Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 26 de febrero de 2024

Los lunes de Anay. Écrire...

Tu lunes me resguarda en esta tarde de lluvia fuerte y cielo gris compacto. El río viene turbio y crecido, arrastra ramas, troncos, plásticos. Hay una corriente en todo eso y, seguro, una señal, una metáfora. Me gusta ese impulso indomable de escribir —como me gusta esa parte de su etimología que viene de tallar—. Hace poco leí Escribir para salvar una vida, donde John Edgar Wideman, a través de documentos, recuerdos propios y ajenos, periódicos, actas y ficciones trata de escribir, de tallar, las vidas de Emmett Till, un chaval negro de catorce años secuestrado y asesinado en el sur de los años cincuenta y su padre Louis Till, ahorcado, sin defensa, o el silencio como defensa, diez años antes por actos indecorosos durante la segunda guerra mundial, como tantos soldados negros. Wideman indaga en el poder avasallador —en un universo en el que todas las verdades tienen el mismo valor hasta que el poder escoge una de ellas para servir a sus propósitos, dice Wideman— y el racismo como acto continuado en el tiempo y que une a padre(s) hijo(s) y escritor. Wideman escribe y parece tener la fuerza del viento, aunque a veces cree divagar o se pregunta sobre la dirección a tomar en ese encuentro con los muertos y silencios del pasado —Este texto no se convertirá en la narración sobre Emmett Till en el que creía que estaba trabajando. Todas las palabras que vienen a continuación son fruto de mi anhelo de darle algún sentido a la oscuridad estadounidense que separa a los padres negros de sus hijos, una oscuridad en la que los hijos y los padres se pierden la pista mutuamente, escribe Wideman—. Escribe por una vida, por tantas vidas, por su propia vida. Acongoja este libro por el dolor, la rabia y el miedo.


Los lunes de Anay. Écrire…

"Cuervo, pasa"

                       TED HUGHES

CRÓNICA

Acabaré contando
lo ocurrido.

Hurgando en el motín
de la conciencia.

Teclaendo sin razón
ni voluntad.

Ese deber
hacia ninguna parte.

                                 ANAY SALA




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 19 de febrero de 2024

Los lunes de Anay. Convalecencias...

A Pablo Villuendas, mi padrastro.
                                                                                         Con todo mi amor.


"La ternura es hacerle entender al otro que es merecedor de la vida que le habita"

                                                                           EUGENIO BORGNA, psiquiatra.


HERENCIA

Nunca te vi feliz, lo que se dice
alegre como un chorro desbocado
vertiéndose sin tasa sobre el mundo.
El comedido afecto que expresabas,
perfectamente público, lo habías heredado
de una infancia severa y victoriana
en internados, campamentos, centros
regidos por la férrea ausencia de una madre.
No creas que importaba. Tras tus manos
cuidadas pero recias
siempre fue perceptible ese temblor
de la alegría alzándose
sobre las cosas, dándole su impronta de verdad
a la orfandad del mundo.

                                         ANTONIO MANILLA




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

jueves, 15 de febrero de 2024

En el sur de Indiana. Frank Bill

Decía Donald Ray Pollock que En el sur de Indiana era uno de los viajes más bestias dentro de un libro. Tenía razón. Al terminar el tercer relato, en un vagón de tren camino del trabajo antes del amanecer, tuve que parar aturdido por su intensidad y brutalidad. Esos tres primeros relatos enlazaban personajes e historias hasta completar los espacios en blanco de los primeros en el último de ellos: del ajuste de cuentas por un intento de robo del primer relato pasamos de un abuelo que vende a su nieta como prostituta en el segundo para terminar con la venganza de esta muchacha hacia un mundo atroz en el tercero —más adelante, en otro de los relatos, otra mujer será la que cumpla venganza, diez años después, de todo el dolor y la violencia sufridas en su niñez. Porque en estos relatos no hay olvido posible de lo que fuimos y vivimos. Porque los personajes parecen atados a una rueda funesta y a las leyes bíblicas del ojo por ojo y desoyen aquello de poner la otra mejilla. El perdón nos es una alternativa en estos relatos y personajes—. 

*

Todo lo horrible cristalizó, dice Frank Bill, y lo horrible son caras desfiguradas por armas de gran calibre; hombres cavando sus tumbas; una muchacha convertida en una luchadora sangrienta y primitiva, un anciano que huye, con los intestinos desgarrados, de su mujer —una enferma anclada a una bombona de oxígeno—; brutales peleas de perros clandestinas; tipos con mono de anfeta que dejan una estela de cuerpos mutilados y ex combatientes con estrés postraumático cortadores de orejas; padres maltratadores y adolescentes atracadores cuya violencia es de un ensañamiento y salvajismo inauditos; maridos que ejecutan a sus amantes por el deseo egoísta de no perder su rutina doméstica y maridos que buscan penitencia en un vagabundeo sempiterno tras claudicar y ayudar a morir a su mujer desahuciada. Puede parecer que estamos ante relatos de violencia gratuita. Y no. Lo que hace Frank Bill es hablar de un lugar, un ambiente y unos personajes que sobreviven en un mundo caótico y furioso y hacen lo que pueden con reglas ancestrales que rigen sus vidas. 

*

No hay un in crescendo en estos relatos, no hay un clímax final o una revelación que convierta el mundo en un lugar comprensible y nítido. Sí hay odio y terror y estremecimiento en las historias de Frank Bill (creo en lo que tiembla, que diría Isabel Bono), y seres de carne y hueso que usan la violencia o se encuentran  ante ella y les muestra la parte sombría o de superviviente de su alma —algunos no tienen escrúpulos y sólo buscan la propia salvación o desencadenan tal grado de violencia que sólo pueden ser vistos como seres degradados—. Pero unos pocos intentan resistir en ese ambiente duro e implacable. 
Uno de mis relatos favoritos, El viejo mecánico, comienza con los recuerdos de niñez de una madre, cuando su hermana y ella estaban ante el televisor, en silencio, mientras su padre apalizaba a su mujer. 

Pero, cuando el Mecánico pegaba a su mujer, los golpes hacían temblar la pared opuesta. El cuerpo de la mujer rebotaba de un tabique a otro como la bola de una máquina de pinball. No resonaban melodías electrónicas por un récord de puntuación. Tan solo las sofocantes peticiones de perdón de ella, sin ninguna piedad por respuesta. Salvajismo puro y duro. Y, con la puerta de la habitación de dos y medio por dos y medio cerrada como una caja, los golpes viajaban a través de los tabiques de pladur, llegaban al salón y lo infectaban. Allí, en un sofá tan desgastado como confortable, los ojos de dos chiquillas se mantenían fijos en la televisión en blanco y negro. Una televisión que decoraba un rincón con Tom y Jerry. Con la adicción a la violencia propia de los dibujos animados, exhibida como entretenimiento infantil. Los respectivos portazos en varias partes del cuerpo. Los platos destrozados en la cabeza del otro. Los mazos de madera al compás de los puñetazos en la habitación de enfrente. 
Era algo que el papel pintado, bonito y brillante, no podía ocultar. Tanta fealdad en el ambiente.

Con el tiempo, el padre desaparece de la ecuación. Hasta que reaparece como sombra en el día a día de la hija y le pide conocer a su nieto. Ha cambiado, dice la hermana. Y accede. Y en ese día juntos, el nieto aterrorizado por los recuerdos de niñez de su madre, asiste a la confesión de su abuelo: las palizas son el punto final del rencor, horror e inadaptación tras la guerra —de su incapacidad para hablar de toda la violencia experimentada día a día—. Bill no excusa los actos del viejo mecánico, sólo muestra el infierno que la guerra y el silencio hacen anidar en el corazón de un muchacho. 

—Lo único que puedo decir es que pagué con tu abuela mi rabia y mi resentimiento con la vida. No estuvo bien. Sufrió hasta que no pudo más. Fui incapaz de adaptarme a lo que había visto y hecho. Porque, cuando un hombre le quita la vida a otro, la culpa del recuerdo lo atormenta y vivirá para siempre en la oscuridad de los muertos.
El viejo mecánico dobla el cuello. Baja la cara hasta hundirla en las mismas manos que Frank teme. 
En la voz del Viejo Mecánico, todo ímpetu, toda autoridad han desaparecido.

*

Hace un mes de En el sur de Indiana. Y la sensación que me queda de estos relatos es la de estar ante una tormenta desplegándose ante tus narices en un atardecer invernal extrañamente cálido y pegajoso.



Diez años era tiempo suficiente para que los moratones curasen por fuera. No por dentro. Para que los nudillos se le aplanasen por no haber usado protector de manos ni guantes de boxeo. Para que las descamaciones se convirtiesen en cicatrices a causa de los golpes al saco verde militar que un hombre le había colgado a la chica de una viga polvorienta del sótano. Pero ahora esa chica estaba sentada en la oscuridad, mirando a través del parabrisas pringado de mosquitos hacia el edificio de chapa oxidada al otro lado de la carretera. Mientras, esos mismos nudillos comprobaron una vez más el cargador lleno de la Colt del calibre 45.
El hombre que colgó el saco verde militar era el mismo que la había criado. De pequeña le enseñó a cargar, apuntar y disparar un arma. El hombre le enseñó el acervo del Antiguo Testamento. Era algo a lo que la figura sentada a su lado en la oscuridad no había tenido acceso hasta aquella semana de finales de septiembre. Cuando la piel curtida y machacada por el sol del hombre que la había criado pasó a ser plástico derretido de una garrafa de leche. Después de que las heridas sanaran y le dieran el alta en el hospital, aún tendría una condena que cumplir.
La familia de ella lo perdió todo. Se mudaron con su tío abuelo. Pero, durante aquella semana, hubo hombres apaleados y desfigurados y otros que perdieron la vida. Y así empezó todo. Diez años atrás, con una agresión.
Frank Bill. En el sur de Indiana. Traducción de Ce Santiago. Malas tierras 

lunes, 12 de febrero de 2024

Los lunes de Anay. Tramas...

"Ay de mí que asomé sonriendo por todo lo minúsculo"

                                                                              JULIETA VALERO


LA BELLEZA DEL MARIDO
(Anne Carson)

De contar nuestra historia,
me dije, debes ser honesto, ser indulgente
en la medida en que esta
también es suya, la mitad que nadie
va a contar, la mitad de cada línea
que ahora duerme en otro cuarto
de otro poema de otro libro.

De hacerlo, dije, inventa un nombre,
una ciudad, escribe en la tercera
persona de los cuentos,
una distancia, dije, que te sea
si no un peso liviano al menos
una carga que puedas soportar,
sé indulgente con ella, dale el aura
de la inocencia, di que al menos
no supo lo que hacía.

                               ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ




Feliz lunes.

Un beso,

Anay

miércoles, 7 de febrero de 2024

Lunas de miel. Chuck Kinder

Lunas de miel es acercarse a un territorio mítico. Libro de culto para algunos y parada obligatoria para los carverianos, fue un manuscrito que, en algún momento de los veinte años en los que Kinder trabajó
en él, alcanzó más de dos mil páginas. Intento imaginar lo descomunal del manuscrito a través de lo que ha quedado finalmente de él, estas cuatrocientas páginas donde Kinder aspira a (d)escribir su amistad con Carver, los problemas de ambos con las mujeres y el alcohol, sus estallidos de violencia, sus triunfos fugaces y la desolación perenne —en un cuarto o quinto plano la escritura en sí misma, que en Lunas de miel aparece de manera difusa y breve—, y entreveo esa novela inexistente como una sucesión de escenas conyugales y alcohólicas donde los personajes combaten entre sí en conversaciones y gestos violentos o reconciliadores y, siempre, una búsqueda del amor quimérica, una pregunta constante sobre de qué se habla cuando se habla de amor.

*

En estas memorias —en esta autoficción de seudónimos y un acercamiento oblicuo  al pasado—, Kinder refleja la época donde él y Carver eran escritores en ciernes, alcohólicos impenitentes y maridos inconsistentes. Jim (Kinder) y Ralph (Carver)  son amigos de borracheras y literatura, se quieren y torturan, dan clases universitarias, se traicionan a sí mismos y a sus mujeres y, a veces, escriben —es extraño ese vacío de la escritura en este libro con dos escritores como protagonistas, salvo que esa ausencia tenga como razón convertirse en una presencia fantasmal—. Es una amistad impetuosa y violenta la de Jim y Ralph, a veces compiten entre ellos, a veces son un dúo cómico, a veces luchan contra el otro y contra sí mismos. Es la época que Carver (Ralph) denominaba su primera vida, antes de la fama en los años ochenta, de dejar el alcohol y conocer a Tess Gallagher, una época turbulenta y brutal. Carver aparece como un niño grande, desmedido y, a veces, paranoico o de una ternura compasiva. Chuck (Jim) no se dibuja a sí mismo con benevolencia, es tan inmaduro y excesivo como Carver, pelea con un manuscrito del que apenas se habla —y cuyo resultado tenemos entre las manos—, y una adicción al alcohol y drogas tan fuerte como la de su amigo. Ambos, que se preguntan sobre la naturaleza del amor, no saben amar—o aman como beben, de manera autodestructiva—.

*

A medida que leía Lunas de miel, —entre capítulos que parecían relatos cortos, escenas cotidianas con un final en suspenso—, mi simpatía no iba hacía ese par de escritores incapaces de tomar un camino diferente al que se encontraban, atraídos por abismo mudo. Eran sus mujeres las que me atraían como lector. Y no porque fueran la antítesis de ellos —Alice Ann y Lindsay eran tan excesivas, alcohólicas y anárquicas como Ralph y Jim— sino porque se perciben como excusas para sus relatos y novelas, como aquellos fantasmas de Solaris entresacados de la imaginación de otro. Cada gesto y palabra podría acabar en un relato —Kinder rememora alguno de los relatos famosos de Carver, de qué lugar y momento proceden. Y, a la vez, todo Lunas de miel es una recreación de su relación con los Crawford (Carver) y con su mujer Lindsay, una observación en la distancia de aquellos años, de las conversaciones y encuentros mantenidos entre borracheras y resacas—. En la lucha entre Ralph y Alice Ann, que abarca desde su enamoramiento adolescente donde tienen dos hijos antes de los veinte años, dos personas convertidas en padres antes de empezar la vida adulta, hasta esas escenas crueles entre ambos, con sus hijos en la edad en que ellos se enamoraron, donde cada palabra es un infierno y la súplica de empezar de cero es una certeza de fracaso, no hay redención posible o una epifanía salvadora —esa batalla perdida de buenas intenciones contra circunstancias adversas fuera de control y la naturaleza humana, escribe Kinder—. Uno de los momentos más bellos y tristes de esta novela es Alice Ann preguntándose por el odio de su marido:

Lo que necesito averiguar, dijo Alice Ann, es exactamente en qué momento mi marido decidió odiarme. Necesito saber cuándo decidió volverse contra mí y causarme toda esta angustia y humillación, y poner mi dolor al descubierto para luego abandonarme para siempre. Todas las cosas amargas, duras y tristes acerca de mi matrimonio, que es el único error de mi vida, han salido a la luz para regocijo del mundo. Esa roca trágica me ha pasado una y otra vez por encima, y al final la persona que creía que era, o en la que creía que podía convertirme de nuevo, está muerta y enterrada. Poco a poco me han extraído del cuerpo la sangre de toda mi vida a lo largo de las largas reencarnaciones de mi matrimonio fracasado. 


Lindsay, la mujer de Jim, tiene las mismas preguntas:

Lo que más le asustaba de Jim, aparte de que bebía y se drogaba demasiado, y era en esencia un delincuente que terminaría entre rejas, era que siempre parecía estar escribiendo cosas en alguna parte de su mente, hurgando en su vida, la vida de ambos, en busca de material. Lo que más temía Lindsay era convertirse en un personaje, la esposa, de la colección de cuentos de alguien, metida a la fuerza en la ficción. Por favor, Dios, no más jodidos comienzos ilusionados, crisis, aterrizajes forzosos. Por favor Dios, no más jodidos melodramas en tres actos.

Ambas mujeres como objetos de estudio y disección con el fin de recrearlas en literatura, una arqueología de la propia vida en busca de escenas cotidianas que muestren desesperanza, dolor, angustia o el final de algo para insertarlo en una página—el despojamiento de lo real en algo parecido a la realidad—.

*

Intento no inmiscuirme en la vida de los escritores que admiro y separar la obra del autor. En Lunas de miel me encontré con un Carver desesperanzado, violento, vulnerable y egoísta. La imagen que construye Kinder de sí mismo no es alentadora, tal vez tenga algo más de humor socarrón, pero se muestra tan salvaje y cruel como Carver. Ambos, seres perdidos que perturban y trastornan a sus mujeres, convirtiéndolas en seres dubitativos y frágiles. Kinder escribió durante años Lunas de miel, el esfuerzo continuado de ver su propia vida y la de quienes le rodeaban con la perspectiva del tiempo y una página en blanco. Entonces, imagino ese manuscrito descomunal, del que este libro es el resultado tras pasar por un cedazo, como una pregunta constante y el intento de desentrañar todas las capas que nos habitan —ver, desde la distancia prudencial del presente, lejos del abismo, un pasado confuso de quiebras emocionales y económicas—. Como le dijo Cheever a Ralph, tú no eres tus personajes, pero tus personajes son tú. Y en este libro los personajes están desorientados, tristes, abandonados y a la espera de un giro que cambie la historia.

¿Había sido un error casarse con la encantadora chica de ojos claros a la que amaba? ¿Se había equivocado Alice Ann al casarse con el ilusionado y ambicioso chico al que amaba? ¿Habían estado sus días juntos contados desde el principio? ¿Cuánto tiempo podían seguir diciéndose que todavía eran capaces de llegar a ser las personas en las que habían creído que se convertirían? Se le ocurrió pensar que al final lo que nos identifica a todos es lo que hacemos a los demás, y que traición sólo es sinónimo de pérdida. Apartó de su mente esos pensamientos en el acto. Sentía como si alguien le hubiera cambiado los órganos de sitio y el corazón le palpitara en la parte inferior del estómago. De pronto se le pasó por la imaginación que carecía de un verdadero interior humano, que su alma no tenía un paisaje interior en el que moverse.

*

Una última cosa. Kinder elige una tercera persona para narrar esta epopeya de lo cotidiano. Es una barrera lógica, amplía la mirada y permite ficcionar las escenas que no protagoniza su alter ego para un libro excesivo, Lunas de miel, tan intenso y deslavazado como sus protagonistas, con capítulos extraordinarios y otros aburridos y, en algunos momentos, la sensación de algo que falta.  



Ralph, dime cómo va a ser después de mañana, dijo Alice Ann. Apuró su copa y le dio a Ralph el vaso. Enciéndeme un cigarrillo, porfa.
¿Cómo va a ser?, dijo Ralph. ¿Qué es eso, Alice Ann, una de tus preguntas trampa?
Será como empezar una nueva vida, eso quiero decir, dijo Alice Ann. Ése es el enfoque que podemos dar a esta mala experiencia. Lo que más me asusta es que algún día se nos acaben las vidas nuevas. Hagamos las cosas de otro modo esta vez, Ralph. Finjamos que somos personas distintas.
¿Qué me dices del pasado, Alice Ann?, dijo Ralph. No podemos olvidar nuestro sórdido pasado, con todas sus pruebas y tribulaciones.
Lo que cuenta es lo que hagamos de ahora en adelante. Viviremos en el presente y el futuro. Nos pondremos metas. Metas comunes.
¿Qué calse de metas?, dijo Ralph. Reconozco que esta conversación me pone tenso, Alice Ann. Hablas de metas, y me vienen a la cabeza cosas como predicadores, recaudaciones de fondos y fútbol. Es una locura, lo sé, pero es así.
Chuck Kinder. Lunas de miel. Traducción de Aurora Echevarría. Circe

lunes, 5 de febrero de 2024

Los lunes de Anay. Actitud...

Es un momento apenas. El sol en la copa de un roble aún joven, encendiendo las ramas donde hace unas semanas hojas secas. Estoy en una parada de autobús, cercado por el estruendo del tráfico y la agitación en las aceras alrededor, a la espera. 
Esta noche soñé con mi padre, otra vez. Tenía mi edad actual. Aún era un hombre robusto, sin arrugas, con sus manos de carpintero encallecidas. No dijo ni hizo nada, mi padre, en el sueño. Sólo sonreír con aquella expresión socarrona y de niñez tras alguna pillería. En estos sueños donde silencio y miradas reencuentro a mi padre con diferentes edades, en sus distintos cuerpos de árbol —el gigante espigado, el carpintero de manos seguras, el hombre tembloroso, atemorizado y rabioso de sus últimos meses que se relataba su propia vida en un bucle que finalizó una tarde de septiembre—. El sueño de hoy alumbra el recuerdo de mi padre en una cocina gallega, con el humo del sempiterno caldo a fuego lento en torno a nosotros, escuchando a su madre hablar de cuántos años tardó en destetarlo. Mi padre miraba hacia el techo —perpetuando ese recuerdo—, y sonreía en paz. 
Esa luz efímera sobre el roble ilumina ausencias y apaga el ruido circundante.


Los lunes de Anay. Actitud…

"Métete en mis asuntos"

                                   ANAY SALA


MATAR AL DRAGÓN

Ha llegado la hora de matar al dragón,
de acabar para siempre con el monstruo
de las fauces terribles y los ojos de fuego.
Hay que matar a este dragón y a todos
los que a su alrededor se reproducen.

Al dragón de la culpa y al dragón del espanto,
al del remordimiento estéril, al del odio,
al que devora siempre la esperanza,
al del miedo, al del frío, al de la angustia.
Hay que matar también al que nos tiene
aplastados de bruces contra el suelo,
inmóviles, cobardes, desarraigados, rotos.

Que la sangre de todos
inunde cada parte de esta casa
hasta que nos alcance la cintura.

Y cuando ese montón de monstruos sea
solo un montón de vísceras y ojos
abiertos al vacío, al fin podremos
trepar y encaramarnos sobre ellos,
llegar a las ventanas, abrirlas o romperlas,
dejar que entren la luz, la lluvia, el viento
y todo lo que estaba retenido
detrás de los cristales.

                                   AMALIA BAUTISTA




Feliz lunes.

Un beso,

Anay