Dios también es actor.
Tras aparecer durante innumerables temporadas con un variado
y anticuado vestuario, y animar muchas tragedias y unas pocas comedias;
multiforme, aunque suele interpretar papeles masculinos, y siempre escultural,
imperioso, últimamente (estamos en la segunda mitad del siglo XIX) ha sido
objeto de algunas críticas adversas, aunque no en número suficiente todavía
como para cerrar el espectáculo. Su nombre querido y familiar sigue espumeando
en los labios de todos. Su participación aún concede a cualquier drama una
importancia incuestionable.
El viento que se alza, las constelaciones pulsátiles, la
tierra que gira, los seres humanos que engendran (¡pronto habrá más de ellos
caminando sobre el suelo que yaciendo debajo!), la historia que se complica,
gentes de piel oscura que gimen, gente pálida (los favoritos de Dios) que
sueñan con conquistas y huidas. Deltas y estuarios de gente. El los orienta
hacia el oeste, donde hay más espacio en espera de que lo llenen. Son las once
de la mañana, hora de Europa. Dios no viste hoy las regias prendas ni el
atuendo campesino que estila a menudo. Hoy Dios es el Jefe de Oficina, y lleva
un traje de tres piezas, de estambre, camisa blanca almidonada, protectores de
los puños, corbata de lazo y (también Dios quiere ser moderno) masca tabaco.
Los tonos dominantes del decorado son el amarillo y el marrón: la rubia madera
de Su sillón giratorio y la mesa inmensa; los lisos accesorios metálicos de la
mesa, cuyos cajones están llenos a rebosar de papeles, el metal gastado y algo
mellado de la lámpara con pie en forma de S, de la escupidera cercana. Con los
codos sobre la mesa, en la que se amontonan rimeros de libros de contabilidad,
Dios ha estado consultando informes sobre la población, boletines económicos,
mediciones de fincas. Ahora hace una anotación en uno de los libros.
Historias que se fusionan. Obstáculos que se tambalean.
Familias que se separan. Noticias que llegan. Dios, el Agente de Viajes ha
despachado mensajeros a todas partes para proclamar la llamada de un Nuevo
Mundo donde los pobres se hacen ricos y todo el mundo es igual ante la ley,
donde las calles están pavimentadas con oro (esto dicho a los campesinos
analfabetos) y la tierra se regala (lo mismo) o se vende barata (esto último dicho
a los que saben leer). Los pueblos empiezan a quedarse vacíos, los más
valientes o más desesperados parten primero. Hordas de hombres sin tierras se
dirigen a la costa (Bremerhaven, Hamburgo, Amberes, Le Havre, Southampton,
Liverpool), y se entregan para que carguen con ellos las bodegas de apestosos
barcos. Desde las incrustaciones en la tierra que son las ciudades, yacentes
bajo el dosel de la noche con sus luces encendidas, el aumento de las partidas
es menos visible, aunque constante. Dios mira los horarios de embarque. Se
agradece a Sí mismo que hayan quedado lejos los horrores de la travesía
atlántica, cuando los barcos de esclavos cubrían su parte más larga, entre la
costa africana y las Antillas: sólo van aquellos que realmente quieren ir.
Además, y gracias también, cada vez es más seguro cruzar el Atlántico, aunque
cinco de Sus fieles monjas franciscanas perecieron el año pasado, cuando el Deutschland, poco después de haber
partido de Bremerhaven rumbo a Norteamérica, navegó frente a la traicionera
costa de Kent. Y más rápido: con los nuevos vapores sólo se tarda ocho días.
Por descontado, Dios aguarda con ilusión el día en que la gente pueda
desplazarse a través de los océanos en mucho menos tiempo, y finalmente, e
incluso con mayor rapidez, por el cielo. A Dios le gusta la velocidad tanto
como a cualquier persona de piel pálida. Ahora todo se acelera, se mueve más
rápido, lo cual tal vez sea bueno, dado que la población ha aumentado tanto.
Dios manifiesta que está impaciente, lo cual no significa
que esté realmente impaciente. Está… actuando. (Pertenece a una clase de
grandes actores, la de los que no sienten o intentan no sentir nada, mantenerse
distantes, impasibles. En contraste con Maryna, que es sensible a todo y está
muy nerviosa.) Pero la gente a la que Dios, el Primer Motor, está ahuyentando
hacia nuevos destinos está impaciente de veras, impaciente por partir hacia
lugares considerados como libres de estorbos heredados, lugares que no han de
ser preservados sino que ellos mismos se ofrecen sin cesar para que los
rehagan, para prescindir de las expectativas del pasado, para empezar de nuevo
con una carga más liviana. Cuanto más rápido vayan, más ligera será su carga.
Y Dios instiga a todo esto, este anhelo de novedad, de
vacío, de carencia de pasado, este sueño de transformar la vida en puro futuro.
Tal vez no tenga alternativa, aunque, al actuar así, el Astro Dios firma su
propia sentencia de muerte como actor, como el mayor de los astros. Ya no
tendrá garantizado el papel principal en cualquier drama importante presenciado
por el público más codiciado y educado. A partir de ahora, y en el mejor de los
casos, tendrá papeles pequeños, excepto en rincones pintorescos cuyos
habitantes no hayan visto jamás una obra teatral en la que Él no figure. Todo
este desplazamiento del público de un lugar a otro significará el final de Su
carrera.
¿Sabe esto Dios? Probablemente lo sepa, pero no por ello va
a detenerse: forma parte de una compañía de actores.
Dios escupe.
Susan Sontag. En
América. Traducción de Jordi Fibla. Debolsillo.
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