Cómo hablar de El valle de los
avasallados, qué decir de su protagonista, Bérénice Einberg, una muchacha
intensa, imaginativa, lunática y excesiva que se replantea el mundo en el que
vive e intenta comprender la vida y las emociones, cómo explicar el lenguaje
que usa Bérénice para darle la vuelta a la realidad que le rodea, que prefiere
la indefinición a las imágenes completas porque ahí, en las grietas, en la
ilusión de la realidad, se esconde una verdad única, una niña prodigio que
busca el odio y la ternura, que se cuestiona cada palabra y cada hecho que le
enseñan, que ama a su hermano y quiere usarlo como una marioneta y cree que
ella hace y deshace el mundo y que la vida ocurre mientras sus ojos están
abiertos y todo se hunde en las tinieblas cuando los cierra, cómo expresar la
sorpresa ante una muchacha que vive primero en una abadía en medio de una isla,
una muchacha asilvestrada que camina sobre el filo de un abismo y busca el
límite de cada emoción, el amor, la tristeza, el odio, luego crece en Nueva
York y se salta las normas de una rígida casa judía y ama hasta el extremo a su
amiga Constance y echa de menos al hermano al que han alejado de ella y su
influencia y al que escribe cartas de amor encendidas e infantiles y se inventa
un idioma propio con el que definir mejor la realidad, Bérénice que acaba en
Israel tomando parte en la guerra contra los árabes y empuña armas y sus
palabras.
Réjean Ducharme crea un
personaje inolvidable y una historia inclasificable en El valle de los
avasallados. Es el libro que Léolo, el personaje de la película de Jean-Claude Lauzon, lee por
la noche. Y ambos, Léolo y Bérénice, niños prodigio que reinventan la realidad
y la llenan de imágenes oníricas y llevadas al límite. Bérénice devora y se
siente devorada, vive en una antigua abadía, explora la isla y sueña con
evadirse junto a su hermano. Y, en esos días de su primera infancia, se
pregunta por sus padres, él judío, ella católica, sus peleas y el reparto de
sus hijos, cada uno que se encarga de la educación de uno de ellos, ama con
desmedida a su hermano y a su amiga Constance, siente que el mundo es una
representación que nace de su interior y que hay tantos mundos como miradas.
Bérénice es triste, alocada, histérica, aventurera, decidida, inteligente,
habla de odiar, de la nada, de destruirlo todo y elevarse sobre la tierra,
busca un ápice de ternura y siente la vida como una experiencia intensa y pura.
«Yaveh ha dotado a esta niña de una gran energía. Le reserva sin duda un gran destino. Me pregunto qué es lo que le inquieta tanto, qué busca con tanto ahínco.» Paso veinticuatro horas de cada veinticuatro en la brecha. Cualquier cosa que vea es ahondada en profundidad. Cualquier idea que me venga es perseguida de extremo a extremo, hasta sus consecuencias. Todo lo que se me aparece en sueños es cuidadosamente descrito, registrado, comparado. Por muy desbordante de actividad que haya sido el día que acaba de pasar, nunca deja, justo al instante en que por fin el sueño empieza a vencerme, de resultarme dudoso, carente de valor, de hacerme temblar de miedo. Siempre preveo con angustia el regreso de la noche, el momento del gran reencuentro conmigo misma, el momento de añadir otro cero a la suma total del pasado, el momento de aproximarme justo a un paso de la frontera más allá de la cual ya no existe nada, ni siquiera el futuro. No hay que perder la esperanza, querida Bérénice, mi conejita, mi pichoncito, mi mónita, mi ratoncita. Quedan tantas cosas por considerar antes de que llegue la hora en que deba decidirme. El helicón y el acordeón aún me han de revelar todos sus secretos. Jamás he fumado. Jamás me he emborrachado. Jamás me he masturbado. Tal vez los textos sánscritos escondan un mensaje de naturaleza cósmica que los millares de especialistas en el tema que los han leído no han entendido. No sé pilotar un avión. Jamás he montado en motocicleta. Jamás he visto las Barren Lands. Jamás he cumplido diecinueve años. Ya veremos después. De golpe y porrazo, tengo la impresión de que no era tan tonta cuando tenía a Constance Exsangüe. ¡Arrea! ¡Arre-a! ¡A-rre-a!
Bérénice inventa su propio
lenguaje, no atiende a las normas (de los adultos, de la vida misma), subvierte
el orden establecido y parece que, a su alrededor, orbita otro mundo. Ducharme hace
de Bérénice un personaje extravagante y alucinado, una muchacha febril que
juega con las palabras, que las retuerce y convierte en laberintos y poesía,
que tiene un afán destructor y se cuestiona sobre aquello que ve y siente. El
valle de los avasallados es un largo monólogo de Bérénice dejando patas arriba
las creencias y el lenguaje, mezcla pequeñas fábulas y recuerdos con sueños,
invenciones y mentiras, asume la tristeza y la muerte, prefiere escaparse (de
su educación, de la isla donde vive con sus padres, de la vida en sí misma), correr
por las calles nocturnas, ansía tener a su hermano (tenerlo en toda su
intensidad, como si fuese una marioneta, poseerlo y hechizarlo) y, en un
momento, asegura: soy de los que arden en
deseos por propagarse por toda la extensión del firmamento. Bérénice vive
en una isla, en un apartamento cuyas habitaciones parecen nichos, en un
campamento en Israel, lugares que aíslan, que constriñen a la muchacha y hacen
que su imaginación se amplifique. Bérénice es la fiebre.
Es difícil definir El valle de
los avasallados, la escritura de Ducharme es pasional y se desborda una y otra
vez, no hay límites en cuanto al lenguaje o la historia, a veces avanza a
trompicones, a veces es confusa, pero hay algo que te impulsa a entrar en
Bérénice y su particular forma de entender el mundo, Ducharme nos contagia la
fiebre de Bérénice, estamos a su lado, atónitos, preguntándonos por su
intensidad y su locura, su rebeldía y sus ideas, una historia, un lenguaje y un
personaje que permanecen.
Hay tantos fragmentos por
compartir…
El hermano que yo tenía ayer
era defensor de las ratas. El hermano que tengo hoy es lanzador de jabalina. Me
pregunto qué pintan aquí todos estos hermanos. Estoy sola y dejo que se
derrumben encima de mi alma las atalayas que he levantado para fortificarla.
¡Cómo puedo afirmar honestamente que Christian me gusta! Para que me siga
gustando me tiene que gustar otro distinto. Debo cambiar de Christian al paso
que Christian cambie, y Christian nunca es el mismo. A veces es bueno. A veces
cobarde. A veces está enamorado de Mingrélie. A ve ces coloca una rata bajo su
jersey para hacerla entrar en calor. Otras veces es lanzador de jabalina. Todo
esto es estúpido. Me gusta creer que Christian me gusta, pero no es que me
guste él. Me gusta la idea que me hago de él, eso que llevo adentro y que llamo
Christian, el Christian que yo concibo y encarno tal como me conviene
concebirlo y encarnar. Sé que Christian sería otro si lo mirara con el prisma
de una conciencia diferente. Me doy cuenta de que basta con que cambien mis
disposiciones respecto al Christian que llevo, para que el Christian al que
solo conozco de vista se modifique, se adapte. Luego, Christian no existe. Por
tanto, yo lo he creado. ¡Pues sigamos creándolo, con alegría! ¡Recuerdo haber
nombrado a Christian caballero y haber partido tras él, como tras Gautier
Sans-Avoir, en cruzada contra los Niams-Niams, de haberlo visto caer
gloriosamente bajo los muros de Nicea, de haberlo amortajado con mis
vestimentas, de haberlo enterrado en un desierto de nieve, de haberme muerto de
frío estrechando su tumba! También recuerdo haber deseado a menudo, a fin de
poderlo amar con más fuerza, que Christian fuese feo, cobarde, sin gracia
alguna, tal que una piedra. Christian vive solo en el país llamado Christian y
me ve de distinta forma a como yo me veo. Me ahogo en el centro de mis huesos,
me escondo ahí dentro y me desprecio por ello. Veo a Christian a través de todo
lo repugnante y nauseabundo que en mí sucede. Imagino a Christian como quien
imagina estrellas en el fondo de una alcantarilla. Lo que en mí sucede de
asqueroso es lo que sucede en cualquier ataúd con la sangre aún caliente. ¡Abre
un ataúd después de diez años, mi edad! ¡Caca de la vaca! No existe ningún
Christian. Del mismo modo que, para satisfacción de nuestras respectivas
necesidades, Christian encuentra una mamá en la misma persona donde yo
encuentro a Gato Muerto, existe una multitud de Christian, tantos Christian
como seres que se lo inventen. Y eso me deja sola. Si no existe ni Gato Muerto
ni Christian, no existe nadie salvo yo bajo el sol. Si no hay nadie salvo yo
bajo este sol, el sol es mío, soy yo el creador y el poseedor del sol.
***
La luz ha tomado forma, está
fuera del océano de aire que le daba el aspecto inmaterial de la sombra. El sol
tiene rayos de hierro. La luna tiene rayos de madera, como una rueda de
carreta. Estoy tranquila. Nunca más gritaré. Lo he entendido todo. Lo sé. Cuando
sabes donde estás y quien eres, puedes, como el gato, abalanzarte sobre la
canica que rueda por el suelo e imaginar que eres un dragón. Cuando te has
comprendido, puedes correr por la inmensa esfera armilar e imaginarte que, al
igual que la ardilla en su jaula, uno juega, se divierte. El único medio de
pertenecerse es comprender. Las únicas manos capaces de agarrar la vida están
en el interior de tu cabeza, en el cerebro.
No soy responsable de mí ni puedo llegar a
serlo. Como todo lo que ha sido fabricado, como la silla y el radiador, no
tengo que responder de nada. La bala que hiere al animal en el corazón no es
delictiva. Fue lanzada y no podía escapar a su dirección. Un impulso me ha sido
otorgado y no puedo escapar de él. Más avispada que una granizada de
perdigones, puedo contrariar el impulso, aspirar a otros blancos, pero mi
sangre y mis carnes están encaminados en una dirección y yo ya no puedo
cambiarla al igual que una botella no puede cambiar de contenido. En otras
palabras, he sido configurada como Bérénice tal como el radiador ha sido
configurado como radiador. Puedo resistirme a Bérénice e intentar ser otra,
pero, al igual que un radiador no puede convertirse en boa, yo no podría
convertirme en Constance Chlore. Cuando has sido configurado como indiferente,
mezquino y áspero, no puedes ser sensible, caritativo y dulce. ¡Cómo pueden
haceros daño las cosas si no contáis para ellas! Puedes oponerte a tu
mezquindad pero sigues siendo mezquino. Puede tender a lo suave pero la piedra
permanece dura. A quien le gusta el vino no puede no gustarle el vino. Al que
no le gusta el vino no puede gustarle el vino. Uno está configurado. Y punto.
Se es radiador. No se puede cambiar nada. Los seres humanos son los únicos
radiadores que pueden dar cornadas al aire contra su configuración. Ser un ser
humano es ser un radiador que puede no estar contento con su imagen y desear
otra distinta. Pero la sardina que coletea en el mar no cambia mucho que
digamos en el agua del mar. Ser alguien es tener un destino. Tener un destino
es como tener solo una ciudad. Cuando solo se tiene Budapest, solo queda una
alternativa: ir a Budapest o quedarse. No puedes ir a Belgrado. Yo no soy
culpable de nada de lo que ha^a; yo no me siento realizada, no he tenido tiempo
de realizarme.
No se nace al nacer. Se nace unos años más
tarde, cuando se toma conciencia de ser. Yo nací más o menos a la edad de cinco
años, si mal no recuerdo. Y nacer a esa edad, es nacer demasiado tarde, porque
a esa edad ya se tiene un pasado, el alma tiene forma. Nada más nacer una
mariposa prueba sus alas. Su primer movimiento es aquel que la lanza borracha
perdida hacia el azur. Las mariposas son hermosas. Al nacer, creí poder elegir
y elegí ser una mariposa con las alas compuestas de vidrieras amarillo anaranjadas.
Luego, convencida de mi acierto, sin pensarlo más, me lancé desde lo alto del
torreón en el que me encontraba. ¡Por desgracia!, no era una mariposa. Era un
búfalo. En realidad, era un rinoceronte. A mediados del decenio, era algo
diferente a una mariposa. Lo que tenía que suceder sucedió: me estrellé contra
un patio, el patio se rajó en dos y yo me recuperé en el hospital. Cuando se es
rinoceronte, es inútil intentar volar. ¿Qué había hecho pues, para ir vestida
con un adefesio de caparazón de rinoceronte? ¿Qué había hecho pues tan mal? ¡La
de preguntas que me habré hecho! ¡La de hipótesis que se han pasado por mi
cabeza! ¡La de ideas que habré tenido! Ahora, se acabó. Ahora, comprendo.
Cuando nací, tenía cinco años,
era alguien: estaba comprometida con lo más hondo del río que es un destino,
con lo más hondo de la corriente que son mis anhelos, mis rencores, mis
semejantes y mis desdichas. Grité de horror, sin resultado. Nadé a
contracorriente como una loca, sin resultado. Estaba loca. Me he cansado; eso
es todo.
Esto es lo que soy: una nube
de flechas que piensan, que saben adonde vuelan y hacia qué blancos vuelan.
Luego pienso. ¡Yo pienso! ¡Pienso! ¿Qué es lo que pienso? ¡Bonita pregunta!
Pienso que es hora de que piense en divertirme, enjugar. Solo tengo una cara y
yo no he configurado esa cara, pero puedo elegir entre treinta gestos. ¿Qué
gesto elegiré? ¡Bonita pregunta! Elijo la risa. ¡La risa! La risa es síntoma de
luz. El niño se echa a reír cuando, repentinamente, la luz se propaga entre las
tinieblas que le daban miedo. Me gusta arrancar uñas con tenazas, cortar orejas
con una navaja de afeitar, matar seres humanos y colgar sus cadáveres en las
golas de mis muros para hacer con ellos una guirnalda. Me agrada quemar campos,
bombardear ciudades. Me safisface sacudir la capa oceánica, empujar unos contra
otros los continentes, atravesar el universo de estrella en estrella como quien
atraviesa de roca en roca un torrente. Haré todo eso por reírme. ¡Reír! ¡Reírme
hasta la muerte!
Réjean Ducharme. El valle de
los avasallados. Traducción de Miguel Rei. Ediciones Doctor Domaverso.
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