Son voces de desconocidos. En archivos de audio. Hablan de
una realidad que nos ocultan. Caos, desbordamiento, derrota, agonía y el efecto
devorador del virus sobre nuestros órganos. Son voces de hombres y mujeres que
tienen prisa, como si fuesen espiados, y sueltan una parrafada con datos y
consecuencias. Anuncian, anticipan, profetizan. Disparan el miedo —mi miedo: una bola de
plomo y fuego que me expulsa de mí mismo, que me convierte en alguien ajeno a
mí, ni cuerpo ni mente—. Nos
acercan al abismo. A través de la palabra. Cuando la calma y el regreso a mí
mismo, pienso en las realidades que nos quieren imponer, como en las historias
de Philip K. Dick, donde universos ajenos influyen e invaden el propio. Ahora
que hemos vuelto al confinamiento en la caverna vemos de nuevo sombras en las
paredes, el murmullo de voces desconocidas, las cadenas en nuestras manos, un
mundo de apariencia y engaño —en
ese instante, cuando miro mis sombras en el pecho, e. abre la puerta de casa y
entra cansada. Le hablo de los mensajes recibidos, de la angustia y la pregunta
de por qué compartir algo así. Ella escucha, asiente, nos decimos que no hay
que dejarse arrastrar. Las palabras, estas palabras, las de e. sobre las mías, combaten
el miedo y el aislamiento.
Ha caído la cartería de b. Es un parte de guerra. En nuestra
noche, al empezar nuestra jornada en el pabellón postal, nos preguntamos cuál
será la siguiente ficha de este dominó en caer, cuántos carros mandaremos a las
carterías y cuántos dejaremos en el pabellón.
(coda) El silencio de la noche sólo roto por el balbuceo de
los electrodomésticos, por una televisión lejana, por una conversación en un
balcón. Desaparecen los sonidos que creíamos anclados a la rutina y emergen
aquellos que estaban subterráneos.
Leo.
***
Como si supiera de mi angustia al atardecer, recomiendo a
Dovlátov por la mañana. Hablo de rusos en Nueva York, de vodka y socarronería y
escritura desmañada, de objetos en una maleta que son media vida, de la
realidad oculta, ésta sí, en las noticias de un periódico estonio durante el
comunismo, noticas que describían un mundo idílico, realidades que mostraban
las miserias bajo el totalitarismo comunista. Dovlátov, en los dos últimos
años, un camino al que regresar.
Se casó por segunda vez. Se enamoró de él una joven y
simpática mujer, técnico de profesión. Quizá lo tomara por un genio
estrafalario. A veces sucede…
En una palabra, las cosas se iban arreglando. La obra
recuperaba el ritmo perdido. Se restablecían las leyes, antes transgredidas, del
drama clásico.
Y ¿qué vino después? Pues nada de particular. Gobernaban el
país unos dirigentes indefinidos, carentes de individualidad alguna. En el arte
reinaba una unanimidad mustia e incolora.
Se diría que no se fusilaba a la gente. Ni se la encerraba.
O, mejor dicho, se la encerraba, pero menos. Y además por algún delito real. O,
al menos, por alguna expresión dicha imprudentemente en público. Es decir, por
algo. No como antes…
Y, sin embargo, en tiempos de Stalin las cosas iban mejor.
En época de Stalin se editaban libros y luego se fusilaba a sus autores. Ahora
no se fusila a los escritores. Y tampoco se publican libros. No se cierran los
teatros judíos, porque sencillamente no los hay…
Los herederos de Stalin decepcionaron a mi padre. Les
faltaba grandeza, brillo, teatralidad. Mi padre estaba dispuesto a aceptar la
tiranía, pero una tiranía oriental, salvaje y llena de color.
Estaba convencido de que no tenían que haber enterrado a
Stalin. No se lo podía enterrar como a un simple mortal. No debía haberse
escrito sobre su enfermedad, sobre su derrame cerebral. Ni publicar su análisis
de orina, algo completamente fuera de lugar.
Deberían haber anunciado que Stalin se había ido volando. O
incluso haber escrito que sencillamente había desaparecido. Y todos se lo
hubieran creído. Y la gran leyenda seguiría viva. ¡¿En qué era peor Stalin que
el chico aquel de Nazaret?!...
Porque lo que es ahora, si miras a la tribuna del mausoleo,
¿qué ves? A unos tipos huraños y cebados. Unos pensionistas más o menos bien
vestidos…
La vida era cada vez más monótona y gris. Hasta las maldades
adquirían un carácter mustio y cotidiano. El bien había degenerado en apatía.
Bastaba con no ser un chivato para ser tenido por buena persona…
Yo no recuerdo que a mi padre se tomara en serio la vida. A
él le interesaba el teatro. La montaña de palabras, pensamientos y actos de mi
padre casi impedía ver su alma pura y absurda.
Serguéi Dovlátov. Los
nuestros. Trad. Ricardo San Vicente. Editorial Fulgencio Pimentel.
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