Recuerdo un mapa de la extinta Yugoslavia bosquejado en la
mesa de un restaurante en Belgrado, el intento por explicar(me) fronteras,
religiones, éxodos y ultranacionalismos, el camino hacia la guerra, los
sentimientos de pertenencia y separación, las arengas políticas hacia el
abismo, recuerdo la carretera a Novi Sad, los campos tranquilos y llanos, los
agujeros de bala en los pilares de los viejos puentes, los artistas en la parte
vieja, recuerdo un árbol en la planta de un edificio bombardeado, ruinas romanas
y un viaje en tren, los letreros de las estaciones en cirílico, el humo de las
chimeneas y las granjas, sentirse más allá de cualquier frontera.
Goran Vojnović
construye una historia de iniciación y búsqueda en Yugoslavia, mi tierra, da un paso atrás para intentar mostrar las
consecuencias de la guerra de los Balcanes, las distintas miradas sobre ella y
la idea de memoria y destino que habita en algunos de los personajes de su
libro, algo que los enraíza con un pasado remoto y los conduce hacia el conflicto,
el ajuste de cuentas, la diferencia con el otro, las distintas nociones de
patria, Yugoslavia como un rompecabezas donde las piezas no quieren ajustar,
donde se presienten la cercanía de la lucha y un final trágico que dejarán
hondas heridas, la guerra que se inmiscuirá en la vida de los protagonistas
años después de su fin, que formará parte de ellos por siempre.
Vladan
pierde su infancia y a su padre con el inicio de la guerra. Entonces Yugoslavia, mi tierra, se convierte en
memoria, el recuerdo del final de una infancia, la despedida del padre, la
huida con la madre, atravesar las diferentes fronteras, ver las noticias en la
televisión y no acabar de entender qué sucede, el regreso al hogar materno, la
noticia de la muerte del padre en combate y el inicio de una extraña orfandad,
Vladan que se aleja de su madre para llevar una vida incompleta y taciturna.
Descubrir años después que su padre está vivo, y que lo buscan como un criminal
de guerra, lleva a Vladan a un viaje iniciático que abarca pasado, medias
verdades y el intento de volver a posicionarse en el mundo.
Vojnović
cruza espacios y tiempos en Yugoslavia,
mi tierra, Vladan que habla desde una distancia temporal que le permite ver
su pasado con mayor amplitud mientras viaja por Eslovenia, Bosnia y Serbia en
busca de las huellas del padre. La idea de Vojnović es construir una historia
abarcadora, tomar a un hombre cuya infancia se truncó en 1991 y cómo, dieciséis
años después, se enfrenta de nuevo a aquella guerra en su viaje, su búsqueda personal
pegada al destino de un país extinto. En su viaje, Vladan es testigo del
destino de familiares y desconocidos, cómo sobrevivieron a la guerra y se
adaptaron a los nuevos tiempos, su padre que cambió de nombre y se encerró en
un piso como una redención personal, una expiación de sus pecados. Una de las
partes interesantes de esta búsqueda es ver las diferentes lenguas a las que se
tiene que enfrentar Vladan, un país con tantos orígenes y hablas, y la creencia
en un destino que guía a las diferentes partes del país, que los enfrenta al
pasado y los empuja hacia una guerra que sirve como excusa para saldar viejas cuentas.
Yugoslavia, mi tierra se queda a medio camino.
Interesante como forma de acercarse al conflicto de los Balcanes, le falta la
profundidad que muestra Andrić en Un
puente sobre el Drina, por ejemplo, que da pinceladas certeras de las
influencias, orígenes y conflictos balcánicos. Hay una parte de libro de
viajes, de encuentro con el propio pasado, de tristeza por la forma de
desaparecer de un país, la tristeza que acompaña a un hombre que ve perdida su
infancia, tiene que enfrentarse con la realidad de un padre criminal de guerra
y su presente es un completo desastre, incapaz de la cercanía necesaria con los
que están a su lado. Es en las últimas páginas, con el diálogo entre padre e
hijo, fuera de aquella infancia donde jugar y nadar en verano y ser parte de
una comunidad, fuera de la leyenda de los recuerdos personales y sabiendo todo
lo que se ha perdido, donde merece la pena su lectura. Llegar hasta ahí es
interesante y aburrido a partes iguales por una escritura que, en muchos
momentos, se hace plana y monocorde.
—No te
pareces mucho a él. Pero sí que reconozco alguna cosa suya en ti. Quizás las
cejas y los ojos, nada más. Tienes sus ojos.
Cuando
era niño, yo siempre me sentía incómodo en presencia de Emir, pero su mirada
ahora era mucho más severa, su cuerpo mantenía un estado de tensión constante.
Daba a entender a la claras que en una conversación con él uno no debía esperar
que nadie se relajara.
—Ay, mi
Vladane... en aquella época todos éramos yugoslavos. Y todos habíamos sido
comunistas. ¡Y que les den por culo a todos esos hijos de puta nacionalistas!
¿Sabes?, esa guerra no fue una guerra como nosotros nos la habíamos
imaginado... pero finalmente no pudo ser de otro modo, dado que en la misma
fila avanzábamos, hombro contra hombro, llevando el mismo uniforme, los que
defendíamos a Yugoslavia y los que la derrumbaban. Cantábamos el mismo himno,
llevábamos el mismo escudo en la frente. Pero aquello que yo consideraba mío,
ellos no lo consideraban suyo. Y así fue... ahora lo puedo afirmar... en ningún
sitio hubo nacionalistas peores que dentro del Partido Comunista. El comunismo
se acabó para siempre porque lo propugnaron campesinos incultos que veían en él
una nueva iglesia con sus sacerdotes. Y al Estado lo perdimos porque a nadie le
importaba nada que no fuera su entorno más inmediato. Todos esos grandes
yugoslavos solo se dejaban matar en nombre de su propio pueblucho y nada más.
De manera que al final se unieron los partisanos y los chetniks y los ustashe y
los muyahidines, los creyentes y los no creyentes, y se sublevaron con el
objetivo de jodernos a todos. Los yugoslavos se extinguieron de hoy para
mañana, como si nunca hubiesen existido. Parece ser que Slobo les metió el
miedo en el cuerpo y se dispersaron por todo el planeta. Los que se quedaron,
se convirtieron en imbéciles. Y nosotros éramos los que intentábamos salvar el
Estado. ¿Y para quién lo debíamos salvar?, me cago en su puta madre, ¿para
todos esos eslovenos y croatas y serbios y palestinos? Durante treinta años me
había estado formando para defender a mi país del enemigo interior y exterior,
pero de pronto no había nadie por quien defenderlo. Que me expliquen para qué
coño iba yo a defender mi patria. ¡Que les jodan a todos! Y a todos nosotros,
que tuvimos fe en aquel Esta...
Emir
interrumpió su discurso a causa de un nuevo ataque de tos, un ataque tan
espantoso e infinito que pensé que no podría continuar hablando conmigo. Se
quedó en silencio durante un rato largo, probablemente intentando reconectar
los fragmentos de pensamientos y tratando de asegurarse de que sus pulmones le
dejaran continuar.
—Después
de todo eso, lo único que me da pena es mi pobre padre, que construyó ese
Estado con sus dos manos desnudas. Me alegro de que muriera antes de poder ver
a quién dejó en herencia todos aquellos puentes, escuelas y hospitales, y qué
clase de basura estuvo disfrutando de todo ello. Ellos habían vivido entre
nosotros todos esos años, nos sonreían vestidos con los uniformes de pioneros y
agitaban sus banderitas de colores, pero en realidad estaban esperando a que la
prosperidad se acabara para poder degollarse mutuamente. ¡Que se joda todo el
mundo, joder, mierda de gente...!
Se
apretó el pecho, pero no tosió. Me di cuenta de que el hombre había decidido
que me explicaría su relato desde el principio hasta el final. El tiempo había
dejado de ser relevante para él. Fuera podía oscurecer, podían encenderse los
albores del nuevo día, pero ahí dentro las horas pasaban todas iguales. Él,
enroscado en su manta de lana, seguía en cuclillas al lado de la estufita,
fumando. Me imaginé que durante los últimos cinco años, quizás incluso diez, su
vida había transcurrido de ese modo.
—Y todo
eso se desencadenó porque cada uno de ellos cultivaba su propio relato sobre
unos muertos nunca olvidados, aunque hubieran muerto hacía una eternidad.
Rememoraban a sus abuelos y abuelas, recordaban las fosas comunes a las que
habían sido arrojados los cadáveres, y los campos de concentración. Ese relato
les había estado consumiendo por dentro todos esos decenios, pero nunca se
cansaban de repetirlo, susurrándolo a los oídos de sus adeptos. Todos ellos
esperaban con paciencia que llegasen otros tiempos en los que esos relatos
pudieran volver a contarse de nuevo en voz alta y delante de todos, otros
tiempos en los que se podría matar de nuevo en su nombre. Todos ellos
cultivaban a escondidas, sin que se notara, su rabia y su frustración; y
también su culpa, porque ellos ya se habían preparado de antemano para pedir la
expiación por las matanzas de inocentes en todas aquellas aldeas que quemarían
hasta los cimientos, en todas las niñas que violarían. Sus relatos les
autorizaban a pensar así, a actuar así. Sus relatos contenían la justificación
de esa clase de acciones. Sus relatos apaciguaban los remordimientos de
conciencia y adormecían sus almas antes tan inquietas. Todos ellos habían
jurado fidelidad a sus muertos; por eso, nosotros, los vivos, no significábamos
nada para ellos, éramos prescindibles y no teníamos importancia. No fueron
ellos los que perpetraron las matanzas, no. Fueron las tumbas de sus padres y
de sus madres, de sus hermanos y de sus hermanas, las que autorizaron todo lo
que ellos hicieron. Violaban. Quemaban casas. Degollaban. En nombre de esas
tumbas, toda acción era una acción sagrada. Todo aquello tenía sentido.
Abrí la
boca porque me pareció que Emir esperaba una reacción a sus palabras, pero
descubrí a tiempo que él sabía que yo no tenía nada que añadir.
Goran Vojnović. Yugoslavia, mi
tierra. Traducción de Simona Škrabec. Libros del Asteroide.
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