Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 28 de noviembre de 2015

El bosque del odio. Romain Gary

En Europa tenemos las catedrales más viejas, las universidades más viejas y más célebres, las librerías más grandes, y es aquí donde se recibe la mejor educación. Dicen que la gente viene de todos los rincones del mundo para instruirse. Pero al final, lo único que esa famosa educación europea te enseña es a encontrar el valor y las razones adecuadas, válidas, limpias, para matar a un hombre que no te ha hecho nada, y que está sentado ahí, en el hielo, con sus patines, la cabeza gacha, esperando. 

Un muchacho inocente y puro, un bosque donde esconderse de extrañas bestias con forma humana, los edificios semiderruidos por la guerra y los palacios convertidos en cárceles, las mujeres violadas y las mujeres que intentan no sentir nada, seguir adelante y sobrevivir a la barbarie, la música como recuerdo de una belleza pasada, de un mundo armónico, la muerte en las calles y entre los árboles, un forajido de leyenda, los partisanos y soldados alemanes que una vez fueron zapateros, granjeros o inventores de juguetes musicales y que ahora deben concentrarse para recordar la vida antes de la guerra, el bosque nevado y helado que todo lo unifica, y en el invierno, en la guerra, un estudiante que escribe pequeños cuentos sobre muertos y un mundo y hermanado mejor tras la destrucción. 

El bosque del odio contiene elementos de los viejos cuentos infantiles, los bosques, las bestias, la muerte acechante, la búsqueda de una salida y una verdad última. Salvo que en la novela de Garay las bestias se confunden, el bosque es, a la vez, encierro y salvación, las lágrimas no reviven a los muertos y la belleza se convierte en amargura. Janek apenas tiene catorce años, lee libros del salvaje oeste, se cree un piel roja, tiene un pequeño refugio en el bosque y ve partir a su padre. Fuera del refugio, el bosque que acoge a diferentes facciones de partisanos y, más allá, los pueblos que ha dejado atrás y en donde hay violaciones, ahorcamientos y lucha. Janek busca la compañía de los partisanos, se convierte en mensajero, aprende a luchar, a matar, encuentra el amor en una muchacha que usa su cuerpo para sacar información a los alemanes, se emociona con la música, ve el mundo dentro y fuera del bosque de otra manera, madura, y con la madurez, el dolor.

Miró el mundo helado a su alrededor, completamente inmóvil y que parecía condenado a permanecer inmutable, sin germinar, sin florecer, sin revivir, sin renacer hasta la noche de los tiempos; donde todo estaba condenado a permanecer como en el día del primer crimen, condenado a matar y a morir; donde el horizonte era un pasado que siempre volvía a comenzar; donde el futuro no era más que un arma nueva; donde el amor era polvo en los ojos; donde el odio oprimía los corazones como el hielo apresaba aquella barca con los remos separados como brazos impotentes; y la manita de Zosia en la suya no era más que un pedacito minúsculo y helado del frío universal. Ella le abrazó, se apretó contra él y se echó a llorar, también ella, no porque la afligiese alguna tristeza irremediable sobre el mundo, sino porque él parecía tan triste y tan perdido, y no sabía cómo ayudarle…

Gary huye del maniqueísmo, de buenos muy buenos y malos perversos, hay un bosque, y dentro del bosque, fieras (y cualquiera, con la mejor educación, se puede convertir en una). La muerte iguala a todos, los ojos de terror ante el último segundo, el recuerdo de una vida anterior en una fotografía, la música y la literatura como únicas formas de cordura dentro de la guerra. Janek llora al escuchar a un muchacho judío tocar el violín o a una mujer interpretar a Chopin al piano, y se emociona con los cuentos del estudiante y partisano Dobranski, unos cuentos que hablan de muertos y una esperanza tras la guerra (el mejor momento de la novela es uno de estos cuentos, una patrulla alemana perdida en la nieve rusa y cómo mueren una a uno entre visiones extrañas, ocho hombres que pierden la vida en un último aliento doloroso). 

El bosque del odio está poblado de refugios (el bosque en sí, los escondrijos bajo tierra, la música o la escritura, el amor, un lugar dentro de cada personaje en el que preservar la identidad y las ideas anteriores a la guerra, un lugar dentro que, a veces, es masacrado). Los personajes deambulan en un mundo de dolor y muerte, se acostumbran a una vida donde la tensión, la espera y la confrontación es continua, seres agazapados entre los árboles o que viven en pueblos ocupados y cuya capacidad de sorpresa ante lo que ven no disminuye. Gary construye las historias de El bosque del odio en capítulos cortos y sencillos, una mirada amplia que cruza al joven Janek y su paso a la madurez con el idealismo de Dobranski, los sacrificios de Zosia o la amistad con un soldado alemán que fabrica juguetes musicales. 

Romain Gary tiene un par de novelas excepcionales, Las raíces del cielo y La vida ante sí. El bosque del odio se queda a medio camino, una buena novela de iniciación y una reflexión sobre el ser humano y Europa que a veces cae en la sensiblería y bajones en su interés.







Por más que digan que la libertad, la dignidad, el honor de ser un hombre, todo eso, en fin, sólo es un camelo, un cuento de hadas por el que nos matamos unos a otros, la verdad es que hay momentos en la historia, momentos como los que estamos viviendo, en los que todo lo que impide al hombre desesperar, todo lo que le permite creer y seguir viviendo, necesita un escondite, un refugio. Ese refugio a veces sólo es una canción, un poema, una música un libro. Yo quisiera que mi libro fuera uno de esos refugios, y que al abrirlo, después de la guerra, cuando todo haya acabado, los hombres encuentren su bien intacto, que sepan que aunque nos obligaron a vivir como animales, no pudieron obligarnos a desesperar. La desesperación no es más que una falta de talento. 

***

Tomó el violín. De pie en medio del sótano maloliente, vestido con sucios harapos, el niño judío cuyos padres habían sido asesinados en un gueto restituyó el mundo y a los hombres, restituyó a Dios. Tocaba.
Su rostro ya no era feo, su cuerpo torpe ya no era ridículo, y en su pequeña mano el arco se había convertido en una varita mágica. Con la cabeza echada hacia atrás como hacen los triunfadores, los labios entreabiertos en una sonrisa victoriosa, tocaba. El mundo había salido del caos. Había tomado una forma armoniosa y pura. Primero murió el odio, y a los primeros acordes el hambre, el desprecio y la fealdad huyeron, como larvas oscuras que a la luz se ciegan y mueren. En todos los corazones vivía el calor del amor. Todas las manos estaban tendidas, todos los pechos eran fraternales. De vez en cuando el niño se detenía y dirigía a Janek una mirada triunfal. 

***

Ahora Janek tenía quince años. Cuando caminaba con los verdes por el bosque nevado, con una metralleta en la mano, o cuando cargaba sobre sus hombros, hacia algún puesto avanzado, cartuchos de dinamita escondidos entre un montón de leña, cuando miraba pensativamente la cápsula de cianuro que llevaba siempre escondida, como todos los partisanos, sentía que no le quedaba mucho que aprender y que pese a su tierna edad era un hombre instruido. Esperaba con ansia la ocasión de demostrar que había aprendido la lección y que era como cualquiera de aquello con los que compartía vida y peligros, pero que a veces seguían tratándole con cierta superioridad, como si aún fuera un niño. Y el pulso de la libertad, ese latido subterráneo y secreto que se extendía, cada vez más intenso, cada vez más perceptible, por todos los rincones de Europa, y cuyos ecos llegaban hasta aquel bosque perdido, le hacía soñar con hazañas heroicas, proezas viriles que harían que el partisano Nadejda se sintiera orgulloso de su más joven recluta. 
Romain Gary. El bosque del odio. Traducción de Ignacio Vidal-Folch. Galaxia Gutenberg.

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