Siento frío dentro del cuerpo. Hace unos minutos de la
primera luz en mañana. El cielo está despejado —es un cielo alto y azul de inicio de primavera—. Hay pocas ventanas
iluminadas. Orfeo y Eurídice cantan cerca el uno del otro. Y, esta vez, veo los
brotes verdes abriéndose paso en las ramas de los árboles anteayer desnudos.
Con el viento, la ropa de los colgadores junto al puente me recuerda a banderas
—algo nuevo que emerge de lo invisible, las sábanas blancas, la ropa tendida,
la silueta lejana de quien cuelga la colada—. Aún queda una hora para que se
apaguen las farolas, cuando el sol sobre la cumbre de los montes y las sombras
alargándose en el vacío. Siento frío dentro del cuerpo. Y desidia. Y rabia. Y
mi respiración se acelera. Me centro en las sombras —nuestras huellas en el
universo, pienso—, en el acontecer de la luz, en mi desorientación de los
últimos días, cuando al despertar no sé si mañana o tarde, si viernes o
domingo. Intento entrar en calor, tranquilizar mi respiración, iniciar una chispa
que me mueva, evitar la tristeza y la ansiedad con la lectura. En el sofá,
frente a las dos ventanas alargadas de la habitación, tumbado con un libro nuevo
en mi pecho, veo lo absurdo de mis gestos. Entonces, me permito estar triste,
me permito sentir la opresión de estas paredes —que enmarcan un espacio vacío,
un corazón hambriento—, me permito la rabia y la desidia y la desorientación.
(coda)
Veo un haz de luz amarilla en la esquina junto a las ventanas. Y entro en él.
Leo.
***
Recuerdo Las monarcas
en la voz de e.f., el énfasis y las pausas y su respiración entrecortada que
daba sentido a cada palabra de aquel poema mítico. Fue entonces, en esa voz
abarcadora, donde me inicié en el mundo de Sharon Olds, donde la relación con
el padre, dura, cruel, una lucha, donde el sexo que vertebra cada gesto
nuestro, donde el ajuste de cuentas con los propios recuerdos, donde el amor
hacia los hijos, donde todos los desvíos en el camino. Elijo, entre sus
poemarios, Los muertos y los vivos, y elijo tres poemas al azar. Porque
cualquier poemario, cualquier poema de Olds.
El gremio
Todas las noches, cuando mi abuelo se sentaba
frente al fuego en la penumbra,
flameante la copa en la mano, su ojo
brillando en la vana aureola
de la llama,
el ojo de cristal siniestro y pétreo,
un joven se sentaba junto a él
en silencio y oscuridad, un universitario de
piel blanca, sin arrugas, una bella
cara enjuta, una frente
muy pronunciada y ojos de ámbar como la resina de
los árboles aún jóvenes para ser cortadas.
Era su hijo, allí sentado, un aprendiz,
noche tras noche, su vaso de carbón
junto al vaso de carbón del anciano,
y bebía cuando él bebía, y aprendió
el arte del olvido —ese
joven
todavía sin crueldad, el pelo oscuro como
la tierra que alimenta la raíz del árbol,
ese hijo que superaría
con creces al maestro, el aprendiz
que dejaría atrás a su patrón en crueldad y olvido,
bebiendo sin pausa junto a las llamas entre las tinieblas,
ese joven, mi padre.
*
El marginado
Me adelanta
en la calle, el pelo
apelmazado,
la piel macerada de mugre,
murmurando,
el traje manchado y acartonado —
y sin
embargo es tan joven, su barba rubia como
símbolo
de belleza y poder. Pero sus manos,
sorprendentemente
lisas, como sin nervios, cuelgan
aleteando
ligeramente al caminar, como las manos de
alguien
que ha tenido la polio, manos
que ya
no puede usar. Huelo la podredumbre de su
orina,
veo el lingote de su barba,
y
pienso en mi hermano pequeño, su belleza,
en la
aleación y en el voltaje de su barba, la vida
que no
está aprovechando, como ese violinista a quien
se le
han destrozado las manos para que no pueda tocar —
yo
presencié el aplastamiento de sus manos
y
contribuí a aplastarlas.
*
Preadolescente en primavera
A
través de la puerta de cristal, tan fina como leve escarcha en el estanque
mi hija
me llama.
Está
chupando un hielo, hay una taza con cubitos
a su
lado que brillan y se van separando.
El sol
se refleja en su pelo oscuro como la
tierra
compacta de un pinar,
el olor
de la resina reciente asciende como el
olor a
sexo. Salta desde el porche y
corre
por la hierba, sus nalgas como un albaricoque
aún sin
madurar. Regresa, el pelo
humeante,
la cara fresca y límpida,
piel
así de viva, con el blanco translúcido de la
vaina
del algodoncillo. Pesca
con la
lengua otro cubito de la taza.
A
nuestro alrededor las briznas aplastadas de los bulbos
brotan
desde dentro de la tierra.
Sobre
nosotras los capullos se abren. Yo me aferro
a esta
niña que está a mi lado, y ella
apoya
su cuerpo en mí, su peso,
sus
capas aún plegadas, su fragancia sólo
a medio
liberar, pero el hielo ahora rápidamente
se
derrite en su boca.
Sharon Olds. Los muertos y los
vivos. Traducción Juan José Almagro Iglesias y Carlos Jiménez Arribas. Bartleby
editores.
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