Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 15 de febrero de 2024

En el sur de Indiana. Frank Bill

Decía Donald Ray Pollock que En el sur de Indiana era uno de los viajes más bestias dentro de un libro. Tenía razón. Al terminar el tercer relato, en un vagón de tren camino del trabajo antes del amanecer, tuve que parar aturdido por su intensidad y brutalidad. Esos tres primeros relatos enlazaban personajes e historias hasta completar los espacios en blanco de los primeros en el último de ellos: del ajuste de cuentas por un intento de robo del primer relato pasamos de un abuelo que vende a su nieta como prostituta en el segundo para terminar con la venganza de esta muchacha hacia un mundo atroz en el tercero —más adelante, en otro de los relatos, otra mujer será la que cumpla venganza, diez años después, de todo el dolor y la violencia sufridas en su niñez. Porque en estos relatos no hay olvido posible de lo que fuimos y vivimos. Porque los personajes parecen atados a una rueda funesta y a las leyes bíblicas del ojo por ojo y desoyen aquello de poner la otra mejilla. El perdón nos es una alternativa en estos relatos y personajes—. 

*

Todo lo horrible cristalizó, dice Frank Bill, y lo horrible son caras desfiguradas por armas de gran calibre; hombres cavando sus tumbas; una muchacha convertida en una luchadora sangrienta y primitiva, un anciano que huye, con los intestinos desgarrados, de su mujer —una enferma anclada a una bombona de oxígeno—; brutales peleas de perros clandestinas; tipos con mono de anfeta que dejan una estela de cuerpos mutilados y ex combatientes con estrés postraumático cortadores de orejas; padres maltratadores y adolescentes atracadores cuya violencia es de un ensañamiento y salvajismo inauditos; maridos que ejecutan a sus amantes por el deseo egoísta de no perder su rutina doméstica y maridos que buscan penitencia en un vagabundeo sempiterno tras claudicar y ayudar a morir a su mujer desahuciada. Puede parecer que estamos ante relatos de violencia gratuita. Y no. Lo que hace Frank Bill es hablar de un lugar, un ambiente y unos personajes que sobreviven en un mundo caótico y furioso y hacen lo que pueden con reglas ancestrales que rigen sus vidas. 

*

No hay un in crescendo en estos relatos, no hay un clímax final o una revelación que convierta el mundo en un lugar comprensible y nítido. Sí hay odio y terror y estremecimiento en las historias de Frank Bill (creo en lo que tiembla, que diría Isabel Bono), y seres de carne y hueso que usan la violencia o se encuentran  ante ella y les muestra la parte sombría o de superviviente de su alma —algunos no tienen escrúpulos y sólo buscan la propia salvación o desencadenan tal grado de violencia que sólo pueden ser vistos como seres degradados—. Pero unos pocos intentan resistir en ese ambiente duro e implacable. 
Uno de mis relatos favoritos, El viejo mecánico, comienza con los recuerdos de niñez de una madre, cuando su hermana y ella estaban ante el televisor, en silencio, mientras su padre apalizaba a su mujer. 

Pero, cuando el Mecánico pegaba a su mujer, los golpes hacían temblar la pared opuesta. El cuerpo de la mujer rebotaba de un tabique a otro como la bola de una máquina de pinball. No resonaban melodías electrónicas por un récord de puntuación. Tan solo las sofocantes peticiones de perdón de ella, sin ninguna piedad por respuesta. Salvajismo puro y duro. Y, con la puerta de la habitación de dos y medio por dos y medio cerrada como una caja, los golpes viajaban a través de los tabiques de pladur, llegaban al salón y lo infectaban. Allí, en un sofá tan desgastado como confortable, los ojos de dos chiquillas se mantenían fijos en la televisión en blanco y negro. Una televisión que decoraba un rincón con Tom y Jerry. Con la adicción a la violencia propia de los dibujos animados, exhibida como entretenimiento infantil. Los respectivos portazos en varias partes del cuerpo. Los platos destrozados en la cabeza del otro. Los mazos de madera al compás de los puñetazos en la habitación de enfrente. 
Era algo que el papel pintado, bonito y brillante, no podía ocultar. Tanta fealdad en el ambiente.

Con el tiempo, el padre desaparece de la ecuación. Hasta que reaparece como sombra en el día a día de la hija y le pide conocer a su nieto. Ha cambiado, dice la hermana. Y accede. Y en ese día juntos, el nieto aterrorizado por los recuerdos de niñez de su madre, asiste a la confesión de su abuelo: las palizas son el punto final del rencor, horror e inadaptación tras la guerra —de su incapacidad para hablar de toda la violencia experimentada día a día—. Bill no excusa los actos del viejo mecánico, sólo muestra el infierno que la guerra y el silencio hacen anidar en el corazón de un muchacho. 

—Lo único que puedo decir es que pagué con tu abuela mi rabia y mi resentimiento con la vida. No estuvo bien. Sufrió hasta que no pudo más. Fui incapaz de adaptarme a lo que había visto y hecho. Porque, cuando un hombre le quita la vida a otro, la culpa del recuerdo lo atormenta y vivirá para siempre en la oscuridad de los muertos.
El viejo mecánico dobla el cuello. Baja la cara hasta hundirla en las mismas manos que Frank teme. 
En la voz del Viejo Mecánico, todo ímpetu, toda autoridad han desaparecido.

*

Hace un mes de En el sur de Indiana. Y la sensación que me queda de estos relatos es la de estar ante una tormenta desplegándose ante tus narices en un atardecer invernal extrañamente cálido y pegajoso.



Diez años era tiempo suficiente para que los moratones curasen por fuera. No por dentro. Para que los nudillos se le aplanasen por no haber usado protector de manos ni guantes de boxeo. Para que las descamaciones se convirtiesen en cicatrices a causa de los golpes al saco verde militar que un hombre le había colgado a la chica de una viga polvorienta del sótano. Pero ahora esa chica estaba sentada en la oscuridad, mirando a través del parabrisas pringado de mosquitos hacia el edificio de chapa oxidada al otro lado de la carretera. Mientras, esos mismos nudillos comprobaron una vez más el cargador lleno de la Colt del calibre 45.
El hombre que colgó el saco verde militar era el mismo que la había criado. De pequeña le enseñó a cargar, apuntar y disparar un arma. El hombre le enseñó el acervo del Antiguo Testamento. Era algo a lo que la figura sentada a su lado en la oscuridad no había tenido acceso hasta aquella semana de finales de septiembre. Cuando la piel curtida y machacada por el sol del hombre que la había criado pasó a ser plástico derretido de una garrafa de leche. Después de que las heridas sanaran y le dieran el alta en el hospital, aún tendría una condena que cumplir.
La familia de ella lo perdió todo. Se mudaron con su tío abuelo. Pero, durante aquella semana, hubo hombres apaleados y desfigurados y otros que perdieron la vida. Y así empezó todo. Diez años atrás, con una agresión.
Frank Bill. En el sur de Indiana. Traducción de Ce Santiago. Malas tierras 

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