Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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sábado, 13 de junio de 2020

+17. Roth


Celebraban los nacimientos con árboles, en aquel tiempo. En las casas junto al camino blanco, en los límites entre aldeas y bosques, en las riberas de los ríos, plantaban carballos pinos higueras castaños, testigos de una vida que nacía y crecía a la par que su sombra sobre la tierra oscura. Mi padre era el tronco delgado y alargado de un eucalipto, junto a casa, y así lo veía yo cuando niño, un hombre flexible y larguirucho de manos firmes y lenguaje desmañado. Tenían cuarenta años, el árbol, mi padre, cuando supe de su vínculo. Llegaba a la curva antes de casa y tocaba la piel del eucalipto. Luego, bajaba el camino a la entrada, donde mi abuela en silencio, con media docena de los frutos del eucalipto en la mano, pequeños conos con una estrella de cinco puntas dibujada en su base, y mis manos, por ese día, tenían la fragancia de la madera joven. Me enseñaron que el eucalipto, para crecer, se desprendía de su piel el misterio primero de las tiras de madera desgajada alrededor de su tronco. Aquellos árboles junto al río, en el camino, en la tierra y hacia el cielo, hoy, en la ausencia y la soledad de las aldeas.

Seguíamos una senda junto al río. Las castañas en la tierra y el barro. Habíamos dejado atrás una fuente de meiga, un cruceiro de facciones borradas, campos de maíz, los muros de piedra de un pazo. Era una mañana de mediados de septiembre, el cielo blanco y bajo, el primer frío del otoño, la soledad aquietada. Llegamos a un campo abierto. Con árboles plantados poco tiempo atrás, su copa un poco más alta que nuestra cabeza. Había ositos de peluche en sus ramas. Y cintas, dibujos, estrellas, cartas. Nos miramos, e. y yo, ante esos árboles decorados. Había nombres y fotografías. Y una leyenda. Xardin do recordo. Por las víctimas de un accidente ferroviario. Nos encontramos con otros nombres, fotografías y cartas, días más tarde, sobre señales y rocas, camino de un faro en el final de la tierra, en dulce memoria de una esposa o un padre muertos.

Era un árbol pequeño. Que crecía entre boquetes en las paredes y ventanas sin cristales en las primeras plantas de un edificio en Belgrado. Un árbol en un edificio bombardeado en la última guerra. Un edificio semi destruido por las bombas. Como recuerdo a la guerra y sus víctimas, dice. Un árbol que echó raíces entre las ruinas.

Necesitamos recordar volver a pasar por el corazón. Todos nosotros relatos de otras vidas.



***

Roth es uno de mis referentes literarios en estos últimos años. Por el riesgo, la furia, el humor desaforado y la renovación en su escritura, por su agudeza en retratar la psique humana, por su anticipación a cuestiones que hoy debatimos, la corrección política y social, el peso de las apariencias sobre la realidad, la vida a punto de alterarse por una enfermedad, un cambio político. Hay páginas, en Roth, que apabullan por su perfección, donde penetra en una idea y saca de ella todo su potencial, páginas que se desenredan poco a poco y cada frase tiene la importancia que nos acerca a una verdad desnuda.


—El domingo pasado, Príncipe salió de la jaula y estuvo volando por aquí. Todos los pájaros que tenemos no son voladores. Príncipe es el único que vuela. Es muy rápido.
—Sí, eso ya lo sé —replicó Faunia.
—Yo estaba vaciando un cubo de agua y él voló en línea recta a la puerta, salió y fue a los árboles. Al cabo de unos minutos acudieron tres o cuatro grajos y lo rodearon en el árbol. Se estaban volviendo locos, lo acosaban, le daban picotazos en el lomo, gritaban, chasqueaban los picos y esas cosas. Se presentaron tan solo pocos minutos después de que él llegara. Él no tiene la voz apropiada. No conoce el lenguaje de los grajos. A los otros no les gusta verle ahí afuera. Finalmente bajó y vino a mí, porque yo estaba afuera. Lo habrían matado.
—Eso es lo que pasa cuando a uno lo crían a mano —dijo Faunia—, es lo que ocurre por haber estado toda su vida con gente como nosotros. La mancha humana.
Lo dijo sin repulsión ni desprecio ni condena, ni siquiera con tristeza. Esa es la realidad…, a su manera lacónica eso era todo lo que Faunia le estaba diciendo a la chica que daba de comer a la serpiente: dejamos una mancha, dejamos un rastro, dejamos nuestra huella. Impureza, crueldad, abuso, error, excremento, semen…, no hay otra manera de estar aquí. No tiene nada que ver con la desobediencia. No tiene nada que ver con la indulgencia, la salvación o la redención. Está en todo el mundo, nos habita, es inherente, definitoria. La mancha que está ahí antes que su marca. Está ahí sin la señal. La mancha tan intrínseca que no requiere una señal. La mancha que precede a la desobediencia, que abarca la desobediencia y embrolla toda explicación y comprensión. Por ese motivo toda purificación es una broma, y una broma bárbara, por cierto. La fantasía de la pureza es detestable. Es demencial. ¿Qué es el empeño en purificar sino más impureza? Todo lo que ella decía acerca de la mancha era que es ineludible. Naturalmente, es así como lo asumiría Faunia: las criaturas inevitablemente manchadas que somos. Reconciliada con la imperfección horrible, elemental. Ella es como los griegos, como los griegos de Coleman, como sus dioses. Son mezquinos, se pelean entre ellos, combaten, odian, asesinan, joden. Lo único que siempre quiere hacer su Zeus es joder, a diosas, a mortales, a novillas, a osas, y no tan solo en su propia forma, sino, lo que es más excitante, manifestándose en forma de bestia. La enormidad de montar a una mujer convertido en un toro. Penetrarla grotescamente como un aleteante cisne blanco. Nunca hay suficiente carne para el rey de los dioses, o suficiente perversidad. Toda la demencia que causa el deseo. La disipación. La depravación. Los placeres más groseros. Y la furia de la esposa que lo ve todo. No el Dios hebreo, infinitamente solitario y oscuro, con la monomanía de ser el único dios que existe, el cual no tenía y jamás tendrá nada mejor que hacer que preocuparse por los judíos. Y no el perfectamente desexualizado hombre-dios cristiano y su madre incontaminada y toda la culpa y la vergüenza que inspira un carácter sobrenatural exquisito. En lugar de ellos, el Zeus griego, embrollado en aventuras, de vívida expresividad, caprichoso, sensual, entregado de un modo exuberante a su divertida existencia, cualquier cosa menos solo y oculto. En vez de la deidad judeocristiana, la mancha divina. Una gran religión que refleja la realidad para Faunia Farley si, a través de Coleman, hubiera sabido algo de ella. Como dice la fantasía de nuestro orgullo desmesurado, estamos hechos a imagen de Dios, de acuerdo, pero no del nuestro…, sino del de los antiguos griegos. Dios vicioso. Dios corrompido. Un dios de la vida si jamás ha existido. Dios a imagen del hombre.
Philip Roth. La mancha humana. Traducción de Jordi Fibla. Debolsillo.

jueves, 26 de octubre de 2017

El hombre en suspenso. Saul Bellow

En un momento de El hombre en suspenso Joseph escribe ahora estoy lleno del mundo. Joseph vive en una habitación con su mujer Iva, espera la llamada a filas tras despedirse de su empleo, escribe un diario y se pregunta por qué casi nadie hace tal ejercicio de introspección, y, sobre todo, Joseph se llena de ese mundo y observa el paso del tiempo invernal a la primavera, las formas de la ciudad y los cambios de la luz, las sombras de los desconocidos, mira fuera y dentro de sí, cómo se siente extraño y ajeno a ese mismo mundo, un testigo externo, alguien que se desdobla en dos mitades y arrastra a una parte de sí mismo anclada en el pasado y que no la siente como la verdadera. En algunas entradas de su diario toma la forma de narrador y se describe en tercera persona, como un autor que retrata a su personaje e intenta mostrar aquello que oculta.


Pero a pesar de todo, Joseph experimenta una sensación de extrañeza, de no pertenecer del todo al mundo, de yacer bajo una nube y alzar la vista para mirarla. Bien, pero todos los seres humanos comparten esa sensación hasta cierto punto, se dice. El niño siente que sus padres son falsos; su auténtico padre está en otra parte y algún día le reclamará. Y para otros el mundo real no está ahí en absoluto y lo que se encuentra a mano es espurio y copiado. A veces la sensación de extrañeza de Joseph casi adopta la forma de una conspiración: no una conspiración maligna, sino una que contiene los esplendores diversificados, los cambios, las excitaciones, así como la materia común y neutral de una existencia. Vivir un día tras otro bajo la sombra de semejante conspiración es duro. Si contribuye al asombro, contribuye todavía más a la inquietud, y uno se aferra a los transeúntes más cercanos, a hermanos, padres, amigos y esposas.

La espera hace que Joseph se detenga y reflexione sobre su naturaleza, sus mitades y los yoes que contiene su mundo interior, se pregunte sobre la forma que adquiere la libertad, cómo nos sentimos cercanos de los objetos perecederos y nos acostumbramos a la violencia. Joseph escribe sus entradas de diario e intenta ver claro el mundo interno y externo que lo define, una búsqueda borrosa y siempre al borde del fracaso. Porque en la espera, Joseph siente cierto desprecio hacia su persona, un hombre mantenido por su mujer y viviendo en una pequeña habitación desordenada, alguien que no consigue diferenciar un día de otro y que estalla ante su mujer, viejos amigos o sus vecinos de pensión y se fustiga por las escenas que provoca. El estudioso con un gran plan vital convertido en alguien en suspenso, alejado de todo y de todos, su destino por definir. No hay un orden ni unos códigos férreos a los que acogerse, sino la pura especulación, la palabra, la mente.

Por momentos, Joseph parece escribir su diario para ser leído por otros, una forma de que aquellos que creen conocerlo accedan a su realidad. Detalla sus pensamientos de forma densa y prolija, describe sus paseos y la ciudad como forma de colocarse en el mundo, desvela el yo que arrastra y el yo del presente, escribe entradas en las que charla con el Espíritu de las Alternativas. Cada entrada del diario es una lucha por mostrar de manera completa, sin ambages, las luces y sombras que lo acompañan, la rabia contenida, las expectativas frustradas, la confrontación entre la vida y la muerte, la espera por la llamada a filas y la liberación de encontrarse en otras manos.

El hombre en suspenso es la primera novela de Bellow. Profunda y descriptiva, Bellow hace que Joseph se describa y se descubra a través de la palabra, un hombre común que se siente extrañado en una época donde la guerra lo envolvía todo. Bellow combina acción y reflexión, muestra el dolor y la rabia de un hombre de la calle al revelarse sus sentimientos íntimos. El Joseph de Bellow camina entre la pasividad y las emociones contenidas, mira al mundo dentro de sí y lo compara con el que ve fuera, un retrato detallado que tiene muchos momentos fascinantes y otros aburridos.










Con todo el respeto que parecemos tener por los artículos perecederos, nos hemos acostumbrado fácilmente a la matanza. Al fin y al cabo, en cierta manera somos los beneficiarios de esa matanza, y sin embargo nuestra piedad por las víctimas es escasa. No es algo provocado por la guerra, sino que estábamos preparados para ello mucho antes de que estallara la guerra, y ahora solo resulta más evidente. No nos estremecemos al ver todas esas vidas segadas; ni tampoco quienes han muerto habrían sufrido más por nosotros si hubiéramos sido las víctimas. No me gusta pensar en qué es lo que nos gobierna. No me gusta pensar en ello. No es un trabajo fácil, y no es seguro. Su revelación más amable es que nuestros sentidos e imaginaciones son de alguna manera incompetentes. El antiguo Joseph que, ante la provisionalidad de la vida, se oponía a toda violencia, afirmaba lamentar que con la mejor voluntad del mundo uno debía infligir su cuota de magulladuras… ¡Magulladuras! ¡Menuda inocencia! Sí, reconocía que incluso quienes se proponen ser suaves no pueden confiar en que se librarán de dar azotes. Y eso era bastante modesto.
No obstante, como pueblo, nos preocupa mucho el carácter perecedero; un imperio de neveras. Y a los gatos domésticos se les traslada por avión a centenares de kilómetros para salvarlos mediante sueros especiales; y en el campo de Arkansas los vecinos mantienen durante un mes, día y noche, una vigilia para salvar la vida de un hombre que ha enfermado a los noventa años.
Jeff Forman muere; mi hermano Amos atesora un almacén de zapatos para el futuro. Amos es amable. Amos no es un caníbal. No soporta la idea de que yo podría fracasar, carecer de dinero, rechazar la preocupación por mi futuro. Jeff, en el fondo del mar, está más allá de la virtud, el valor, la elegancia, el dinero o el futuro. Digo estas cosas incapaz de ver o pensar con claridad, y lo que siento no es tanto injusticia o inhumanidad como desconcierto.
En cuanto a mí, preferiría morir en la guerra que consumir sus beneficios. Cuando me llamen iré sin protestar. Y, por supuesto, confío en sobrevivir. Pero preferiría ser una víctima que un beneficiario. Apoyo la guerra, aunque tal vez sea gratuito decir esto; tenemos la costumbre de convertir estas cosas en cuestiones de moralidad personal y voluntad particular, cuando no lo son en absoluto. El equivalente sería decir: si Dios realmente existió, sí, Dios existe. Existiría tanto si lo reconociéramos como si no. Pero entre su imperialismo y el nuestro, si hubiera posibilidad de elección, me quedaría con el nuestro. Las alternativas, en especial las alternativas deseables, solo crecen en árboles imaginarios.
Sí, dispararé y segaré vidas; me dispararán y es posible que me arrebaten la vida. Se verterá cierta sangre por razones ciertas a medias, como sucede en todas las guerras. De alguna manera no puedo considerarlo como una injusticia contra mí mismo.

***

Ejercen sobre nosotros una gran presión para lograr que nos infravaloremos. Por otro lado, la civilización nos enseña que cada ser humano es un bien inestimable. Hay, pues, estos dos preparativos: uno para la vida y el otro para la muerte. En consecuencia, nos valoramos y nos avergonzamos de valorarnos, somos severos. Nos adiestran para que seamos discretos y, si uno de nosotros de vez en cuando se forma una opinión de sí mismo, lo hace desapasionadamente, como si estuviera examinándose las uñas, no su alma, frunciendo el ceño por las imperfecciones que encuentra como lo haría uno al encontrar una muesca o un poco de suciedad. Porque, desde luego, se nos invita a aceptar la imposición de toda clase de injusticias, a esperar en fila bajo un sol ardiente, a correr por una estruendosa playa, a ser centinelas, exploradores o trabajadores, a ser quienes viajan en el tren cuando salta por los aires o los que se encuentran en las puertas cuando están cerradas, a carecer de importancia, a morir. El resultado es que aprendemos a ser insensibles y carecer de curiosidad hacia nosotros mismos. ¿Quién puede ser el concienzudo cazador de sí mismo cuando sabe que es a su vez una presa? O bien nada tan inconfundible como una presa, sino un individuo de un cardumen, empujado hacia las encañizadas.
Saul Bellow. El hombre en suspenso. Traducción de Jordi Fibla. Debolsillo.

martes, 9 de agosto de 2016

En América. Susan Sontag

América como lugar utópico, como forma de empezar de cero y dejar atrás pasados, reglas, presencias y fronteras, un país donde construir una pequeña comunidad y vivir de la tierra, lejos de la Polonia convulsa del siglo XIX, América cuando todavía era el nuevo edén donde se podían llevar a cabo quimeras y sueños imposibles, donde había una naturaleza primigenia y otras lenguas, una tierra de resonancias bíblicas, un espacio donde respirar y vernos ante nuestra propia sombra, territorio casi mítico para la mente europea de hace un par de siglos, las ciudades en construcción, las praderas con indios y las galopadas de los vaqueros, América como independencia, espectáculo y esperanza, y, también cierta oscuridad tras la utopía, el abandono de la propia lengua  (el nombre y los apellidos extranjeros) y sus gestos.

Susan Sontag recrea la vida de Maryna Zalezowska, una famosa actriz polaca del siglo XIX, y su decisión de migrar a América para seguir los ideales del socialismo utópico de Fourier, que aspiraba a vivir en comunidad, con un reparto justo de trabajo y unas relaciones sociales liberadas de las rígidas normas de la moral cristiana, algo que anticipó, en cierta forma, las comunidades hippies de los años sesenta del pasado siglo. En América se inicia con un capítulo cero, donde un fantasma, la voz de una narradora fuera del tiempo, llega a una reunión de hotel e imagina nombres, ocupaciones, motivos y deseos en las personas reunidas, siente que está ante gente de las artes, teatro, literatura, pintura, escucha retazos de conversaciones sobre una partida a tierras lejanas, un inicio donde Sontag muestra hacia dónde se dirige la novela, se toma un hecho real y se recrea con personajes y acciones ficticios. Sontag avanza poco a poco en la descripción de la vida de Maryna, la Polonia en manos extranjeras, su vida en el teatro, los papeles que interpreta, Margarita Gautier o Julieta, la cohorte que la acompaña, su marido, aristócrata, su pretendiente, un escritor que ansía la aventura, jóvenes actrices, matrimonios hastiados, la grieta en su vida, el anhelo de una vida nueva, más fructífera, fuera de sociedad rutinaria.

Sontag cambia de punto de vista, de una narradora que mira cada acción y personaje con mirada amplia, a los diferentes personajes que se embarcan en la aventura de descubrir América. Así, vemos no sólo la vida a través Maryna, su espíritu fuerte e independiente, también del resto de personajes que se ven arrastrados a otra tierra por un sueño no del todo propio. Lo mejor de En América se da en la llegada a la nueva tierra, el puerto de Nueva York, el crecimiento de la ciudad, los nombres indios, y cómo dentro de América también hay una tierra prometida en la costa oeste. Maryna y sus compañeros ven una nueva forma de vida (Sontag usa el teatro para ver las diferencias entre América y Europa, los teatros europeos con sus obras serias y anquilosadas, los americanos que buscan el espectáculo, o la comedia o el puro drama, nunca un término medio). Maryna, su marido e hijo, su pretendiente escritor, las diferentes parejas, se instalan en una cabaña en Anaheim, leen libros que les ayuden a salir adelante en un medio desconocido, intentan llevar a la práctica aquel socialismo utópico que buscaban (salvo por el respeto a la idea del matrimonio). Los hombres y mujeres adelgazan, su piel se vuelve más morena, la cara envejecida, el cielo y la tierra monumentales, sin rastros de indios o de las novelas de aventuras, las diferentes caras de una utopía.



La fatiga y la monotonía de las tareas comunitarias sólo parecían aumentar su sensación de inmenso bienestar físico. Más ausencias: palabras, exageración de las propias cualidades para conseguir un efecto dramático, energías amorosas. Ausencias sanadoras. Presencias carnales. El penetrante hedor del estiércol fresco y su propio sudor. Jadear ante la cocina de carbón, en el taburete del ordeño, detrás de la carretilla de mano, y las armonías de la fatiga colectiva exhalada al final de la jornada, en silencio, a la mesa del comedor. Todas las sonoridades reducidas a esto: el sonido de la respiración, sólo la respiración, la de ellos, la suya. Maryna nunca se había sentido tan unida a los demás como entonces, sintiéndose encerrada en un cubículo de respiración ruidosa; nunca se había sentido tan optimista acerca de la vida que se esforzaban por construir. Era fácil decir que no duraría. Todo matrimonio, toda comunidad es una utopía fracasada. La utopía no es una clase de lugar sino una clase de tiempo, todos esos momentos demasiado breves en los que uno no desearía estar en ninguna otra parte. ¿Existe un instinto, un instinto muy antiguo, de respirar al unísono? Ésa es la utopía definitiva. En la raíz del deseo de unión sexual se encuentra el deseo de respirar más profundamente, todavía más profundamente, más rápido… pero siempre juntos.


En América bascula entre la novela intimista y la aventura, una mujer independiente que busca cumplir un sueño, que rompe las cadenas con la vida conocida y es capaz de reinventarse en la otra parte del mundo. Maryna vuelve al teatro, intenta deshacerse de su acento, vuelve a interpretar las obras que la hicieron famosa en Polonia en otra lengua, con la idea de espectáculo (puro drama o comedia) que tenían los americanos, dejando atrás gestos aprendidos y un lenguaje que le era propio. Sontag toma prestada la vida de la actriz Helena Modjeska para reescribir la aventura, la utopía y la búsqueda de Maryna Zalezowska en una novela a ratos fascinante y a ratos aburrida y, aún así, interesante.







«Todo el mundo se pregunta por qué nos marchamos», se dijo Maryna. «Que se lo pregunten, que inventen. ¿No dicen siempre mentiras acerca de mí? También yo puedo mentir. No le debo a nadie ninguna explicación.»
Pero los demás necesitan razones, o eso se dicen a sí mismos.
–Porque es mi esposa y debo cuidar de ella. Porque puedo demostrarle a mi hermano que soy un hombre práctico, un viril hijo de la tierra, no sólo un amante del teatro y director de un periódico patriótico que fue cerrado rápidamente por las autoridades. Porque no soporto que la policía me siga siempre.
–Porque soy curioso, ésa es mi profesión, es lo que debe ser un periodista, porque quiero viajar, porque estoy enamorado de ella, porque soy joven, porque amo este país, porque necesito huir de este país, porque me encanta cazar, porque Nina dice que está embarazada y espera de mí que me case con ella, porque he leído tantos libros sobre esa tierra, Fenimore Cooper y Mayne Reid y los demás, porque pretendo escribir una gran cantidad de libros, porque…
–Porque es mi madre y me ha prometido llevarme a la Exposición del Centenario, sea eso lo que fuere.
–Porque yo, una muchacha sencilla, seré su doncella. Porque, entre todas las demás candidatas en el orfanato, todas más bonitas y más hábiles en la cocina y la costura, me eligió a mí.
–Porque allí es donde está naciendo el futuro.
–Porque mi marido quiere ir.
–Porque tal vez ni siquiera allí pueda ser sólo polaco, pero no seré sólo judío.
–Porque quiero vivir en un país libre.
–Porque allí la vida será mejor para los niños.
–Porque es una aventura.
–Porque la gente debería vivir en armonía, como dice Fourier, aunque -debe de ser muy edificante, a juzgar por todo lo que he oído decir- confieso que cada vez que intento leer su artículo sobre el trabajo como la clave de la felicidad humana los ojos me empiezan a…
–¡Entonces olvídate de Fourier! –exclamó Maryna-. Shakespeare. Piensa en Shakespeare.
–Pero en Shakespeare está todo.
–Exactamente. Como en América. América nació para significarlo todo.
Y con la voz declamatoria de una actriz al viejo estilo, una voz que pretende ser oída hasta en la última fila de la galería más alta:
–Deprisa, deprisa. Hordas de gente te adelantan. La historia pasa rugiendo por tu lado, convirtiéndose en geografía: una tierra llana hasta donde alcanza a imaginarla la mente. Carreteros en carromatos cubiertos azotan a los caballos para que avancen, como si pudieran alcanzar a los trenes que ahora unen ambas costas… ¡hay una tempestad de escupitajos!
Y así partieron hacia América.

***

Anoche Bogdan y yo decidimos hacer una escapada los dos solos y cenamos en Delmonico's, un restaurante con la reputación de ser el mejor de la ciudad. Puedo afirmar que aquí los potentados se alimentan tan bien y sus movimientos son tan suaves como los de Viena y París. En el exterior, todo es desasosiego y ruido. Carros, carruajes, omnibuses, coches de punto, tranvías y peatones que se empujan unos a otros hacen que cada cruce de calles sea una aventura. Todos los edificios están cubiertos de carteles y hay unos hombres contratados para que sean quioscos ambulantes, festoneados de anuncios por delante y detrás, e incluso sobre la cabeza, mientras que otros ponen hojas volantes en las manos de los transeúntes o las arrojan a puñados al interior de los tranvías. Los limpiabotas llaman a los clientes desde sus pequeñas plataformas, los buhoneros gritan desde sus carretones, y bandas de música, sobre todo alemanas, te ensordecen con sus trompas y tubas. Me sorprendió ver tantos alemanes, más numerosos incluso que los irlandeses e italianos, cada una de cuyas nacionalidades tiene su propio barrio. Aquí hay mucha miseria y pobreza, Henryk. Y delincuencia: continuamente nos advierten que no nos aventuremos por los lugares donde viven los pobres, pues es muy grande el peligro de que las bandas de matones nos ataquen y roben. Jakub es, entre todos nosotros, el que más se atreve a explorar estas zonas pululantes de la ciudad, y ya ha llenado cinco álbumes con esbozos. Ayer se pasó la tarde en el barrio de los judíos, judíos pobres, por supuesto, que tienen un aspecto muy parecido al de sus correligionarios de Cracovia, y los hombres de barbas oscuras con casquete en la cabeza todavía llevan abrigo negro con este calor atroz.
Susan Sontag. En América. Traducción de Jordi Fibla. Debolsillo.

sábado, 23 de julio de 2016

Susan Sontag en En América

Dios también es actor.
Tras aparecer durante innumerables temporadas con un variado y anticuado vestuario, y animar muchas tragedias y unas pocas comedias; multiforme, aunque suele interpretar papeles masculinos, y siempre escultural, imperioso, últimamente (estamos en la segunda mitad del siglo XIX) ha sido objeto de algunas críticas adversas, aunque no en número suficiente todavía como para cerrar el espectáculo. Su nombre querido y familiar sigue espumeando en los labios de todos. Su participación aún concede a cualquier drama una importancia incuestionable.
El viento que se alza, las constelaciones pulsátiles, la tierra que gira, los seres humanos que engendran (¡pronto habrá más de ellos caminando sobre el suelo que yaciendo debajo!), la historia que se complica, gentes de piel oscura que gimen, gente pálida (los favoritos de Dios) que sueñan con conquistas y huidas. Deltas y estuarios de gente. El los orienta hacia el oeste, donde hay más espacio en espera de que lo llenen. Son las once de la mañana, hora de Europa. Dios no viste hoy las regias prendas ni el atuendo campesino que estila a menudo. Hoy Dios es el Jefe de Oficina, y lleva un traje de tres piezas, de estambre, camisa blanca almidonada, protectores de los puños, corbata de lazo y (también Dios quiere ser moderno) masca tabaco. Los tonos dominantes del decorado son el amarillo y el marrón: la rubia madera de Su sillón giratorio y la mesa inmensa; los lisos accesorios metálicos de la mesa, cuyos cajones están llenos a rebosar de papeles, el metal gastado y algo mellado de la lámpara con pie en forma de S, de la escupidera cercana. Con los codos sobre la mesa, en la que se amontonan rimeros de libros de contabilidad, Dios ha estado consultando informes sobre la población, boletines económicos, mediciones de fincas. Ahora hace una anotación en uno de los libros.
Historias que se fusionan. Obstáculos que se tambalean. Familias que se separan. Noticias que llegan. Dios, el Agente de Viajes ha despachado mensajeros a todas partes para proclamar la llamada de un Nuevo Mundo donde los pobres se hacen ricos y todo el mundo es igual ante la ley, donde las calles están pavimentadas con oro (esto dicho a los campesinos analfabetos) y la tierra se regala (lo mismo) o se vende barata (esto último dicho a los que saben leer). Los pueblos empiezan a quedarse vacíos, los más valientes o más desesperados parten primero. Hordas de hombres sin tierras se dirigen a la costa (Bremerhaven, Hamburgo, Amberes, Le Havre, Southampton, Liverpool), y se entregan para que carguen con ellos las bodegas de apestosos barcos. Desde las incrustaciones en la tierra que son las ciudades, yacentes bajo el dosel de la noche con sus luces encendidas, el aumento de las partidas es menos visible, aunque constante. Dios mira los horarios de embarque. Se agradece a Sí mismo que hayan quedado lejos los horrores de la travesía atlántica, cuando los barcos de esclavos cubrían su parte más larga, entre la costa africana y las Antillas: sólo van aquellos que realmente quieren ir. Además, y gracias también, cada vez es más seguro cruzar el Atlántico, aunque cinco de Sus fieles monjas franciscanas perecieron el año pasado, cuando el Deutschland, poco después de haber partido de Bremerhaven rumbo a Norteamérica, navegó frente a la traicionera costa de Kent. Y más rápido: con los nuevos vapores sólo se tarda ocho días. Por descontado, Dios aguarda con ilusión el día en que la gente pueda desplazarse a través de los océanos en mucho menos tiempo, y finalmente, e incluso con mayor rapidez, por el cielo. A Dios le gusta la velocidad tanto como a cualquier persona de piel pálida. Ahora todo se acelera, se mueve más rápido, lo cual tal vez sea bueno, dado que la población ha aumentado tanto.
Dios manifiesta que está impaciente, lo cual no significa que esté realmente impaciente. Está… actuando. (Pertenece a una clase de grandes actores, la de los que no sienten o intentan no sentir nada, mantenerse distantes, impasibles. En contraste con Maryna, que es sensible a todo y está muy nerviosa.) Pero la gente a la que Dios, el Primer Motor, está ahuyentando hacia nuevos destinos está impaciente de veras, impaciente por partir hacia lugares considerados como libres de estorbos heredados, lugares que no han de ser preservados sino que ellos mismos se ofrecen sin cesar para que los rehagan, para prescindir de las expectativas del pasado, para empezar de nuevo con una carga más liviana. Cuanto más rápido vayan, más ligera será su carga.
Y Dios instiga a todo esto, este anhelo de novedad, de vacío, de carencia de pasado, este sueño de transformar la vida en puro futuro. Tal vez no tenga alternativa, aunque, al actuar así, el Astro Dios firma su propia sentencia de muerte como actor, como el mayor de los astros. Ya no tendrá garantizado el papel principal en cualquier drama importante presenciado por el público más codiciado y educado. A partir de ahora, y en el mejor de los casos, tendrá papeles pequeños, excepto en rincones pintorescos cuyos habitantes no hayan visto jamás una obra teatral en la que Él no figure. Todo este desplazamiento del público de un lugar a otro significará el final de Su carrera.
¿Sabe esto Dios? Probablemente lo sepa, pero no por ello va a detenerse: forma parte de una compañía de actores.
Dios escupe.
Susan Sontag. En América. Traducción de Jordi Fibla. Debolsillo.