento. Una mujer cruzándose de piernas vuelve loco a los hombres. Se mueve, ¿comprende? Movimiento, actividad, cambios de postura. Hoy en día, necesitamos de todo eso para obtener un erotismo integral.

***

Entras en un banco y te filman —dijo Lightborne—. Entras en unos grandes almacenes y te filman. Lo vemos cada vez más. Entras en un probador a cambiarte de ropa y hay alguien observándote a través de un espejo falso. Y no sólo a los clientes, atención. También vigilan a los empleados: los espían con cámaras ocultas. Entra con el coche en cualquier sitio. Radares, controles computerizados del tráfico. Se internan en el útero y toman fotografías. En todas partes. ¿Qué gira constantemente en torno al planeta? Satélites espía, globos sonda, aviones U-2. ¿Y qué hacen? Tomar fotos. Filmar el mundo entero.

***

Moll desconfiaba de las grandes cruzadas. En el fondo de la mayoría de las grandes búsquedas obsesivas subyacía cierta deficiencia vital, cierta mezquindad de espíritu, por parte del perseguidor en cuestión.
Sentada en la oscuridad, podía oír a Odell trasteando con el proyector.
Más deprimentes aún que la naturaleza de cualquier búsqueda eran sus probables resultados. Ya persiguiera la gente un objeto de algún tipo, o una situación interna o una respuesta o un estado de ánimo, casi siempre resultaba decepcionante. Al final, la gente chocaba consigo misma. Siempre consigo misma. Claro está que los había que creían que la búsqueda en sí era lo único que importaba. Que la búsqueda era la recompensa.
Lightborne no hubiera estado de acuerdo. Lightborne, estaba segura, quería un producto comercializable. Lightborne no estaba en aquel negocio por su atractivo existencialista.
Don DeLillo. Fascinación. Traducción de Gian Castelli Gair. Austral.