Entonces, el deshielo, la llegada de la primavera, el final
de un mundo de nieve y su blancura cegadora, la luz en lugar de la oscuridad y
la vida que emerge con nuevos sueños, viajes, delirios y amores, con nuevas
preguntas y pruebas, con el sonido del viento, las montañas y el mar, un
lenguaje diferente que habla de muertos en las profundidades oceánicas y un
destino que cumplir. Regresa la primavera y con ella los recuerdos de un
invierno donde el muchacho perdió a su amigo Bárđur por culpa de un poema y acompañó al cartero Jens
en un paraje nevado y aterrador y empujó un ataúd contra el viento y sintió que
los muertos le hablaban y guiaban desde su extremo invisible, sus voces un eco
entre las tormentas de nieve, el muchacho entre dos mundos.
Dice un refrán que el corazón del hombre se divide en dos
partes, la primera “dicha”, la segunda “desesperación”, una máxima que repiten
las voces de los muertos que cuentan la historia del muchacho. Y es ahí, entre
la dicha y la desesperación donde se mueve la última parte de la trilogía del
muchacho de Jón Kalman Stefánsson. De vuelta en Lugar tras su viaje con el
cartero Jens, el muchacho ve alejarse poco a poco el invierno mientras sueña
con una mujer de pelo rojo y ojos verdes y se pregunta por el sentido del amor
y la vida, el muchacho que ha sobrevivido a una prueba terrible junto al
cartero, un mundo blanco que amenazaba con tragarse a los dos y llevárselos con
los muertos que cuentan su historia, la única historia que deben contar, la
historia de la luz y las tinieblas.
Es primavera y el muchacho se siente perdido entre amores
soñados y personajes que se cuestionan su cobardía ante la vida, intentan
conservar la independencia en un poblado que los acosa por su mundo utópico o
viven apartados de todo y de todos. Crecen la luz y el deshielo, pero la vida
sigue su rumbo inhóspito y hay quienes siguen cegado y no por la nieve y las
tormentas pasadas sino por el poder y el dinero e intentan hacer de Lugar un
pueblo rico, sin raíces ni emoción, la ambición en lucha contra la naturaleza y
contra el ser humano, contra la libertad y los deseos. Y el muchacho debe saber
navegar entre esa ambición y el microcosmos utópico donde vive (una mujer
libre, un capitán ciego, una mujer que abandonó a su marido por una carta del
muchacho).
La desesperación que gana en el corazón del hombre, que lo
lleva a querer poseerlo todo y a todos, la desesperación de un maestro e
intelectual que siente ha desperdiciado su vida y cómo se le escapa el amor, de
una mujer que cabalga hasta los acantilados para superar la muerte de su
amante, de un muchacho que se debate entre una mujer de ojos verdes y pelo rojo
que traspasa la línea de montes y una muchacha impetuosa que está por abandonar
Lugar, la desesperación del capitán ciego en su mundo oscuro y de las mujeres
que temen a los hombres por su violencia, la desesperación que otorgan la
poesía y los sueños. Y tras esa desesperación, el viento encrespado y el mar
quebradizo y una tormenta en el corto verano que hace naufragar buques y recuerda
su poderío a los habitantes de Lugar, la tormenta como cambio, la idea de salir
de Lugar en busca de una tierra que hacer propia, el muchacho y el mundo que
dejan atrás una vez más la costa y se internan en un porvenir extraño.
Stefánsson concluye la historia del muchacho y de Lugar en El corazón del hombre, bascula entre la
dicha y la desesperación de los personajes, donde se descubre el amor y se pasa
de la felicidad al dolor, de la luz a la oscuridad, de una vida frágil a una
muerte en el fondo del mar. Éste, como todos los libros
auténticos, habla de lo que significa ser un hombre, y lo que dice es que
resulta endiabladamente difícil, dice uno de los personajes de El corazón del hombre, y eso hace Stefánsson, escribir la
iniciación del muchacho en el mundo y enfrentarlo a la muerte, el amor, los
sueños y los deseos, la nieve, las tinieblas, las montañas que se despeñan en
el mar y las tormentas. Como los dos libros anteriores, el lenguaje poético de
Stefánsson es lo mejor y lo peor del libro, capaz de páginas admirables donde
hay una pregunta sobre la línea que separa a vivos y muertos, sobre la
capacidad de fabulación, sobre el dolor y la felicidad, y momentos aburridos,
cargantes o floridos. Los paisajes de Islandia, el recuerdo de las antiguas
sagas, el atisbo de mundos lejanos, la luz y la oscuridad y un muchacho que
carga a su espalda todos los sueños y todas las historias.
Es de día, un día lento, límpido, y Jens no está en la
habitación. El muchacho permanece un buen rato sentado junto a la ventana,
mirando hacia fuera. Observa a un grupo de niños que gritan y ríen mientras
juegan entre las casas, han dibujado un gran círculo en la nieve y los tres más
altos se esfuerzan en arrastrar a los más pequeños a su interior. Se queda
observando, medita sobre lo que ha desaparecido, se frota el pecho; ahí, bajo
la piel, está el corazón, que envejece más deprisa que todos los demás órganos,
a excepción quizá de los ojos. El número de niños metidos dentro del círculo va
en aumento, saltan, previenen o animan a gritos a los compañeros que todavía
permanecen en el exterior y que son perseguidos por los tres gigantes. Hace
mucho tiempo, todos éramos niños, los veranos eran más cálidos, más largos, y
el mundo se extendía ante nosotros, vasto, incomprensible y lleno de promesas.
Érase una vez, hace mucho tiempo. ¿Hay alguna fórmula que sea más triste que
ésta: «hace mucho tiempo»?
Érase una vez, pero ya no es. Hace mucho tiempo, yo era un niño. Hace mucho
tiempo, los días eran palacios de cuentos de hadas. Luego se hundieron en un
bosque oscuro y se perdieron, nosotros hemos dejado que todo eso sucediera.
Dejamos que la vida se agriase, que se volviera grave. ¿Hacia dónde vas, vida,
dónde estás, querida amiga?
***
Todas
las tempestades se olvidan, casi todas, sea cual sea la violencia que desatan.
Todopoderosas ante la vida, aterradoras, golpean cuanto existe, desgarran el
mar, sacuden el cielo, son el reino de la violencia y de la fuerza, y uno se
arrastra hasta su casa para refugiarse en ella, mientras los ratones de campo
se entierran en agujeros bajo la hierba. Luego terminan, se las olvida, las
briznas de hierba se enderezan, la brisa pierde el recuerdo de la tormenta,
ninguna tempestad ha conseguido alterar la vida diaria hasta el punto de no
poder recuperarnos de ella. Lo cotidiano es la hierba de la vida, dijo alguien,
sin ello nada sucede. Y es verdad, lo cotidiano es como una hierba que se puede
quemar hasta la raíz, pero que rebrota despacio, se abre camino a través de la
noche, y luego, de pronto, florece. Pero está claro que esta tempestad nos puso
a todos en peligro mientras duró, nos entristeció y asustó, porque estamos en
junio, el reino de la luz, que el viento ha hecho pedazos y la lluvia ha
desmenuzado.
Jón Kalman Stefánsson. El
corazón del hombre. Traducción de José Manuel Fajardo. Editorial Salamandra.
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