Al principio no se lee. En los albores de la vida, en la
aurora de los ojos. Uno engulle la vida por la boca, por las manos, pero no se
mancha todavía los ojos con tinta. En los inicios de la vida, en sus primeras
fuentes, en los riachuelos de la infancia, no se lee, no se tiene la idea de
leer, de golpear tras de sí la página de un libro, la puerta de una frase. No,
al principio es mucho más sencillo. Tal vez más loco. Uno está separado de
nada, por nada. Uno se encuentra en un continente sin verdaderos límites –y ese
continente en sí mismo eres tú, es uno mismo. Al principio están las inmensas
tierras del juego, las grandes praderas de la invención, los ríos de los
primeros pasos, y rodeándolo todo el océano de la madre, las batientes olas de
la voz materna. Todo eso eres tú, sin ruptura, sin desgarro. Un espacio
infinito, fácilmente mensurable. Allí, nada de libros. No hay lugar para una
lectura, para el duelo asombroso de leer. Además, los hijos no soportan ver a
la madre leyendo. Le arrancan el libro de las manos, reclaman una presencia
completa, y no esa presencia incierta corrompida por la ensoñación. La lectura
entra en la infancia mucho más tarde. Primero hay que aprender, y es como un
sufrimiento, los primeros tiempos del exilio. Uno aprende su soledad letra tras
letra, el dedo en el corazón, subrayando cada vocal con sangre roja. Los padres
se alegran de verte leer, aprender, sufrir. Siempre temen secretamente, que su
hijo no sea como los demás, que no llegue a tragarse el alfabeto, a deglutirlo
en frases bien asentadas, bien derechas, bien mascadas. La lectura es un
misterio. Cómo se llega a ella, no se sabe. Los métodos son los que son, sin
importancia. Un día reconocemos la palabra en la página, la decimos en voz
alta, y es una parte de dios que se va, una primera fractura del paraíso.
Continuamos con la palabra siguiente, y el universo que formaba un todo ya no
es más que frases, tierras perdidas en el blanco de la página. Estamos en la
escuela y cumplimos con nuestro papel de niño. Existe, es cierto, una gran
dicha en esa pérdida, en ese primer hallazgo de lectura, en su capacidad de
descifrar una página, en contemplar las sombras. Es incluso más fuerte que la
dicha, habría que hablar para ser justos, de alegría. De alegría y de espanto.
La alegría siempre va con el espanto, los libros siempre va con el duelo.
Después, tras ese primer fin del mundo, empieza otra cosa. Para muchos el
aburrimiento. Con la lectura adquieres algo que para ti no tiene valor –sólo un premio: un lugar
en el banco de clase, un papel en los despachos o en las fábricas. Entonces
abandonas. Lees solamente lo que es necesario, por obligación. En eso ya no hay
alegría, tampoco placer: nada más que obediencia. La obediencia precisa para
llegar hasta el final de los estudios, a las puertas del desierto. Después no
lees nada, ni siquiera el periódico, formas parte de esa gente que no tiene un
solo libro en casa –esa
gente, un verdadero misterio para los escritores, esas casas bajo la arena,
esas vidas donde nada puede entrar, ni el diablo ni los libros. A veces un
diccionario, una enciclopedia vendida por un representante más listo que los
demás, pero que no leerás, es para los hijos, para el futuro, para los malos
tiempos, es como un mueble, un mueble un poco raro, ni de roble ni de pino, un
pequeño mueble de veinte volúmenes en papel, pagado a plazos y que no tocarás.
A veces también le ocurre algo a algunos, menos numerosos, muchos menos
numerosos. Esos son los lectores. Comienzan su carrera a la edad en la que los
demás abandonan la suya: con ocho o nueve años. Se lanzan a la lectura y en
cuanto acaban, descubren con alegría que no hay fin. Con alegría y terror. Se
aferran al principio, a la primera experiencia. Es insuficiente. Leerán hasta
la noche de sus vidas, aferrándose siempre a eso, al borde del primer hallazgo,
el de la soledad, soledad de lenguas, soledad de almas. Con entusiasmo dejan el
mundo para ir hacia esa soledad. Y cuanto más avanzan, más ahondan en ello. Y
cuanto más leen, menos saben. Esta gente es la que hace vivir a los escritores,
libreros, editores, impresores. Los buenos libros, los malos, los periódicos,
todo es bueno para el que le gusta leer, todo es alimento para el hambriento.
Por un lado, los que no leen nunca. Por otro, los que no hacen otra cosa más
que leer. Pero hay muchas fronteras entre la gente. Por ejemplo, la del dinero.
La frontera entre los lectores y los demás, está más cerrada todavía que la del
dinero. El que no tiene dinero carece de todo. El que está sin lectura carece
de la carencia. El muro entre ricos y pobres es visible. Puede desplazarse o
hundirse por zonas. El muro entre los lectores y los demás está mucho más
hundido en la tierra, ante la vista. Hay ricos que no tocan un libro. Hay
pobres que están devorados por la pasión de leer. Dónde están los pobres y
dónde están los ricos. Dónde están los muertos y dónde los vivos. Es imposible
de decir. Los que nunca leen forman un pueblo taciturno. Los objetos ocupan el
lugar de las palabras: coches con asientos de cuero cuando hay dinero,
figuritas sobre tapetes cuando no lo hay. En la lectura dejamos la vida, la
cambiamos por el espíritu de la ensoñación, la llama del viento. Una vida sin
lectura es una vida que nunca abandonamos, una vida amontonada, ahogada por
todo lo que contiene, como en esas historias del periódico, cuando se fuerzan
las puertas de una casa invadida de basura hasta el techo. Está la mano blanca
de los que tienen para ellos el dinero. Está la mano delicada de los que tienen
para ellos el sueño. Y están los que no tienen manos –privados de oro, privados de tinta. Por eso
escribimos. No puede ser más que por eso, y cuando es por otra cosa, no tiene
interés: para ir de los unos hacia los demás. Para acabar con la parcelación
del mundo, para acabar con el sistema de castas y por fin tocar a los
intocables. Para regalar un libro a los que nunca lo leerán.
Christian Bobin. Un
simple vestido de fiesta. Traducción de José Areán y Tono Areán. Árdora
Ediciones.
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