Turco azul derecha,
ranura doble, cero enganche retrasado,
Entonces, en la segunda parte de Fin de campo, DeLillo detiene la acción y describe un partido de
fútbol americano, los pases, carreras, yardas ganadas y la línea de marcación, los
gestos de los entrenadores en el banquillo, el nombre de las jugadas y las
posiciones que ocupan los jugadores dentro del juego, el olor de la hierba del
campo y el rugido de la multitud, las trifulcas y las peleas, el dolor de
cuerpos chocando y cayendo, hombros desencajados y huesos rotos. Hay algo
dentro de ese terreno de juego que tiene un sentido: no el dolor, no la
victoria, mucho menos la derrota, sino la unidad y el movimiento del equipo, un
puñado de hombres que comparten y ejecutan una visión, que trasladan al juego
lealtad, defensa, vibración, belleza, el fútbol como reflejo de un campo de
batalla, una fórmula matemática o un sistema de señales, la coreografía de un
grupo de hombres en pos de una armonía invisible. Cuarenta páginas por momentos
arduas y que me hicieron sentir como uno de los personajes de DeLillo que
recita de memoria poemas en alemán sin saber qué significan. Lo indecible. Fin de campo es una comedia. O algo
parecido.
***
Criba-W-intermedia,
serie-alfa, 2-limón.
Un hombre busca en la disposición de su habitación un
orden y una belleza estática: una cama, un escritorio, dos relojes, tres
lápices, un pequeño desconchado en la pared. También, un judío que aspira a
deshacerse de sus raíces judías, desnudarse de aquello que le han impuesto. Y
un estudiante que recita poemas en idiomas que desconoce. Y el narrador, Gary
Harkness, que se siente atraído por la guerra nuclear y sus consecuencias. Son
algunos de los jugadores del modesto equipo de fútbol de la universidad de
Logos. Harkness toma distancia con todo y todos, es descreído, irónico y
observador, ha pasado por un puñado de universidades y equipos, traza sus
propios significados sobre el sentido del juego, se cuestiona sobre el miedo y
la tecnología, se siente un exiliado, teme el silencio y vaga por un paisaje
desértico. Es el único que comprende la búsqueda de Taft Robinson, el primer
jugador negro en Logos y un portento de los deportes, alguien llamado a
destacar entre sus compañeros y rivales pero que sólo anhela perseguir cierto
tipo de belleza estática y llevar el enorme exterior al interior. DeLillo
encuentra en su narrador una forma de distanciarse y de romper con la imagen de
los jugadores de fútbol americano, de encontrar un sentido en las repeticiones
de entrenamientos y jugadas, en las relaciones entre los jugadores, en el miedo
de cada uno de ellos y en su búsqueda de una comprensión última. Extrañan las
conversaciones entre los jugadores, esa forma de preguntarse por el miedo o lo
indecible, de cuestionarse las raíces y la realidad, de encontrar un sentido y
una belleza cercanos. Por momentos esas
conversaciones parecen artificiales; y por momentos hay cierta comicidad en un
puñado de jugadores que se hacen preguntas abstractas tras los entrenamientos o
en mitad de un partido.
—Creo en las formas estáticas de belleza —me dijo—. Me gusta medir las cosas y dejarlas que se queden como están. Intento crear grados de silencio. Las cosas que hay en esta sala son simples y estáticas. Están medidas meticulosamente. En cuanto hago un cambio diminuto, todo cambia. Y ese cambio se vuelve inmenso. Mi vida aquí casi se parece a cierta clase de sueño. Ya sabes que a veces los objetos de los sueños adquieren una importancia enorme. Es como que resuenan. Es fácil tenerles miedo a los objetos de los sueños. Pues a veces esto se vuelve un poco así. A veces parece que yo me haga más pequeño y que la sala se alargue. Los espacios que separan los objetos empiezan a dar un poco de miedo. A mí me gustan los colores de esta habitación, el hecho de que no se muevan nunca ni cambien nunca. El tono de la habitación cambia, sin embargo. A veces se oye un murmullo. Se oye un rugido sordo. Se oye una especie de cántico tosco e idiota. Creo que el tono de la habitación cambia dependiendo de la hora del día. A veces es oceánico y a veces apenas se percibe, como si fuera una especie de pequeña pulsación en un desván. La radio es importante en este sentido. La clase de silencio que se hace después de que suene la radio nunca es igual que el silencio que había antes. Yo uso la radio de distintas formas. Casi la convierto en ejercicio espiritual. Silencio, palabras, silencio, silencio, silencio.
***
Contra-quietos,
ancha azul-2, cambio interior retrasado.
Una estudiante que se pregunta sobre la responsabilidad
de la belleza y las máscaras tras las que nos escondemos; un profesor de
exobiología que habla de microorganismos, el origen de la Tierra, el futuro del
ser humano como astroplancton; un entrenador subido a una torre, como un
eremita, que crea jugadas, movimientos, relaciones y significados y las sigue
desde esa altura que lo acerca a un dios mudo; un oficial del ejército que
alecciona a Harkness sobre la guerra nuclear y asegura que las bombas son una
especie de dios y prepara un juego de guerra que en sólo doce pasos llevaría a
la destrucción total. Como los jugadores de la universidad, estos personajes
también se cuestionan sobre el miedo, la realidad, las máscaras, la religión,
la relación que une el universo con el ser humano, todo aquello que fuimos, que
somos, que seremos.
Aquí funciona una especie de teología. Las bombas son una especie de dios. Y a medida que crece el poder de ese dios, nuestro miedo aumenta de forma natural. Yo siento la misma aprensión que todo el mundo, tal vez más. Tenemos demasiadas bombas. Y ellos tienen demasiadas bombas también. De todo esto lo que sale es una especie de teología del miedo. Empezamos a capitular ante esa presencia abrumadora. Es demasiado poderosa. Nos hace parecer hormigas. Acabamos diciendo: que el dios haga lo que quiera, es mucho más poderoso que nosotros. Que sea lo que él ordene. Antes pasaba que los dioses castigaban a los hombres usando las fuerzas de la naturaleza contra ellos, o bien excitándolos para que cogieran sus armas y se destruyeran los unos a los otros. Ahora en cambio el dios mismo es una fuerza de la naturaleza, la fusión de tritio y deuterio. Ahora él es el arma. De manera que esta vez quizá hayamos ido demasiado lejos a la hora de crear un ser omnipotente. Toda esta maquinaria. Unas reservas fabulosas de maquinaria. El gran peligro es que nos acabemos rindiendo a una sensación de inevitabilidad y nos pongamos a tirárnoslo todo a la cabeza por todo el planeta.
***
Serie zonal, triple
tex, zambullida de reconocimiento fuera de pase.
End zone. La
zona de marcación en el fútbol americano. Una frontera o un límite. El fin del
campo. El miedo, el tedio, el humor, la tecnología, lo que pasó, está pasando y
pasará, la construcción de significados, las estructuras repetidas, el
movimiento de masas, la belleza estática y desnuda en la disposición de los
objetos. Hay algo fantasmal en Fin de
campo o Ruido de fondo, DeLillo
habla sobre los terrores modernos y parece vaticinar el once de septiembre, no
el ataque en sí, sino el trastorno y el miedo que surgió del ataque, el gran
movimiento de masas en un paisaje apocalíptico, el ruido último. Fin de campo es una novela desigual,
tiene buenos momentos y otros farragosos y aburridos, no llega a las
sobresalientes Ruido de fondo o Mao II, donde DeLillo escribe en estado
de gracia, pero se disfruta por sus conversaciones surrealistas, sus disquisiciones
metafísicas y por un puñado de
personajes febriles.
Zapalac hablaba dando vueltas en torno a su mesa:
—Sería interesante preguntarnos qué les debe nuestra vida
en la Tierra a todos esos cometas que depositaron aquí tantos millones de
toneladas de materiales químicos cuando se estrellaron contra nosotros en los
años de formación de nuestra Historia, en nuestros años de crecimiento, y
seguramente no resulte demasiado poético afirmar que fueron los cielos quienes
nos nutrieron, quienes nos echaron una mano durante nuestros primeros dos mil
millones de años, o hasta que pudimos apañarnos solos, sintetizar materiales
básicos, dar el primer paso para devolver el favor y salir al espacio con menús
de restaurante chino recién sacados del congelador. Pero a decir verdad,
tampoco me fascina tanto el contenido de carbono de los meteoritos, ni la
discusión de en qué momento exacto aparecieron los primeros organismos vivos en
la Tierra. Mi apuesta personal es que fue en el 217 antes de Cristo en Kearney,
Nebraska. Pero ¿qué pasará con los últimos organismos vivos, con las esporas y
los hidrozoos que queden después de que nuestros ancestros nos lleven bien
protegidos a la extinción? Terminaremos todos como astroplancton, nubes de
polvo viajando por el espacio. Permitidme que plantee una pregunta: ¿qué es lo
más extraño que tiene este país? Pues que cuando me despierte mañana por la
mañana, o cualquier mañana, el primer miedo que me asalte no tendrá que ver con
los enemigos de nuestro país, ni tampoco con nuestros enemigos tradicionales en
la guerra fría o en la guerra que sea. Pero entonces, ¿a quién le tengo miedo?
Porque está claro que a alguien se lo tengo. Pues escuchadme y os lo diré.
Tengo miedo de mi propio país. Tengo miedo a los Estados Unidos de América. Es
ridículo, ¿verdad? Pero mirad. Mirad por ejemplo el Pentágono. Si alguien nos
mata a gran escala, será el Pentágono. A pequeña escala, tened cuidado con
vuestra policía local. Fijaos en cómo me estáis mirando algunos. Pregunta:
¿acaso se van a poner a llamar a mi puerta a las tres de la madrugada dos
corteses y amigables agentes del lavado de cerebro? Los dos con estudios
superiores, claro... Ya veis mi encantadora y contagiosa sonrisa y os dais
cuenta de que no es algo que me preocupe. Esto es América. Podemos decir lo que
queramos. Me puedo pasar el día hablando, citando capítulo y versículo. Pero
cuando llegue la prueba verdadera, lo más seguro es que me meta corriendo en
una peluquería, si es que se puede encontrar una en este páramo, y me tiña el
pelo de rubio para que todo el mundo crea que soy uno de esos chicos rubitos
con la mirada perdida que tanto éxito tenían en la Himmelplatz hace tres o
cuatro décadas. Se supone que en la sesión de hoy tendríamos que estar hablando
del potencial biótico aplicado a los organismos de entornos muy remotos,
situados mucho más allá de las carreteras y vericuetos de nuestro sistema
solar. El potencial biótico del hombre se reduce a medida que aumenta todo lo
demás. Esta formulita tan simple puede granjearme una beca de investigación
para estudiar las modalidades de supervivencia al otro lado de la atmósfera. La
primera beca en órbita. Tengo un pensamiento profundo para vosotros. La ciencia
ficción no es más que empezar a entender el Antiguo Testamento. Mirad cómo los
nitratos artificiales se vierten en los ríos y los océanos. Mirad cómo el
dióxido de carbono derrite los casquetes polares. Mirad cómo escasean las
reservas minerales del mundo. Mirad la guerra, el hambre y las plagas. Mirad
cómo las hordas bárbaras profanan el templo de las vírgenes. Mirad cómo los
caballos salvajes montan a los perros de las praderas. He dicho la ciencia
ficción pero creo que quería decir la ciencia. En cualquier caso, aquí se está
cerrando alguna clase de círculo mítico y/o histórico. Pero yo no dejo de
sonreír. No dejo de decirme a mí mismo que no hay razón para preocuparme,
siempre y cuando la juventud de América sepa qué es lo que está pasando.
Cerebros, músculos, buenas dentaduras y buena estatura. Miro vuestras caras y
se me tiene que escapar una sonrisita controvertida. Algunos de vosotros, con vuestros
uniformes azules tan chulos, estáis aquí para aprender cómo es el espacio
exterior y cómo convertiros en su policía. Uniformes, banderas e himnos de
batalla. Yo os ofrezco el único comentario digno de citarse que he hecho en
todo el primer semestre: las naciones nunca son más ridículas que en sus
manifestaciones patrióticas. ¿Por qué iba yo a tenerle miedo a mi propio
Gobierno? Aquí hay algo que falla. Pero no estoy preocupado. Por suerte se me
da bien agachar la cabeza. Sé ponerme a cubierto y correr en zigzag como pocos.
Cuesta mucho parar a un hombre bajito. Abramos el libro por la página setenta y
ocho. La panspermia y sus reconfortantes implicaciones.
Don DeLillo. Fin
de campo. Traducción de Javier Calvo. Austral.
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