Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 19 de diciembre de 2015

La hierba amarga. Marga Minco

Una pequeña ciudad holandesa evacuada, el regreso tras un par de días fuera, la llegada de las tropas alemanas, el cambio en la vida de la ciudad y los judíos que asisten a un nuevo tiempo y sienten que no durará mucho, que es cosa de paciencia y resistencia, que las historias que llegan de otras tierras no pueden ser exactas o tan terribles, que habrá un final pronto y recuperarán su vida. Y esta es la paradoja de La hierba amarga, la inocencia de los judíos que esperan sobrevivir a una persecución cruel e irracional, que no ven ni consiguen creer los campos de exterminio, que intentan seguir con sus vidas y con el nuevo orden social y se pliegan a él pensando en el final de la guerra y la vuelta a la normalidad.

A través de capítulos cortos, Marga Minco recuerda los días de la guerra y la ocupación de Holanda, la persecución a los judíos y la inesperada inocencia que sintieron al principio, cómo sólo algunos tomaron medidas y huyeron mientras que los que se quedaron pasaban pruebas médicas, se cosían estrellas amarillas en sus abrigos o eran trasladados a Ámsterdam. Minco escribe de manera austera y sencilla, no necesita enfatizar la locura del nazismo ni de la solución final, se queda en los detalles, las casas cerradas y selladas, las familias judías que encargaban retratos para tener algo propio a su vuelta de los campos, las cartas que anunciaban controles médicos o traslados, los vecinos que se acercan para pedir prestados a Minco raquetas de tenis, bolsos o cerámicas ya que no iban a poder usarlas, los camiones que se detienen para recoger prisioneros y la joven Minco que se salva en un principio de ellos y ve, al marcharse, a dos mujeres sentadas y a la espera, el gesto bajo y abatido. La inocencia inicial se muda en realidad. Y la realidad son los caminos en los guetos y las estrellas amarillas que señalan y culpan.

Hay capítulos excepcionales, el pragmatismo del padre que obedece cada orden y llega a la casa con un puñado de estrellas amarillas, y en vez de ver el horror o la amenaza, la familia sólo ve una orden que acatar, las muchachas que se cuentan trucos para coser las estrellas en los abrigos y dejarlas perfectas y a la vista, el recuerdo de una vida anterior a la guerra y los hijos que olvidaban sus raíces judías en el trato con otros muchachos, la huida de Minco, su soledad y su culpa por abandonar a su familia, su pelo teñido de rubio y los hilos amarillos donde fue arrancada su estrella.

Marga Minco habla de la ingenuidad primera, del horror de la realidad, de los recuerdos anteriores a la guerra donde los hijos se separaban poco a poco de los ritos de los padres, de la culpa y la supervivencia, de la hierba amarga, tradición judía que rememora el éxodo por Egipto y que es una puerta abierta y una invitación al extranjero, y lo hace con una sencillez que sorprende. La hierba amarga, o la inocencia truncada.






La calle estaba bastante transitada. Pasaban muchos coches y motocicletas extranjeros. Un soldado preguntó a una persona que nos precedía por el camino para llegar a la plaza del mercado. Obtuvo una explicación rica en gestos y ademanes. El soldado dio un taconazo, saludó militarmente y enfiló hacia donde le habían señalado. Ahora no cesaban de pasar ante nosotros soldados de las tropas de ocupación. Seguíamos nuestro camino como si nada.
-¿No ves? –me advirtió mi padre cuando ya casi estábamos en casa-, no nos han hecho nada. –Y mientras dejábamos atrás la valla del vecino, volvió a murmurar-: No nos han hecho nada.

***

A la mañana siguiente, volví a pasar por la Lepelstraat. Se encontraba cubierta de papeles. En un oscuro portal, un gato gris descansaba sobre la escalera. Cuando me detuve, el animal salió disparado hacia arriba y se quedó mirándome con el lomo erizado. En uno de los peldaños había un guante de niño. Un par de casas más adelante, se veía una puerta con la superficie astillada que colgaba desencajada, al igual que el buzón, que pendía torcido de un solo clavo y de donde salían algunos papeles. No pude distinguir bien si eran impresos o cartas. Desde diferentes ventanas ondeaban las cortinas hacia el exterior. En algún lugar yacía caído un tiesto sobre el borde de un alféizar. Tras otra ventana vi una mesa que estaba dispuesta para empezar a comer. Un trozo de pan sobre un plato. Un cuchillo hundido en la mantequilla. La carnicería donde el día anterior tendría que haber comprado la carne estaba vacía. Habían clavado una tabla delante de la puerta para que nadie pudiera entrar. Debió de hacerlo alguien poco antes. Desde fuera, la carnicería tenía un aspecto ordenado, como si el carnicero hubiera hecho limpieza general en la tienda apenas un momento antes. La trampilla del puesto de los encurtidos estaba bajada. Aún flotaba el olor avinagrado de las pequeñas tinajas con pepinillos. Por la parte inferior de la trampilla salía un rastro húmedo que atravesaba la acerca y se dirigía a la alcantarilla. Debía de provenir de los cacharros derramados. De repente, el viento empezó a soplar. Los papeles revolotearon por el asfalto y chocaron contra las casas. A mi lado se cerró una puerta de golpe. No salió nadie. Una ventana traqueteaba. No la cerraron. Una contraventana daba golpes. Y todavía no era de noche.
Antes de doblar la esquina, vi algo en el quicio de una puerta: el ojo rojo sobre la placa esmaltada que indicaba la sede del servicio de seguridad nocturno.
La puerta estaba abierta.

***

-Conozco una dirección en Utrecht –nos animó Dave-, allí seguro que podemos entrar.
-Esperemos –suspiró Lotte-, porque si no, ¿adónde podríamos ir?
-Todavía seguimos teniendo suficientes puertas abiertas –opino Dave.
No tuve más remedio que pensar en esas puertas cuando esa noche estaba tumbada en la cama sin poder dormir. Pensé en la puerta que debía abrir yo siempre la noche del séder, para que el desconocido fatigado pudiera ver que era bienvenido y podía sentarse a nuestra mesa. Todos los años confiaba en que entrara alguien, pero nunca sucedía. Y pensé en las preguntas que debía hacer al ser la menor.
- Ma nishtana, halaila, hazé. ¿Por qué esta noche es distinta de todas las demás noches y por qué comemos pan ácimo y hierbas amargas…?
Entonces mi padre salmodiaba el éxodo de Egipto y comíamos el pan ácimo y la hierba amarga, para que probáramos de nuevo ese éxodo, por los siglos de los siglos.
Marga Minco. La hierba amarga. Traducción de Julio Grande. Libros del Asteroide. 

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