Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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domingo, 9 de julio de 2023

donde ayer es cualquier ayer

Escucho a Arvo Part mientras te escribo. Su música, en estos días de calor y humedad, me trae el frío lento del invierno y el amortiguamiento del ruido alrededor. Necesito llenarme de lentitud ante los días por llegar.

Llego en el inicio del amanecer a la estación de tren, con la primera claridad violeta al final de las vías. Las golondrinas tienen sus nidos en las columnas, vuelan obstinadas bajo la cubierta metálica, como en el taller de carpintero de mi tío, el techo como suelo invertido y el vacío bajo sus cuerpos su cielo. A veces me demoro en entrar en el vagón. Sus vuelos me calman —como me calma el asentamiento de la luz a través de las ventanillas del tren—. 

Hace poco tuvimos una tormenta profunda e incesante. Moví la butaca donde leo hacia la ventana abierta. No había horizonte —o el horizonte era un muro blanco—. Sentado en silencio, el retumbo de los truenos, la brusca claridad de los relámpagos, el desgarrado de los árboles ante el viento y el golpeo de los granizos contra el suelo y las farolas y las hojas de los árboles. Tras el granizo, la lluvia fuerte, constante. Tenía un libro en mi regazo, Diario de una soledad, al que volvía en la penumbra de la habitación. Hay una belleza pura en las tormentas. 

Ayer, al entregar un paquete a su padre, una niña de tres años me dijo su nombre, N, me preguntó por el mío, F, le respondí, le dije que qué bien de vacaciones y me enseñó una costra a punto de caer en su rodilla —y esas costras son infancia—. Ayer, donde ayer es cualquier ayer, un vecino con el que me encuentro cada día me dijo que fue buzo explorador de la armada y que apenas quiere mar, ahora. Ayer, una niña que me decía que le quedaban dos días para acabar las clases, luego uno y luego cero, y un niño disfrazado de capitán América, y caracoles y telarañas en buzones exteriores y el vuelo de una urraca sobre su nido y las acrobacias de un halcón bajo el cielo, y resguardarme en un portal mientras fuera, una tormenta de granizo y viento, y un chico, parado en la puerta del metro, con un rosario de cuentas blancas y negras en la mano. Ayer, un hombre me confesó que lo había olvidado todo al intentar darme su número de identidad y quedarse mudo. Regresó al interior del hogar, buscó su carnet y al salir de nuevo al umbral de la puerta lloraba. A veces los vecinos lloran o se confiesan delante de mí. Y no sé qué hacer en esas situaciones salvo escuchar sus recuerdos de cuando eran felices, no les dolía el cuerpo o no guardaban luto —hace unos meses una mujer me dijo que había encontrado muerto a su marido diez minutos después de darle el desayuno, me dijo que fueron cincuenta y cuatro años juntos, que él habría cuidado de ella como ella hizo con él tras quedarse postrado en una silla de ruedas y sin habla, me dijo la congoja que era abrir la puerta de casa y que no estuviese—. Intento que la rapidez no me ciegue.

Me acerqué a la caseta de Gallo de oro en la feria del libro del Arenal. Los de Gallo de oro querían que descubriésemos a Bobin y regalaban uno de sus libros por la compra de otros dos. Hablé con la librera portuguesa sobre Autorretrato con radiador y El bajísimo, me mostró el cuaderno de trabajo del nuevo libro de Bobin en el que están trabajando y me aseguró que pensaban editar sus inéditos poco a poco. Al lado de los libros de Bobin, una urna con citas de sus libros —en un papelito azul “El alma no es más que lo invisible y lo invisible es todo lo que vemos”—. Julio, en la vorágine electoral, será para Bobin. 

Las últimas semanas lectoras bien, muy bien. Descubrí El libro vacío y Los años falsos de Josefina Vicens, un gran oh; me volvió a sorprender Aurora Freijo Corbeira con Cuerpo vítreo, donde usa un lenguaje despojado y bello para escribir sobre el dolor; busqué una y otra vez los relatos de Bonnie Jo Campbell y me adentré en un año de soledad en la vida de May Sarton a través de su diario; leí a Ferdy el viejo en un día, entre mi casa y un parque —como objeto, me parece un libro precioso, el papel ahuesado, la encuadernación con hilo que hacía crepitar las hojas. Y como autobiografía de anticipación, que dice Chivite, encontré una luz inesperada en un Ferdy que habla del vacío y el absurdo de la existencia, de nuestra expulsión diaria del paraíso, de las arañas en su fuero interno, del tiempo, la soledad, el silencio y la muerte, de fantasmas con jersey y madres con pelucas ladeadas. Esa voz dubitativa con tantos creo o supongo o no sé se hace cercana, todo ese hablar y desentrañar el sentido de una vida, ese pasar y no quedar. Nunca imaginé a Chivite en Benidorm. Ni que me hiciera sonreír. Qué bien—. Ahora me acompañan las notas de Dovlátov sobre sus años como guardia en un campo de trabajo ruso. 

Cada vez más encerrado en mí, cada día con más ganas de contemplar la luz decreciendo en un horizonte abierto. Ojalá no nos avasalle julio.

27.062023 / 03.07.2023

jueves, 14 de mayo de 2020

-13. Dovlátov

Son voces de desconocidos. En archivos de audio. Hablan de una realidad que nos ocultan. Caos, desbordamiento, derrota, agonía y el efecto devorador del virus sobre nuestros órganos. Son voces de hombres y mujeres que tienen prisa, como si fuesen espiados, y sueltan una parrafada con datos y consecuencias. Anuncian, anticipan, profetizan. Disparan el miedo mi miedo: una bola de plomo y fuego que me expulsa de mí mismo, que me convierte en alguien ajeno a mí, ni cuerpo ni mente—. Nos acercan al abismo. A través de la palabra. Cuando la calma y el regreso a mí mismo, pienso en las realidades que nos quieren imponer, como en las historias de Philip K. Dick, donde universos ajenos influyen e invaden el propio. Ahora que hemos vuelto al confinamiento en la caverna vemos de nuevo sombras en las paredes, el murmullo de voces desconocidas, las cadenas en nuestras manos, un mundo de apariencia y engaño en ese instante, cuando miro mis sombras en el pecho, e. abre la puerta de casa y entra cansada. Le hablo de los mensajes recibidos, de la angustia y la pregunta de por qué compartir algo así. Ella escucha, asiente, nos decimos que no hay que dejarse arrastrar. Las palabras, estas palabras, las de e. sobre las mías, combaten el miedo y el aislamiento.

Ha caído la cartería de b. Es un parte de guerra. En nuestra noche, al empezar nuestra jornada en el pabellón postal, nos preguntamos cuál será la siguiente ficha de este dominó en caer, cuántos carros mandaremos a las carterías y cuántos dejaremos en el pabellón.


(coda) El silencio de la noche sólo roto por el balbuceo de los electrodomésticos, por una televisión lejana, por una conversación en un balcón. Desaparecen los sonidos que creíamos anclados a la rutina y emergen aquellos que estaban subterráneos.

Leo.


***

Como si supiera de mi angustia al atardecer, recomiendo a Dovlátov por la mañana. Hablo de rusos en Nueva York, de vodka y socarronería y escritura desmañada, de objetos en una maleta que son media vida, de la realidad oculta, ésta sí, en las noticias de un periódico estonio durante el comunismo, noticas que describían un mundo idílico, realidades que mostraban las miserias bajo el totalitarismo comunista. Dovlátov, en los dos últimos años, un camino al que regresar.


Se casó por segunda vez. Se enamoró de él una joven y simpática mujer, técnico de profesión. Quizá lo tomara por un genio estrafalario. A veces sucede…
En una palabra, las cosas se iban arreglando. La obra recuperaba el ritmo perdido. Se restablecían las leyes, antes transgredidas, del drama clásico.
Y ¿qué vino después? Pues nada de particular. Gobernaban el país unos dirigentes indefinidos, carentes de individualidad alguna. En el arte reinaba una unanimidad mustia e incolora.
Se diría que no se fusilaba a la gente. Ni se la encerraba. O, mejor dicho, se la encerraba, pero menos. Y además por algún delito real. O, al menos, por alguna expresión dicha imprudentemente en público. Es decir, por algo. No como antes…
Y, sin embargo, en tiempos de Stalin las cosas iban mejor. En época de Stalin se editaban libros y luego se fusilaba a sus autores. Ahora no se fusila a los escritores. Y tampoco se publican libros. No se cierran los teatros judíos, porque sencillamente no los hay…
Los herederos de Stalin decepcionaron a mi padre. Les faltaba grandeza, brillo, teatralidad. Mi padre estaba dispuesto a aceptar la tiranía, pero una tiranía oriental, salvaje y llena de color.
Estaba convencido de que no tenían que haber enterrado a Stalin. No se lo podía enterrar como a un simple mortal. No debía haberse escrito sobre su enfermedad, sobre su derrame cerebral. Ni publicar su análisis de orina, algo completamente fuera de lugar.
Deberían haber anunciado que Stalin se había ido volando. O incluso haber escrito que sencillamente había desaparecido. Y todos se lo hubieran creído. Y la gran leyenda seguiría viva. ¡¿En qué era peor Stalin que el chico aquel de Nazaret?!...
Porque lo que es ahora, si miras a la tribuna del mausoleo, ¿qué ves? A unos tipos huraños y cebados. Unos pensionistas más o menos bien vestidos…
La vida era cada vez más monótona y gris. Hasta las maldades adquirían un carácter mustio y cotidiano. El bien había degenerado en apatía. Bastaba con no ser un chivato para ser tenido por buena persona…
Yo no recuerdo que a mi padre se tomara en serio la vida. A él le interesaba el teatro. La montaña de palabras, pensamientos y actos de mi padre casi impedía ver su alma pura y absurda.
Serguéi Dovlátov. Los nuestros. Trad. Ricardo San Vicente. Editorial Fulgencio Pimentel.

lunes, 30 de diciembre de 2019

2019 en lecturas

Apenas quedan unas pocas hojas secas en los árboles invernales. He visto cómo en las últimas semanas volaban en espiral hacia el cielo, se concentraban en las esquinas cerradas de los patios o marchaban con la corriente del río cercano. Cada vez que veo una hoja desgajarse de un árbol, ese instante donde planea en el viento antes de caer al suelo en una acrobacia, pienso en todo el tiempo transcurrido hasta el momento donde la hoja que cae y yo nos encontramos. Todo el tiempo.

Es difícil abstraerse de echar la mirada atrás en estos días rápidos de diciembre. Cruzamos una frontera. Entonces, me imagino ante un paisaje vasto y desconocido: a mi espalda lo inmutable, frente a mí un horizonte difuminado y extraño. Es coger aire ante lo que está por llegar mientras los recuerdos del último año se deslizan subterráneos en estos días, estar entre dos tiempos. Me dejo arrastrar por ese mirar a lo hecho en el año.

Siempre pienso que podría haber leído más y mejor. Entiendo ese más, el querer abarcar el mayor número de escritores y lecturas posibles, es ese mejor el que me resulta chocante. Como si Shalámov, Katherine Anne Porter o Robert Walser no fueran suficientes y Pynchon, Lispector o Gógol hubieran resultado una mejor elección. El dilema entre lo que se lee y lo que queda por leer, entre el camino andado y aquel que asoma a lo lejos.

Hoy escribo frente a una de las estanterías de mi biblioteca. Encima de ella, cuatro columnas de libros —un centenar de libros— que no tienen un hueco entre las baldas. Las columnas crecen poco a poco, cambio los libros de sitio para buscar una mejor estabilidad, junto géneros y autores distantes entre sí—los westerns de Le May con la poesía de Gamoneda, Nicholson Baker con Charlotte Brontë— me siento culpable por tanta lectura pendiente a la vez que disfruto del placer previo por la promesa de todos esos paisajes vastos y desconocidos que se abrirán ante mí, en cualquier momento.

Este año he conocido las librerías de Gijón, lugares donde pasar tardes sin tiempo, una pequeña y amigable donde hablé de los cuentos de Kolimá con el librero y me llevé libros de Gass, Lenz o Dazai; otra, una gran habitación con dos pisos de estanterías conectadas por una escalera y una antigua caja registradora que tintineaba al abrirse; busqué con afán de arqueólogo en mercados, ferias y librerías de segunda mano esos libros descatalogados que habitan mis listas de deseos desde hace años —este año taché de la lista libros de Ágota Kristof o Sam Shepard—; exploré mi biblioteca de referencia, un viejo chalé junto a una vía de tren y pasillos estrechos entre las estanterías, donde encuentro la mayoría de los libros que copan mis listas de próximas lecturas —listas a las que, cansado por la acumulación, dejo de hacer caso al poco tiempo— y descubro otros que me hablan por una página al azar o la promesa, la eterna promesa de una historia que me acerque a la emoción de niño, cuando mi abuelo en la cocina recordaba para mí, con una mezcla de incredulidad y quietud, el mundo fuera de su valle —y el mundo estaba dominado por una guerra o el encuentro con el mar o las grandes casonas entre montes o la primera mirada alucinada hacia los edificios de la ciudad que tapaban cielos y horizontes—.

Paso por épocas donde intento ordenar el caos. Establezco un plan de lectura, escojo tres libros conectados entre sí ya sea por  tema o estilo como por país, generaciones o cualquier semejanza que me invente —o me decido por un autor y leo poco a poco su obra—, y echo a andar con la esperanza de encontrar un equilibro que me haga olvidar la duda constante sobre lo que leo y sobre aquello que me pierdo y no leo. Poco dura esa búsqueda de orden, tiendo a sumirme en el caos, a combinar escritores y estilos, a dejar que los libros se mezclen, incluso a no leer durante unos días. Este año…
·      completé la inclasificable trilogía de Nobodaddy de Schmidt, inicié la lectura de los relatos de Kolimá de Shalámov, que terminaré, espero, en 2020, así como la trilogía de Los sonámbulos de Broch, último proyecto del año;
·   leí sobre la construcción de la identidad gracias a A.M.Homes y Kathryn Harrison; las memorias de Angelu, Haderlap, Swain o Lalla Romano, voces que recuerdan una vida con dolor y belleza, con palabras que no son barro;
·     seguí la construcción de un puente de la mano de Talese y las reflexiones de Theodor Kallifatides sobre la Europa de ayer y hoy y la importancia del idioma materno;
·      releí algún volumen de cuentos de Carver y Ford —a distancia de todos esos escritores que nos quieren vender como carverianos y que son un reflejo desvaído—; y en la época donde el turno de noche se hizo especialmente difícil escogí los relatos cortos de Munro, McCullers, y John Fante o los poemas de Sharon Olds para que hubiera otras palabras, otras voces en mis días somnolientos y cansados;
·    eché una mirada al mundo desaparecido del siglo XIX gracias a Tolstói, Dostoievski o Thomas Hardy, como de adolescente, cuando leía a Melville, Hawthorne, Trollope, George Eliot y tantos otros;
·   también hubo decepciones: me aburrí con los poemas de Hahn y Simic, no conecté con lo nuevo de Iribarren ni con el Evangelio esquizofrénico de Hrabal, se me indigestó el Mundo sumergido de Ballard, una obra que habla de un cambio climático y una regresión a tiempos arcaicos con algunas buenas imágenes pero torpe y mal escrita; sólo recuerdo un par de cuentos de la nueva recopilación de relatos de Berlin, tan lejos de su Manual para mujeres de la limpieza; Carter, de Ted Lewis, me dejó igual que antes de leerlo;
·    descubrí autores como Barbara Baynton y su descarnado Estudios sobre lo salvaje, la entereza de Cory Taylor en Morir, una vida, la intrigante voz de Kaye Gibbons en Ellen Forster, la plegaria que despliega Emmy Hennings en El estigma, tan arrebatada, tan cruel, tan íntima, la mirada crítica de Chevallier sobre la primera guerra mundial en El miedo, sin heroísmos, con todo el pánico y horror de la vida y la muerte en las trincheras.

Si tuviera que elegir mis mejores lecturas, elegiría un país. Rusia —con una incursión en la U.R.S.S.—. Por Shalámov y Kolimá, Tolstói y Los cosacos, las Memorias de la casa muerta de Dostoievski y Los nuestros Dovlátov. Mención especial para La escritura o la vida, esa novela ensayo donde Semprún se interroga desde qué lugar, si realismo puro o ficción, se debe escribir sobre el horror en los campos nazis. También para la densidad sureña de Katherine Anne Porter en Pálido caballo, pálido jinete o para ese ser extraño que disfruta de su soledad en el mundo apocalíptico imaginado por Arno Schmidt en Espejos negros, o para la soledad, en otro tiempo, en otro lugar, de Vida y época de Michael K de Coetzee. Y como últimas menciones, El ángel del olvido de Haderlap, el recuerdo que se desborda una y otra vez, la vida en la frontera, el dolor de la lucidez al hacerse adulto, la maestría que despliega Isherwood en Un hombre soltero, y  la lucha contra las convenciones en Jude el oscuro  de Hardy.

Para terminar, mi único propósito para el próximo año es rebajar la altura de las columnas de lecturas pendientes y tachar un puñado de libros de las diferentes listas desperdigadas por el ordenador, el móvil, los cuadernos de apuntes.

Una última reflexión. Decía Tecman que vivimos en un perpetuo fundido encadenado: un mundo que se diluye poco a poco en otro nuevo hasta que desaparece, una y otra vez. Una de las razones por las que leo es para encontrarme con esos mundos desaparecidos, qué ha quedado de ellos en nosotros, que hemos dejado atrás para siempre. A veces, cuando tengo un libro en las manos, a veces, sólo a veces, siento que estoy en el final de un fundido encadenado.

En resumen, leí lo que pude y cuanto pude, no más, no mejor, sino estos sesenta libros que me acompañaron durante 2019.




Una noche en el paraíso - Lucia Berlin. Trad. Eugenia Vázquez Nacarino. Alfaguara.
Más allá del equinoccio de primavera - Natsume Sōseki. Trad. Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Impedimenta
Evangelio esquizofrénico - Bohumil Hrabal. Trad. Montse Tutusaus. La Fuga Ediciones
El vino de la juventud - John Fante. Trad. Antonio-Prometeo Moya. Anagrama
Relatos de Kolimá. Volumen I. Varlam Shalámov. Trad. Ricardo San Vicente. Editorial Minúscula
Estudios de lo salvaje - Barbara Baynton. Trad. Pilar Adón. Editorial Impedimenta.
Hielo seco - Isabel Bono. La isla de Siltolá (Relectura)
La primera oscuridad y otros poemas - Óscar Hahn. Visor
Pálido caballo, pálido jinete - Katherine Anne Porter. Trad. Maribel de Juan. Círculo de lectores
El beso - Kathryn Harrison. Trad. Susana Camps. Anagrama
El miedo - Gabriel Chevallier. Trad José Ramón Monreal. Acantilado
Calle de los maleficios. Crónica secreta de París - Jaques Yonnet. Trad. Julia Alquézar. Sajalín editores
¿Quién ha visto el viento? - Carson MacCullers. Trad. José Luis López Muñoz y María Campuzano. Austral
La hija de la amante - A.M. Homes. Trad. Jaime Zulaika. Anagrama
El mundo sumergido - J.G. Ballard. Trad Francisco Abelenda. Ediciones Minotauro
En un café - Mary Lavin. Trad. Regina López Muñoz. Errata naturae editores
El brezal de Brand - Arno Schmidt. Trad. Fernando Aramburu. Debolsillo
Espejos negros - Arno Schmidt. Trad. Florian von Hoyer y Guillermo Piro. Debolsillo
Un lugar difícil - Karmelo Iribarren. Visor
El progreso del amor - Alice Munro. Trad. Flora Casas. Debolsillo
Rock Springs - Richard Ford. Trad. Jesús Zulaika. Anagrama (Relectura)
El verano sin hombres - Siri Hustvedt. Trad. Cecilia Ceriani. Anagrama
El río del tiempo - Jon Swain. Trad. Magdalena Palmer. Gatopardo ediciones
Vida y época de Michael K - J.M. Coetzee. Trad. Concha Manella. Debolsillo
El ángel del olvido - Maja Haderlap. Trad. José Aníbal Campos. Editorial Periférica
Ellen Foster - Kaye Gibbons. Trad. María José Rodellar. Editorial las afueras
Relatos de Kolimá. Volumen II. La orilla izquierda - Varlam Shalámov. Trad. Ricardo San Vicente. Editorial Minúscula
Garabateado en la oscuridad - Charles Simic. Trad. Nieves García Prados. Vaso roto ediciones
La edad del desconsuelo - Jane Smiley. Trad. Francisco González López. Editorial Sexto piso
Mi romance - Gordon Lish. Trad. Juan Sebastián Cárdenas. Editorial Periférica
Tres rosas amarillas - Raymond Carver. Trad. Jesús Zulaika. Anagrama (Relectura)
Los hermanos Tanner - Robert Walser. Trad. Juan José del Solar. Debolsillo
Tierras de sangre - Didó Sotiríu.Trad. César Montoliu. Acantilado
El arte del puzle - José María Pérez Álvarez. Ediciones Trea
Las cuatro estaciones - Ana Blandiana. Trad. Viorica Patea y Fernando Sánchez Miret. Periférica
Gestarescala - Philip K. Dick. Trad. Julián Díez. Cátedra
Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado - Maya Angelou. Trad. Carlos Manzano. Libros del Asteroide
Otra vida por vivir - Theodor Kallifatides. Trad. Selma Ancira. Galaxia Gutenberg
El largo viaje - Jorge Semprún. Trad. Jacqueline Conte y Rafael Conte. Austral
Una postal de 1939 - Marcella Olschki. Trad. Francisco de Julio Carrobles. Periférica
Los cosacos - Lev Tólstoi. Trad. Irene y Laura Andresco revisada por Vicente Andresco. Alianza editorial
El puente - Gay Talese. Trad. Antonio Lozano. Debolsilo
Memorias de la casa muerta - Fiódor M. Dostoievski. Trad. Jesús García Gabaldón y Fernando Otero Macías. Alba editorial
La penumbra que hemos atravesado - Lalla Romano. Trad. Natalia Zarco. Periférica
Jude el oscuro - Thomas Hardy. Trad. Francisco Torres Oliver. Alba editorial
Un hombre soltero - Christopher Isherwood. Trad. María Belmonte. Acantilado
La escritura o la vida - Jorge Semprún. Trad. Thomas Kauf. Tusquets editores
Cahier - Isabel Bono. Editorial Baile del sol (Relectura)
Mis amigos - Emmanuel Bove. Trad. Manuel Arranz. Editorial Pre-textos
La célula de oro - Sharon Olds. Trad. Óscar Curieses. Bartleby editores
Relatos de Kolimá. Volumen III. El artista de la pala - Varlam Shalámov. Trad. Ricardo San Vicente. Editorial Minúscula
Pioneros - Willa Cather. Trad. Gema Moral Bartolomé. Alba editorial
Pasenow o el romanticismo - Hermann Broch. Trad. María Ángeles Grau. Debolsillo
El estigma- Emmy Hennings. Trad. Fernando González Viñas. El paseo editorial
Morir. Una vida. Cory Taylor. Trad. Catalina Ginard Ferón. Gatopardo ediciones
Carter - Ted Lewis. Trad. Damià Alou. Sajalín editores
La expedición al baobab - Wilma Stocenström. Trad. del inglés Lorenzo Luengo. Siruela
El descenso - Anna Kavan. Trad. Ainize Salaberri. Navona (7)
Los nuestros - Serguéi Dovlátov. Trad. Ricardo San Vicente. Fulgencio Pimentel
De A para X. Una historia en cartas - John Berger. Trad. Pilar Vázquez. Alfaguara