Son pequeñas impresiones de los habitantes de un pueblo de
Oklahoma, retratos que hablan de granjeros, comerciantes, congregaciones
religiosas, agentes de petróleo, médicos, barberos, abogados, recaderos,
telegrafistas y vagabundos, un pueblo donde la vida transcurre en los colmados,
la estación de tren, la oficina de correos, la calle Broadway y su cine, un
microcosmos de racismo, amores (furtivos o tímidos), venganzas, picaresca,
peleas, desapariciones y descubrimientos (del mundo adulto, de la vida fuera
del pueblo, las grandes ciudades y una guerra en una tierra lejana).
Hay momentos donde los retratos que hace Milburn de los
vecinos del pequeño pueblo se acercan al chiste y la anécdota, una última frase
ingeniosa, un humor a veces entrañable (parecido al del cine de Frank Capra o los
relatos de William Saroyan), a veces corrosivo, hombres y mujeres que se toman
la vida con calma y una extraña serenidad, y otros donde, en un párrafo,
muestra la parte mezquina y cruel del ser humano, una violencia soterrada que
estalla de manera seca y efímera. Milburn deja algunos relatos abiertos, sin un
final claro, retazos de un momento concreto, por momentos se parecen a los recuerdos
de personas, espacios y tiempos que se mezclan en las reuniones de viejos
amigos.
A los largo de los treinta y seis relatos Milburn retrata el
día a día de un pueblo, nos imaginamos el First National Bank donde algunos
planean negocios y fraudes, el almacén del viejo Farnum, la oficina de correos,
las carnicerías de los alemanes, ninguneados en el periodo de guerra, los
templos de baptistas y la iglesia apostólica, que compiten por convertir a sus
vecinos y robarse fieles entre ellos, el cine donde ver películas mudas y
escapar de la rutina, las granjas que plantan algodón o ajos. El pueblo de
Oklahoma como reflejo del alma humana.
Hay un par relatos que sobresalen sobre el resto, El defiendenegros, sobre un abogado que
llega al pueblo y ayuda a los negros en una época y una tierra eminentemente
racistas, un cuento lacónico, conciso y directo, El capitán Choate, un patriarca charlatán que asegura haber vivido
las mayores y más increíbles aventuras en los viejos tiempos, o Granizo y despedida, autobiográfico,
donde un muchacho de diecisiete años abandona el pueblo para hacerse periodista
y dejar atrás a sus vecinos, el grito eufórico de despedida y el final amargo.
―¡Adiós, pueblo de mi niñez! ―entonó al ritmo cada vez más rápido del traqueteo del tren―. Me voy a la ciudad a trabajar de periodista. ¡Adiós, vecinos insulso y aburridos! Me voy a conocer mundo y a hacerme famoso. ¡Adiós, labradores sin granja, petos andrajosos y gusanos intestinales! Voy a dejarme bigote y a comprarme un bastón. ¡El mundo es mío y voy a hacer con él lo que me venga en gana! ¡Adiós, pueblecito, adiós!En aquella época David no sabía lo que era trabajar duro ni conocía la derrota. En aquella época era feliz. Tenía diecisiete años.
Los retratos de Milburn pasan de lo duro a lo afectuoso y
son, sobre todo, afilados e incisivos, hombres y mujeres de la tierra que
muestran egoísmo, cortedad, rudeza, racismo o infelicidad y, también, sueños y
aspiraciones de otros lugares y otras vidas, un pueblo donde hay odios y amores
enraizados y hay quien se marcha, desaparece sin dejar rastro y deja un hueco
entre sus vecinos o un misterio sin respuesta, un pueblo del que es mejor
marcharse aunque nos espere la derrota fuera de él.
Hubo una época en que, en el pueblo, nadie solía preguntar a
los forasteros por qué se habían marchado del lugar del que venían ni cómo es
que habían acabado en Oklahoma. Pero es fue al principio. Al cabo de un tiempo
aquello cambió y empezó a hacerse lo contrario. De los recién llegados se
esperaba que recorriesen las calles presentándose a los vecinos. Y así,
mientras unos comentaban las costumbres locales, los otros hablaban de sus
lugares de procedencia y de lo mucho que preferían nuestro pueblo.
John Parnell no lo hizo y por eso los vecinos desconfiaron de
él desde el principio. En cuanto lo vieron colocar su placa de abogado junto a
la escalera del edificio First National Bank, se preguntaron qué estaría
tramando. Pero nunca llegaron a saberlo con seguridad.
***
No costaba mucho conseguir que el capitán A. J. Choate se
pusiese a hablar, y una vez lo hacía, si estaba inspirado, daba gusto
escucharlo. Había llegado a Oklahoma en los primeros tiempos y, según contaba,
había hecho de todo un poco. Algunos vecinos todavía recordaban que había sido
el dueño de un rancho situado al este del pueblo. El capitán dividió el rancho
en parcelas y las alquiló como granjas, y durante muchos años su única
ocupación fue silbar, matar el tiempo en la barbería De Luxe, contar historias
fantásticas y jugar a las damas.
Un día, los muchachos que se reunían en la barbería se
pusieron a hacer cuentas y llegaron a la conclusión de que, de haber hecho todo
lo que decía, el capitán Choate tendría ciento cuarenta y seis años. El capitán
aseguraba haber conocido a todos los individuos de dudosa reputación que a lo
largo de los últimos cien años habían adquirido cierto protagonismo en el
suroeste del país: había estado con Quantrill, el líder de la guerrilla
confederada, durante la Guerra Civil; había participado en carreras de caballos
con los hermanos James; y también afirmaba haber vigilado ganado con Billy el
niño. Daba la impresión que todos los forajidos habían sido compinches suyos.
George Milburn. Un
pueblo de Oklahoma. Traducción de Ana Crespo. Sajalín editores.
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