Son fantasmas. Los camioneros. Sus caras blanquecinas por
las pantallas de tablets y móviles.
Las únicas luces en la zona del polígono que cruzo. A veces, alguno sale a mear
en los setos junto a algún pabellón. O estira las piernas y observa el cielo
estrellado. A su espalda, el cielo naranja sobre la ciudad, las ventanas
iluminadas que esperan, la carretera vacía, alguna sirena a lo lejos. Las
sirenas, con los días, se han unido al sonido metálico de las campanadas y el
gorjeo de los pájaros. Se escuchan a cualquier hora, la oscuridad tras la
tristeza. Todo este cielo estrellado, me repito una vieja lección, es un mapa
del pasado, los miles de años entre el titilar de esas estrellas y mis pasos en
la noche, camino del trabajo. Qué mundo se encontrarán los haces de luces que
han partido hoy en la distancia y negrura de la galaxia, quién será testigo,
cuánto de lo que hoy es un misterio estará desvelado mañana, esta nostalgia por
conocer el futuro lejano. Tiro del hilo de mis pensamientos, no sólo veo el
tiempo desajustado en las estrellas, también en este confinamiento. Hace días
que los políticos repiten que estamos por alcanzar el pico de la pandemia. El
punto máximo está cerca, dicen, tenemos que doblar la curva, dicen, debemos
aumentar el confinamiento, dicen. Hacen previsiones, políticos y periodistas,
cuántos muertos tendremos, cuántos se han evitado por las medidas tomadas,
cuánto queda de confinamiento. Lanzamos flechas hacia el futuro. Mientras, los
datos de los nuevos contagiados, de los muertos, hoy, hay que leerlos en
pasado, muestran una imagen de siete o diez días atrás, dicen los expertos. Una
flecha al pasado. El único tiempo que parece no existir, ahora, es el presente,
el del polígono a oscuras y los fantasmas en las cabinas de camiones.
Clasifico un carro de cajas en un ring. Solo. Mis compañeros
en el muelle o en otros rings, a distancia de seguridad. Antes del
confinamiento, los presos escribían las pocas cartas que pasaban por nuestras
manos. En apenas cinco
minutos veo cartas de niños, de gente mayor, su escritura reconocible, la letra
redonda o temblorosa, también letra apretada, confusa y rápida de quien ha
perdido la costumbre de escribir a mano, hay quien pega abalorios en el sobre y
quien dibuja corazones, paisajes, estrellas, hay quien deja un mensaje junto al
nombre del destinario, te quiero / ten
cuidado / corre corre cartero que esta carta es para el amor que más quiero.
Un gesto resucitado. Sentarse ante una hoja, recordar —que es volver a pasar
por el corazón—, escribir, tener presente al otro. El silencio y la quietud de
la palabra escrita. El murmullo y la respiración al abrir el sobre, al
desplegar las hojas. De nuevo el pasado en el presente. De nuevo, el tiempo y sus
flechas. El titilar de una luciérnaga.
Leo.
***
Son tres paquetes de cartas encontradas en una cárcel
dirigidas a un preso acusado de terrorismo. A. escribe de la vida desde fuera,
en un tiempo y una tierra desconocidos donde se vive una represión soterrada,
su mirada que intenta abarcar la pobreza, el amor, la distancia, el miedo, el
poder en la sombra, dominando la vida de cada uno de sus habitantes, y X.,
anotaciones políticas en el reverso de las hojas y, en contadas ocasiones, las
impresiones de su encierro, qué significa vivir en una habitación de dos metros
de largo. Estas cartas, la crónica de un amor, de lo invisible, del tiempo.
Mi soplete:
Sólo con mirarlo sabes que el pan todavía quema. Esta tarde,
a las seis, unos veinte hombres esperaban a la puerta de la panadería, un poco
más abajo de la farmacia. Siempre me dejan colarme si voy con la bata blanca. A
veces esperan hasta un cuarto de hora, mientras el panadero lo va sacando del
horno. Me parece ahora que tú nunca tuviste tiempo para hacer esto. El panadero
no se fija en ellos, solo está atento al pan y a las brasas al fondo de la
ardiente bóveda blanca. Y los hombres esperan, atentos, como si estuvieran
presenciando un concurso. También quiero decirte algo más.
Qué grande es la diferencia entre la esperanza y la
expectación. Al principio creía que tenía que ver con el tiempo, que la
esperanza era aguardar algo más lejano. Me equivocaba. La expectación pertenece
al cuerpo, mientras que la esperanza es del alma. Esa es la diferencia. Las dos
conversan, se animan o se consuelan, pero sueñan cosas distintas. Y he
aprendido algo más. La expectación del cuerpo puede durar tanto como cualquier
esperanza. Como la del mío, pensando en el tuyo. Expectante.
En cuanto te condenaron a dos cadenas perpetuas, dejé de
creer en su tiempo.
A.
Posdata. ¿Recibiste los rábanos que te envié con un
mensajero?
El maestro (a quien
uno de los guardias le rompió el otro día las gafas) nos citó esto: «Entre las
cosas más bonitas que ya no vemos están la luz del sol, las estrellas
rutilantes en una noche oscura, la luna llena y las frutas del verano: las
peras, las manzanas, los pepinos maduros». Escrito ayer mismo, como si
dijéramos, añadió el maestro, hace tan solo dos mil quinientos años.
John Berger. De A para
X. Una historia en cartas. Traducción de Pilar Vázquez. Alfaguara.
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