Son los tres últimos relatos donde Glanbeigh me gana y consiguen que recuerde ese pueblo irlandés
inventado por Colin Barrett, un pueblo que podría éste donde escribo, y habitado
por jóvenes en el límite, supervivientes precoces de una existencia vacía, su
rutina una sucesión de drogas, alcohol, trapicheos y una amistad fiel, extraña
y, por momentos, entrañable (y entrañable es lo último que se me ocurriría para
describir del tono general de estos relatos y de las vidas descritas, relatos
siempre al borde de lo cruel o lo violento o un final en el arroyo, el destino
que parece esperar a un puñado de jóvenes incapaces de salir de la influencia
de Glanbeigh, atrapados como moscas en telarañas, a la espera de ser
devorados).
Tranquilo entre
caballos es el mejor relato de la colección, el más extenso y mejor
definido. Dos amigos que trapichean con maría, Dympna y sus planes para
prosperar, Arm, un boxeador retirado, lacónico, con un hijo autista al que sólo
el equilibro en las barras de los parques y ver el trote de los caballos parece
calmarlo. Dympna piensa, Arm ejecuta. Barrett describe esa amistad cercana
entre los dos, sus sueños quebrados a la veintena, el destino violento del que
no pueden escapar, saber que no saldrán de ese pueblo, que no tienen nada que
esperar ahí fuera, los pequeños momentos de calma a lomos de un caballo y en
los flirteos con una chica extranjera, reflejo de los lejano e inalcanzable, y
descubrir que se perdió la oportunidad de una vida distinta.
En Diamantes, el
narrador regresa al pueblo para intentar enderezar su maltrecha y excesiva
vida, uno de los pocos que regresa, y que acabará marchándose de nuevo, sin
enderezar el rumbo. Encargado del jardín de un colegio y de dar clases de
gimnasia, antigua leyenda deportiva (donde leyenda significa un par de
victorias), es otro hombre joven que ya asiste a alcohólicos anónimos. Aquí,
Barrett consigue una voz sencilla y llena de matices, alguien que busca una
especie de redención aun sabiendo que abandonará la búsqueda en cualquier
momento, su antigua vida a punto de emerger en cualquier momento.
Dos viejos amigos se esconden en un bar para no asistir al
funeral de la cantante de su extinto grupo. El título del relato es expeditivo,
Les ruego que se olviden de mi existencia.
Barrett encierra a los amigos en un bar, junto a un camarero eslavo, les hace repasar
sus sueños fracasados y el presente anodino, los caminos que tomaron sus vidas,
siempre al borde del desperdicio, dos hombres de cuarenta años hastiados y que
ven pasar el cortejo de la amiga y amante muerta desde el bar. Hay un miedo de
los amigos a mirar de manera directa la persona en la que se han convertido,
ver el lugar al que han llegado y cómo el trayecto ha sido extraño y amargo.
Los primeros relatos de Glanbeigh
(también) están protagonizados por jóvenes, sexo, alcohol y amistad, muchachos
para los que salir del pueblo sería tan difícil como viajar hasta la luna, sin
objetivos claros y dejándose llevar por una rutina que les resulta misteriosa.
Hay un hombre que vuelca un coche en una insólita declaración de amor, hay un
chaval anodino que se contenta con acompañar a su primo a los billares y ser
complaciente con todo y todos, hay un gasolinero y un portero de discoteca que
se saben fuera de juego, hay muerte, mediocridad, insignificancia, una forma de
epifanía que sólo sirve para sentirse más perdido y dejarse llevar. Y todo en
un pueblo como el tuyo, como el mío.
Yo no estaba bien. Bebía, en exceso y con demasiada
frecuencia, y había decidido echar el freno. En la ciudad me había bebido el
trabajo, el dinero, un montón de amigos, una mujer, luego otra. Mi gato, un
macho principesco y pardo llamado Ruckles, sucumbió de un ataque al corazón
tras haberse comido una ampolla de cocaína humedecida que había desenterrado
del fondo de mi armario mientras yo pasaba otra noche de juerga. De un modo
vago y nostálgico, la muerte de Ruckles me hizo pensar en morir por mi propia
mano. Empecé a estudiarme las manos bajo las luces en estrella de los Batres —las muñecas frágiles y
la piel amarillenta, los cortes y verdugones y las quemaduras rosadas y
violáceas de origen desconocido—
y caí en la cuenta de que llevaba tiempo embarcado en ese proyecto. O me iba a
casa o me moría; irme a casa era un olvido al menos reversible.
Tenía treinta y tres años y en el pueblo no me quedaba
familia. Mis padres estaban en el cementerio, mi única hermana, mayor que yo,
llevaba años instalada en Estados Unidos, y los lugareños que habían sido mis
amigos eran ahora extraños. El director respondía al tipo autoritario
sentimental que siempre se ha mostrado susceptible a mis encantos. Con mis
proezas atléticas de adolescente en mente —yo había sido la estrella del equipo de fútbol que
llevó a los muchachos de Saint Carmichael a tres finales provinciales seguidas
y a ganar dos de ellas—
me consiguió una sinecura como encargado y profesor de gimnasia a tiempo
parcial. Bajo los auspicios de la institución había visto florecer a un
talento, y se negaba a pensar que yo estuviera por completo acabado. Reconocí
haber caído tan bajo por voluntad propia, pero él me aseguró que, con el
tiempo, conseguiría arreglar las cosas.
Colin Barrett.
Glanbeigh. Traducción de Celia Filipetto. Sajalín editores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario