Hoy llueve lento. Como hace un año. Diciembre se ha convertido en un mes de memoria y duelo, ýb. Las últimas palabras escuchadas a mi madre —adiós, cariño— antes de que su derrame cerebral la dejara sin voz; su último gesto cotidiano, ella inclinada y concentrada sobre su revista de pasatiempos “unir los puntos”; los días en reanimación, donde nos lanzaba besos desde el tubo que tapaba su boca, hacíamos ejercicios respiratorios y musculares, o nos preguntaba, en su silencio intubado, qué le había pasado o intentaba decirnos algo que nunca supimos descifrar, la pizarra donde escribíamos cuánto la queríamos. Ayer, durante el reparto, de nuevo el barrio donde me llamó mi hermana para avisarme de que iban a extubar a mi madre y la esquina donde, media hora después, la llamada era para decirme que iban a sedarla, que no respiraba por sí sola, que no había nada que hacer. Ayer, el recuerdo de rodear a mi madre, en la cama, y acariciarla, y darle besos, y no saber cómo despedirse de ella. Un año sin Luz, ib.
Me siento removido, ýb. En diciembre, también mi rutina de trabajo, lectura, librerías, algún paseo sin rumbo prefijado. Pero de fondo, el momento de ver morir a mi madre. Y la evidencia de que la muerte es la extinción de un mundo en sí mismo. Hoy no están la voz cálida de mi madre, ni el sabor de sus platos, ni sus recuerdos y caricias, ni la lentitud de sus últimos años, ni aquel gesto con su mano derecha como afianzándose en el tiempo y en el espacio, ni sus cuidados aún cuando apenas podía moverse.
Como en casa de mis padres, tras el trabajo. Lo hago solo, en el lugar que mi padre ocupaba en la mesa de la cocina, mirando hacia la ventana que da a un edificio de ladrillos rojos. Como con el silencio y las ausencias alrededor, con el frío que devuelven los muebles. A veces entro en la habitación de mis padres. Ahí están sus cenizas, todavía. Y un retrato de mi abuela materna en blanco y negro —un retrato de tantas mujeres gallegas, vestidas de luto y envejecidas prematuramente—. Mi madre se acostó en la cama junto a su madre muerta. Pensaba que dormía, nos decía. Recordaba ese momento no con espanto sino con algo parecido a la calidez.
Hace un par de días soñé con ella. La veía pasar con su hermana a través de una ventana esmerilada. Sólo eran siluetas, las dos, y sus voces llegaban en susurros ininteligibles. Como si esa ventana separase el mundo de los muertos del nuestro.
Ayer, como cada tarde, encendí una vela ante las fotos de mis padres. Les digo que les quiero y extraño y, ayer, también, dije gracias. Son días de una sonrisa triste, de agradecimiento, de una ausencia que es presencia y lo llena todo.

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