Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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miércoles, 9 de octubre de 2024

Ilse Aichinger. El atado


Es el primer domingo de agosto. Me levanto temprano, al final del amanecer. Hay un cielo nítido, sin nubes, y la primera luz tantea las ventanas y las paredes blancas de esta habitación —el canto nervioso de las golondrinas amplifica un silencio de abandono, ahí fuera—. Es mi momento favorito de lectura, la tregua, el silencio y la quietud del domingo y mi cuerpo por fin descansado. Tengo en mis manos un libro de relatos de Ilse Aichinger, a la que llego sin contaminar, sin referencias ni coordenadas previas más allá de los fragmentos aleatorios leídos en una librería un par de días atrás. Leo en la luz solitaria de estas horas inaugurales una escritura desconocida e intento encajar las piezas de un mundo nuevo y extraño. 

En el prólogo, Narrar en este tiempo, Aichinger define su escritura. Dice: Si lo entendemos de modo correcto podremos darle la vuelta a aquello que parece apuntar contra nosotros, podremos comenzar a narrar precisamente desde el final y hacia el final, y el mundo volverá a desvelarse para nosotros. Entonces hablamos, cuando comenzamos a hablar bajo la horca, sobre la vida misma. El último relato es precisamente eso, una voz apresurada y expeditiva que habla desde la horca: ¿Dónde estaríais si no tuvierais un final? ¿Dónde? En ninguna parte, porque es vuestro propio final el que os ha creado, lo mismo que a mí la soga en torno a mi cuello… Pero aún quedan horas de lectura fragmentada por delante antes de ese último relato en este primer domingo de agosto, un ir y venir del mundo relatado de Aichinger al mío —nuestros caminos cruzados en esos instantes de acercamiento y descanso—. Leo dos o tres relatos, luego mi alejamiento momentáneo y después mi aturdimiento al retomar el mundo modelado de Aichinger donde belleza muerte animalidad. 

Un hombre se despierta atado en el primer relato. Una voz habla con una soga al cuello en el último. En ambos casos, su mundo se redefine y recrea por un elemento externo, el hombre atado que descubre su fortaleza y libertad en su adaptación a la atadura —la cuerda que lo limita y a la vez le abre una nueva manera de entender la realidad—, la voz en la horca que clama por la importancia deudora del final, que nos crea y moldea y atrae de manera insondable. No sabemos quién ató al hombre ni la causa de la condena del ahorcado, sólo asistimos a la conclusión y, a partir de ahí, la necesidad de (re)descubrir nuestro mundo. Ambos personajes aislados de los demás por encontrarse fuera de nuestra realidad, en un espacio acotado y un tiempo extinto. 

Hay un cuento hermoso e hipnótico, Historia en espejo, que trastoca el sentido del tiempo y la realidad, y que siento como canto y congoja. Una mujer, tras su muerte, inicia el camino hacia su nacimiento, reordenando gestos, intenciones, muertes y amores, una muerte que ilumina el nuevo sentido de la vida. He leído otras historias de tiempos desordenados, Kanada o La flecha del tiempo, por ejemplo, pero en este relato Aichinger consigue en pocas páginas el asombro y la congoja. 

Un muchacho en el cartel de una estación de tren, sus brazos levantados y su carrera detenida por la eternidad en una playa bajo un cielo azul. El grito ¡No morirás! del hombre que pega los carteles que hace le preguntarse al muchacho, sólo una figura en un cártel,sobre la muerte —¿Es el morir cuando el mar por fin se moja? ¿Es el morir cuando el viento por fin sopla? ¿Qué es el morir?—, y desea que la muerte sea movimiento y piel. 

Y el movimiento perpetuo sobre un lago de un hombre incapaz de detener su barca, quedando aislado del mundo; o la mujer que se disuelve al quitarse las gafas de sol y se pregunta qué hará en invierno, también aislada: o el marinero que acompaña en un vapor a tres muchachas y que sufre sus bromas, aislado también, como las muchachas al quedarse atrapadas en el vapor por la eternidad, riendo a su pesar. Y ese aislamiento que podría traducirse en clave política, en aquellos sobre los que recae un porvenir fatídico, incapaces de maniobrar por voluntad propia. 

Salgo de El atado aturdido y asombrado ante una escritura precisa mientras, ahí fuera, el domingo atardece y se desvanece el tiempo.

(06.08.24)



¿Dónde estarías si no tuvierais un final? ¿Dónde? En ninguna parte, porque es vuestro propio final el que os ha creado, lo mismo que a mí la soga en torno a mi cuello… ¡Espera, hermano, espera por favor! Déjame terminar, déjame ensalzar el final en esta alba clara. Déjame amarte, hermano con cara de miedo, el miedo es el que convierte tu sonrisa en respetuosa, la luz previa a toda despedida, porque antes de que existieras ya estaba tu final, hermano. Y te ha dejado crecer, te ha acogido y cuidado y alimentado, te ha querido y ha hecho realidad tus mentiras y hoy mismo las sigue haciendo realidad y te sigue queriendo y te acoge y te cuida, y si se apartara de ti, ¡tú no existirías! Así, sin embargo, eres, eres porque pasas, porque has sido, por eso serás, y como el final nunca tiene un final, tampoco lo tienes. Por eso, ahorca a muchos más, hermano, cose parches en las suelas rotas o escribe versos… ¡Cuán inútil serías si no fuera inútil todo cuanto haces! ¿Saldría el sol si no se pusiera? Déjame amarte, hermano, déjame amar mi final, que me da la vida, que es el que vuelve blancas las blancas palomas… 
Ilse Aichinger. El atado. Traducción de Adan Kovacsics. Ediciones del subsuelo

jueves, 3 de octubre de 2024

notas sobre Una muerte roja. Walter Mosley


Calificabas de dulce a Mosley —no soy de detectives, decías, por eso cuando tengo ganas de ellos voy a Mosley, mi dulce Mosley—, cuando hablábamos de novela negra. Yo leía a Hammett, Chandler y Thompson en aquella época. El hombre delgado, Cosecha roja, 1280 almas, El sueño eterno. Eran libros rápidos y tensos, eran libros sin desvíos y febriles. Usaba aquellas lecturas para superar bloqueos lectores. Enganchaban en las primeras páginas y bajo la superficie de un atraco o una búsqueda de un objeto o un rastro perdidos encontraba novelas que desmontaban las apariencias y las máscaras tras las que vivimos, mostrando un mundo oculto, despiadado y egoísta, unas vidas descarnadas y encaminadas a un destino trágico. Te hice caso, en aquel momento, diez años atrás, y leí a tu dulce Mosley —me gusta su forma concreta y directa de narrar, te dije—. En este verano donde vuelvo a los géneros literarios, como de adolescente, y termino westerns y novelas negras y dejo a la vista los mitos de Cthulu y un par de libros de Łem y Dick, recupero a Mosley y su detective Easy Rawlins porque es una forma de rescatar el lector que fui y retomar un camino suspendido.

*

Es una sombra borrosa, un hombre reservado y lúcido, Easy Rawlings. Participó en la segunda guerra mundial porque, en aquellos días, recuerda Easy, los pobres respetaban la ley y un ente superior señalaba el enemigo a combatir —nazis, estalinistas, chinos, cada época un rostro nuevo—. Vive en una pequeña casa con jardín en un barrio donde los negros sobreviven en un ambiente hostil durante el inicio de la guerra fría, una época de persecución y psicosis. Posee varios edificios de apartamentos, pero se hace pasar por portero y hombre de mantenimiento entre gente trabajadora, y también, mujeres de mirada vencida y vidas echadas a perder por un poder externo. A veces, le llegan casos que investigar, alguien que desaparece, seguir a algún marido díscolo. Easy observa desde una especie de umbral las personas, las calles y la época que le rodean. Analiza los gestos y la realidad oculta tras las palabras pronunciadas.
Recuerda, Easy, aquellos días donde su vida pausada vuela por los aires. Hacienda anda tras él; el FBI le pide que investigue a un judío, superviviente de los campos de exterminio, por espionaje, un hombre que ayuda en la Primera Iglesia Baptista Africana y al que creen un comunista peligroso y agitador; y EttaMae, un antiguo amor, regresa al barrio, y tras sus pasos, su viejo amigo Mouse, un hombre impredecible y violento. Easy sabe que la rutina puede alterarse como el barrido de un terremoto.  

Me senté a esperar que me llamaran. Sin radio ni televisión. Encendí una luz en el dormitorio y luego fui al salón y me senté a oscuras. Estaba leyendo un libro sobre la historia de Roma, pero aquella noche no me sentía con ánimos como para continuar. La historia de Roma no me atraía como solía hacerlo otras veces. No me importaba que los godos y los visigodos saquearan el imperio; ni siquiera me importaban los vándalos, tan terribles que los romanos convirtieron su nombre en sinónimo de destrucción.
En verdad, ni siquiera creía en la historia. Lo real era lo que me estaba sucediendo a mí. Lo real era un dolor de muelas, y un hombre en quien confiaba y que había jugado sucio conmigo. Lo real, lo verdadero, era un estómago vacío, o una mujer diciendo sí, o diciendo no. Lo verdadero era lo que podíamos sentir. La historia era para mí como la televisión, no era la gran ola de la humanidad moviéndose a través de un océano de minutos y de horas, ni era tampoco la humanidad volviéndose cada día mejor. Había visto bastantes asesinatos en Europa como para saber que los nazis eran peores que los bárbaros a las puertas de Roma. Y si yo hubiera estado en Roma, me habrían llamado bárbaro; y en nuestros días, en Watts, nada había cambiado.

*

Aquí está la escritura directa y sin digresiones del primer Mosley que leí. En la superficie, un enredo donde mentiras y medias verdades como un río turbulento que arrastra y golpea a Rawlins. En el fondo, una mirada hacia una época y un poder —blanco— invisible que mantenía atrapados a sus ciudadanos negros, veía peligrosos espías comunistas en quienes querían tejer una red de solidaridad entre los desfavorecidos, y usaban la fuerza y la coacción para doblegar a espíritus frágiles. También, los tugurios en los que beber, sonsacar información, escuchar jazz; las iglesias donde se reúnen mujeres negras para preparar comidas caseras y sus manos y sus gestos como unas manos y unos gestos atemporales; los hombres y mujeres que aspiran volver a África —Yo ya tengo un hogar, les dice Rawlins. Puede que esté en tierra enemiga, pero es mío—; las mujeres sensuales y los hombres brutales; la muerte agazapada, los chivatos, traidores; la violencia seca y cruel; la amistad pura y un amor también puro y doliente, un amor que estalla y es inevitable. El destino trágico.

Lo que vi allí era una escena que se había repetido en mi vida desde que era niño. Mujeres negras. Un montón de mujeres negras que trabajaban en la inmensa cocina, riendo, charlando en voz muy alta, contándose cuentos. Pero lo que yo realmente veía eran sus manos. Manos de trabajadoras, que ponían platos, pelaban boniatos, doblaban trapos de cocina y manteles en cuadrados perfectos, que lavaban, secaban, apilaban y llevaban de aquí para allá. Mujeres que vivían para el trabajo. Que peinaban a sus propios hijos, o a un niño de la vecindad cuyos padres se habían marchado, por una noche o para siempre. También guisaban, sí, pero había muchos más trabajos para una mujer negra. Como curar las heridas de los hombres de los que al principio se habían sentido tan orgullosas. O reprender a los niños, blancos y negros. Y trabajar para el Señor, en Su casa y en el hogar.
Mi propia madre, a pesar de lo enferma que estaba, la noche en que murió hizo pasteles de boniato para una cena de la iglesia. Tenía veinticinco años.

*

Leí Una muerte roja en dos tardes, enganchado a los grandes personajes secundarios que pueblan esta novela, una historia en la que todo es frágil e incierto —el amor, la comunidad, la libertad— y donde Mosley nos recuerda las manos manchadas de sangre del poder blanco y el intento de supervivencia de la comunidad negra y de quienes estaban señalados en una lista negra. 

(coda) Mi ejemplar de Una muerte roja es de segunda mano. Hay un rastro de su anterior lector(a): un exlibris en la última página del libro. Es un dibujo en blanco y negro de unos músicos de jazz, contrabajo, piano y saxofón. Hay un cuervo junto al pianista y un suelo ajedrezado. En una habitación, al fondo, un hombre escribe agachado sobre una mesa y, a su lado, una mujer que parece una musa lo ilumina. El nombre del dueño está tachado con bolígrafo, y la parte inferior arrancada. Podría ser una escena de Mosley.

(03.08.2024)


Los días de semana la Primera Iglesia Africana parecía deshabitada. Cristo aún colgaba en la entrada, pero cuando los feligreses no estaban reunidos alrededor de las escaleras, la imagen semejaba un simple adorno. Yo, sin embargo, me detenía siempre a mirarlo. Entendía muy bien aquello de sufrir y morir a manos de otros hombres. Casi toda la gente de color lo entendía muy bien. La muerte de Poinsettia había sido terrible, pero no era la primera persona que yo veía colgada.
Había visto linchamientos, hogueras, ejecuciones a tiros y a pedradas. Había visto colgar a un hombre, Jessup Howard, por mirar a una mujer blanca. Y había visto a dos hermanos ahorcados en dos dogales a ambos extremos de la misma cuerda porque protestaron de que en el almacén del condado les cobraban precios más altos que a los blancos. Los hermanos, en su desesperación mientras los estrangulaban, se habían hecho profundos arañazos el uno al otro. Y luego, cuando los dejaron colgados, sus cuellos, rotos al fin, parecían horriblemente alargados.
El intenso amor que los negros sienten por Jesús se debe en parte a que comprenden su situación. Era inocente y lo crucificaron; alzó la cabeza para decir la verdad y murió.
Walter Mosley. Una muerte roja. Traducción de Susana Lijtmaier. Anagrama. 

martes, 1 de octubre de 2024

El sueño de la aldea Ding. Yan Lianke


A veces entro con el pie cambiado a una lectura. No encuentro ni un ritmo ni una voz a las que sujetarme, leo como un sonámbulo y siento esquivas las primeras páginas. Hay ocasiones donde me frustro, extrañado ante el impedimento de profundizar en aquello que leo, como si me despojaran de la capacidad para entender señales e imágenes, disociado de la palabra. Otras veces, como en esta novela de Lianke, sé que ese impedimento desaparecerá si me doy tiempo y dejo posarse su escritura en mi cabeza. 
Pensé en el sueño del título en ese parón lector de apenas un día: los sueños realistas y crudos del abuelo protagonista y que parecían otorgarle la capacidad de reproducir lo vivido o ver aquello que nunca presenció. O los sueños de una aldea cuyos habitantes vendieron su sangre años atrás por ese otro sueño de riqueza, de mejores casas y tierras y tumbas, y desaparecen de a poco hacia una muerte temprana. El sueño como letargo y suspensión, como búsqueda y fracaso, ese estar en un territorio-encrucijada entre incertidumbre e inexistencia, entre esta vida y una muerte donde se perpetuán odios y anhelos pasados. No hay tierra firme en la ensoñación.

*

Decías que este libro era brutal y bello, una combinación única. Lo hemos leído casi a la par en la última semana. Te hablé de mi dificultad para entrar en la narración y el narrador pero una vez lo hice me pareció duro, triste y con un lirismo delicado para describir el dolor, la corrupción, el amor, el miedo y la soledad en una aldea china durante los años noventa. Y te confesé que había símiles, a lo largo de la novela, que me descubrían una manera sutil y sensitiva de entender la escritura y la vida —“al ver los pellejos desprendidos, como alas de libélula…” fue uno de los ejemplos que te envié, el sufrimiento de quienes vendieron su sangre y con el tiempo contrajeron SIDA, viendo cómo sus cuerpos enflaquecían y se cubrían de pústulas—.
Ese narrador y esa narración que en un inicio sentí lejanos vienen desde la muerte, un territorio que no supone un final en las creencias de los habitantes de la aldea, sino otro tipo de vida, una forma de perpetuar la existencia desde otro lado. Como un sueño. Nos habla un muchacho de doce años, enterrado en una tumba junto a la vieja escuela —de la que su abuelo es bedel—, un muchacho envenenado como venganza contra su padre por lucrarse en el negocio de la sangre y que trajo la enfermedad de la fiebre y el extinguirse lento de la aldea. 
Un muchacho con una sensibilidad única, entre inocencia y asombro, para testimoniar la historia de los vivos, sus deseos íntimos, su egoísmo, su envilecimiento, sus miedos, sus diferentes soledades y, también, su intenso amor, su búsqueda de un día más de vida.
Un muchacho que entra en los sueños de su abuelo y que recorren el inicio de la venta de sangre, viajes a otras aldeas que florecieron por ese negocio o en los que el abuelo se adentra en el rastro de su hijo, convirtiéndose en testigo de su degradación e infamia.
Un muchacho que observa la vida adulta donde caos culpa dolor hostilidad.

Los habitantes de la aldea Ding
Morían, como hojas que caen de un árbol.
Se extinguían, como una luz que se apaga. 

Y
los días eran como cadáveres.


*

En las figuras del padre y la patria se simbolizan la corrupción, ambición y poder asfixiante. El abuelo, viejo profesor y bedel, asiste impotente a la deriva de su hijo y las imposiciones de un gobierno invisible pero férreo y vigilante. Su primer gesto es querer ahogar al hijo, al poder —luego, se encargará de los enfermos una vez confinados en la escuela e intentará un último gesto de humanidad—. El gobierno inicia la recolección de sangre, como décadas atrás ideó el gran salto hacia delante, y permite la aparición de mercaderes y oportunistas locales que medrarán ante las autoridades hasta alcanzar un reconocimiento e influencia perturbadores. El abuelo se opone a este devenir delirante donde se abandona cualquier atisbo de bondad y desaparece el sentido de comunidad. No hay hogar ni contención. Incluso en la escuela se disputa el mando entre los enfermos confinados, hombres sabiéndose muertos que no consiguen desprenderse de las viejas costumbres humanas, que destituyen al abuelo y permiten que el saqueo de la escuela para la construcción de ataúdes.
Y, luego, está el odio oculto y creciente.

*

Hay un momento, en esos capítulos donde los enfermos viven en la escuela, donde surge una tenue luz. Dos de ellos, ambos veinteañeros casados y repudiados por sus cónyuges, se decantan por un amor puro y último. Se encuentran en secreto para deshacerse de esa soledad que sienten los enfermos, incapaces de acercarse al otro, y cuyos días caen en una lenta tristeza ante la destrucción de su cuerpo y la agonía de los días.

Sin pronunciar palabra, caminaron hacia el cuarto que había junto a la cocina.
Entraros callados en la habitación, empleada como despensa para almacenar el grano de los enfermos.
Hacía buena temperatura y sus cuerpos entraron en calor.
Y al entrar en calor, se aferraron al sentido de la vida. 

Así de sencillo. 

Guardaron silencio. Era el suyo un silencio absoluto, un silencio de muertos, como si no hubiera ya nadie en el mundo, ni ellos siquiera. Parecía que estuvieran todos sepultados y sobre la superficie no quedaran más que la tierra, los cultivos, el viento, los insectos habituales de una noche de verano y el resplandor de la luna. Y bajo ese resplandor, el canto ahogado de las cigarras y de los grillos parecía colarse entre las rendijas del ataúd hasta helar la sangre y calar los huesos, como una fina corriente de aire gélido que alcanzara la médula y desencadenara un temblor incontenible. Pero Lingling no tembló, como tampoco lo hizo mi tío. Habían hablado tanto de la muerte que habían dejado de temerla.

*

Por instantes, Lianke me recordaba a uno de esos westerns de hechuras homéricas donde se enfrentaban la integridad contra la corrupción. O a los textos griegos donde padre e hijo se desafiaban hasta un destino trágico. El abuelo se horroriza ante las acciones de su hijo mayor. Primero la venta de la sangre, luego su escalada política y su falta de ética, donde vende ataúdes que el gobierno cedía a los enfermos de SIDA y, finalmente, las bodas entre quienes murieron solteros para que no estén solos en esa otra vida que se inicia con la muerte —y entre ellos su propio hijo, el narrador de esta historia de desapariciones, con apenas doce años—.  Los habitantes de las aldeas como una masa que dirigir y sacrificar.

*

Es conmovedora esta lectura. Y dolorosa. Aúna, como aquel libro de Kawabata, lo bello y lo triste. Desaparecen los vivos, las costumbres, las relaciones, desaparecen los campos y cultivos, la risa, desaparece la propia aldea. Quedan los sueños, sobrevolando las ruinas abandonadas, de un mundo nuevo.  

(15.07.2024)




Sobre el horizonte de poniente, en un extremo de la llanura, descansaban paralizados árboles y aldeas, como objetos pintados sobre el papel. Las pendientes soleadas del antiguo cauce, ya secas y convertidas en terraplenes, estaban cubiertas de frondosa vegetación, mientras las partes sombrías relucían peladas, blanquecinas y doradas. Bajo el sol crepuscular flotaban efluvios cálidos a hierba y a arena mezclados de un olor pastoso, sanguinolento y dulzón, como agua azucarada vertida sobre campos infinitos.
Se diría que la llanura se había convertido en un lago de agua templada, dulzona y ensangrentada.
Un lago sin confín del que emanaban efluvios de sangre, dulces y cálidos.
Era la hora del ocaso.
Un rebaño de ovejas avanzaba por el camino de la escuela en dirección a la aldea. Eran sus balidos como cañas de bambú que flotaran sobre las aguas del lago, empujadas por el viento, atravesando la calma de su superficie.
Era la hora del ocaso.
Un vecino conducía los bueyes de regreso a casa, después de un día pastando en los campos. Sus mugidos, en lugar de recorrer la llanura, se hundían en ella, como agua en la arena, fluyendo quedamente sobre los balidos de las ovejas.
Era la hora del ocaso.
Desde la entrada de la aldea, un vecino gritó hacia el trigal:
—¡Eh!, ¡¿tienes algo que hacer mañana?!
—¡No!... ¡¿qué ha pasado?! —contestó el del trigal.
—¡Se ha muerto mi padre!... ¡Mañana lo enterramos!
Tras un instante de silencio llegó la réplica:
—¡¿Cuándo se ha muerto?!
—¡Esta mañana!
—¡¿Tenéis el ataúd?!
—¡Sí! ¡Nos tocó un sauce en el reparto de Yuejin y Genzhu!
—¡¿Y la mortaja?!
—¡Mi madre la tenía preparada hace mucho!
—¡Vale! ¡Mañana me paso por tu casa a primera hora!
Como un inmenso lago sin brisa, la llanura volvió a sumirse en el silencio.
Yan Lianke. El sueño de la aldea Ding. Trad. Belén Cuadra Mora. Automática editorial.

jueves, 15 de febrero de 2024

En el sur de Indiana. Frank Bill

Decía Donald Ray Pollock que En el sur de Indiana era uno de los viajes más bestias dentro de un libro. Tenía razón. Al terminar el tercer relato, en un vagón de tren camino del trabajo antes del amanecer, tuve que parar aturdido por su intensidad y brutalidad. Esos tres primeros relatos enlazaban personajes e historias hasta completar los espacios en blanco de los primeros en el último de ellos: del ajuste de cuentas por un intento de robo del primer relato pasamos de un abuelo que vende a su nieta como prostituta en el segundo para terminar con la venganza de esta muchacha hacia un mundo atroz en el tercero —más adelante, en otro de los relatos, otra mujer será la que cumpla venganza, diez años después, de todo el dolor y la violencia sufridas en su niñez. Porque en estos relatos no hay olvido posible de lo que fuimos y vivimos. Porque los personajes parecen atados a una rueda funesta y a las leyes bíblicas del ojo por ojo y desoyen aquello de poner la otra mejilla. El perdón nos es una alternativa en estos relatos y personajes—. 

*

Todo lo horrible cristalizó, dice Frank Bill, y lo horrible son caras desfiguradas por armas de gran calibre; hombres cavando sus tumbas; una muchacha convertida en una luchadora sangrienta y primitiva, un anciano que huye, con los intestinos desgarrados, de su mujer —una enferma anclada a una bombona de oxígeno—; brutales peleas de perros clandestinas; tipos con mono de anfeta que dejan una estela de cuerpos mutilados y ex combatientes con estrés postraumático cortadores de orejas; padres maltratadores y adolescentes atracadores cuya violencia es de un ensañamiento y salvajismo inauditos; maridos que ejecutan a sus amantes por el deseo egoísta de no perder su rutina doméstica y maridos que buscan penitencia en un vagabundeo sempiterno tras claudicar y ayudar a morir a su mujer desahuciada. Puede parecer que estamos ante relatos de violencia gratuita. Y no. Lo que hace Frank Bill es hablar de un lugar, un ambiente y unos personajes que sobreviven en un mundo caótico y furioso y hacen lo que pueden con reglas ancestrales que rigen sus vidas. 

*

No hay un in crescendo en estos relatos, no hay un clímax final o una revelación que convierta el mundo en un lugar comprensible y nítido. Sí hay odio y terror y estremecimiento en las historias de Frank Bill (creo en lo que tiembla, que diría Isabel Bono), y seres de carne y hueso que usan la violencia o se encuentran  ante ella y les muestra la parte sombría o de superviviente de su alma —algunos no tienen escrúpulos y sólo buscan la propia salvación o desencadenan tal grado de violencia que sólo pueden ser vistos como seres degradados—. Pero unos pocos intentan resistir en ese ambiente duro e implacable. 
Uno de mis relatos favoritos, El viejo mecánico, comienza con los recuerdos de niñez de una madre, cuando su hermana y ella estaban ante el televisor, en silencio, mientras su padre apalizaba a su mujer. 

Pero, cuando el Mecánico pegaba a su mujer, los golpes hacían temblar la pared opuesta. El cuerpo de la mujer rebotaba de un tabique a otro como la bola de una máquina de pinball. No resonaban melodías electrónicas por un récord de puntuación. Tan solo las sofocantes peticiones de perdón de ella, sin ninguna piedad por respuesta. Salvajismo puro y duro. Y, con la puerta de la habitación de dos y medio por dos y medio cerrada como una caja, los golpes viajaban a través de los tabiques de pladur, llegaban al salón y lo infectaban. Allí, en un sofá tan desgastado como confortable, los ojos de dos chiquillas se mantenían fijos en la televisión en blanco y negro. Una televisión que decoraba un rincón con Tom y Jerry. Con la adicción a la violencia propia de los dibujos animados, exhibida como entretenimiento infantil. Los respectivos portazos en varias partes del cuerpo. Los platos destrozados en la cabeza del otro. Los mazos de madera al compás de los puñetazos en la habitación de enfrente. 
Era algo que el papel pintado, bonito y brillante, no podía ocultar. Tanta fealdad en el ambiente.

Con el tiempo, el padre desaparece de la ecuación. Hasta que reaparece como sombra en el día a día de la hija y le pide conocer a su nieto. Ha cambiado, dice la hermana. Y accede. Y en ese día juntos, el nieto aterrorizado por los recuerdos de niñez de su madre, asiste a la confesión de su abuelo: las palizas son el punto final del rencor, horror e inadaptación tras la guerra —de su incapacidad para hablar de toda la violencia experimentada día a día—. Bill no excusa los actos del viejo mecánico, sólo muestra el infierno que la guerra y el silencio hacen anidar en el corazón de un muchacho. 

—Lo único que puedo decir es que pagué con tu abuela mi rabia y mi resentimiento con la vida. No estuvo bien. Sufrió hasta que no pudo más. Fui incapaz de adaptarme a lo que había visto y hecho. Porque, cuando un hombre le quita la vida a otro, la culpa del recuerdo lo atormenta y vivirá para siempre en la oscuridad de los muertos.
El viejo mecánico dobla el cuello. Baja la cara hasta hundirla en las mismas manos que Frank teme. 
En la voz del Viejo Mecánico, todo ímpetu, toda autoridad han desaparecido.

*

Hace un mes de En el sur de Indiana. Y la sensación que me queda de estos relatos es la de estar ante una tormenta desplegándose ante tus narices en un atardecer invernal extrañamente cálido y pegajoso.



Diez años era tiempo suficiente para que los moratones curasen por fuera. No por dentro. Para que los nudillos se le aplanasen por no haber usado protector de manos ni guantes de boxeo. Para que las descamaciones se convirtiesen en cicatrices a causa de los golpes al saco verde militar que un hombre le había colgado a la chica de una viga polvorienta del sótano. Pero ahora esa chica estaba sentada en la oscuridad, mirando a través del parabrisas pringado de mosquitos hacia el edificio de chapa oxidada al otro lado de la carretera. Mientras, esos mismos nudillos comprobaron una vez más el cargador lleno de la Colt del calibre 45.
El hombre que colgó el saco verde militar era el mismo que la había criado. De pequeña le enseñó a cargar, apuntar y disparar un arma. El hombre le enseñó el acervo del Antiguo Testamento. Era algo a lo que la figura sentada a su lado en la oscuridad no había tenido acceso hasta aquella semana de finales de septiembre. Cuando la piel curtida y machacada por el sol del hombre que la había criado pasó a ser plástico derretido de una garrafa de leche. Después de que las heridas sanaran y le dieran el alta en el hospital, aún tendría una condena que cumplir.
La familia de ella lo perdió todo. Se mudaron con su tío abuelo. Pero, durante aquella semana, hubo hombres apaleados y desfigurados y otros que perdieron la vida. Y así empezó todo. Diez años atrás, con una agresión.
Frank Bill. En el sur de Indiana. Traducción de Ce Santiago. Malas tierras 

miércoles, 7 de febrero de 2024

Lunas de miel. Chuck Kinder

Lunas de miel es acercarse a un territorio mítico. Libro de culto para algunos y parada obligatoria para los carverianos, fue un manuscrito que, en algún momento de los veinte años en los que Kinder trabajó
en él, alcanzó más de dos mil páginas. Intento imaginar lo descomunal del manuscrito a través de lo que ha quedado finalmente de él, estas cuatrocientas páginas donde Kinder aspira a (d)escribir su amistad con Carver, los problemas de ambos con las mujeres y el alcohol, sus estallidos de violencia, sus triunfos fugaces y la desolación perenne —en un cuarto o quinto plano la escritura en sí misma, que en Lunas de miel aparece de manera difusa y breve—, y entreveo esa novela inexistente como una sucesión de escenas conyugales y alcohólicas donde los personajes combaten entre sí en conversaciones y gestos violentos o reconciliadores y, siempre, una búsqueda del amor quimérica, una pregunta constante sobre de qué se habla cuando se habla de amor.

*

En estas memorias —en esta autoficción de seudónimos y un acercamiento oblicuo  al pasado—, Kinder refleja la época donde él y Carver eran escritores en ciernes, alcohólicos impenitentes y maridos inconsistentes. Jim (Kinder) y Ralph (Carver)  son amigos de borracheras y literatura, se quieren y torturan, dan clases universitarias, se traicionan a sí mismos y a sus mujeres y, a veces, escriben —es extraño ese vacío de la escritura en este libro con dos escritores como protagonistas, salvo que esa ausencia tenga como razón convertirse en una presencia fantasmal—. Es una amistad impetuosa y violenta la de Jim y Ralph, a veces compiten entre ellos, a veces son un dúo cómico, a veces luchan contra el otro y contra sí mismos. Es la época que Carver (Ralph) denominaba su primera vida, antes de la fama en los años ochenta, de dejar el alcohol y conocer a Tess Gallagher, una época turbulenta y brutal. Carver aparece como un niño grande, desmedido y, a veces, paranoico o de una ternura compasiva. Chuck (Jim) no se dibuja a sí mismo con benevolencia, es tan inmaduro y excesivo como Carver, pelea con un manuscrito del que apenas se habla —y cuyo resultado tenemos entre las manos—, y una adicción al alcohol y drogas tan fuerte como la de su amigo. Ambos, que se preguntan sobre la naturaleza del amor, no saben amar—o aman como beben, de manera autodestructiva—.

*

A medida que leía Lunas de miel, —entre capítulos que parecían relatos cortos, escenas cotidianas con un final en suspenso—, mi simpatía no iba hacía ese par de escritores incapaces de tomar un camino diferente al que se encontraban, atraídos por abismo mudo. Eran sus mujeres las que me atraían como lector. Y no porque fueran la antítesis de ellos —Alice Ann y Lindsay eran tan excesivas, alcohólicas y anárquicas como Ralph y Jim— sino porque se perciben como excusas para sus relatos y novelas, como aquellos fantasmas de Solaris entresacados de la imaginación de otro. Cada gesto y palabra podría acabar en un relato —Kinder rememora alguno de los relatos famosos de Carver, de qué lugar y momento proceden. Y, a la vez, todo Lunas de miel es una recreación de su relación con los Crawford (Carver) y con su mujer Lindsay, una observación en la distancia de aquellos años, de las conversaciones y encuentros mantenidos entre borracheras y resacas—. En la lucha entre Ralph y Alice Ann, que abarca desde su enamoramiento adolescente donde tienen dos hijos antes de los veinte años, dos personas convertidas en padres antes de empezar la vida adulta, hasta esas escenas crueles entre ambos, con sus hijos en la edad en que ellos se enamoraron, donde cada palabra es un infierno y la súplica de empezar de cero es una certeza de fracaso, no hay redención posible o una epifanía salvadora —esa batalla perdida de buenas intenciones contra circunstancias adversas fuera de control y la naturaleza humana, escribe Kinder—. Uno de los momentos más bellos y tristes de esta novela es Alice Ann preguntándose por el odio de su marido:

Lo que necesito averiguar, dijo Alice Ann, es exactamente en qué momento mi marido decidió odiarme. Necesito saber cuándo decidió volverse contra mí y causarme toda esta angustia y humillación, y poner mi dolor al descubierto para luego abandonarme para siempre. Todas las cosas amargas, duras y tristes acerca de mi matrimonio, que es el único error de mi vida, han salido a la luz para regocijo del mundo. Esa roca trágica me ha pasado una y otra vez por encima, y al final la persona que creía que era, o en la que creía que podía convertirme de nuevo, está muerta y enterrada. Poco a poco me han extraído del cuerpo la sangre de toda mi vida a lo largo de las largas reencarnaciones de mi matrimonio fracasado. 


Lindsay, la mujer de Jim, tiene las mismas preguntas:

Lo que más le asustaba de Jim, aparte de que bebía y se drogaba demasiado, y era en esencia un delincuente que terminaría entre rejas, era que siempre parecía estar escribiendo cosas en alguna parte de su mente, hurgando en su vida, la vida de ambos, en busca de material. Lo que más temía Lindsay era convertirse en un personaje, la esposa, de la colección de cuentos de alguien, metida a la fuerza en la ficción. Por favor, Dios, no más jodidos comienzos ilusionados, crisis, aterrizajes forzosos. Por favor Dios, no más jodidos melodramas en tres actos.

Ambas mujeres como objetos de estudio y disección con el fin de recrearlas en literatura, una arqueología de la propia vida en busca de escenas cotidianas que muestren desesperanza, dolor, angustia o el final de algo para insertarlo en una página—el despojamiento de lo real en algo parecido a la realidad—.

*

Intento no inmiscuirme en la vida de los escritores que admiro y separar la obra del autor. En Lunas de miel me encontré con un Carver desesperanzado, violento, vulnerable y egoísta. La imagen que construye Kinder de sí mismo no es alentadora, tal vez tenga algo más de humor socarrón, pero se muestra tan salvaje y cruel como Carver. Ambos, seres perdidos que perturban y trastornan a sus mujeres, convirtiéndolas en seres dubitativos y frágiles. Kinder escribió durante años Lunas de miel, el esfuerzo continuado de ver su propia vida y la de quienes le rodeaban con la perspectiva del tiempo y una página en blanco. Entonces, imagino ese manuscrito descomunal, del que este libro es el resultado tras pasar por un cedazo, como una pregunta constante y el intento de desentrañar todas las capas que nos habitan —ver, desde la distancia prudencial del presente, lejos del abismo, un pasado confuso de quiebras emocionales y económicas—. Como le dijo Cheever a Ralph, tú no eres tus personajes, pero tus personajes son tú. Y en este libro los personajes están desorientados, tristes, abandonados y a la espera de un giro que cambie la historia.

¿Había sido un error casarse con la encantadora chica de ojos claros a la que amaba? ¿Se había equivocado Alice Ann al casarse con el ilusionado y ambicioso chico al que amaba? ¿Habían estado sus días juntos contados desde el principio? ¿Cuánto tiempo podían seguir diciéndose que todavía eran capaces de llegar a ser las personas en las que habían creído que se convertirían? Se le ocurrió pensar que al final lo que nos identifica a todos es lo que hacemos a los demás, y que traición sólo es sinónimo de pérdida. Apartó de su mente esos pensamientos en el acto. Sentía como si alguien le hubiera cambiado los órganos de sitio y el corazón le palpitara en la parte inferior del estómago. De pronto se le pasó por la imaginación que carecía de un verdadero interior humano, que su alma no tenía un paisaje interior en el que moverse.

*

Una última cosa. Kinder elige una tercera persona para narrar esta epopeya de lo cotidiano. Es una barrera lógica, amplía la mirada y permite ficcionar las escenas que no protagoniza su alter ego para un libro excesivo, Lunas de miel, tan intenso y deslavazado como sus protagonistas, con capítulos extraordinarios y otros aburridos y, en algunos momentos, la sensación de algo que falta.  



Ralph, dime cómo va a ser después de mañana, dijo Alice Ann. Apuró su copa y le dio a Ralph el vaso. Enciéndeme un cigarrillo, porfa.
¿Cómo va a ser?, dijo Ralph. ¿Qué es eso, Alice Ann, una de tus preguntas trampa?
Será como empezar una nueva vida, eso quiero decir, dijo Alice Ann. Ése es el enfoque que podemos dar a esta mala experiencia. Lo que más me asusta es que algún día se nos acaben las vidas nuevas. Hagamos las cosas de otro modo esta vez, Ralph. Finjamos que somos personas distintas.
¿Qué me dices del pasado, Alice Ann?, dijo Ralph. No podemos olvidar nuestro sórdido pasado, con todas sus pruebas y tribulaciones.
Lo que cuenta es lo que hagamos de ahora en adelante. Viviremos en el presente y el futuro. Nos pondremos metas. Metas comunes.
¿Qué calse de metas?, dijo Ralph. Reconozco que esta conversación me pone tenso, Alice Ann. Hablas de metas, y me vienen a la cabeza cosas como predicadores, recaudaciones de fondos y fútbol. Es una locura, lo sé, pero es así.
Chuck Kinder. Lunas de miel. Traducción de Aurora Echevarría. Circe

lunes, 11 de diciembre de 2023

Los lunes de Anay. Inapelables...

Anay, con su lunes, me permite recordar una de las lecturas de este año. Hace tiempo que sólo escribo a lápiz en los márgenes de los libros alguna anotación sobre mis lecturas, un par de párrafos como huella y una pequeña concesión a la culpa por mi pereza y silencio. La comunicación entre un libro y yo se desvanece sin tratar de retenerla, quedándose sólo en unas trazos, una emoción, una imagen. Todo lo leído se perderá, con el tiempo, pero mientras leo, en un vagón de tren antes del amanecer, o en las tardes junto a este ventanal triple hasta la oscuridad ahí fuera, siento que soy parte de una conversación —de la que quedarán retazos que se mezclarán entre sí—.

Conecto la escritura de Chivite con los últimos días del otoño y el inicio del invierno, esos días de luz gris menguante, cielos móviles y prados helados —y de silencios y lentitudes entrevistos desde una ventana—. Este verano, como forma de traer un poco de invierno al verano, leí cuatro de las novelas de Chivite. Quería recuperar su escritura introspectiva  y especulativa, como si desenrollara una madeja de hilo. Ferdy el viejo abrió el camino. Una especie de biografía del futuro del propio Chivite, cómo imagina su persona(je) dentro de diez años —una historia tragicómica en la que encontré una luz inesperada, una luz de una primavera súbita y accidental—. Hay un puñado de páginas dobladas y frases subrayadas. Puede que me haya ocultado de los hombres, confiesa el imaginado Chivite futuro. Y también: Uno se hace a sí mismo diciendo no y, luego, uno se deshace a sí mismo diciendo sí. Y aceptando sin peros el lacerante desprendimiento del yo. Y una última reflexión: ¿La verdadera patria es la infancia? Si es así, hay que exiliarse y punto. No queda otro remedio. La vida es exilio, creo: quiero creer. Y luego está el hecho de que todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Y no quedar. Lo cual es perfecto. Deplorable y perfecto. Lo contrario sería aún más deplorable; afirma el personaje Chivite. La luz viene dada por esa batalla del viejo Ferdy por ver al otro, por la apertura a un  mundo admirable y triste. Tras Ferdy el viejo vinieron Sebas Yerri (Retrato de un suicida), El invernadero y Cada cuervo en su noche. Escritura narrada por una voz meditabunda. O como se autodefine Ferdy periférico indolente introspectivo

Leed este poema de Chivite. Leed a Chivite. 


Los lunes de Anay. Inapelables…

"bozales para las gentes de mala voluntad"

                                                             TONI MONTESINOS

MELODÍAS ANTIGUAS

Canto solo en la casa vacía
a veces, tan solo para mí,
querida mía. Canto solo,
en voz baja, melodías antiguas,
canciones casi siempre de la infancia
o de mi juventud. No canto
para nadie. Solo canto
por el solo deseo de cantar
y de oír una vez más esas canciones.
Suelo cerrar los ojos en la casa
vacía y a veces, querida mía,
me cubro incluso la cara con las manos
para cantar en voz muy baja
melodías antiguas. Melodías
que sin decir ni querer decir nada
lo dicen todo: todo aquello
que los hijosdeputa de este mundo
han olvidado o jurado destruir

                                         FERNANDO LUIS CHIVITE



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

viernes, 8 de diciembre de 2023

¿Hay alguien ahí? Apuntes sobre vivir para leer y leer para vivir. Peter Orner


Estoy en el tren, antes del amanecer, camino del trabajo. Leo durante una hora si sólo la lluvia o la vibración de las vías en el vagón. Soy un lector quisquilloso. Necesito un silencio casi absoluto para centrarme en aquello que leo —las conversaciones telefónicas, las voces chillonas o la música me desconciertan cuando irrumpen en mi lectura. Entonces, cierro el libro y rastreo las primeras ventanas encendidas en el horizonte—. Me quedan una veintena de páginas para terminar el libro de Orner. Hace un par de días que intento seguir las señales de su camino. 
Orner captó mi atención en el prólogo, donde habla de su garaje colmado de libros, de la certeza sobre la imposibilidad de leerlos todos, de los apuntes que se convirtieron en reseñas, artículos y relatos cortos en los que el centro son el lector y la lectura y los libros y de la inútil búsqueda de un algoritmo para escribir ficción —también, de las estanterías llenas de tiempo y promesas cumplidas o aplazadas, de la relación febril, casi enfermiza, con la lectura, de la relación desconcertante, caótica y confusa con el padre que recorre estas historias, con un antiguo amor, con su familia presente, todo esa realidad circundante que se inmiscuye en sus lecturas, todas esas lecturas que se reflejan en la realidad alrededor y son una huella de un instante en una vida—. Ahí, en esas primeras páginas, las dudas y las certezas de quienes somos lectores.

*

Nos mudamos a principios de otoño, e. y yo. Pasé el mes de septiembre embalando la mitad de mi biblioteca en una treintena de cajas —la otra mitad está en casa de mis padres, a la espera—. En esos días recogí el hilo que como lector, he dejado en los últimos años. Volví a leer fragmentos de Ford, Chivite e Isaac Bashevis Singer, busqué frases subrayadas en Bobin, Stojka o Aurora Freijo Corbeira, hojee las páginas dobladas en mis libros donde me reencontré con párrafos que no quería olvidar, saqué de entre los libros billetes de avión y tren, servilletas con una dirección escrita a negro, mapas doblados, tarjetas de restaurantes y guías de museos y catedrales, facturas convertidas en hojas blancas. Y, también, desanduve librerías y horizontes, aquellas argentinas en cuadras y avenidas simétricas —y la nieve negra de los campos de azúcar— con cafetería y tertulianos entre las estanterías; aquella librería de viejo gaditana, junto a una plaza con naranjos y el cielo abierto, donde los libros parecían un mar a punto de desbordarse; la minúscula sala en una estación de tren donde los lectores movíamos las columnas de libros de segunda mano en busca de quien sabe qué sueño de qué lista pretérita —y en esa búsqueda convertíamos en dunas las columnas de libros—; la pequeña librería de muebles de madera negra en los soportales de una vieja y hospitalaria ciudad y donde encontré a Olga Novo y Magda Szabó y compartí camino con otros peregrinos, con otras lenguas. Librerías y horizontes que recorrí solo o en compañía de otras personas —y su presencia ligada a un libro, a una librería, a un paisaje—.
Orner escribe sobre sus viajes a otros países, de sus problemática relaciones con su padre y un extinto amor, de su búsqueda maniática de soledad y silencio para leer o escribir y los une a una lectura, a un escritor, a una frase que resalta y define un libro entero, una forma de entender la vida, de posicionarse ante la realidad. Orner como lector, es impulsivo, sensible y vehemente; vuelve a una frase en un cuento de Kawabata, Babel o Chéjov una y otra vez hasta extraer todos los símbolos y señales posibles y trasladarlos a la realidad circundante y, así, formar una nueva con otras ficciones y otras vidas; convierte a Eudora Welty, Hrabal, Kafka o Rulfo en tótems mí(s)ticos a los que regresar siempre; lee hasta la extenuación y entresaca personajes que apenas tienen un par de párrafos en una novela o un cuento largo porque han existido en esa otra realidad por un instante y ese instante es un punto de luz o de sombra.

*

Orner hace que rescate viejas lecturas. Habla de Trilobites, de El llano en llamas, de Una soledad demasiado ruidosa y los busco en la mitad de mi biblioteca que está a la espera de ser trasladada a nuestra nueva casa—mudo, libro a libro, esa mitad— para releerlos. O asciendo a la cima de la columna de lecturas pendientes los cuentos completos de Malamud o Cheever. La posición de Orner ante un relato o un libro es la de quien quiere tener una revelación —lo único que quiero es levantar la vista de la página y encontrarme con algo familiar contado desde otra perspectiva—, encontrar personajes fallidos —dadme a los desorientados, a los fallidos, a los que aún están tratando de entender qué es lo que pasa—, ser testigo de un instante —vivimos en el mundo y recordamos el mundo, y un día sucederá nunca más—. No hay algoritmos para la ficción, dice Orner, y lo que recordamos suele ser un invento, dicen a la par Orner y Chéjov, y todas las historias son ficción, dice Orner. Recreamos la realidad y la propia vida en un reflejo ambiguo e imperfecto, nos relatamos de la única manera que sabemos. 

*

Es contagioso el entusiasmo de Orner hacia la lectura y los libros, aunque parezca delirante por momentos —leer incluso en un semáforo en rojo—. Escarba entre las estanterías de su biblioteca para reencontrarse con una vieja lectura o elige al azar uno de esos libros que salvar de la no-lectura —y sirve cualquiera, los propios, los de la biblioteca en un retiro monacal, los que aparecen en una vieja librería en otro país y otro idioma—. ¿Hay alguien ahí? como homenaje hacia los libros y autores que nos cruzamos y nos atraviesan por una frase, un párrafo, un personaje fallido, una escritura única, por todos esos mundos ajenos que nos apropiamos y nos pueblan. Una buena lectura, la de Orner. 


(coda) Hace un par de días entré en mi librería de referencia. No buscaba nada en especial. Estaban en pleno cambio de estanterías, columnas de cajas por abrir y las discusiones de los libreros por hacer mesas temáticas con libros al margen. Encontré un pequeño libro de relatos de Diego Angelino —un poco más grande que la palma de mi mano— y en una de las estanterías a medio cambiar, Sigo sin saber de ti, donde Orner insiste en sus relatos/ensayos/apuntes sobre el cruce —colisión— entre lectura y vida. 





Esta semana he vuelto a leer Al faro. He meditado sobre ese jovencito que fui. ¿Quién era ese chaval tan compenetrado con un libro que fue capaz de esperar una hora sentado a que se secara? No pudo haber sido la trama. Nunca me interesó tanto. La trama es eso que pasa en el mundo mientras intento recordar cómo se veía la luz que entraba por debajo de la puerta cuando era un niño y no podía dormir. La trama es el susurro de mis padres peleando en medio de la noche. mi madre tratando de calmar a mi padre en vano. Esa línea de luz, el susurro demasiado estridente de mamá. Mi padre bufando: ¿Qué nos escuchen, que cada entrometido de mierda de la ciudad nos escuche”. Yo, mientras tanto, contando los hipocampos que revoloteaban en el empapelado de mi habitación. 

*

Estoy solo en el garaje con un montón de libros. No hay un solo lugar en las baldas. No me queda otra opción que apilarlos. En realidad, se supone que vivo en el apartamento de arriba, pero la mayor parte de mi tiempo estoy aquí abajo en lo que llamo, sin tanta ironía, mi oficina. Nuestros exvecinos solían grabar pornografía amateur en este espacio. Cuando se mudaron, dejaron unos focos tan potentes que si llegara a olvidarlos encendidos de noche, la casa se prendería fuego. Yo me siento aquí, bañado por la luz, a mirar estas pilas de libros que me van a sepultar vivo cuando llegue el gran terremoto que tanto anuncian y pienso: terremoto o no, voy a estar muerto antes de que pueda leer un cuarto de los libros guardados aquí abajo. De esto no hay dudas. Quizá si lo digo en voz alta podré creerlo. Voy a estar muerto antes de que pueda leer una cuarta parte de los libros guardados aquí abajo. Eso deja al menos a tres cuartas partes de los libros sin leer. Me suena lógico medir la vida en libros que uno no ha leído. Todas esas experiencias que no tendremos, los lugares a los que no iremos, las personas que nunca vamos a conocer. Sin embargo, por si acaso, le he pedido a mi familia que me entierre con una buena biblioteca.
Aquí abajo, además de libros, insumos cinematográficos sin usar, cajas de preservativos, frascos de aceite de coco sin abrir (intrigante) y almohadas enfundadas en terciopelo, también hay neumáticos para la nieve de un coche que ya no existe. Hay un casco de bicicleta reventado. ¿De quién? ¿Quién guarda un casco roto? Pero yo tampoco lo tiro. No tiro nada. Considero que todos y cada uno de los objetos son alimento para alguna historia que merece ser contada. Básicamente soy un acumulador con una mentalidad intelectual. Toda esta basura es para mi arte. Hay maletas (siempre son buenas para un cuento), raquetas de squash, palas, un solo patín (talla 43), un colchón sucio y ocho o nueve botes de pintura amarilla. Una vez quise pintar la cocina. Hay una campana de hierro demasiado pesada para moverla. También una montura. ¿Por qué una montura? ¿Hace cuánto que esta montura está aquí? ¿A lo largo de cuántas décadas de inquilinos? Una montura inglesa, puedo escuchar a mi padre decirlo. ¿Ves? Hay una elegancia inherente a una montura así. Tiene un cuerno, ¿ves? Los cuernos son para los holgazanes. Aquí y allá hay ratones chillones espiando por sus pequeños agujeros en las paredes. Ya no tienen miedo. La gata que solía dormir en el sillón murió el mes pasado. La encontré tirada en su rincón. Ella siempre salía disparada ni bien abría la puerta del garaje y dejaba la huella de su cuerpo en el almohadón para que yo la emparejara. Supe que había muerto cuando, al abrir la puerta, ni siquiera se mosqueó. Había estado muy delgada durante mucho tiempo. La enterré (nunca supe su nombre) en un montículo de tierra detrás de nuestra casa. Ahora los ratones salen y saludan. Yo les devuelvo el saludo. Les digo: ey, estoy leyendo este libro increíble de tal y cual. Se encogen de hombros y vuelven a olisquear sus astillas de madera y polvillo de óxido.
Peter Orner. ¿Hay alguien ahí? Traducción de Damián Tullio. Chai editora.

jueves, 9 de noviembre de 2023

Diario de un peón. Thierry Metz


Estoy sentado junto al ventanal triple de nuestra cocina abierta. Ahí fuera, el cielo inseguro y la luz del atardecer. Me siento cansado, con la espalda dolorida y las piernas cargadas y sólo puedo admirarme del afán de Metz por encontrar un hueco en su cansancio para escribir sobre sus días de peón —donde escribir significa tamizar las palabras hasta alcanzar una escritura desnuda, lenta y despojada en la que plasmar el instante como infinito y silencio, las manos encendidas y la vida provisional, las palabras como pájaros y los pájaros como rumor, las miradas abismadas en la tierra, el ser sed y simiente, los momentos de quietud y soledad en domingo bajo un tilo, fuera de la obra, la pregunta sobre si es preciso que el lenguaje se aísle de las cosas para poder hablar de ellas—.

*
Sólo quedan los muros exteriores y algunos cimientos de una antigua fábrica de zapatos. El interior, destruido. Y es en la transformación de las ruinas de un solar abandonado en pisos de lujos donde comienza este diario. Mis gestos sólo apuntan a la tierra, dice Metz en una de sus primeras entradas. Cavar, sacar tierra, los escombros y la lentitud, estar en lo provisional, buscar la simiente y el instante para recrearlos en estas páginas con la palabra justa, con la escritura desnuda y urgente, con el sonido de pájaros en las hojas. Un peón que crea, a partir de un vacío y un abandono, pisos y un poema: sus manos trituradas cavan y escriben —y ambos gestos hablan de lo efímero y lo imperecedero, de la repetición y el instante—.

Una pala, una piqueta. El peón ha de buscar con ambos, ir de un sitio a otro, perderse…
Un principiante: eso es lo que es. Su memoria no es sino un reguero de agua, un manantial que desconoce el río.
Sus movimientos son sencillos: los de un pájaro. Sube, baja, recoge ramascos, paja, cortezas. Cualquier cosa que se le presente.
Para delimitar el territorio que se extiende alrededor de su nombre, ha de trazar un círculo con lo que le dan: tierra, escombros, piedras, órdenes, fragmentos de creta, expectativas, cansancio…
Algo sobre lo que meditar algún día. Nada más. 

*
Metz describe el cansancio, el sueño, el dolor del cuerpo y la lentitud del trabajo. También la dicha en los momentos íntimos y familiares —y aquí, por momentos, me hace pensar en la mirada dichosa de Bobin—. Observar, en un silencio abarcador, los propios gestos, el paisaje y lo insólito en lo cotidiano. La escritura como esa voz velada durante el día y que se transforma en una voz pausada, expresiva y precisa, como sed, urgencia, simiente, como huella y sonido, como recreación de un mundo repetitivo del que entresacar la dicha y el dolor. Dice Metz, Aquí tu silencio es la cueva de dios. Tus gestos tienen alma. Dice Metz, Aquí tenemos los movimientos de un nómada; estamos fuera, en la arena. Dice Metz, El exterior no es sino una caverna. 

Acaso el verdadero trabajo consista en simplificarse. En decir lo menos posible y escuchar al máximo. En no llevar nada consigo por la mañana, en no complicarse. En ser una simiente para transformarse en una hoja al caer la tarde. En regresar a casa con las palabras soleadas del exterior.
Los pájaros a nuestro alrededor no dejan huella. 

*
Elegí esta lectura antes de llegar al final de Cegador, entrar en otro cosmos que apaciguara en parte el universo alucinado en el que me encontraba desde hacía unas semanas, leer otro ritmo, otra mirada, otro forma de dudar y relacionarse con la realidad y ver si había una senda que emparejara ambos mundos. No conocía a Thierry Metz hasta que ojeé su diario en una librería y sentí que en su prosa despojada, sencilla y lenta podría encontrar un descanso de la escritura febril y alucinada de Cărtărescu en su manuscrito ilegible.

No tengo ganas ni de moverme ni de hablar. Eso es lo único que queda en la voz del peón por la noche. Sólo veo petirrojos, gorriones, personas que regresan. Todas idénticas. Útiles para la realidad. Y habitantes del mundo.
Unas voces posadas al lado del gallo: gritos y palabras.
Cuesta decirlo. ¿Y por qué estamos tan cerca y tan ausentes? Bastaba con sacar agua. Pero la sed sólo quiere llegar a los hogares. ¿Cómo puedo morir rodeado de vosotros?

*
Un último fragmento de un obrero y poeta cuyo diario me habla de este dolor en la espalda que siento tras el trabajo, de los gestos diarios y repetidos de los que extraer un instante fugaz de luz dicha asombro.

No es más que un día de verano. Se puede analizar, mostrar simplemente lo que es: un puñado de poemas, un hombre rodeado de imágenes, una voz que cuenta e inventa la historia de las palabras en medio de un estrepitoso batir de alas, algo semejante a un nacimiento, semejante a una muerte. Una voz entrecortada, ronca, que se atreve a ser memoria en lo que no es sino urgencia y necesidad, y que tiene lugar ahí, en los textos. 
Thierry Metz. Diario de un peón. Traducción Vanesa García Cazorla. Editorial Periférica.

lunes, 26 de junio de 2023

Los lunes de Anay. Abroad...

Tal vez buscaba rescatar antiguos recuerdos con El libro del verano, pero sólo acudieron aquellos (d)escritos una y otra vez —los viajes en autobús donde, fuera, una noche extraña y veloz; las curvas y el mareo en la ascensión a las cumbres de los montes; la primera llegada a la casa de puertas rojas y la segunda a la casa de piedra y tejado de pizarra bajo el camino; las sendas abiertas en los campos aun sin segar hasta el recodo del río donde nadábamos mientras escuchábamos el trepidar de la caña de pescar de mi padre; las campanadas de la iglesia entre el chirrido de los insectos y las espigas de trigo y centeno y el motor de los tractores; el humo del cigarro alrededor de mi padre, en la penumbra de su taller de carpintero; los crucifijos en las habitaciones y el soñad con los angelitos de mi tía; el silencio sombreado de mi abuela, bajo la parra, su mirada en el horizonte, como si esperara el resurgir de un instante perdido; las fiestas de la malla y el camino blanco que era una promesa cuando se alejaba entre los montes y el camino blanco de estrellas en el cielo nocturno—.

El libro del verano es sencillez y ternura para hablar de una anciana que ve el iniciarse en la vida de su nieta, donde miedo y curiosidad e ira y expectación, y una muchacha que espera de su abuela conocimiento, comprensión, magia y contención tras perder a su madre. Cada capítulo son pequeñas estampas de un momento en apariencia intranscendente en el que abuela y nieta hablan de tormentas, miedos, dios, de naufragios, deseos, belleza en diferentes vacaciones de verano en una isla del archipiélago finlandés. Abuela y nieta se buscan o se enfadan entre ellas, intentan darle un sentido a lo misterioso o lo cotidiano, van al encuentro de tormentas y de prados y del mar, tallan figuras que dejar en un bosque fantasmal o dibujan aquello que les atemoriza, una naturaleza cambiante y luminosa aun en su oscuridad. En cada conversación entre abuela y nieta, un mundo nuevo en construcción y el hablar del pasado como forma de no perderlo. Hay mucho miedo en la nieta en ese abrirse a lo desconocido, en ese lento abandono de la infancia, en ese descubrir la muerte y la naturaleza. El padre, que aparece siempre de fondo, atareado y callado, sólo dice una frase en El libro del verano, y su vida en la ciudad apenas se menciona. Son las dos mujeres —los dos puntos apartados de la vida— quienes nos hablan y nos interpelan a explorar y preguntar y sacar nuestros miedos. Es un libro tierno, El libro del verano, una buena forma de apaciguarse en estos días rápidos y locos.

Anay me manda su último lunes de la temporada. Volverá en septiembre. Hoy, en mi respuesta a su carta, he compartido con ella un fragmento del libro de Tove Jansson donde habla de uno de sus vecinos de la abuela y nieta. 

Hacía mucho tiempo que, aun sin haberlo comentado nunca, habían comprendido que a Eriksson no le gustaban mucho ni la caza ni los motores. Lo que a él le gustaba era más difícil de precisar, aunque totalmente explicable. Su interés y sus deseos repentinos volaban como la brisa marina sobre las aguas, por aquí y por allá, de modo que vivía constantemente en una alerta relajada. El mar siempre está expuesto a sucesos de naturaleza extraordinaria, arrastra a la deriva o al fondo todo tipo de cosas, o caen al agua por la noche cuando cambia el viento. Es preciso tener conocimientos, imaginación y una atención que no flaquee. Y olfato, nada menos. Los grandes sucesos siempre se producen en alta mar y por lo general son solo cuestión de tiempo. Entre la costa y el archipiélago solo pasan cosas menores, aunque también requieren que nos ocupemos de ellas; son tares que quizá tengan que ver con las ocurrencias de los veraneantes. Alguno quiere un mástil en el tejado y otro una piedra de una tonelada y media, pero que sea redonda. Y todo lo encuentra uno, si busca y tiene tiempo, es decir, si puede permitirse buscar; y durante la búsqueda uno es libre y encuentra cosas que ni había imaginado. A veces las personas son como son y, por ejemplo, quieren un gatito en junio y que le ahoguen al dichoso gato a primeros de septiembre. Todo se arregla. Pero otras veces la gente tiene un sueño y algo que conservar mucho tiempo. 
El libro del verano. Tove Jansson. Traducción de Carmen Montes Cano. Minúscula.

Que sea un verano propicio y homérico.

Los lunes de Anay. Abroad…

"La e nos llama"

                           JUAN VICENTE PIQUERAS


CANTO NUPCIAL

Lejos de diccionarios y decretos,
lejos de dividendos, de prudencias
polvorientas, y miles, y partidos,

fuera de doctorados y desfiles,
más allá de seguros, homenajes,
métodos, uniformes y medidas,

                     tu amor y el mío;

en el bando del viento y la paloma,
del lado de la rosa amordazada,
alzando la bandera de la vida;

igual que un vino bravo, como un mar
que se nos mueva dentro y crezca y llene
el corazón de música y futuro,

                     tu amor y el mío.

                                             MIGUEL D'ORS





Feliz lunes y hasta septiembre.

Un beso,

Anay

jueves, 22 de junio de 2023

Diario de una soledad. May Sarton


Leí una parte importante de Diario de una soledad durante una tormenta, con la butaca hacia la ventana abierta —la penumbra en la habitación y en las páginas de May Sarton mientras, fuera, el resplandor de los relámpagos y los árboles retorcidos por el vendaval y la lluvia—. Había una sintonía entre lo que observaba a través de la ventana —un horizonte blanco, el vuelo de las hojas arrancadas de las ramas, la luz provisional y las sombras repentinas, el retumbo del granizo primero contra el suelo, las ventanas y las farolas y el tamborileo de la lluvia entre las hojas de los árboles después— y aquello de lo que me hablaba May Sarton —el paso del tiempo y el peso del amor; el silencio como algo nutritivo; la soledad como forma de entender y asimilar los encuentros y las emociones, de indagar y reflexionar sobre lo que nos está ocurriendo y la razón por la que ocurre y nos remueve; el trabajo de jardinería y la creación poética, ambos arduos y constantes y cuyos logros, aunque a veces efímeros, permanecen por una pequeña eternidad en nuestro recuerdo—. La letanía de la tormenta en su inicio, la violencia de su centro, el regreso del canto de los pájaros y la luz transformada tras la última lluvia: toda esa furia y ese apaciguarse y la tensión ante algo incierto e impredecible lo encontré, también, en la escritura de May Sarton.

Subrayé a lápiz este fragmento: (…) vivir en la luz cambiante de una habitación, sin intentar ser o hacer nada. Y este otro: Regresar a la infancia —con sus riquezas y sus terribles carencias— es lo que nos lleva a casa. Y otro más: La jardinería es algo completamente distinto. Ahí la puerta a lo sagrado (nacer, crecer, morir) siempre está abierta. Y otro: (…) si nos detenemos a observar cualquier cosa el tiempo suficiente, observamos detenidamente una flor, una piedra, la corteza de un árbol, una brizna de hierba o una nube, se produce algo semejante a una revelación. Algo nos es dado, y tal vez ese algo siempre es una realidad exterior a nosotros. Y un último fragmento: Hay que pensar como una heroína para comportarse como un mero ser humano decente. Después de cada subrayado levantaba la vista a la penumbra alrededor y reflexionaba sobre qué significaban para mí: la lentitud y la atención en cada gesto; la contemplación de aquello que nos rodea y en lo que estamos y somos; la medida del tiempo en la vida circundante; la fragilidad y la fuerza de voluntad en el acto de desnudarse en la palabra. Estas frases son ejemplos sencillos de un diario que aborda y se desborda al indagar en la soledad, la creación tanto poética como cotidiana y hogareña, la mirada política en el papel de la mujer en la sociedad, las disquisiciones sobre la homosexualidad y la sinceridad sobre sus depresiones y ataques de ira, la escritura considerada como la vida real, porque escribir otorga a May Sarton una forma de conocimiento y exploración del instante y la emoción y el descubrimiento de una verdad velada. Este diario, en esa tarde de tormenta, como una incursión descarnada en el yo hasta su centro, ese territorio de penumbra que nos define y en el que miedo angustia ira amor exigencia. 

Sarton inicia su diario en septiembre. Empiezo aquí, escribe un quince de septiembre. Es un día de lluvia, las rosas de otoño sobre el escritorio desprenden una extraña tristeza y la escritura de su diario es un camino en ambos sentidos, de dentro afuera y de fuera adentro, una manera de revelar la vida que nos inunda y la vida que callamos por la rapidez y la colisión con los otros. Es un inicio pausado donde Sarton construye los pilares de lo que será su diario, muestra las razones de su soledad, su trabajo de jardinería, su necesidad de tener y sentir cerca la presencia y el aroma de las diferentes  flores, su lucha con la escritura, tan agotadora y febril y diaria como el cuidado de su jardín, la desnudez última donde preguntarse sobre la vida propia y revelarse las dudas y los mitos que hemos construido. Lentamente, con una escritura sencilla, honda y despojada de fingimiento, asistimos al paso del tiempo —en una flor, una luz, un paisaje, un año— y los anhelos —la extinción de un amor, el recuerdo de amistades y lugares inefables—, y, sobre todo, vemos la pugna de una mujer para describirse de manera precisa y dejar constancia de su mirada y su idea del mundo, de su necesidad de soledad, luz cambiante y escritura.

En la penumbra de mi habitación, mientras fuera una insólita luz glauca tras la tormenta, me asombró la dedicación de Sarton a la escritura para encontrar la palabra exacta y fiel con la que hilvanar su diario, una tarea homérica y artesanal en la que adentrarse en las sombras que la habitan y verlas con perspectivas y descubrir sus depresiones, sus dichas, su dedicación incondicional a la creación, su percepción de la política y el puritanismo norteamericanos, su examen del papel de la mujer en aquel presente de los años setenta, cuando había que renunciar a los deseos propios por la familia o hacer equilibrios extraños en una sociedad patriarcal. Hay algo que me conmueve en la perseverancia y vulnerabilidad de Sarton al desnudarse y cobijarse en la palabra, en los reencuentros salvadores con la soledad tras las giras de presentación de libros y congresos, en el hogar construido en un pueblo norteamericano donde poder vislumbrar el paisaje interior y su reflejo exterior, en su pelea con los poemas. Esa perseverancia y ese cobijarse en la palabra lo traslada Sarton a sus cartas personales. Escribir cartas, un gesto perdido en esta época de inmediatez, donde lentitud, reflexión y un acercamiento real al otro, como forma de saber dónde se está en un instante determinado de nuestra vida.

Una última frase subrayada: ¿Cómo reconocer lo esencial? Este libro es luminoso.




Ahora espero abrirme camino entre las abruptas y rocosas profundidades para llegar al núcleo de la matriz, donde aún quedan iras y violencias no resueltas. Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido; capaz de desconcertarse por una palabra, una mirada, un día lluvioso o una copa de más. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno. Subo al cielo y bajo al infierno en el curso de una hora, y solo me mantengo en pie a costa de imponerme rutinas inexorables. Escribo demasiadas cartas y muy pocos poemas. Pese a este aparente silencio que me rodea, en el fondo de mi mente suena un clamor de voces humanas; demasiadas necesidades, esperanzas, temores. Apenas consigo permanecer quieta sin que me asalten las cosas pendientes de cumplir o de enviar. Me siento agotada a menudo, pero lo que me cansa no es el trabajo —el trabajo es un descanso—, sino el esfuerzo por apartar las vidas y necesidades de los demás antes de poder abordar mi trabajo con cierta frescura y placer. 
May Sarton. Diario de una soledad. Traducción de Blanca Gago. Gallo Nero

miércoles, 22 de marzo de 2023

El fondo del puerto. Joseph Mitchell


Opté por un libro de reportajes sobre las aguas de Nueva York por el recuerdo del libro que Mitchell dedicó a Joe Gould, un vagabundo bohemio que durante una treintena de años se embarcó en un proyecto descomunal, lunático y obsesivo: transcribir en docenas de cuadernos las conversaciones captadas en la ciudad, convirtiendo esa historia oral en una enciclopedia de las calles y los tiempos neoyorquinos. Porque, a priori, no conseguía sentir afinidad con unos reportajes sobre muelles, mercados de pescado, fondos marinos y viejos caladeros —he aquí uno de mis conflictos como lector: desechar aquellos caminos que, en apariencia, no llevan a ningún sitio o, al contrario, buscar sólo lo que me es remoto y desconocido. Elegir entre lo luminoso o lo hermético, lo extraño o lo que me lleve de vuelta a la infancia, lo original o lo primitivo, la incertidumbre o la convicción—. 

No son los rascacielos legendarios. Tampoco los puentes de acero y granito o las extensas avenidas. Ni siquiera la inercia vertiginosa de Nueva York donde captar personajes extravagantes, oscilaciones políticas o estrellas de la literatura. Son el mercado de pescado de Fulton, los viejos tiempos de los ostreros y los viejos edificios abandonados, las huellas de los primeros europeos en los apellidos locales, los pecios en el fondo de los caladeros y las ratas en los barcos recién arribados, las flores en cementerios ocultos y solitarios, la pesca del sábalo en el río y el tiempo pausado de los ribereños los que protagonizan los reportajes de Joseph Mitchell. 

De cuando en cuando, para espantar los pensamientos de muerte y desolación, me levanto temprano y me acerco al mercado de pescado de Fulton. Así inicia Mitchell el primero de sus reportajes. Habla, entonces, de su euforia ante el amanecer en el mercado y la abundancia de pescado y marisco, de la actividad y el jaleo de los pescaderos, de deambular una hora entre los puestos antes de tomar un desayuno en un restaurante cercano. Es ahí donde se inicia el giro, el encuentro entre tiempos. A la par de las descripciones del lugar y los trabajos del mercado, Mitchell da la voz al dueño del restaurante para hablar de sus raíces, de las plantas superiores de un hotel cerrado, de la curiosidad del dueño por esas plantas sólo accesibles a través de un viejo ascensor manual. Durante cuarenta páginas, Mitchell pasa de su congoja a sus paseos por uno de sus lugares favoritos de la ciudad, la reconstrucción de la historia de un emigrante italiano y un hotel abandonado, la biografía de un restaurante y la fascinación del emigrante por las habitaciones cerradas sobre su cabeza y leyenda y espejismo que suponen. Tirar de las cuerdas del ascensor y abrir la primera de las puertas cerradas supone el encuentro con la propia mirada proyectada hacia lo desconocido, con aquello que tememos encontrar. 

Una de los atractivos de estos reportajes es quienes los habitan y hablan con Mitchell. Emigrantes, pescadores de arrastre, descendientes de negros libres que fundaron un pueblo de ostreros —los descendientes ya nonagenarios, el arte del cultivo de ostras desaparecido—, ribereños que buscan los árboles adecuados para construir su barrera de redes en la pesca del sábalo. Los hombres y mujeres que toman la palabra en estos reportajes parecen sentir el tiempo en ellos, se mueven y hablan a gestos lentos, su mirada pausada. Mitchell recoge sus monólogos, su manera de expresarse y mirar, su relación con el entorno y el trabajo y las desapariciones del mundo conocido a través de los años.


Cuando vemos que la corriente afloja, volvemos a la hilera y nos preparamos para recoger la red. A menudo llegamos demasiado pronto y tenemos que quedarnos de brazos cruzados junto al primer poste, haciendo tiempo. A veces tenemos que esperar una hora larga. Si es de día nos quedamos allí sentados, mirando las Palisades, los trenes de mercancías de la New York Central por el lado de Nueva York, que parece que tengan veinte kilómetros de largo, o las puntas de los rascacielos río abajo, a lo lejos. Nunca he sabido qué pensar de todos esos rascacielos. A veces me parecen hermosos y a veces los encuentro artificiales y chabacanos. Si hay que esperar y es de noche, nos quedamos allá mirando el extraño resplandor que flota sobre el centro de Manhattan y que es el halo de las luces de Times Square. En las noches frías y serenas de abril, desde un bote a oscuras en medio del río, ese resplandor parece un anuncio del Juicio Final, el Segundo Advenimiento o el fin del mundo.


Y está la parte fantasmal de estos reportajes, los caladeros que guardan esqueletos de barcos y huesos humanos y viveros de bombas, las ratas en los buques recién atracados y el riesgo de pandemia, los cementerios antiguos rodeados por fábricas, los trabajos y los gestos anacrónicos, la propia ciudad de Nueva York, en un segundo término entre. Y el detallismo de Mitchell en describir especies marinas, tipos de barcos y patrones, técnicas de pesca y cultivo de ostras, el mismo agua del puerto de Nueva York y su fondo, sucios y corrompidos, un detallismo que me recordó al Melville de Moby Dick y que veo en la posterior trilogía de Richard Ford sobre Frank Bascombe. 

Y la presencia del propio Mitchell.


El Hudson es un río que siempre me ha atraído, y a lo largo de mi vida he pasado mucho tiempo curioseando por sus riberas urbanas. Nunca me canso de mirarlo, tiene algo que me resulta hipnótico. Me gusta mirarlo en pleno verano, cuando sus aguas fluyen tibias, sucias y adormiladas, y me gusta mirarlo en enero, cuando arrastra placas de hielo. Me gusta mirarlo cuando anda revuelto porque sopla el nordeste o hay marea viva, durante el interlunio o el plenilunio, y me gusta mirarlo cuando está manso. Lo encuentro fascinante entre semana, cuando rebosa de embarcaciones marítimas, portuarias y fluviales, aunque es el propio río lo que me atrae y no la navegación; pero creo que lo disfruto más que nunca los domingos, con sus momentos de calma que pueden prolongarse una hora y media, durante los cuales no se mueve absolutamente nada por las aguas que corren entre el Battery y el puente George Washington, ni siquiera un ferry o un remolcador, y el Hudson se torna tan silencioso, oscuro, secreto, remoto e irreal como un río soñado.


Cuando terminé El fondo del puerto, leído entre este salón y un vagón  de tren con todo el cansancio de la madrugada —un cansancio que por momentos me oculta subtextos y señales de mis lecturas—, me asombró sentir una especie de pesadumbre por encontrarme ante el final de una forma de narrar que abarca aquello que ve, aquello que es y aquello que fue. Mitchell, espectador y personaje, muestra las señales de un mundo que desaparece gradualmente. 






En aquel muelle pasé los momentos más felices de mi vida», dice Ellery. «Para un crío era lo más parecido al paraíso. Quedaba justo al otro lado de las vías del tren y cuando uno se cansaba de mirar los barcos, podía acercarse a la estación y ver el expreso de Boston pasar de largo a toda máquina, como un murciélago salido del infierno. Yo odiaba la escuela. No es que no me gustara, no: la odiaba con toda mi alma. No sé qué me enseñarían allá, pero aprendí muchísimo más en el viejo muelle de pescadores. Un día mi padre tiraba un barril al agua al final del embarcadero y me enseñaba a arponear un pez espada sin que la cuerda se me enrollase entre las piernas; otro día un pescador me enseñaba a poner cuñas de madera en las pinzas de los bogavantes, para impedir que se mataran unos a otros durante el trayecto al mercado. Allí aprendí a escamar y limpiar pescados, a remendar redes, a leer cartas de navegación, a sacarme un anzuelo clavado en la mano, a embalar cangrejos y a hacer toda clase de nudos, vueltas, ballestrinques y costuras. En aquel muelle había pescadores viejísimos. Algunos habían estado con Jonás en el vientre de la ballena, por lo que contaban. Ya no salían mucho a pescar y se pasaban el día en el muelle, carraspeando y escupiendo y maldiciendo a diestro y siniestro. Aquellos abuelos conocían mil y un secretos y refranes transmitidos de generación en generación. De ellos aprendí dos cosas: a pronosticar el tiempo y a pronunciar el nombre de Dios en vano. Como en todos los muelles de pescadores, había allí una casucha con una estufa de queroseno. Fue en aquella estufa donde aprendí a preparar una cafetera, que es algo fundamental. No hay nada más lamentable que un pescador que no sepa hacer un buen café bien cargado. En verano el vapor de Block Island ocupaba todo un lado del muelle y llegaban tres trenes al día, porque Block Island era entonces un lugar de veraneo para ricachones. Quien no tenía suficiente dinero para pagarse las vacaciones en Newport, se iba a uno de los grandes hoteles de madera de Block Island. Yo me lo pasaba pipa viendo a toda aquella gente embarcar y desembarcar. En los días festivos, como el Cuatro de Julio, llevaban a bordo una banda de música. La primera mujer borracha que vi fue una vieja que sacaron en volandas de aquel vapor. Tenía el pelo blanco y llevaba tal trompa que no se tenía derecha. Una madre de familia. Para mí fue una revelación. Por aquella época, tendría yo once o doce años, había una cafetería griega cerca de la estación que alquilaba habitaciones en el piso de arriba y a veces veía a una mujer que se acodaba en el alféizar de una ventana y les hacía señas con el dedo a los hombres que pasaban por la calle, o les guiñaba el ojo. Todo aquello del sexo me intrigaba mucho y me devanaba los sesos para entender de qué iba.
El fondo del puerto. Joseph Mitchell. Traducción de Alex Gibert. Anagrama