a) Es sólo un pedazo de tela, una estrella amarilla
cosida en la ropa (justo sobre el corazón) y que Josef debe llevar en cualquier
momento, limpia y a la vista. Un pequeño objeto corriente e intranscendente que
coloca a Josef fuera de la vida cotidiana ―de sus vecinos, de la ciudad en la que vive, sueña y pasea,
del deseo, de sentirse ser humano. Josef sale a las calles de Praga con la
estrella, se siente señalado, hay quien se aparta de su camino y quien lo echa
del tranvía y quien sigue con su vida sin mirar qué ocurre a su alrededor. Pero
Josef lleva dentro su antigua vida, su empleo en la banca, su relación con
Růžena, su buhardilla de la que han ido desapareciendo los muebles poco a poco,
su pasado de hombre gris. Y mira al frente. Y observa los nuevos tiempos. Donde
el gobierno de ocupación se cierne sobre los judíos ―y los mismos judíos,
atenazados por los nuevos tiempos, se hacen cargo del papeleo y la
administración de vales y notificaciones que restringen su libertad―, las
familias son apartadas de sus hogares y encerradas entre cuatro paredes antes
de ser embarcadas en los trenes al este.
b) Amor
y negación. Josef ha demolido parte de su casa para no dejar nada tras de sí,
sólo una mesita de café en el centro de una habitación vacía. Se tumba durante
horas en su saco para engañar el hambre. Habla y sueña con Růžena y confunde
sus fantasías y sueños con la realidad, Růžena que le pidió huir y Josef que se
negó ―huir a dónde y para qué y quién ser fuera de Praga. Recibe las
notificaciones de la comunidad, pasa controles médicos, renueva su tarjeta de
transporte, un papeleo de funcionario en tiempos de guerra, las restricciones
crecen, no está permitido pasar por ciertas calles, bañarse en el río, esconder
las posesiones. Y Josef obedece las normas, deambula por la ciudad de su casa a
las oficinas de la comunidad, recuerda su amor con Růžena, la convoca a su lado
para sentirse acompañado en su soledad, una Růžena que irrumpe en la realidad
para contener a Josef o hacerle ver lo estúpido de todo lo que está sucediendo,
una Růžena inventada que hace sentir culpable a Josef por su decisión de no
acompañarla.
c)
La espera y la muerte. Josef trabaja como enterrador en el cementerio con un
grupo de judíos que recuerda los viejos tiempos y habla de su próximo destino
en el este. Entierran a los muertos, plantan verduras, escuchan las historias
de los porteadores, se obsesionan con la muerte. No hacen nada más que seguir
las nuevas leyes que los encierran en un mísero espacio. Esperan. Y hacen
cualquier cosa por vivir un día más. Y algunos sueñan que al día siguiente se
detendrán los convoyes, acabará la guerra y habrán resistido al infierno. Josef
se pregunta por esa espera tan extraña, él, que sólo tiene la compañía de un
fantasma y de un gato asilvestrado, que mira el cerco de humedad en su
buhardilla mientras intenta olvidar el hambre, que ve cómo le es cada vez más
difícil seguir las leyes y andar por la ciudad, que se despide de los familiares
y amigos llamados a los transportes, él, que no quiere hablar de su muerte y
sus muertos y mira el muro que rodea el cementerio y lo aísla por unas horas de
su destino.
d) La
vida de los otros. Están ellos, un
poder invisible que somete a los judíos de Praga. Ellos, sombras sin nombre, son un gesto en un tranvía, un grito en
la calle, una risa estridente. Apenas aparecen ellos en Vida con estrella,
sus órdenes y notificaciones son enviadas y acatadas a través de la comunidad
judía, los nombres de quienes irán en el siguiente transporte leídos en el
templo ―de manchas rojas en las paredes―, las posesiones a las que algunos se
agarran redistribuidas entre los habitantes de Praga. Ellos carecen de nombre y son el destino de todo un pueblo.
Están
los vecinos y conciudadanos de Josef y de las familias judías de Praga,
aquellos que miran al suelo para no ver, aquellos que esperan el registro y
desalojo de las casas judías para hacerse con las pertenencias dejadas atrás,
aquellos que colaboran con el nuevo gobierno y pueden reír a la salida de un
restaurante.
Están
algunos hombres y mujeres que oponen resistencia ante la ocupación y las
medidas del nuevo poder y llenan las calles de panfletos antinazis y esconden a
los judíos que deciden plantar cara y no presentarse a los trenes con destino
al este, Praga que se divide entre víctimas, sombras sin nombre,
colaboracionistas, revolucionarios.
e) Jiri Weil habla del destino, el vagabundeo, las
ensoñaciones y las preguntas de un hombre judío en la Praga ocupada por los
nazis, de la degradación de la condición humana y de una ciudad en tiempos de guerra,
de lo que significa llevar una estrella amarilla en el corazón. Weil escoge a
un hombre gris en una situación extrema, un hombre miedoso que no quiso huir
con su amor y que busca la redención, presentarse ante sí mismo y ante el
fantasma de Růžena como un
hombre nuevo y valeroso, alguien capaz de plantar cara. Vida con estrella tiene por momentos trazos de cuento, un hombre
solo en un paraje y en unos tiempos tenebrosos y una estrella de tela que marca
el destino de quien la lleva. Weil no necesita caracterizar a los nazis ni
darles líneas de diálogo, aunque son invisibles su presencia es notable y
aterradora, se centra en Josef y su día a día, sus conversaciones imaginadas
con Růžena o su gato, los recuerdos de otros tiempos, la presencia de la muerte
en las discusiones con sus compañeros enterradores. Josef asumirá una
resistencia inesperada, el hombre gris convertido en testigo de la guerra y el
exterminio, sus andanzas por la ciudad que usa Weil para mostrar los cambios en
la vida cotidiana, las nuevas prohibiciones a los judíos, la espera de los
trenes, los encuentros con otros judíos o con antiguos ferroviarios que no
entienden el nuevo uso que se da a los trenes. Vida con estrella es ver la solución final nazi a través de una
ciudad y un hombre, el horror adentrándose en lo cotidiano. Una novela
extraordinaria.
De
nuevo vino un enviado con el cometido de recordarme que no me estaba permitido
vender ni regalar nada; que debía ser consciente de que mi propiedad no me
pertenecía; que, de hecho, no era más que el gestor de mi último atuendo, el
1que llevaba puesto, y de unos zapatos gastados. Gestionaba esos objetos y se
me pagaba con su uso. ¡Ya ves! Me había equivocado al pensar que no iban a
prestarme atención. Me agazapé entre aquellas paredes agrietadas y me resguardé
del frío en el saco de dormir. Únicamente quería dormir, no saber ni escuchar
nada. Pero no paraban de pedirme cosas. Así como así. Se me había prohibido circular
por determinadas calles en diferentes días: por algunas no podía transitar los
viernes; por otras, al contrario, los domingos; por algunas debía pasar rápido
y sin detenerme en ningún sitio. Mezclaba los nombres de las calles y de los
días. Algunas calles ni siquiera las conocía. Imaginaba que un día pasaría por
casualidad por una calle llamada Hermelínová y que, como salido de la nada,
aparecería de un salto un guardia que me encerraría, porque la calle
Hermelínová estaría en la lista más actualizada de las calles prohibidas, que
yo aún no habría leído. Se me había ordenado que no visitara los parques, pero
era consciente de no saber diferenciar bien qué era parque y qué no. Había
caminos bordeados por arboledas que podían ser considerados jardines, por los
que tampoco podía pasar.
Me
habría gustado ser un animal. Por las ventanas de la buhardilla veía a los
perros jugando en la nieve, veía a un gato arrastrándose despacio por los
jardines colindantes, veía a los caballos bebiendo libremente el agua de los
cubos, veía a los gorriones volando hacia donde les venía en gana. Los animales
no tenían que romperse la cabeza con las calles por las que les estaba
permitido transitar.
***
Reflexioné
luego sobre las víctimas. Desplumadas, entraban con números al circo. Se
entregaban a todo tipo de tribulaciones. Debían saltar, sentarse, escuchar cómo
rehilaba el látigo. ¡Qué clase de mártires eran aquellos!
Se
negaban a aceptar su tormento. Ni se les pasaba por la cabeza disputarse la
corona de espinas. Se habrían conformado con unas rosquillas, ropa remendada y
zapatos astrosos. Habían quemado los bancos de la iglesia y quemarían la
mismísima arca de la alianza si la tuvieran a mano. Harían el pino si se lo
ordenaran y se convertirían a otra religión tres veces por semana si hiciera
falta. Deseaban, simplemente, vivir, lo cual no solía ser demasiado pedir hacía
algún tiempo. Sin embargo, fueron los elegidos para convertirse en víctimas,
para morir por un asunto que no era en absoluto suyo. Yo mismo me encontraba
entre ellos y no sabía bien por qué iba a morir exactamente. Habría sido más
fácil si lo hubiera sabido. Me enorgullecería de mi muerte, me cubriría con un
manto púrpura, la acompañaría de cantos o de gritos de despedida.
Ya no
me asombraba que la gente del cementerio no quisiera escucharme. No me
asombraba que no quisieran buscar una vía de escape. Contemplaban el terremoto.
Observaban cómo se desplomaban sus casas y cómo los incendios consumían sus
pertenencias. Miraban cómo el diluvio inundaba el suelo que pisaban. Estaban ya
embotados por la espera, temblando un día sí y otro también hasta que los
llamaran. Era ridículo gritar a los muertos para que se pusieran en pie. No
servía de nada.
Jiři Weil. Vida con estrella.
Traducción de Patricia Gonzalo de Jesús. Editorial Impedimenta.
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