Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 30 de diciembre de 2019

2019 en lecturas

Apenas quedan unas pocas hojas secas en los árboles invernales. He visto cómo en las últimas semanas volaban en espiral hacia el cielo, se concentraban en las esquinas cerradas de los patios o marchaban con la corriente del río cercano. Cada vez que veo una hoja desgajarse de un árbol, ese instante donde planea en el viento antes de caer al suelo en una acrobacia, pienso en todo el tiempo transcurrido hasta el momento donde la hoja que cae y yo nos encontramos. Todo el tiempo.

Es difícil abstraerse de echar la mirada atrás en estos días rápidos de diciembre. Cruzamos una frontera. Entonces, me imagino ante un paisaje vasto y desconocido: a mi espalda lo inmutable, frente a mí un horizonte difuminado y extraño. Es coger aire ante lo que está por llegar mientras los recuerdos del último año se deslizan subterráneos en estos días, estar entre dos tiempos. Me dejo arrastrar por ese mirar a lo hecho en el año.

Siempre pienso que podría haber leído más y mejor. Entiendo ese más, el querer abarcar el mayor número de escritores y lecturas posibles, es ese mejor el que me resulta chocante. Como si Shalámov, Katherine Anne Porter o Robert Walser no fueran suficientes y Pynchon, Lispector o Gógol hubieran resultado una mejor elección. El dilema entre lo que se lee y lo que queda por leer, entre el camino andado y aquel que asoma a lo lejos.

Hoy escribo frente a una de las estanterías de mi biblioteca. Encima de ella, cuatro columnas de libros —un centenar de libros— que no tienen un hueco entre las baldas. Las columnas crecen poco a poco, cambio los libros de sitio para buscar una mejor estabilidad, junto géneros y autores distantes entre sí—los westerns de Le May con la poesía de Gamoneda, Nicholson Baker con Charlotte Brontë— me siento culpable por tanta lectura pendiente a la vez que disfruto del placer previo por la promesa de todos esos paisajes vastos y desconocidos que se abrirán ante mí, en cualquier momento.

Este año he conocido las librerías de Gijón, lugares donde pasar tardes sin tiempo, una pequeña y amigable donde hablé de los cuentos de Kolimá con el librero y me llevé libros de Gass, Lenz o Dazai; otra, una gran habitación con dos pisos de estanterías conectadas por una escalera y una antigua caja registradora que tintineaba al abrirse; busqué con afán de arqueólogo en mercados, ferias y librerías de segunda mano esos libros descatalogados que habitan mis listas de deseos desde hace años —este año taché de la lista libros de Ágota Kristof o Sam Shepard—; exploré mi biblioteca de referencia, un viejo chalé junto a una vía de tren y pasillos estrechos entre las estanterías, donde encuentro la mayoría de los libros que copan mis listas de próximas lecturas —listas a las que, cansado por la acumulación, dejo de hacer caso al poco tiempo— y descubro otros que me hablan por una página al azar o la promesa, la eterna promesa de una historia que me acerque a la emoción de niño, cuando mi abuelo en la cocina recordaba para mí, con una mezcla de incredulidad y quietud, el mundo fuera de su valle —y el mundo estaba dominado por una guerra o el encuentro con el mar o las grandes casonas entre montes o la primera mirada alucinada hacia los edificios de la ciudad que tapaban cielos y horizontes—.

Paso por épocas donde intento ordenar el caos. Establezco un plan de lectura, escojo tres libros conectados entre sí ya sea por  tema o estilo como por país, generaciones o cualquier semejanza que me invente —o me decido por un autor y leo poco a poco su obra—, y echo a andar con la esperanza de encontrar un equilibro que me haga olvidar la duda constante sobre lo que leo y sobre aquello que me pierdo y no leo. Poco dura esa búsqueda de orden, tiendo a sumirme en el caos, a combinar escritores y estilos, a dejar que los libros se mezclen, incluso a no leer durante unos días. Este año…
·      completé la inclasificable trilogía de Nobodaddy de Schmidt, inicié la lectura de los relatos de Kolimá de Shalámov, que terminaré, espero, en 2020, así como la trilogía de Los sonámbulos de Broch, último proyecto del año;
·   leí sobre la construcción de la identidad gracias a A.M.Homes y Kathryn Harrison; las memorias de Angelu, Haderlap, Swain o Lalla Romano, voces que recuerdan una vida con dolor y belleza, con palabras que no son barro;
·     seguí la construcción de un puente de la mano de Talese y las reflexiones de Theodor Kallifatides sobre la Europa de ayer y hoy y la importancia del idioma materno;
·      releí algún volumen de cuentos de Carver y Ford —a distancia de todos esos escritores que nos quieren vender como carverianos y que son un reflejo desvaído—; y en la época donde el turno de noche se hizo especialmente difícil escogí los relatos cortos de Munro, McCullers, y John Fante o los poemas de Sharon Olds para que hubiera otras palabras, otras voces en mis días somnolientos y cansados;
·    eché una mirada al mundo desaparecido del siglo XIX gracias a Tolstói, Dostoievski o Thomas Hardy, como de adolescente, cuando leía a Melville, Hawthorne, Trollope, George Eliot y tantos otros;
·   también hubo decepciones: me aburrí con los poemas de Hahn y Simic, no conecté con lo nuevo de Iribarren ni con el Evangelio esquizofrénico de Hrabal, se me indigestó el Mundo sumergido de Ballard, una obra que habla de un cambio climático y una regresión a tiempos arcaicos con algunas buenas imágenes pero torpe y mal escrita; sólo recuerdo un par de cuentos de la nueva recopilación de relatos de Berlin, tan lejos de su Manual para mujeres de la limpieza; Carter, de Ted Lewis, me dejó igual que antes de leerlo;
·    descubrí autores como Barbara Baynton y su descarnado Estudios sobre lo salvaje, la entereza de Cory Taylor en Morir, una vida, la intrigante voz de Kaye Gibbons en Ellen Forster, la plegaria que despliega Emmy Hennings en El estigma, tan arrebatada, tan cruel, tan íntima, la mirada crítica de Chevallier sobre la primera guerra mundial en El miedo, sin heroísmos, con todo el pánico y horror de la vida y la muerte en las trincheras.

Si tuviera que elegir mis mejores lecturas, elegiría un país. Rusia —con una incursión en la U.R.S.S.—. Por Shalámov y Kolimá, Tolstói y Los cosacos, las Memorias de la casa muerta de Dostoievski y Los nuestros Dovlátov. Mención especial para La escritura o la vida, esa novela ensayo donde Semprún se interroga desde qué lugar, si realismo puro o ficción, se debe escribir sobre el horror en los campos nazis. También para la densidad sureña de Katherine Anne Porter en Pálido caballo, pálido jinete o para ese ser extraño que disfruta de su soledad en el mundo apocalíptico imaginado por Arno Schmidt en Espejos negros, o para la soledad, en otro tiempo, en otro lugar, de Vida y época de Michael K de Coetzee. Y como últimas menciones, El ángel del olvido de Haderlap, el recuerdo que se desborda una y otra vez, la vida en la frontera, el dolor de la lucidez al hacerse adulto, la maestría que despliega Isherwood en Un hombre soltero, y  la lucha contra las convenciones en Jude el oscuro  de Hardy.

Para terminar, mi único propósito para el próximo año es rebajar la altura de las columnas de lecturas pendientes y tachar un puñado de libros de las diferentes listas desperdigadas por el ordenador, el móvil, los cuadernos de apuntes.

Una última reflexión. Decía Tecman que vivimos en un perpetuo fundido encadenado: un mundo que se diluye poco a poco en otro nuevo hasta que desaparece, una y otra vez. Una de las razones por las que leo es para encontrarme con esos mundos desaparecidos, qué ha quedado de ellos en nosotros, que hemos dejado atrás para siempre. A veces, cuando tengo un libro en las manos, a veces, sólo a veces, siento que estoy en el final de un fundido encadenado.

En resumen, leí lo que pude y cuanto pude, no más, no mejor, sino estos sesenta libros que me acompañaron durante 2019.




Una noche en el paraíso - Lucia Berlin. Trad. Eugenia Vázquez Nacarino. Alfaguara.
Más allá del equinoccio de primavera - Natsume Sōseki. Trad. Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Impedimenta
Evangelio esquizofrénico - Bohumil Hrabal. Trad. Montse Tutusaus. La Fuga Ediciones
El vino de la juventud - John Fante. Trad. Antonio-Prometeo Moya. Anagrama
Relatos de Kolimá. Volumen I. Varlam Shalámov. Trad. Ricardo San Vicente. Editorial Minúscula
Estudios de lo salvaje - Barbara Baynton. Trad. Pilar Adón. Editorial Impedimenta.
Hielo seco - Isabel Bono. La isla de Siltolá (Relectura)
La primera oscuridad y otros poemas - Óscar Hahn. Visor
Pálido caballo, pálido jinete - Katherine Anne Porter. Trad. Maribel de Juan. Círculo de lectores
El beso - Kathryn Harrison. Trad. Susana Camps. Anagrama
El miedo - Gabriel Chevallier. Trad José Ramón Monreal. Acantilado
Calle de los maleficios. Crónica secreta de París - Jaques Yonnet. Trad. Julia Alquézar. Sajalín editores
¿Quién ha visto el viento? - Carson MacCullers. Trad. José Luis López Muñoz y María Campuzano. Austral
La hija de la amante - A.M. Homes. Trad. Jaime Zulaika. Anagrama
El mundo sumergido - J.G. Ballard. Trad Francisco Abelenda. Ediciones Minotauro
En un café - Mary Lavin. Trad. Regina López Muñoz. Errata naturae editores
El brezal de Brand - Arno Schmidt. Trad. Fernando Aramburu. Debolsillo
Espejos negros - Arno Schmidt. Trad. Florian von Hoyer y Guillermo Piro. Debolsillo
Un lugar difícil - Karmelo Iribarren. Visor
El progreso del amor - Alice Munro. Trad. Flora Casas. Debolsillo
Rock Springs - Richard Ford. Trad. Jesús Zulaika. Anagrama (Relectura)
El verano sin hombres - Siri Hustvedt. Trad. Cecilia Ceriani. Anagrama
El río del tiempo - Jon Swain. Trad. Magdalena Palmer. Gatopardo ediciones
Vida y época de Michael K - J.M. Coetzee. Trad. Concha Manella. Debolsillo
El ángel del olvido - Maja Haderlap. Trad. José Aníbal Campos. Editorial Periférica
Ellen Foster - Kaye Gibbons. Trad. María José Rodellar. Editorial las afueras
Relatos de Kolimá. Volumen II. La orilla izquierda - Varlam Shalámov. Trad. Ricardo San Vicente. Editorial Minúscula
Garabateado en la oscuridad - Charles Simic. Trad. Nieves García Prados. Vaso roto ediciones
La edad del desconsuelo - Jane Smiley. Trad. Francisco González López. Editorial Sexto piso
Mi romance - Gordon Lish. Trad. Juan Sebastián Cárdenas. Editorial Periférica
Tres rosas amarillas - Raymond Carver. Trad. Jesús Zulaika. Anagrama (Relectura)
Los hermanos Tanner - Robert Walser. Trad. Juan José del Solar. Debolsillo
Tierras de sangre - Didó Sotiríu.Trad. César Montoliu. Acantilado
El arte del puzle - José María Pérez Álvarez. Ediciones Trea
Las cuatro estaciones - Ana Blandiana. Trad. Viorica Patea y Fernando Sánchez Miret. Periférica
Gestarescala - Philip K. Dick. Trad. Julián Díez. Cátedra
Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado - Maya Angelou. Trad. Carlos Manzano. Libros del Asteroide
Otra vida por vivir - Theodor Kallifatides. Trad. Selma Ancira. Galaxia Gutenberg
El largo viaje - Jorge Semprún. Trad. Jacqueline Conte y Rafael Conte. Austral
Una postal de 1939 - Marcella Olschki. Trad. Francisco de Julio Carrobles. Periférica
Los cosacos - Lev Tólstoi. Trad. Irene y Laura Andresco revisada por Vicente Andresco. Alianza editorial
El puente - Gay Talese. Trad. Antonio Lozano. Debolsilo
Memorias de la casa muerta - Fiódor M. Dostoievski. Trad. Jesús García Gabaldón y Fernando Otero Macías. Alba editorial
La penumbra que hemos atravesado - Lalla Romano. Trad. Natalia Zarco. Periférica
Jude el oscuro - Thomas Hardy. Trad. Francisco Torres Oliver. Alba editorial
Un hombre soltero - Christopher Isherwood. Trad. María Belmonte. Acantilado
La escritura o la vida - Jorge Semprún. Trad. Thomas Kauf. Tusquets editores
Cahier - Isabel Bono. Editorial Baile del sol (Relectura)
Mis amigos - Emmanuel Bove. Trad. Manuel Arranz. Editorial Pre-textos
La célula de oro - Sharon Olds. Trad. Óscar Curieses. Bartleby editores
Relatos de Kolimá. Volumen III. El artista de la pala - Varlam Shalámov. Trad. Ricardo San Vicente. Editorial Minúscula
Pioneros - Willa Cather. Trad. Gema Moral Bartolomé. Alba editorial
Pasenow o el romanticismo - Hermann Broch. Trad. María Ángeles Grau. Debolsillo
El estigma- Emmy Hennings. Trad. Fernando González Viñas. El paseo editorial
Morir. Una vida. Cory Taylor. Trad. Catalina Ginard Ferón. Gatopardo ediciones
Carter - Ted Lewis. Trad. Damià Alou. Sajalín editores
La expedición al baobab - Wilma Stocenström. Trad. del inglés Lorenzo Luengo. Siruela
El descenso - Anna Kavan. Trad. Ainize Salaberri. Navona (7)
Los nuestros - Serguéi Dovlátov. Trad. Ricardo San Vicente. Fulgencio Pimentel
De A para X. Una historia en cartas - John Berger. Trad. Pilar Vázquez. Alfaguara

jueves, 19 de diciembre de 2019

El estigma. Emmy Hennings

Leo junto a una ventana. Levanto la mirada para pensar en las palabras de este libro, angustia, dicha, fe, camino intrincado. Hay tres árboles entre el cemento. Sus hojas, rojas y verdes, tienen forma de estrella. A lo largo del año he visto cómo cambiaban de color, una y otra vez, cómo eran colmados de la luz de la mañana o, como hoy, zarandeados por el viento, gráciles en su aparente fragilidad, las hojas al cielo en un vuelo en espiral. Estos árboles dan forma al viento, su furia, su delicadeza. Es el final del otoño. Las nubes bajan a tierra. Caen las hojas. De los árboles. Del libro. Hasta que los árboles y el libro quedan desnudos.

No es sólo un diario, El estigma. Es coger aire e iniciar una plegaria, la búsqueda pausada no de la dicha sino de algo que no se puede expresar con palabras porque las palabras tienen fronteras que no pueden traspasar, una conversación íntima con un Dios propio de una mujer que se siente en enterrada en un profundo pozo y levanta la mirada fuera de ese abismo. Y en esa mirada de Hennings, en ese comprenderse para comprender, la descripción y reflexión sobre el mundo que circundante: las muchachas de la noche y la calle, las caseras frías o benévolas, los hombres que compran su cuerpo y lo convierten en una moneda que queda, pasada la noche, encima de la mesa de un café, los mismos cafés o teatros donde se cruzan seres humanos reconocibles en su imperfección, en su falta de felicidad y en su lucha por encontrar una fe propia.

A medida que avanzaba en la lectura de este diario, sentía leer una de esas vidas de santos que, al buscar la gloria y el amparo de un dios mudo, deambulan entre las ciudades y la gente con una gran cruz a su espalda, cayendo una y otra vez en la desdicha, la culpa y la deuda, persiguiendo una redención que los acerque a la perfección soñada, al éxtasis, al encuentro con ese dios mudo testigo de cada acto de su vida, de cada mirada alzada, de cada silencio. Hay una palabra que se repite como una clave  a lo largo de El estigma: entrega. Dice Hennings en distintos sitios de su libro: Mi melancolía ha sido marcada por la palabra «entrega»; Busco aquello que se entrega libremente; Todo quiere algo de mí, para eso fui entregada. Es una prueba la que parece vivir la narradora de este diario: llegar al límite de las propias fuerzas, de la propia fe, para comprobar lo férreo de sus creencias; es transitar por un camino de espinas para salir herida y, a la vez, indemne; es la oposición a lo establecido, a una salida fácil, a una vida domesticada. La religión es un centro en El estigma: las oraciones a un Dios propio, las visitas a las catedrales donde desenvolver una espiritualidad íntima, palabras como éxtasis, dicha, entrega, renuncia, pureza, dolor, el mismo título, estigma, esa signo de la caída, y la redención. El Dios de Hennings es luz y tinieblas, es silencio y escucha.

Cada frase de este libro tiene un valor profundo y una intensidad que, por momentos, hizo que tuviera que espaciar la lectura. Es decir, no hay páginas en este diario novelado donde quepa lo intranscendente, hasta los gestos cotidianos adquieren un sentido mayor, un monólogo interior donde se plantean preguntas y dudas sobre los caminos a elegir, la conducta de los hombres o el significado último de la vida. Hay una indefensión en la voz de este diario que tiene que ver con la infancia. En más de una ocasión la narradora detiene la descripción de una escena para volver por un instante a sus recuerdos de niña, recuerdos con una luz agridulce que son refugio y pérdida, recuerdos de todos los seres que nos habitan, de los diferentes tiempos que somos, una escritura intimista y poética que se despliega poco a poco y muestra la reflexión y la búsqueda, la desprotección y el calvario personal, la agotada y febril escritura de una plegaria.







Había tanto silencio. Yo era la única perturbación en un mundo mudo. No pude soportarlo por más tiempo. Cayeron de mis labios palabras que brotaban por sí solas, un recipiente que rebosa y cuyas gotas caen a la tierra.
Me oía hablar a mí misma, y mi voz me sonaba ajena, como si no me perteneciese. Oía repetirse la misma frase: «No se trata de la dicha, amado Dios, sería pedir demasiado. No se trata de la dicha, amado Dios, no se trata ya de la dicha. Se trata de…». ¿De qué? ¿De qué, en concreto? Como si fuese necesario que yo misma acudiese en mi ayuda, me esforcé en pensar de qué se trataba. Sobre ello reflexioné en la Catedral de Colonia. Aún hoy sigo reflexionando, en la calle, en la estafeta de correos, en el cuarto, en los bancos y en las salas de espera, en todo lugar, en todos los sitios.

***

Quisiera saber si el dinero es la única causa visible de mi degeneración. El dinero en mi bolso me resultaba oscuro. Cada vez me resulta más sospechoso. El dinero es una afrenta, la molesta señal de la vergüenza. Limpio mi dinero con un pañuelo antes de entregarlo a manos inocentes; para que, al menos, parezca superficialmente limpio. El dinero siempre es falso, pero un eficaz, excelente ensueño. No existe el dinero verdadero, me digo. Sería una casualidad que una vez fuese real. Lo que se troca por dinero es algo bien distinto. Pero no puedo juzgar yo sola de modo tan subjetivo.
He recibido un pan con mantequilla y una taza de café y a cambio dejo en la mesa de mármol una soberbia moneda de diez marcos.
Por esa moneda de diez marcos soy yo misma la que está sobre la mesa. Se paga con mi persona. Por ello pongo hoy una irisada moneda sobre la mesa. ¿Eso soy yo? ¿Cómo se me puede comparar con una moneda? ¿A mí? Hay algo centelleante en mí.
El camarero no sospecha nada. No sabe de dónde procede el dinero, no sospecha que yo misma represento la moneda de diez marcos… ¡Cómo de unida estoy a la moneda de diez marcos, mi personal al completo se encuentra en ella!

***

No tengo otro objetivo, solo mi impulso, al que quiero dirigir en otra dirección. Dirigir alguna vez voluntades ajenas, seducirlas en la dirección de mi voluntad. Tengo que limpiar toda la ciudad, esa es mi dura tarea. Vadear todas las ciénagas.
Cuando esté sumergida en lo más profundo —tomado como un sacrificio—, podré decir con la mayor de las entregas: «¿Cree usted en mí?».
¿Cómo no podría creerse en aquello que se acepta, que se abraza, que se mantiene agarrado? Creo en toda voluntad que me acepta. Siento toda ráfaga de viento que acaricia mi cara… Todo quiere algo de mí, para eso fui entregada. Si el mundo quiere arder, seré un ascua en un mar de fuego. Nada puede consumir mejor que yo.
¿Estoy predestinada? Rezo con los labios sellados: «No me dejes caer en la tentación y líbranos del mal».
No despego mis labios. Los comprimo, no quiero que se escape mi petición. Mi aliento no debe perturbar mi súplica.
Por eso aprieto los dientes y mi boca queda hermética. Dios no me tendrá por obstinada; verá en mi interior. Él sabe dónde vivo. Sabe de qué vivimos. Al igual que me tienta con el mal, puede tentarme con el bien. Tanto con lo uno como con lo otro, siempre he sabido que se trataba de estar sana y salva.
El estigma. Emmy Hennings. Traducción Fernando González Viñas. El paseo editorial.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Morir. Una vida. Cory Taylor

Hablar de la muerte desde la muerte. Y desandar el camino para encontrarse con los propios recuerdos: la vida nómada, el descubrimiento del poder de la escritura y cómo da forma al mundo que nos rodea, el despertar de la conciencia y los primeros indicios del deseo, las vacaciones en el rancho familiar, en la tierra ocre y polvorienta del interior australiano, la relación con sus padres —la relación de sus padres, turbulenta y extraña, que marca su infancia y su inicio en la madurez, el padre distante incapaz de arraigarse en una tierra, en una familia, la madre que lo sigue durante años, la rabia contenida hasta el desencanto final y la ruptura—, las preguntas sobre qué habría cambiado en nuestra vida si no hubiese sucedido tal o cual acto, un camino que es circular y nos devuelve al inicio: la espera de una muerte inmediata.

He llegado al borde de las palabras, dice Cory Taylor en las páginas finales de su libro. También, que escribir es una tarea vital de explicar algo valioso a otros antes de irse. Conecto esos dos momentos porque imagino, sólo puedo imaginar, la tarea de escribir y la espera de la muerte como estados fuera del tiempo. Taylor habla del tabú de la muerte en la primera mitad del libro, su cáncer terminal, la compra de fármacos ilegales para una posible eutanasia, las consultas con los médicos, que sienten la muerte un fracaso, como si fuésemos inmortales, y silencian la palabra, las visitas a hospitales y unidades de cuidados paliativos, los voluntarios que ejercen como biógrafos de los moribundos. Y en ese contar su propia muerte, Taylor reflexiona sobre nuestra reserva para hablar de ella y sus ritos —hemos perdido nuestros rituales comunes y nuestro lenguaje compartido en torno a la muerte, escribe Taylor—, sobre la deficiente legislación de la eutanasia, sobre el miedo, constante. Hacia el final de esta primera parte, Taylor responde a las preguntas que le hicieron los espectadores de un programa de televisión dedicado a la muerte, Eso no se pregunta, si había hecho una lista de deseos, si se había vuelto religiosa, si creía en el más allá, si tenía miedo o se arrepentía de algo, cómo quería ser recordada. En sus respuestas, no sólo está la muerte, también se abre un primer resquicio hacia su vida, hacia los recuerdos entrañables o dolorosos, hacia esa escritura que es un centro. Estas primeras páginas, este inicio en la muerte, son duras pero no oscuras o deprimentes, está el miedo, por supuesto, y la sensación de injusticia, de esos diez años buenos que podría vivir Taylor, pero también cierto humor negro y un punto de luz que aporta la escritura o el encuentro con su biógrafa y, sobre todo el apunte de que la muerte es parte de la vida y que no hay por qué silenciarla. Dejar de nombrar la muerte no hará que deje de existir.

Cuando te estás muriendo, reflexionas sobre tu pasado. Buscas patrones y puntos de inflexión, y te preguntas si cualquiera de ellos fue significativo. En ese proceso de morir es inevitable mirar atrás, nos dice Taylor. Y en sus recuerdos están los cambios de hogar con unos padres que no sabían vivir juntos, la difícil relación con su hermano, los ranchos australianos, la vejez de sus padres —que es asistir a ese proceso de morir desde fuera y ver, como dijo Roth, que la vejez es una masacre—. Taylor no hace una prospección arqueológica para detallar su vida y construir un libro de memorias al uso, sus recuerdos apenas ocupan sesenta páginas donde muestra esos momentos significativos de su vida: está el despertar de la conciencia en el momento donde una cucaburra atrapa y se traga viva una lagartija—la desaparición de la lagartija era explícita. Las cosas viven hasta que mueren. La conciencia empieza y luego acaba—, la muerte como despertar a la vida; está la primera señal del deseo y de lo vulnerables que nos hace; están los primeros viajes con su madre y el enfrentamiento con el padre y el hermano: recuerdos donde nace una mirada, una forma de entender el mundo.

Las últimas páginas cierran el círculo y vuelven al proceso de morir, al borde de las palabras. Y en ese círculo que se completa, atrapado por la escritura cristalina, sencilla y sin artificios de Taylor, uno no puede evitar echar la mirada atrás en busca de esos momentos que salvaría para los otros o de hablar de la muerte sin ambages ni reparo. Rescato unas palabras de la contraportada por ser, por una vez, acertadas: (…) escribió este libro en tan sólo dos semanas, con la urgencia y la sinceridad de quien sabe que le queda muy poco tiempo de vida. Sinceridad y sin artimañas, así es Morir: Una vida.







Me imagino que al final de todo puede que me sienta como mi madre cuando por fin murió su matrimonio. ¡Oh, Dios!, ¡qué he hecho! He cruzado la línea. Lo que empezó tan bien y parecía tan lleno de promesas, ha acabado en esto, en fracaso. Pero eso presupone que estaré lúcida hasta el último momento y que seré capaz de tener este pensamiento final. Si soy realista, éste no es el escenario más probable. Por lo que sé, sucumbiré a alguna infección            oportunista, contra la que ya ahora me niego a tomar antibióticos, o moriré de inanición, puesto que también he rehusado la alimentación forzada. Cada día, mi cuerpo requiere menos combustible y, aunque sigo disfrutando de la comida, como menos que un pajarito, para gran desesperación de Shin, que siempre ha sido el cocinero de la familia. Todo lo que sé sobre la comida japonesa, lo sé gracias a él. Así que éste es otro placer que se ha ido, quizá el mayor de todos. No sé cuánto se tarda en morir de hambre ni si duele, pero me da miedo, como me da miedo que mis dos hijos me vean morir así. Porque eso será lo que recuerden: su madre reducida a un montón de huesos. No soporto pensar en lo que eso supondrá para Shin.
Y mientras tanto, mi fármaco chino me ofrece una manera alternativa de irme. Estoy agradecida de tenerlo. Me ayuda a sentir que mi autonomía sigue intacta, que aún puedo influir en mi destino. Aunque nunca llegue a utilizarlo, habrá servido para erradicar la sensación de impotencia absoluta que amenaza tan a menudo con ahogarme. He oído decir que la muerte moderna significa morir más, estar muriéndose durante más tiempo, soportar más incertidumbre, y someternos a nosotros y a nuestras familias a más decepciones y desesperación. Puesto que podemos gozar de una vida más larga, estamos condenados a tener una muerte más larga. En tal caso, no debería sorprendernos que algunos busquemos los medios para poner fin al calvario con dignidad, mientras aún somos capaces de decidir por nosotros mismos. ¿Qué hay de malo en eso? Una despedida llena de tristeza, una ocasión de besar cada rostro amado por última vez antes de que descienda el sueño, el dolor se retire, el temor se disuelva y la muerte sea vencida por la propia muerte.
Morir. Una vida. Cory Taylor. Traducción Catalina Ginard Ferón. Gatopardo ediciones.

martes, 3 de diciembre de 2019

camino fronterizo: Cory Taylor

No llueve por primera vez en noviembre. Salgo a dar un pequeño paseo por la ciudad para alejarme de los límites de mi rutina y, así, olvidarme por un par de horas de los gestos y los hábitos aprendidos. Quiero respirar el aire frío junto a la ría —todavía marrón por las tres semanas de lluvia—, buscar la última luz de la tarde, justo antes de que se enciendan las farolas, sobre los tejados rojizos y los montes, — la luz de finales de noviembre e inicios de diciembre, esa luz pausada y lenta que cae sobre todos nosotros y los objetos y el mundo alrededor, esa luz que es penumbra y difumina los contornos y muestra aquello que ha permanecido oculto durante el día, mostrando una realidad secreta y furtiva, esa luz que me silencia y aquieta y contiene—, seguir un camino que no lleve, necesariamente, a algún sitio. Entro en una librería de la zona antigua. Sólo quería leer algún fragmento, recordarme las lecturas que me esperan en casa, casi trescientos libros por leer —o eso me digo, sabiendo que habrá algún libro que me hable—. Y encuentro Morir. Una vida, de Cory Taylor, un libro y una autora desconocidos. Escrito durante dos semanas por una mujer con cáncer terminal, las páginas ojeadas me hacen sentir que necesito leerlo —si necesitar es la expresión correcta—. Abandono la librería con el libro en la mano, sintiendo que ahí, en ese libro, no había una búsqueda de fama o artificios para crear tal o cual emoción, sino desnudez, cercanía, pausa —como una luz de diciembre—. Dice Taylor en la página 39, la primera abierta al azar, que la mayor parte del tiempo escribe en su cabeza, que la escritura da forma al mundo. Me repito esas palabras durante mi paseo, recuerdo que llevo tiempo sin escribir nada por cansancio o por la pereza y desgana de esos límites de la rutina, que siempre acabo sintiéndome culpable por ese no escribir, por no dedicarle algunos minutos a unas rápidas notas sobre mis lecturas —y seguir así ahondando en el libro, dejando pequeñas migas que me permitan recordar mejor una  novela—. Tengo las palabras de Taylor en mi cabeza, algo que yo hago, mirar, escribir en mi cabeza —pero poco, muy poco en una hoja—, pienso en los pequeños textos que podría hacer sobre aquello que veo, sin un hilo ni relación, una niña saltando sobre las hojas caídas de un árbol, las hojas rojas chutadas como balones de fútbol, el vuelo negro de los cormoranes sobre la ría, una madre corriendo mientras su hijo pedalea a su lado —la palabra madre, todo lo que evoca—, todos los hombres y mujeres parados en la acera, la cara blanquecina —fantasmal— por la pantalla de móvil y que me recuerdan historias de invasiones extraterrestres y ladrones de cuerpos, las siluetas de los muebles tras las primeras ventanas iluminadas. Ando un camino fronterizo entre literatura y vida. Vuelvo a casa, con un libro en la mano y ganas de escribir por primera vez en meses, cuando se encienden las farolas.
(19.11.19)




Aunque la mayor parte del tiempo escribas sólo en tu cabeza, la escritura da forma al mundo y lo hace más soportable. De niña, me entusiasmaba el poder que tenía la poesía de excluir todo lo que no fuera el poema en sí, de crear un universo entero con sólo unos cuantos versos. Escribir para el cine no es diferente. Emma Thompson dijo en una ocasión que un guión es como intentar organizar un montón de virutas de hierro. Tienes que conseguir un campo magnético tan potente que imponga su propio orden y sea capaz de mantener firmemente el mundo creado por el guión en tensión y suspense. En la ficción puedes ser más flexible y menos ordenado, pero la mayor parte del tiempo consiste en saber elegir qué es lo que hay que excluir del mundo imaginario para no sucumbir al caos. Y eso es precisamente lo que hago ahora con este último libro: le estoy dando forma a mi muerte, para que yo, y otros, podamos percibirla claramente. Y, al mismo tiempo, conseguir que me resulte más soportable morir.
No sé dónde estaría ahora si no hubiese podido dedicarme a este extraño trabajo. me ha salvado la vida muchas veces a lo largo de los años, y sigue haciéndolo hoy, pues mientras mi cuerpo se precipita hacia la catástrofe, mi mente está en otro lugar, concentrada en esa otra tarea vital que es explicarles algo valioso a otros antes de irme. Porque nunca he sido tan feliz como cuando estoy escribiendo o pensando en escribir u observando el mundo como una escritora, y así ha sido siempre.
Morir. Una vida. Cory Taylor. Traducción Catalina Ginard Ferón. Gatopardo ediciones.

jueves, 29 de agosto de 2019

Los cosacos. Lev Tólstoi

Las lecturas de verano, en aquella tierra remota de mi infancia, eran para las aventuras y la ciencia-ficción, historias que fueran acordes a los cielos limpios y estrellados y el viento entre los árboles ribereños, lecturas que reproducían caminos inexplorados y territorios ignotos donde poner a prueba nuestro valor y sentir cierta agitación interior y que casi cualquier cosa y casi cualquier mundo eran posibles, libros, en fin, que albergaban tiempos, gestos y vidas ya desaparecidos, convirtiéndose en una huella de un pasado remoto. Los cosacos de Tolstói no sólo es recordar aquellas lecturas y emociones de la infancia y adolescencia donde, además de aventuras, encontraba signos de lo lejos (Circe Maia), sino que ahora, con la mirada de la madurez, me habla del acercamiento al otro, de las fronteras invisibles, del mundo enraizado en nuestro interior que no sabemos cómo soltar, de la pureza del amor ideal y de la aceptación de la derrota.

Empezar de cero en otra tierra, dejar atrás las faltas cometidas y la inercia de una vida burguesa, imaginar la vida en la frontera, junto a hombres y mujeres desconocidos, poner a prueba el propio valor, soñar con un amor puro y verdadero aún no experimentado. Éstas son las emociones del joven aristócrata Olenin tras abandonar Moscú, un típico héroe romántico que busca en el viaje y la aventura la ruptura con el mundo conocido y que se encontrará no el mundo imaginado sino una realidad que le hará madurar, conocer otras fuerzas dentro de sí y saberse al otro lado de una frontera invisible que es incapaz de cruzar. Es decir, la dureza del viaje iniciático donde se pierde la inocencia y se gana en lucidez y la lucidez trae dolor y aceptación. El primer signo de lo lejos: las montañas, cumbres nevadas que huyen del horizonte y que le hablan de un mundo y un carácter totalmente nuevos.

Olenin también es, en sí mismo, un signo de lo lejos, alguien que habla del exterior a los hombres y mujeres del puesto cosaco donde se instala. Sus costumbres, su educación, su forma de andar y hablar, la falsa apariencia cosaca de su vestimenta, todo ello distancia a Olenin de quienes le rodean, hace de frontera entre el joven aristócrata y los cosacos. El tío Eroshka, un viejo cosaco, será quien haga de guía a Olenin en este nuevo mundo y este personaje de viejo cazador me ganó por completo. Escribe Tolstoi para una de sus primeras apariciones: la habitación se llenó de un fuerte olor, no desagradable, mezcla de chijir, vodka, pólvora y sangre coagulada. Además, están las cicatrices en su cuerpo, su manera vital y despreocupada de sentir la realidad, la fuerza aún no apagada por la edad. Unas pocas palabras, su apariencia, su olor, y sientes toda la vida de aventuras e intemperie que le llevó hasta esa habitación junto a un noble moscovita. El tío Eroshka promete enseñar a Olenin las costumbres cosacas, buscarle una almita, mostrarle a los chechenos, enseñarle a cazar, una figura homérica para un joven inexperto. No hay pecado en nada, le dice el tío Eroshka a Olenin, también que Dios lo ha creado todo para el regocijo del hombre, y que todo aquello que dicen los doctores de la ley es falso y que la hierba crece sobre su tumba cuando uno se muere y que eso es todo. Imposible no sentir la atracción de semejante personaje.

Los cosacos no es sólo una novela de iniciación, sino que es, sobre todo, una muestra del encuentro con el otro, en este caso, el pueblo cosaco y sus costumbres, tan diferentes al carácter aristocrático de Olenin. Tolstoi muestra el alma y las costumbres de este pueblo donde prima la libertad y cierto primitivismo. La descripción abarca ropas, bailes, fiestas, la disposición de las isbas, el ardor y el atrevimiento de hombres y mujeres, su comunión con la naturaleza, la valentía a veces suicida de los guerreros, la aceptación de la muerte. Olenin, en mitad de la estepa, en la orilla del río, cerca de las montañas, reflexiona sobre la importancia del sacrificio por lo demás, de hacer el bien, la contemplación de la belleza y el amor platónico, sentimientos utópicos que cambiarán por aquellos que orbitan alrededor de la cosaca Marianka y de desear la felicidad para sí mismo. Aquella ensoñación de Olenin cuando salía de Moscú de una mujer encantadora, pero inculta, salvaje y hosca a la que educar en invierno, sueños inmaduros de quien aún no había visto las montañas ni convivido con los cosacos, se personifica en Marianka, una mujer tan impetuosa como el pueblo al que pertenece. Olenin encuentra su vida anterior extraña y falsa, siente que aquella tierra le ha dado la posibilidad de contemplar la belleza primitiva y voluptuosa de la vida.

La aventura, en Los cosacos, está en el descubrimiento de una naturaleza primigenia más que en las escaramuzas de un puesto fronterizo, en ser testigos de las costumbres de un pueblo remoto donde priman la libertad y la voluptuosidad. Olenin quiere ser un cosaco como Lukhaska, su rival ante Marianka, robar caballos, matar bandoleros chechenos, emborracharse, entrar por las ventanas de las isbas, ser igual a ese otro que desconocía apenas semanas atrás, un encuentro con el otro que le revela que sólo ahora vive y que sufre. Y la aventura, donde el enemigo es invisible, los otros hablan dialectos desconocidos y tienen costumbres extrañas, la frontera es la orilla de un río o una cumbre nevada o se mueve a la par que los pueblos de la estepa, trae el dolor de la lucidez: saber que dentro de uno mismo habita el mundo del que uno proviene y que hace de barrera con el nuevo mundo en el que se quiere ingresar.

Los cosacos es una novela grande, muy grande, la escritura detallista y precisa de Tolstói para hablar sobre la aventura como aprendizaje y la llegada a una madurez dolorosa. Y, también una forma de ver un mundo extinto donde primaba la búsqueda de una verdad última y sencilla.


Los cosacos. Lev Tólstoi. Trad. Irene y Laura Andresco revisada por Vicente Andresco. Alianza editorial.

martes, 13 de agosto de 2019

El largo viaje. Jorge Semprún

Los trenes me hablaban con una voz propia y legendaria: el estremecimiento de un tren sobre las vías, los silbidos que rompían la monotonía de mis calles o las ventanillas iluminadas fugazmente en la noche me hacían sentir ante el mito de los caminos desconocidos, la fuerza de la aventura, de lo salvaje, un mundo en bruto. Pero este mundo es una sucesión de mundos de mitos y sombras que se entretejen unos en otros. Primo Levi fue el primero que me descubrió las capas subterráneas que se esconden bajo este mundo en apariencia sencillo y apacible dotándole de nuevos significados: hubo trenes que cruzaron Europa hacia la chimenea de un crematorio, y millones de seres humanos se convirtieron en humo. Desde ese primer aliento de Levi, busco la voz de los supervivientes de las diferentes barbaries del último siglo, intento ser el receptor de sus memorias, escuchar su voz, ser testigo en la distancia, no borrar su estela. Los recuerdos de Jorge Semprún me han permitido ahondar, de nuevo, bajo el mito adolescente del tren no para refutar aquel símbolo de aventura, sino para completarlo con otros sentidos, mostrando las capas desconocidas.

Hay un momento donde Semprún ejerce de Cicerone tras la liberación de Buchenwald a dos mujeres francesas de uniforme azul. Las dos mujeres no consiguen comprender el horror vivido en esos muros, sólo ven la plaza y los edificios vacíos, los campos despojados de su inhumana rutina. Semprún las acompaña por los barracones, las salas de tortura, el crematorio, las pilas de cadáveres aún sin enterrar — y que ocupan cuatro metros de altura—, introduce en su mundo la barbarie y la monstruosidad nazi. Es necesario que miren, que intenten imaginar, dice Semprún. También, a la pregunta de por qué les ha enseñado los cientos de cadáveres, que los muertos necesitan una mirada pura y fraternal y el recuerdo. Me siento como esas dos mujeres que pasan del coqueteo inicial a la mudez, las coordenadas de mi mundo distantes de aquellas que vivieron las víctimas de los campos de exterminio. Paso por sus páginas con una mirada que intenta imaginar, sin desviarse, del recuerdo que me hace llegar Semprún.

En otro momento de El largo viaje vuelve la importancia de la mirada. Los prisioneros en tránsito son conducidos por una aldea hacia la cárcel, en espera de su traslado definitivo a los campos; desfilan entre la muchedumbre que los ve pasar, la mirada perdida en el cielo o carente de un sentido último. Salvo un hombre, que mira a la cara a los prisioneros, que les hace sentir que existen, que pertenecen a un mismo mundo. También están las miradas deshumanizadas de los nazis, las alucinadas de los compañeros de vagón, que pierden poco a poco el brillo, las de los supervivientes, años después, que ante una melodía, un olor, un sonido cualquiera, vuelven al pasado, al viaje en tren, a los campos, a la muerte diaria. Y la mirada de Semprún, junto a la pequeña ventana del vagón, que observa el paisaje del valle del Mosela, ese afuera al que no pertenece, al que no puede pertenecer por todo aquello que le ha llevado hasta ese vagón hacia Buchenwald, la libertad de elección que le llevó a luchar contra los nazis, una libertad que, a lo largo de ese viaje, sentirá que no tienen las grandes víctimas de la barbarie, los judíos que son trasladados en otros trenes mayores que el suyo y morirán por millones, ser judío como causa única, algo contra lo que se revelará su amigo Hans, también en los maquis como Semprún, que busca otra muerte posible, no por su condición de judío sino de combatiente.

Nunca acabará esta noche, dice Semprún, en ese vagón donde se hacinan ciento veinte hombres, una noche detenida en el tiempo mientras, fuera de ella, sigue otra(s) vida(s). Hay quienes estarán siempre en esa noche, quien se preguntará por la vida adentro y el afuera, el exterior, esa vida que seguía al mismo tiempo que los trabajos forzados y el exterminio tras las muros del campo. Semprún, cerca de la valla, ve la vida cotidiana de los domingos, los campesinos paseando con sus familia, un domingo de descanso familiar. Con la liberación, Semprún buscará ver el campo desde el pueblo cercano, entrará en una casa donde se ve la chimenea del crematorio, mirará desde el afuera, preguntará a la dueña si sabía lo que ocurría tras los muros del campo, su respuesta que habla de sus dos hijos muertos para unificar el sufrimiento. Semprún comprenderá que aquel pueblo no era el afuera, el exterior, sino simplemente otra cara, pero una cara también interior a la misma sociedad que había dado a luz los campos alemanes.

Olvidar primero para luego recordarlo todo, otra de las máximas que repite Semprún a lo largo de su libro. Llevar aquel viaje dentro, con sus rostros y horrores, pero sin acercarse a él hasta que hayan pasado los años y vuelvan íntegros los recuerdos que rodearon los días y noches en aquel vagón donde ciento veinte hombres se preguntaban por su destino e intentaban mitigar la sed, el hambre, la locura. Y son esos años pasados desde el viaje mismo hasta la escritura del viaje lo que hace que el tiempo de estas memorias cambie continuamente, del vagón hacia el pasado o el futuro, de aquella primera migración en la guerra civil española a la liberación del campo y saberse superviviente. Entonces, esa noche, efectivamente, no puede acabar, es un centro por el que pasa la vida entera de un hombre, un muerto en el vagón en el mismo punto temporal que los niños judíos torturados en los campos, la soledad en un café años después del final de la guerra, los caminos españoles que contienen muertos y refugiados a partes iguales.

¿Os dais cuenta?, dice un hombre antes de morir en el vagón. Y Semprún responde que ése es su propósito, darse cuenta y dar cuenta de ello, de los muertos en los caminos españoles, de otros muertos en otros caminos, del significado de ese viaje en tren, del destino de esos hombres, semejante al de miles de otros hombres y mujeres, de las miradas primero de odio y luego de negación entre los alemanes, que intentan unificar el sufrimiento, sus muertos en combate por las cenizas de quienes se convirtieron en humo, de lo difícil que es ver el afuera, estar en el afuera después de vivir dentro del horror.

¿Qué más decir? Este libro, como la trilogía de Levi, como Wiel, Kertész, Millu o Wiesel, me conmueve, me acerca a un afuera en el que nunca estuve, me hace sentir, como dije al inicio, un receptor de otras memorias. El largo viaje no sólo tiene valía como testimonio, su escritura también es extraordinaria.








Mi tren silba en el valle del Mosela y veo desfilar lentamente el paisaje de invierno. Cae la noche. Hay gente que se pasea por la carretera, junto a la vía. Van hacia ese pueblecito, con su halo de humaredas tranquilas. Acaso tengan una mirada para este tren, una mirada distraída, no es más que un tren de mercancías, como los que pasan a menudo. Van hacia sus casas, este tren les trae sin cuidado, ellos tienen su vida, sus preocupaciones, sus propias historias. Por lo pronto, y al verles caminar por esta carretera, advierto, como si fuera algo muy sencillo, que yo estoy dentro y ellos están fuera. Me invade una profunda tristeza física. Estoy dentro, hace meses que estoy dentro y ellos están fuera. No sólo es el hecho de que estén libres, habría mucho que decir a este respecto; sencillamente, es que ellos están fuera, que para ellos hay caminos, setos a lo largo de las carreteras, frutas en los árboles frutales, uvas en las viñas. Están fuera, sencillamente, mientras que yo estoy dentro. No se trata tanto de no ser libre de ir a donde quiero, nunca se es libre para ir a donde se quiere. Nunca he sido tan libre como para ir a donde quería. He sido libre para ir a donde tenía que ir, y era preciso que yo fuera en este tren, porque era también preciso que yo hiciera lo que me ha conducido a este tren. Era libre para ir en este tren, completamente libre, y aproveché mi libertad. Ya estoy en este tren. Estoy en él libremente, pues hubiera podido no estar. No se trata, así pues, de esto. Sencillamente es una sensación física: se está dentro. Existe un afuera y un adentro, y yo estoy dentro. Es una sensación de tristeza física que le invade a uno, nada más.
Después, esta sensación se hace todavía más violenta. A veces se hace intolerable. Ahora miro a la gente que pasea, y no sé todavía que esta sensación de estar dentro va a resultar insoportable. Quizá no debiera hablar más que de esta gente que pasea y de esta sensación, tal como ha sido en este momento, en el valle del Mosela, para no trastornar el orden del relato. Pero esta historia la escribo yo, y hago lo que quiero. Hubiera podido no hablar del chico de Semur. Hizo el viaje conmigo, al final murió, en el fondo es una historia que no interesa a nadie. Pero he decidido hablar de ella. A causa de Semur-en-Auxois, primero, a causa de esta coincidencia de hacer un viaje semejante con un chico de Semur. Me gusta Semur, adonde no he vuelto jamás. Me gustaba mucho Semur en otoño. Habíamos ido, Julien y yo, con tres maletas llenas de plástico y de metralletas Sten. Los ferroviarios nos ayudaron a esconderlas, mientras esperábamos tomar contacto con el maquis. Después, las transportamos al cementerio, y allí fueron los muchachos a buscarlas. Era bonito Semur en otoño. Nos quedamos dos días con los compañeros, en la colina. Hacía buen tiempo, septiembre lucía de un lado a otro del paisaje. He decidido hablar de este chico de Semur, a causa de Semur y a causa de este viaje. Murió a mi lado, al final de este viaje, acabé este viaje con su cadáver contra mí, de pie. He decidido hablar de él, y eso sólo me atañe a mí, nadie tiene nada que decir. Es una historia entre este chico de Semur y yo.
De todas formas, cuando describo esta sensación de estar dentro, que me atrapó en el valle del Mosela, ante la gente que paseaba por la carretera, ya no estoy en el valle del Mosela. Han pasado dieciséis años. Ya no puedo detenerme en aquel instante. Otros instantes vinieron a añadirse a él, formando un todo con esta sensación violenta de tristeza física que me acometió en el valle del Mosela.
Eso era algo que podía ocurrir los domingos. Una vez que habían pasado la lista del mediodía, teníamos varias horas por delante. Los altavoces del campo difundían música lenta en todos los barracones. Y es en la primavera cuando esta impresión de estar dentro podía llegar a ser insoportable.
Me iba más allá del campo de cuarentena, al bosquecillo junto al revier[4]. Me detenía en la linde de los árboles. Más allá no había más que una franja de terreno despejado, delante de las torres de vigilancia y las alambradas electrificadas. Se veía la llanura de Turingia, rica y fértil. Se veía el pueblo en la llanura. Se veía la carretera, que bordeaba el campo a lo largo de un centenar de metros. Se veía a los que paseaban por la carretera. Era domingo y primavera, la gente paseaba. En ocasiones había niños. Corrían hacia adelante, gritaban. También había mujeres que se detenían en la cuneta para coger las flores primaverales. Yo estaba allí, de pie, en la linde del bosquecillo, fascinado por estas imágenes de la vida de fuera. Era eso, había un adentro y un afuera. Yo esperaba aquí, en medio del aire primaveral, el regreso de los paseantes. Regresaban a sus casas, los niños estaban cansados, caminaban despacio al lado de sus padres. La gente volvía del paseo. Yo me quedaba solo. Sólo quedaba el adentro y yo estaba dentro.
Más tarde, un año después, otra vez era primavera, el mes de abril, también yo me paseé por esta carretera y estuve en este pueblo. Yo estaba fuera, pero no conseguía saborear la alegría de estar fuera. Todo había terminado, íbamos a hacer este mismo viaje en sentido contrario, pero quizás este viaje nunca puede hacerse en sentido contrario, tal vez este viaje no se puede borrar jamás. En verdad, no lo sé. Durante dieciséis años he intentado olvidar este viaje, he olvidado este viaje. Nadie piensa ya, a mi alrededor, que yo hice este viaje. Pero, en realidad, he olvidado este viaje sabiendo perfectamente que un día tendría que rehacerlo. Al cabo de cinco años, al cabo de diez, de quince, necesitaría rehacer este viaje. Todo estaba ahí, esperándome, el valle del Mosela, el chico de Semur, este pueblo en la llanura de Turingia, esta fuente en la plaza de este pueblo adonde voy a ir otra vez a beber un largo trago de agua fresca.
Tal vez de este viaje no se puede volver.
El largo viaje. Jorge Semprún. Traducción de Jacqueline Conte y Rafael Conte. Austral.