Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa.
Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar. Vivimos en un pueblecito que no tiene ni estación, ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono.
Mi padre es el único maestro del pueblo. Enseña en todos los cursos, desde el primero hasta el sexto. En la misma aula. La escuela está separada de nuestra casa sólo por el patio, y las ventanas del colegio dan al huerto de mi madre. Cuando me encaramo a la ventana más alta del comedor veo a toda la clase con mi padre delante, de pie, escribiendo en la pizarra negra.
El aula de mi padre huele a tiza, a tinta, a papel, a calma, a silencio, a nieve incluso en verano.
La gran cocina de mi madre huele a animal muerto, a carne cocida, a leche, a mermelada, a pan, a ropa húmeda, a pipí del bebé, a agitación, a ruido, al calor del verano... incluso en invierno.
Cuando el mal tiempo no nos permite jugar fuera, cuando el bebé grita más fuerte de lo habitual, cuando mi hermano y yo hacemos demasiado ruido y demasiados destrozos en la cocina, nuestra madre nos envía a nuestro padre para que nos imponga un «castigo».
Salimos de casa. Mi hermano se detiene delante del cobertizo en el que guardamos la leña:
-Yo prefiero quedarme aquí. Voy a cortar un poco de leña pequeña.
-Sí. Mamá se pondrá contenta.
Atravieso el patio, entro en la gran sala y me detengo cerca de la puerta. Bajo los ojos. Mi padre me dice:
-Acércate.
Me acerco y le digo a la oreja:
-Castigada... mamá...
-¿Nada más?
Me pregunta «nada más» porque a veces tengo que entregarle sin decirle nada una nota de mi madre, o debo pronunciar las palabras «médico» o «urgencia», o bien únicamente un número 38 o 40. Todo esto por culpa del bebé, que se pasa el día enfermo.
Le digo a mi padre:
-No. Nada más.
Me da un libro con imágenes:
-Ve y siéntate.
Voy al fondo de la clase, donde siempre hay lugares vacíos detrás de los mayores.
Fue así como, muy joven, por casualidad y sin apenas darme cuenta, contraje la incurable enfermedad de la lectura.
Cuando vamos de visita a casa de los parientes de mi madre, que viven en una ciudad cercana, en una casa que tiene luz y agua, mi abuelo me toma de la mano y, juntos, recorremos el vecindario.
El abuelo saca un diario del bolsillo de su levita y dice a los vecinos:
-¡Mirad! ¡Escuchad!
Y a mí me dice:
-¡Lee!
Y yo leo. Normalmente, sin errores, y tan rápido como me lo pida.
Dejando de lado este orgullo de abuelo, mi enfermedad de la lectura me traerá sobre todo reproches y desprecio:
«No hace nada. Se pasa el día leyendo.»
«No sabe hacer nada más.»
«Es la tarea más pasiva de todas.»
«Perezosa.»
Y, sobre todo, "Lee en vez de...».
¿En vez de qué?
«Hay miles de cosas más útiles, ¿no?»
Incluso ahora, por la mañana, cuando la casa se vacía y todos mis vecinos se van a trabajar, tengo un poco de cargo de conciencia por instalarme en la mesa de la cocina a leer los diarios durante horas en vez de... fregar los platos del día anterior, ir de compras, lavar y planchar la ropa, hacer mermeladas o pasteles...
Y, ¡sobre todo!, en vez de escribir.
Agota Kristof. La analfabeta. Traducción de Juli Peradejordi. Ediciones Obelisco.
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